13.11.15

Noviembre en Madrid




Aquella mañana del catorce de noviembre amaneció en medio de una neblina fría y desapacible que se agarraba inclemente al barro y a los escombros. La noche había trascurrido oscura a causa de la luna nueva que hacían más espectaculares los fogonazos de los morteros a uno y otro lado de las trincheras. Era la belleza de la muerte en los resplandores de la brutal batalla que se estaba desarrollando en los arrabales. En el Barrio de la Bombilla fue donde se dieron cita jugándose los dos la vida. En medio de un breve periodo parecido a un armisticio, fue donde el falangista y la miliciana -acordándolo previamente por medios que no vienen al caso- se vieron y sin apenas tiempo para más, se miraron, se acariciaron, se dijeron palabras de amor y acabaron juramentándose amor eterno sabiendo ambos que sería la última vez que se vieran. No hicieron el amor. El amor era, por encima de todo, el acto de valentía para, por encima de cadenas de mando, romperlas, y romper todos los convencionalismos, dogmatismos y enarbolar la bandera de la tolerancia. Aquello era Amor por encima de las trincheras en las que se había convertido aquella desgraciada, desventurada, orgullosa y terrible España. Amanecía sobre el Madrid sitiado y se dieron un largo beso, el último de sus vidas, cuando les avisaron de que era imprescindible acabar de inmediato aquella cita de amor en el pequeño trozo de tierra de nadie en los aledaños de la gran ciudad que se desperezaba oyendo el zumbido de los obuses. No se dijeron nada al despedirse. Él, falangista sin nombre, madrileño, encuadrado en las columnas sitiadoras del general Varela, se dirige hacia su unidad a punto de conquistar el cerro Garabitas, para tratar de atenazar, doblegar y entrar en su Madrid.

Ella, miliciana sin nombre, madrileña, defensora de su ciudad que se dabatía entre la consigna del No pasarán y el ardiente deseo de dejar pasar al amor único de su vida se dirigió presurosa hacia el interior de la capital de España. La esperaban en el asilo de Santa Cristina donde estaba encuadrada a las órdenes de Durruti.
Nunca se volvieron a ver el falangista y la miliciana. Truncado un amor que no pudo ser... Culpable: la guerra.
Madrid, justo hoy setenta y cinco años.


Ella, miliciana sin nombre, madrileña, defensora de su ciudad que se dabatía entre la consigna del No pasarán y el ardiente deseo de dejar pasar al amor único de su vida se dirigió presurosa hacia el interior de la capital de España. La esperaban en el asilo de Santa Cristina donde estaba encuadrada a las órdenes de Durruti.
Nunca se volvieron a ver el falangista y la miliciana. Truncado un amor que no pudo ser... Culpable: la guerra.
Madrid, justo hoy setenta y cinco años.

10.11.15

Supuestamente, Alba



tfno.
0 1 6

Mujer...No pases ni una!!!


