© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.

5.1.25

CINCO DE ENERO 55 Y 25

ENERO, CINCO DE 55 Y DE 25

Todo el día anduvo nervioso como rabo de jagartija. No corrían las horas y este que os escribe entraba y salía, corría hasta el Risco de los Aparecidos en las afueras del pueblo donde creía atisbar, al otro lado del río, entre huertas y veredas de blanco, alguna cabalgadura que le hiciera renacer la esperanza de tener por fin una bicicleta conque saciar sus ansias de libertad. Las horas, ya digo, no corrían y el dia se le hacía eterno a pesar de la escasa duración entre picos y montes. Desde el fondo del valle corría un ligero viento que barría la superficie de la tierra adormecida y por el rio bajaba un rumor de agua heladora. A media tarde el viento encalmó y el valle se cubrió de nubes de extrañas formas aborregadas, panzudas, plomizas tras la que apareció en un agujero la estrella del ocaso, que luego supo Venus. El sol se ocultó ya tras el manto y la noche cayó, pero no calló. La temperatura templó. Las calles y plazas de Tracastilla se fueron inundando de gente saliendo de sus casas. Todo estaba aún con la nieve caida los días anteriores. La plaza se fue llenando de familias, pero sobre todo de niños, de la chiquillería haciendo fila ordenada, alineada según Josué el viejo policía con la vara arreando con suavidad en las desnudas piernas para que guardaran la compostura. Josué ese día siempre sonreía, los padres sonreían y los niños se carcajeaban sabiendo que ese día el buen municipal lo hacía todo más humano.
La temperatura era suave pero los copos, grandes, blancos y leves como bolas de algodón caían con más y más intensidad. Ya la temperatura descendió de forma vertiginosa pero allí estaba la chiquillería; los ricos y los pobres, los altos y los bajos. Todos, el listo, el torpe, el hijo del albañil o del agricultor, o los hijos del funcionario, los del médico y los del practicante, los hijos del maestro, de los vendedores, de los agricultores. Los hijos de la derecha y los de la izquierda. Todos, esperando, abrigados —un servidor con una bisera de hule con orejeras de borreguito que me había traido mi tío Amós ¡de Madrid! comprada en Sederías Carretas—. Cada cuál iba pertrechado lo suficiente para combatir el frío que se abatía en forma de «nevazo», cubriendo inclusive el espumillón y las bombillas del pino erigido en medio de la Plaza de los Soportales, árbol de moda en Madrid.
De pronto se desató la pequeña histeria infantil, al fondo, por la calle Presente Jose Antonio Primo de Rivera, un resplandor y una gran humareda nos indicó que el día —¡qué digo el día!; la única, la genuina y verdadera, la reina de todas las del año: el Noche de los Reyes Magos del Día Cinco de Enero— había llegado y que todas las inclemencias meteorológicas en la memoria de un servidor habían hecho aparición sin faltar una sola vez en sus siete años; lluvia, aire de ventarrón, tormenta abatida sobre el gran circo de montañas, nieve, nieve, pero sobre todo frío para dar y tomar que ni unos guantes podían paliar los sabañones en los nudillos de las manos.
Pasaron los tres, a lomos de caballos, sonriendo y saludando con las manos a los niños de Tracastilla sin distinción alguna, aunque yo intuía que a unos los echaban mejores cosas que a otros...
Pasaron con rapidez bajando hasta el viejo Gueto Judío y yo corrí, de la mano de mis padres, a casa. Ni cené, me acosté y con cinco mantas en lo alto logré a duras penas conciliar el sueño. La nieve seguía y seguía cayendo, dejando casi medio metro de nieve aquella exclusiva Madrugada de reyes a pelo.
El cinco de enero había pasado, por fortuna. Ningún día como ese, de espera, de nervios, de saber que eran puntuales —ni antes ni después— y que el Seis, el 6, era otra historia.
Bienvenido, rey negro Baltasar, el del hablar del desierto, el negro negro de verdad; el que entre sueños, sueño o duermevela qué más da, me decía al oido, muy quedo, siempre en la madrugada del seis de enero, mediada la década cincuentera: —«Al-ḥamdu lillāh, habibi» —palabras sagradas que siempre guardo en mi memoria y que me recuerdan a mi padre, al negro rey Baltasar, a ilusión, a esperanza que nunca se va, a peticiones.
La febrícula no me deja y ya siento tras la ventana entreabierta el clarear del dia.
Unos, otra vez, zapatos Gorila con una pel

