22.9.15

20:32 h. 11 octubre 2016 ... comienza YOM KIPPUR...


  SEIS Y MEDIA DE LA MAÑANA
                                                       (De mi bloc de rutas)

                        Hoy, 11 de octubre de 2016, 9 Tishri, 5777, comienza en todo el mundo judío una de las principales fiestas del calendario, diez días después de la celebración de Rosh ha-Shaná, el año nuevo.
                        Marco el 3-0-1-2, número del teléfono de tu habitación. Tardas en responder, pero al fin te decides, al tiempo que, seguro, te desperezas.
                        —Buenos días. Es Yom Kippur, y aunque no seamos demasiado creyentes, sí es obligado que, por una vez, acudamos a la sinagoga, y asistamos al viejo rito de arrepentimiento por todas las “faltillas” cometidas durante el año, y después, aprovechando que nos encontramos en Israel, y aunque la agencia de viaje no nos ha preparado ningún programa para hoy, vamos tú y yo a recorrer la ciudad vieja de Jerusalén. Ya sé que será un poco cansado, pero creo que merecerá la pena.
                        Como estamos alojados en el King David Hotel (*****), lo primero será acudir a una de las sinagogas que hay por los alrededores —hoy por desgracia estarán custodiadas por aguerridos y bellas soldados del ejército de Israel, ya que ayer una intolerante terrorista se “inmoló” arrasando y segando la vida de varias personas.
               Después de desayunar un buen café turco bien cargado y una “pita” —pan árabe relleno de salpicón de carne y sésamo—, de orar un ratito, cada uno en el sitio asignado, en la sinagoga atestada de gente que estará todo el día rezando, escuchando viejos textos y ayunando, aprovecharemos las solitarias calles para pasear por los rincones de la vieja ciudad, recorreremos la explanada de las Mezquitas, donde radica el alma de tres pueblos: sobre unos escasos metros cuadrados la esencia de la filosofía de sus vidas, pero también por desgracia, el núcleo de uno de los conflictos más largos y sangrientos de la historia del ser humano sobre la faz de la tierra. Allí se encuentra la Iglesia del Santo Sepulcro, la más sagrada del mundo cristiano, más anhelada incluso que la basílica mayor de Roma, vigilada por la iglesia ortodoxa griega, que se niega a ceder la custodia a las otras confesiones cristianas; más allá está erigida la Mezquita de Omar, desde la que según otros jerosolimitanos, Abraham estuvo a punto de inmolar a su hijo Isaac y desde donde Mahoma, dicen, subió al cielo. Ahí fue donde el primer ministro Ariel Sharom se dio un paseo cargado de provocación que coadyuvó a hacer de esta, una guerra interminable. Y por fin, en el rincón sur de la explanada, te mostraré  lo que queda del viejo templo de Salomón, destruido y redestruido por Nabucodonosor y Tito, los restos por el que han suspirado y suspiran millones de judíos allá donde estuvieran o estén: en las diásporas; en los exilios; en las huidas; en los destierros; en las celdas de los campos de exterminio a la espera de los crematorios donde las esperanzas de volver se desvanecieron; en los más recónditos lugares del mundo; en las aljamas medievales de la antigua Sefarad o en los despachos de Manhattan. Desde hace dos mil años, suspiran por apoyar su frente y musitar una oración. Te hablo del Kotel, del Muro de las Lamentaciones, allí pararemos, tú a un lugar del murallón y yo a otro, como marcan las reglas judaicas. Yo me colocaré la kippá —las tienen de cartón para turistas como nosotros—, y realizaré por fin lo que he ansiado toda mi vida: depositar en cualquier resquicio de los bloques de granito un rollito de papel donde estarán escritas mis peticiones más queridas e íntimas, y allí las dejaré hasta que el efecto del tiempo lo desintegre, pero con la convicción de que el espíritu de mis peticiones, junto a los de millones de creyentes, permanecerá formando una argamasa capaz de sujetar por los siglos de los siglos el Muro para que el pueblo de Israel continúe depositando sus oraciones y sus esperanzas hasta el fin de los tiempos.
                        Si nos dejan pasar los controles en la calles —no te dejes el bolso en ningún sitio, si no quieres que en menos de diez minutos estén los artificieros del ejército haciéndolo volar en mil pedazos—, pasearemos por Vía Dolorosa, compraremos algún recuerdo para turistas (a saber: varias estrellitas de David, una mezuzah para la puerta del apartamento de la playa, algunas ramitas de olivo del Huerto, camisetas con la minorah estampada, Sefer Torá de plástico made in Taiwán, velas y un candelabro de sabatt y dos calendarios judíos) en los puestos de los árabes israelíes.
               Dejaremos a un lado la subida por donde se accede al Getsemaní y al Monte de los Olivos, y tomaremos un taxi para ir a comer a la calle Ben Yehuda, cerca de la catedral de Rusia, en cualquier puestecillo de comida kasher, cocinada según los ritos judíos, ya que no estaremos obligados al ayuno.
                        Por la tarde, daremos un paseo por la avenida Ha-Melekh hasta Me’a Shearim, el barrio donde viven los ultraortodoxos de largos tirabuzones, gruesos caftanes y gorros de piel, intentando conservar estrictamente, intolerantes, hasta sus últimas consecuencias, las  reglas del judaísmo. Así que cuídate de tapar entonces esos bonitos hombros.
                        La visita al museo del Holocausto —hoy, cerrado— la dejaremos para pasado mañana, y allí conoceremos el homenaje de Israel a los mártires de los campos de exterminio.
                        Al atardecer, subiremos andando hasta el Molino de Montefiore, al lado de la tumba de David, y veremos cómo las murallas van adquiriendo distintas tonalidades de color según el sol va cayendo.
               De retorno al hotel, seguramente escucharemos el tañido del Sofár, el cuerno de carnero de bronco sonido, que indica el final del ayuno de Yom Kippur. Cenaremos en la terraza del hotel, y brindaremos con vino judío por la paz, y por nosotros.
               Seguro que a esas horas estaremos cansados, pero habremos visitado y vivido la tres veces santa ciudad de JERUSALEM, o sea, CIUDAD DE LA PAZ.
                        Así que, venga, levántate que son las siete de la mañana. Te espero en el hall de entrada. Después del rollo, no sé si sigues a la escucha o te has vuelto a dormir… ¡Holaaa! 
                        Es Yom Kippur.
                        Shalom!!