Sinceramente no acababa de entender si lo que estaba viendo era real o tal vez fruto de los espejismos producidos por el ventarrón de levante cargado de calor sahariano que desde hacía tres días había despoblado las playas y las calles de Portales. Desde la terraza de mi apartamento, donde me había refugiado en busca de una ducha fría con la que mitigar el tremendo calor pude observar, en uno de los pisos del edificio de enfrente, la figura de una pareja en actitud un tanto extraña. El caso es que, sin dudarlo un instante, hice algo que me cuesta reconocer, dado lo mal visto que está: tomé mis prismáticos Tasco 20x50 mm. y ajusté la distancia focal para poder observar una escena que me dejó preocupado pues fue más que suficiente para corroborar lo que yo estaba intuyendo. No soy amigo de husmear en vidas ajenas y menos aún en las de mis vecinos, aunque he de reconocer que desde principios de verano me había llamado la atención aquella mujer de mediana edad, tal vez 45 años, por su belleza, sus formas proporcionadas y sobre todo por el color de su piel, que siempre me había extrañado dado que las playas del sur, si por algo se caracterizan es por la fuerza con la que el sol “castiga”, a unos de forma graciosa, benevolente, bronceando justa y proporcionadamente, y a otros de manera inmisericorde, en forma de colores más parecidos a los de los salmonetes, cuando no quemaduras y escozores que obligan a veces a visitar los atestados servicios de urgencia de las playas (pero esto es otra historia).
El caso es que la mujer que tenía enfocada en los binoculares de mis prismáticos lucía una piel absolutamente blanca. Su pelo, por contra, era negro, de lo que se deducía que, aquella mujer de formas hermosas, con unos pechos firmes que se adivinaban bajo un sucinto suéter, simplemente no había tomado el sol en mucho tiempo, meses tal vez. Supuestamente.
El hombre, en bañador, agitaba los brazos desaforadamente, en tanto que ella se encogía de forma temerosa, en actitud autodefensiva. Él parecía gritar, aunque dada la distancia y a que quizá los cristales estuviesen corridos, el caso es que no se oía nada, y por lo que se deduce, nadie oía nada porque en todo el bloque de apartamentos nadie parecía inmutarse. Tal vez yo estaba imaginando cosas que no venían a cuento, pero daba la impresión de que aquella mujer estaba siendo, si no agredida físicamente, sí, cuanto menos, avasallada por el acompañante que a simple vista se estaba comportando como un energúmeno con toda la pinta de ser un “burraco”. Supuestamente.
En plena inspección ocular desaparecieron de mi campo visual, y aunque permanecí algunos minutos más escrutando las ventana del apartamento para ver cómo acababa la historia, opté por dejar mi “observación” por temor a que algún vecino me pillase en aquella sospechosa actitud y quedase en adelante con fama de “mirón con prismáticos” en busca de escenas morbosas ajenas.
Al fin, viendo que todo quedaba en calma aparente preferí entrar en mi casa, poner la tele y sumergirme en salsa putrefacta de tomate. Al menos olvidaría lo que había visto porque al fin y al cabo no me pareció más que una discusión matrimonial. Supuestamente. Todos la tenemos alguna que otra vez.
Trascurrieron algunos días y, al fin, el temporal de levante amainó y por tanto los veraneantes volvieron ―volvimos― a invadir el trozo de playa que correspondía a la urbanización. Nos empeñábamos en estar sobre la arena pegados unos a otros en lugar de caminar unos metros y disfrutar lo que la Naturaleza nos proporcionaba con generosidad, kilómetros de playas solitarias, pero se ve que somos de carácter gregario y que nos gusta estar en masa.
Pero bueno, sin divagar, el verano volvió a su normalidad y yo traté de olvidar el incidente, aunque no lo suficiente como para que cuando me encontraba en la playa no dejase de escudriñar en todas y cada una de las mujeres que paseaban; o bien a la hora del paseo, cuando la tarde cae, y la calle peatonal es un hervidero de gente y vendedores ambulantes. Y qué decir de que, cuando me encontraba en casa, mirase de soslayo el piso de enfrente en su busca. Pero nada, no la volví a ver desde el día de los prismáticos, aunque se adivinaba movimiento en la vivienda, dado que cuando caía la noche se dibujaban sombras tras las persianas corridas al filtrarse la luz.
Ahora mismo no recuerdo muy bien, pero creo que ocurrió un lunes. De buena mañana, me levanté y tal como hacía algunos días, me dispuse a realizar una de mis aficiones favoritas: pasear por la playa cuando a esa hora incierta el flujo y reflujo del mar toma un color plateado reflejando los primeros rayos del sol. Cuando la arena de la bajamar está absolutamente virgen de pisadas, y el sonido de las olas llega nítidamente.
Iba paseando, ensimismado en mis pensamientos, cuando de improviso la vi. Supe enseguida que era ella a pesar de estar sentada, abrazándose las piernas, encogida en postura fetal, mirando al horizonte, por su perfil inconfundible, por su melena suelta, por su color, incluso por su vestido inmaculadamente blanco, pero sobre todo por su belleza. Aunque sentí un momento de duda, no lo pensé demasiado: aquella hora intempestiva, su perfil frente al mar sobre la arena mojada, sobre la que estaba sentada, hierática, hizo que decidiera acercarme aun a riesgo de ser despedido de forma abrupta por entrometido. Supuestamente.
Cuando llegué a su altura, me detuve y nos miramos. Permanecí en actitud expectante, silencioso, esperando su reacción. Ella pareció reconocerme porque vi aparecer unas lágrimas en sus ojos negros. Parecían de súplica. Aquella mujer estaba pidiendo ayuda. Parecía esperarme, pensé. Me senté a su lado, y sin apenas presentarme, aseguró conocerme de vista, y comenzó a contarme una historia matrimonial plagada de violencia. La última vez, la noche anterior, cuando su marido había culminado la cadena de malos tratos que había comenzado la misma noche de bodas. Una vida carente de lo que ella más anhelaba: amor. Y ni siquiera, se lamentaba, había satisfecho a su marido —lo que él le recriminaba una y otra vez—, que no era capaz de parir, de “echar un hijo como una mujer como Dios manda”. Estas palabras las había llegado a hacer suyas de tal manera, tal grado de culpabilidad había alcanzado, que se sentía culpable cada hora, de cada día, de cada año desde que había tenido la malhadada idea de contraer matrimonio con él. Supuestamente.