ota verde y unos odiosos Juegos Reunidos. Otro año más a suplicarle al Talo que me deje dar la vuelta a la plaza en su bici.
Hace un frio que pela y la sierra nevada se delimita con el azul del cielo. Tracastilla —entre Castillas— se despereza y no hay ya rastro de cabalgata. El viejo muncipal Josué recorre las calles y en la plaza el Coche-correo sale como siempre...
(Dedicado a Maria Luisa que me abraza amistosamente cuando me enfado)

30.12.24

Años y años

    Rememoro con nostalgia la última nochevieja que pasé con mis abuelos, y aún siento el regazo tibio, acogedor de ella, sentándome en sus rodillas, colocando los troncos de leña de castaño en la lumbre cuando me hizo una confesión que en aquel entonces no di importancia, y a la que contesté con una mirada a sus llorosos ojos.
    ―Hijo mío, soy mayor y me gustaría que cuando yo no esté, recuerdes algo que te voy a decir: nunca he salido del pueblo, jamás he traspasado los límites de La Linde.― Mi abuela comenzaba a mecerme mientras yo escuchaba su relato entremezclado con el crepitar de los troncos devorados por el fuego― Tu abuelo ha estado siempre tan ocupado que nunca ha encontrado un momento para llevarme a conocer la capital, donde dicen que hay todas las maravillas inimaginables. ―Poco a poco el calor del fuego se expandía por toda la estancia mientras sonaba la voz queda de la abuela Agustina― que las casas tienen calefacción sin necesidad de encender lumbre en la chimenea, y que hay muchos coches y gente, y comercios donde exponen todas las comodidades en los escaparates.
    Nunca lo he conocido y nunca, nunca... ―llegado a este punto aquella inconfundible voz algo nasal que le caracterizaba, parecía quebrarse― ...lo conoceré. Tampoco conozco algo que solo he visto pintado en el cuadro del salón de Don Anselmo el maestro, que él llama "marina" y que está lleno de una inmensidad de agua azul, con grandes olas de espuma blanca que chocan contra un gran barco con unas grandes velas amarillentas desplegadas. Y se ven unos pájaros enormes de alas abiertas que él me dijo que eran gavilanes o algo así, que ya no me acuerdo. Y eso, hijo mío, si no he conseguido ver la capital, a un día de viaje, pues eso, lo del cuadro, que está muchísimo más lejos, eso, el mar, ya he perdido la esperanza de verlo. Por eso quiero que a ti no te pase lo mismo, y que cuando seas mayor, pero no tanto como yo, salgas de La Linde y no pares hasta conocer todo el mundo, que debe ser muy, muy grande. ¿Me lo prometes, hijo mío?
    Y yo, en el regazo de aquella venerable abuela, no supe hacer otra cosa que mirarle a sus ojos llorosos, y responderla con mi mejor sonrisa. Me besó, y con ella mirando cómo se consumían los troncos en la lumbre, pasé la última noche, atragantándonos con las uvas pasas al compás de las diez campanadas del reloj de Santa María siendo la de aquel año de mil novecientos cincuenta y poco...
    La historia es una gran boca que todo lo engulle y que tarde o temprano acaba por devolver los recuerdos.
    Mi abuela Agustina nos dejó sin conocer el movimiento de las olas de la "marina" del salón de Don Anselmo... y ahora, siempre, ya digo, siempre, la recuerdo cada vez que estoy ante el mar, mi mar, mis más cercanos mares, siempre se me representa aquel gran galeón marinero escorado, con todo su inmenso velamen desplegado, luchando contra las enormes olas que chocan contra el vetusto casco de madera mientras las enorme gaviotas (los "gavilanes") y majestuosos alcatraces revoloteando por encima de aquel barco, aparentemente a merced de la mar.
    Pero no, allá, sobre la cubierta de aquel mi imaginario barco, sobre mi imaginario mar, veo siempre la figura de aquella mujer, mi abuela, a la que nunca olvidaré, que me pidió conocer el mundo, y el mar, que ella nunca tuvo la oportunidad de conocer.Yo lo hago ya por ti, abuela del alma, desde fuera de La Linde, tal y como te prometí con la mejor de mis sonrisas. Estoy escuchando las impresionantes notas de     Así hablaba Zarathustra al recordar en la triste tarde del penúltimo día de este malaventurado 2024.

El Tiempo no vuela, navega



30 de diciembre de 2024Rememoro con cierta nostalgia la última nochevieja que pasé con mis abuelos, y aún siento el regazo tibio, acogedor de ella, sentándome en sus rodillas, colocando los troncos de leña de castaño en la lumbre cuando me hizo una confesión que en aquel entonces no di importancia, y a la que contesté con una mirada a sus llorosos ojos.
―Hijo mío, me gustaría que cuando yo no esté, recuerdes algo que te voy a decir: nunca he salido del pueblo, jamás he traspasado los límites de La Linde. ―Mi abuela comenzaba a mecerme mientras yo escuchaba su relato entremezclado con el crepitar de los troncos devorados por el fuego― Tu abuelo ha estado siempre tan ocupado que nunca ha encontrado un momento para llevarme a conocer la capital, donde dicen que hay todas las maravillas inimaginables. ―Poco a poco el calor del fuego se expandía por toda la estancia mientras sonaba la voz queda de la abuela Agustina― que las casas tienen calefacción sin necesidad de encender lumbre en la chimenea, y que hay muchos coches y gente, y comercios donde exponen todas las comodidades en los escaparates.
Nunca lo he conocido y nunca, nunca... ―llegado a este punto aquella inconfundible voz algo nasal que le caracterizaba, parecía quebrarse― ...lo conoceré. Tampoco conozco algo que solo he visto pintado en el cuadro del salón de Don Anselmo el maestro, que él llama "marina" y que está lleno de una inmensidad de agua azul, con grandes olas de espuma blanca que chocan contra un gran barco con unas grandes velas amarillentas desplegadas. Y se ven unos pájaros enormes de alas desplegadas que él me dijo que eran gavilanes o algo así, que ya no me acuerdo. Y eso, hijo mío, si no he conseguido ver la capital, a un día de viaje, pues eso, lo del cuadro, que está muchísimo más lejos, eso, el mar, ya he perdido la esperanza de verlo. Por eso quiero que a ti no te pase lo mismo, y que cuando seas mayor, pero no tanto como yo, salgas de La Linde y no pares hasta conocer todo el mundo, que debe ser muy, muy grande. ¿Me lo prometes, hijo mío?
Y yo, en el regazo de aquella venerable abuela, no supe hacer otra cosa que mirarle a sus ojos llorosos, y responderla con mi mejor sonrisa. Me besó, y con ella, mirando cómo se consumían los troncos en la lumbre, pasé la última noche, atragantándonos con las uvas pasas al compás de las diez campanadas del reloj de Santa María siendo la de aquel año de mil novecientos cincuenta y ocho...
La historia es una gran boca que todo lo engulle, que tarde o temprano acaba por devolver los recuerdos.
Mi abuela Agustina nos dejó sin conocer el movimiento de las olas de la "marina" del salón de Don Anselmo... y ahora, siempre, ya digo, siempre, la recuerdo cada vez que estoy ante el mar, mi mar, mis más cercanos mares, y siempre se me representa aquel gran galeón marinero escorado, con todo su inmenso velamen desplegado, luchando contra las olas que chocan contra el vetusto casco de madera mientras las enorme gaviotas (los "gavilanes") y majestuosos alcatraces revolotean por encima de aquel barco, aparentemente a merced de la mar.
Pero no, allá, sobre la cubierta de aquel mi imaginario barco, sobre mi imaginario mar, veo siempre la figura de aquella mujer, mi abuela, a la que nunca olvidaré, que me pidió conocer el mundo, y el mar, ya que ella nunca tuvo esa oportunidad.