No me atreví a interrumpir aquella serie de barbaridades que me dejaron impresionado, pues pensé que aquellas terribles historias eran sólo fruto de la imaginación de los medios de comunicación, empeñados en llenar programas basura.
La noche anterior salió al balcón en mi busca, porque sabía que yo estaba al tanto del drama que estaba sufriendo. Al no encontrarme, se armó de valor y decidió lo que hasta ese momento jamás se le habría pasado por la cabeza y que a buen seguro su marido, su verdugo, nunca le perdonaría: huir. Supuestamente.
Salió de casa cuando las calles estaban solitarias, y se dirigió a la playa. Se sentó sobre la arena, inerme, pasiva por si las olas se apiadaban de ella y definitivamente la arrastraban mar adentro donde el océano diluiría para siempre sus desgracias, así nadie la echaría de menos, y nadie preguntaría por ella, para que su historia fuese tragada por las profundidades.
La escuché en silencio, asustado tal y como estaba ella, porque sin pretenderlo me había hecho depositario de sus secretos más íntimos y terribles. Yo traté de tranquilizarla y de que se levantara de la húmeda arena. Temí que se resistiría a moverse de allí, pero me tendió su mano, pequeña, helada, y la ayudé a incorporarse. Alba, me dijo que se llamaba. Tenía el vestido completamente mojado, pegado a la piel. Le pregunté qué pensaba a hacer, y me dijo que nada, que en adelante se dedicaría “a vagar hasta que mi vida se reduzca a cero”. Sus palabras textuales me impresionaron y desde aquel momento creí mi obligación velar por aquella persona destruida.
Pude decidir en aquel momento tomar la actitud más cómoda en estos casos como olvidarme del asunto, dándole unas palmaditas en la espalda, animándola para que volviera a su casa diciéndole unas vacuas palabras de “que tengas suerte”, “que todo te vaya bien”, o algo por el estilo. Así que decidí mojarme: no habría marcha atrás.
Tomando a Alba por el brazo nos dirigimos al único chiringuito abierto de la playa donde desayunamos. No volvió a hablar, sólo me miraba tratando de escrutar y conocer a quien, según su confesión, me había captado como su salvador. Como es natural, por mucho que me repugnara la idea de meterme en un asunto tan espinoso, me reafirmé en que no debía cerrar los ojos, la boca y los oídos. El hematoma que lucía en su sien izquierda era la señal inequívoca de la triste verdad que me había descrito. Apenas probó unos sorbos de café. La dejé sentada en una mesa apartada, lejos de la entrada del local y me dirigí a mi apartamento. En el coche ―mi esposa aún no se había levantado― regresé a la playa, no sin antes echar un vistazo al exterior del apartamento de Alba: nada parecía haber sucedido allí. Las ventanas permanecían cerradas, y si alguien había en su interior parecía ajeno al drama. Supuestamente.
Cuando regresé al local de la playa, Alba permanecía sentada mirando al horizonte, y sus ojos, al acercarme, parecían haber despertado de un sueño. Su vestido se había secado, aunque yo le ofrecí uno que mi mujer había comprado el día anterior en un mercadillo de subsaharianos. Pero rehusó. Se levantó y la llevé en el coche hasta el cuartelillo de la Guardia Civil del puerto. Allí levantaron atestado de la denuncia y yo facilité mi identidad ―sólo como la persona que la había encontrado y trasladado al cuartelillo―. Las explicaciones a mi esposa las dejaría para más tarde, pero ante todo debería tratar de solucionar el problema de Alba.
En menos de media hora se puso en marcha un dispositivo que nunca imaginé en este país, consistente en una abogada de oficio, un asistente social, la directora de un centro de acogida de mujeres maltratadas, aparte la comunicación de la denuncia y previsible detención del sujeto ―de estos últimos datos preferí permanecer ignorante―.
Cuando nos despedimos, se encontraba tranquila aunque me dijo que temía el momento en que tuviera que enfrentarse cara a cara con su verdugo, que no estaba segura de soportarlo. Yo traté de animarla, y en un alarde de valentía que no sé de dónde salió, me ofrecí para lo que necesitara, incluso testificar en un juicio.
Se me quedó mirando devolviéndome con sus ojos una corriente de agradecimiento. Me tomó la mano, con aquella suya fina, helada, con la que trató en la playa de ocultar la tumefacción de su cara. Casi sin darme cuenta, esbozando una tímida sonrisa me besó, y yo deseé llevarla lejos de allí, borrar de su mente el calvario que estaba sufriendo, de inyectar en ella la dosis de autoestima que le habían hurtado, de hacerle comprender que probablemente la “sequedad” que, según el bestia la imposibilitaba de traer hijos al mundo, no era precisamente problema de ella… En fin, tantas y tantas cosas le podía decir que hubo un momento en que creí perder la cabeza, y eso era precisamente lo que no debía ocurrir. Me dio aquel inolvidable beso cuando yo casi terminaba mi estancia vacacional en la playa.

Hoy no sé qué habrá sido de ella ―nadie me ha requerido desde entonces―. Pero deseo fervientemente que Alba ―realmente, A. F. D.― haya reiniciado su camino sola; que el burraco del marido haya tenido su merecido, y que ella haya sabido afrontar nuevamente la vida con la ayuda de otras personas que la hayan protegido debidamente.
Por mi parte, termino este relato que estaba deseando escribir para dejar constancia de que nunca volveré al mismo apartamento de la playa porque temo encontrarme cara a cara con la bestia. Supuestamente. Pero tampoco deseo encontrarme con Alba, con su belleza deteriorada, con su mentalidad descolocada, Que encuentre la felicidad. Pero que no la vuelva a ver. No sabría decir, supuestamente, por qué.