22.12.24

Humanidad, Historia, Hombre.


Era un modesto trabajador, él mismo sabia que con poco protagonismo aunque intuía —sin sospechar— haber tomado una importante decisión que determinaría, y mucho, el devenir de la Historia. Iba cavilando porque, eso sí, quería que su mujer y su hijo no corrieran ningún peligro. Sus conocimientos, aparte de trabajar la madera de cedro, eran muy básicos pero los suficientes para saber más corto el camino que conducía al lugar de nacimiento de su esposa, madre del niño que ésta acunaba en sus brazos, ambos a lomos de un asno comprado a última hora en el lugar donde había parido de cualquier manera la joven, «okupando» temporalmente una más que modesta casucha.
Había decidido el padre de familia caminar con mucho cuidado hacia el norte, cuidando de esquivar las patrullas de los prefectos imperiales que el largo brazo de Roma controlaba, aunque de sobra sabía por rumores, que eran aún peores los controles del tirano, rey-títere de la metrópoli. Eran 22 leguas romanas [100 km.] de caminos y veredas a través de rutas en el desierto y pobres tierras de labor entre Judea y Galilea. El carpintero no quería ya darle más vueltas a su cabeza sobre si no hubiera sido mejor tomar la ruta del sur y dirigirse a la antigua tierra egipcia de Moisés en demanda de asilo. La decisión había sido tomada... y sin marcha atrás; había soñado, o alguien le había puesto sobreaviso —no sabría decirlo con certeza, ni su esposa hacía la menor mención— que su familia estaba llamada a ejercer un papel fundamental en la Historia de la humanidad, y él, humilde artesano, no pensaba alterar los designios de Yaveh. Las tropas del rey y de la prefectura romana guardaban los cruces de los caminos exigiendo el padrón recién instaurado por los conquistadores imperiales y el reyezuelo. La desvalida caravana de desplazados no contaba con papel o documento alguno que les salvaguardara de la ley injusta decretada por el rey para deshacerse del nuevo mesías que habría nacido por aquellas fechas y por lo que había condenado a muerte a todos los niños nacidos dos años atrás, especulando criminalmente con un asegurado rango de tiempo y así asegurarse la eliminación y extinción de todos los varones. El tirano no podía permitir que ningún nacido en Judea le hiciera sombra tal y como tres reyes, llegados allende las fronteras, lo habían prevenido leyendo el camino de alguna estrella a través de los cielos nocturnos. Roma callaba y dejaba hacer al tonto útil y renegado reyezuelo Herodes, caricatura del rey David, el trabajo sucio de desembarazar a Roma de enemigos.
La familia poco a poco iba acercándose a la tierra de Galilea y pronto podrían practicar al neonato el Berit Milá o pacto de la circuncisión con Abraham.
El humilde y lento borrico portaba en sus lomos a una mujer de aspecto grácil, bella sin más, de mirada límpida y esbelta figura. Llevaba en su regazo, lejos de miradas indiscretas, al niño —niño como los demás—, aunque algo parecía sobresalir de aquel ser inocente que llamaba la atención del papá. No sabía qué era ello, una tenue irradiación salida como un reflejo de su aún escaso cabello infantil.
Atravesaron las tierras de los padres y profetas del pueblo de Israel Abraham, Isaac y Jacob. Sortearon y evitaron controles policiales y policíacos, caminos sinuosos y tierras heladas, quebradas e invernales, inhóspitas, así como aldeas sospechosas y muchas preguntas indiscretas cuando no insidiosas. Yosef conducía tomando del rabero al pollino, y Miriam con Jesuah ben Yosef en brazos quienes se dejaban guiar; Nazaret su destino y Belén su origen. Herodes llamado el Grande, un auténtico orate y déspota, enloquecía en su palacio de Jerusalén buscando a quien estaba llamado a suplantarlo, mientras Augusto imperator, en Roma, dejaba que la Historia se fuera escribiendo en aquella lejana provincia del Imperio. No sabían de qué manera se estaba comenzando a escribir...
Fue doloroso, y murieron numerosas inocentes criaturas de menos de dos añitos. Pero la historia, inexorable y memoriosa fue poniendo a cada uno en su lugar. A Yosef —José— le reservaba la Historia el papel de padre, actor secundario; a Miriam —María— como dadora de vida ¡sin mancha!; y a Jesuah ben Yosef —Jesús— como Mesías y Maestro, que iba a cambiar el mundo a base de Palabras y de Hechos.
«Las guerras de Judea»
(Flavio Ben-Hur, historiador)

Cada año, media Humanidad celebra aquella conjunción de acontecimientos que marcaron un antes y un después en el devenir del Tiempo.

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19.12.24

LECTURA DE ALTURA para regalar... previa compra jeje en Amazon

Una de dos: este libro es muy malo y los poseedores no se atreven a herirme en mi sensibilidad; o es muy bueno y están mudos y pasmados de asombro. 30 afortunados y ni una sola crítica, comentario, halago, nada nada nadaaa... Hervás, mi pueblo por los cuatro costados
Para niños es decir hijos, nietos, sobrinos o primitos pueden aprender a pasar miedo a la vez que se rien. Ideal para leer al amor de la lumbre en noches de 'Jalouin' o de cualquier noche... También, terapia para mayores
Lo de «1984» es un juego de niños de redacción escolar al lado de esta realidad distópica de tiempos futuros... aquí mismo ya
🤣
Libro de viajes, de la Ceca a la Meca, y regreso. La India y más... 




Por fin, este libro de relatos históricos. Basados en hechos reales. Un «amigo» mío cuando vió la portada, me eliminó de sus amistades. Parece que le dió un ataque de alergia. Claro, pensé yo, él debe ser un pogre y se huele lo que puede haber. Pues lo hay, y vista su reacción: bueno,bueno,bueno... ¡Y al pogre, que le den!   

NOTA: He regalado, he enviado a todo aquel o aquella que se ha interesado... 
pero veo con claridad que hacer esto es devaluar la obra y si te he visto no me acuerdo.
He hecho lo que he podido, pero ya está bueno. Si alguien está verdaderamente interesado, en Amazon tecleando mi nombre Jose Antonio Bejarano Mártil.
Gracias

Correrías por el Orinoco


Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suelo recalentado levantando una miriada de chispas que iluminaban el salón. Yo estaba sentado en una de las tajuelas y con un badil reunía los restos de brasas y las amontonaba en el centro del hogar. Mi tío seguía narrándome la última aventura mientras en mi mente iba anidando todas y cada una de las palabras de aquel viajero que me había invitado a pasar la tarde invernal a su casa de San Ginés, en Madrid.
Me contó cómo había llegado a bordo de un vapor, desembarcando en el puerto de Cádiz. Había sido, me contó, el viaje de su vida. El salto al Océano y ver con sus propios ojos un nuevo y desconocido mundo.
España, Portugal y Francia se le habían quedado pequeñas comparadas con aquel vasto, enorme, infinito continente con los rios más caudalosos, las montañas más altas y los habitantes de todos los colores y culturas habidas y por haber. Yo lo escuchaba mientras enredaba con las brasas y él, mi tio Tomás, hermano de mi madre, me contaba retazos de su última aventura por el equinoccio americano.
—Jose, no te puedes hacer una idea de las aventuras que he vivido —chupaba una extraña cachimba hecha de madera de ébano donde a menudo introducía un montoncito de tabaco antillano, esparciendo un olor que se me quedó en mi interior y que a la larga haría de mi un gran fumador. Mi tío sujetaba la cachimba en su comisura derecha mientras por la izquierda soltaba una nube blanca y espesa de humo que se apoderaba de la habitación.
—Cuéntame lo de los indios otra vez, tío —yo sabía que no necesitaría insistir para hacer que mi tio lo narrara de nuevo.
—Nada que no sepas ya te puedo contar, Jose, a no ser que me repita —mi tio Tomás se dejaba querer y yo sabía que adornaría un poco más las historias que me contaba.— las aventuras que viví las tienes en alguna revista donde las publicaron en 1930 pero bueno, si quieres te lo repito...
—Gracias, tío, otra vez... —yo dejaba el badil a un lado y callaba mientras él sin saberlo, abonaba mi mente inquieta.
—En uno de los recodos del gran Orinoco, en plena selva, donde no llega nada de nuestra civilización, me encontré entre dos tribus, enemigas entre ellas. Yo estaba descansando en un bohío cuando me encontré con unos individuos casi desnudos y algunos armados con arcos y flechas. Todos llevaban cerbatanas con unos dardos untados con curare, un veneno mortal con el que cazaban. Me sanaron los pies que los tenía infectados de niguas, unos insectos que se meten entre la piel de los dedos. La verdad es que se portaron muy bien conmigo. Me invitaron a su aldea donde conviví durante un mes mientras me reponía. Y no podrás creer lo que vi...
—Qué, qué... —interrumpí a mi tio para azuzarle y que contara con pelos y señales
—Pues que aparte de otras costumbres que ya te contaré, tenían otra muy curiosa y consistía en «encatumar» a los viejos, metiéndolos en una red de cáñamo que llevaban a unos remansos del rio, y la colgaban de las ramas de los árboles sobre el agua mientras el pobre viejo hecho un ovillo como un feto, sin poderse mover, miraba abajo comprendiendo lo que él a buen seguro había hecho a sus antecesores. Y allí lo dejaban abandonado durante dos meses. Trascurrido ese tiempo, regresaban...
—¿Y qué encontraban, tío? — era la pregunta que yo, siempre que tenía ocasión hacía, sabiendo que la respuesta era una y otra vez distinta a gusto de la imaginación de mi tio Tomás.
—Imagínalo tú esta vez, Jose —mi tio chupaba la cachimba y miraba como hipnotizado las lenguas de fuego que subían por la chimenea. Yo me quedaba en silencio dejando volar mi mente infantil e imaginando cómo encontrarían a los pobres viejos «encatumarados» en aquella remota tribu de las riberas del Orinoco.
—Pero eso no es nada, mocito —mi tio Tomás se quitaba la cachimba y me miraba— porque, esto que sigue ¡y es la primera vez que te lo cuento! yo no lo vi pero me lo aseguraron los «indios panares» y es que en la tribu de al lado, los «curubayari» simplemente los llevaban a la plaza del poblado y a aquellos ancianos, o simplemente enfermos, lisiados o que ya no servían para trabajar, los molían a palos hasta que morían... —mi tio Tomás, viajero acostumbrado a las más insólitas costumbres, se detenía en la narración no por dramatizar sus relatos que de sobra sabía cómo me gustaban, sino porque la voz le temblaba y buscaba las palabras pausadamente, con sumo cuidado para que en mi mente anidara con exactitud qué me estaba relatando, cómo me lo estaba contando, parecido a confesar un terrible acontecimiento. —sí, Jose, así me lo contaron... los mataban porque ya estorbaban.
Nos quedamos los dos en silencio y en la habitación llena de recuerdos de sus viajes solo se sentía el crepitar del fuego. Aquellos minutos posteriores se echaron pesadamente sobre los dos, a mi aplastándome. En las paredes con múltiples recuerdos de otros paises del mundo se reflejaban las sombras que el fuego dibujaba. Sobre un armario, cerrado con llave, una figura parecía burlarse de mi. Él me había dicho que era un trofeo de guerra de la tribu «shuar» pero nunca supe si aquella cabeza del tamaño de una naranja era una cabeza jibarizada o era una simple imitación.
—Pues ya sabes, sobrino —Mi tio Tomás llenaba su pipa de tabaco y bebía un brebaje que él llamaba mate. —que sepas que el mundo es hermoso, inmenso, dadivoso tanto que da lo que nosotros necesitamos... pero también es cruel al máximo. Esto que te he contado es solo una parte de lo que he vivido. Escucha y aprende, sobrino.
—Gracias, tío, yo también quiero conocer mundo como tú. —once años contaba yo entonces y lo de atizar las brasas me pareció ya una tontería que abandoné. Así que dejé el badil a un lado.
Y mi tio me miraba complacido y señalaba con la cachimba los objetos de adornaban la pared de su estancia llena de recuerdos de su viaje por las cuencas del Amazonas y del Orinoco en América del Sur donde habita la muerte verde.
(Transcripción libre, real, de «La muerte verde,
aventuras del dibujante, cineasta y viajero español
Amós López Bejarano»
Revista Estampa. Madrid 1932)

16.12.24

Miel para moscas

Estaba recostado para ser rasurado y depilado todo su cuerpo. Mientras el barbero real cumplía su misión, el dios, con los ojos cerrados elucubraba y hacía planes de futuro. Acababa de llegar al trono de la tierra de Sekmet y consideraba que había al fin llegado su hora. El cuerpo del dios iba poco a poco siendo desprovisto de todo rastro de vello superfluo; primero era la cabeza, las cejas y pestañas, eliminado todo rastro de impureza. El escribano y consejero Ammyt, servidor de Ra, escuchaba, asentía y escribía en un papiro atento a las palabras del dios. En la cámara real se escuchaba el trino de los pájaros en los jardines y el suave raspado de la hoja de afeitar y las cremas exfoliantes. . Y las palabras del señor de las dos tierras para ser transcritas:
—Sean retirados los vestigios de la reina. Retírense los bustos de la mujer que ejerció como faraón de la Capilla Roja del Templo de Karnak. Prohibida su mención entre uno a otro confín de la tierra negra de Egipto, que desaparezca su recuerdo. Es voluntad de mi divina persona que cualquier alusión escrita o pintada en la sagradas paredes de cualquier templo o estela, muro o pedestal, sea arrancada la piedra o esmaltes que hasta ahora han representado a la reina usurpadora —levantó su dedo índice— y que los dioses la olviden por toda la eternidad y la dejen en la sima del Inframundo. En su lugar se restituya, es mi voluntad y mi orden a los tallistas y pintores o arquitectos, los nombres de mi real padre y mi real abuelo, Tutmosis II y I.


El dios —Tutmosis III— recién ascendido al trono de las dos tierras, abrió lo ojos y ordenó detenerse con un gesto al barbero real. Aún le faltaba ser rasurado y afeitado el resto del cuerpo que el faraón mostraba desnudo sobre la camilla. Miró con reprensión al escriba, quien parecía dudar.
—Mi señor ¿hemos de remover la tumba y arrojar sus restos a las alimañas del desierto? —se atrevió a preguntar el fiel Ammyt deteniendo el cálamo sobre el papiro.
—No —zanjó tajante el dios Tutmosis—. Es mi voluntad seguir las enseñanzas del sagrado Libro de los Muertos; el cuerpo está ya en manos de Annubis, su alma ha sido pesada por Osiris y su destino ha de ser el vagar eternamente en el Amenti. Es el destino de la usurpadora...
—Mi señor y dios de las dos tierras de Egipto... —el escriba sentía la imperiosa necesidad de hablar; bajó la mirada y dejando el cálamo, extendió implorando las dos palmas de sus manos hacia el faraón— si me permite mi señor hacer notar a este humilde siervo...
—Parad, mi buen escriba, tu insolencia me irrita —Tutmosis III hizo un gesto para que el barbero real siguiera el proceso de eliminación del vello corporal del faraón. El pecho del dios, oscurecido por una leve pilosidad, se convertía en una suave piel cuando el barbero lo rasuraba y le ungía con suave aceite de coco del desierto líbico. —Sean mis palabras ley que todo mi pueblo ha de cumplir.
—Pero mi Señor, dueño y dios del alto y bajo Egipto —el escriba humilló la cabeza temiendo la ira por aquella recalcitrante y osada insistencia—. Ha de saber mi señor que el alma humana es, muchas veces, previsible, que las energías en eliminar todo vestigio de memoria, muchas veces es como miel para las moscas y los intentos de obligar al pueblo para olvidarse del enemigo, el pueblo lo considera, por contra, un acicate, y cabe la posibllidad de que el pueblo en lugar de olvidar para siempre, recuerde también para siempre, sin lograr los objetivos previstos.

Se hizo un silencio aplastante en la cámara real del templo de Tebas. El barbero detuvo la cuchilla a punto de comenzar a rasurar el sexo de Tutmosis. El escriba contuvo la respiración. Y el faraón enarcó el lugar que minutos antes habían ocupado las cejas. Parpadeó sin pestañas. Se incorporó y su cuerpo a medias exento de vello refulgió brillante cuando los rayos solares incidieron en su divino cuerpo. Este levantó las palmas de las manos en actitud de hablar.
—No me mueve la venganza hacia la usurpadora Hatshepsut. Nunca ha sido esa mi intención puesto que la venganza es impropia de Nos, los dioses —Tutmosis III, llamado también Menjeperra Dyehuthymose amagó un gesto de condescendencia hacia su ministro escribano para que no tomara sus palabras ni recogerlas negro sobre blanco—. Mi divinidad no necesita la venganza... sino el propio aprovechamiento interesado de la Maldición de su Memoria. Necesito que mi pueblo hable, murmure, cabile, rumíe, difame, ajusten sus cuentas personales entre sí o, en la intimidad, adore y añore a mi antecesora, usurpadora y profanadora de la corte divina de Egipto; que la memoria de la reina que ejerció como faraón de forma blasfema sea como tú mismo has dicho: miel para las moscas; es decir, prohibamos para que el pueblo de Egipto, ignorante, añore y desee. Que el simple recuerdo de la usurpadora Hatshepsut sea la yesca que proporcione del pedernal la llama del odio entre el pueblo para encender los espíritus a favor y en contra. Necesito ese tiempo estéril del pueblo, para hacer a Mi real gusto un pais que extienda los dominios más allá del desierto y de las fuentes del Nilo.
Hizo un breve gesto Tutmosis III, y el escriba se retiró sin dar la espalda al señor de las dos tierras de Egipto desapareciendo tras la puerta de la cámara privada.

El barbero, sordo y mudo, encargado durante años de rasurar los cuerpos de los dioses y sus esposas reales, así como a los sacerdotes del templo —había sido cercenada su lengua y taponado sus tímpanos para hacerle testigo fiable— tomó con delicadeza el miembro viril de Tutmosis el Conquistador, dios faraón, y comenzó a rasurarlo.

«Tutmosis III, vida y muerte gloriosa»
(Meret-Nefer, cronista de la corte de Amenofis II)

La muerte verde

  Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suel...