20:32 h. 11 octubre 2016 ... comienza YOM KIPPUR...


  SEIS Y MEDIA DE LA MAÑANA
                                                       (De mi bloc de rutas)

                        Hoy, 11 de octubre de 2016, 9 Tishri, 5777, comienza en todo el mundo judío una de las principales fiestas del calendario, diez días después de la celebración de Rosh ha-Shaná, el año nuevo.
                        Marco el 3-0-1-2, número del teléfono de tu habitación. Tardas en responder, pero al fin te decides, al tiempo que, seguro, te desperezas.
                        —Buenos días. Es Yom Kippur, y aunque no seamos demasiado creyentes, sí es obligado que, por una vez, acudamos a la sinagoga, y asistamos al viejo rito de arrepentimiento por todas las “faltillas” cometidas durante el año, y después, aprovechando que nos encontramos en Israel, y aunque la agencia de viaje no nos ha preparado ningún programa para hoy, vamos tú y yo a recorrer la ciudad vieja de Jerusalén. Ya sé que será un poco cansado, pero creo que merecerá la pena.
                        Como estamos alojados en el King David Hotel (*****), lo primero será acudir a una de las sinagogas que hay por los alrededores —hoy por desgracia estarán custodiadas por aguerridos y bellas soldados del ejército de Israel, ya que ayer una intolerante terrorista se “inmoló” arrasando y segando la vida de varias personas.
               Después de desayunar un buen café turco bien cargado y una “pita” —pan árabe relleno de salpicón de carne y sésamo—, de orar un ratito, cada uno en el sitio asignado, en la sinagoga atestada de gente que estará todo el día rezando, escuchando viejos textos y ayunando, aprovecharemos las solitarias calles para pasear por los rincones de la vieja ciudad, recorreremos la explanada de las Mezquitas, donde radica el alma de tres pueblos: sobre unos escasos metros cuadrados la esencia de la filosofía de sus vidas, pero también por desgracia, el núcleo de uno de los conflictos más largos y sangrientos de la historia del ser humano sobre la faz de la tierra. Allí se encuentra la Iglesia del Santo Sepulcro, la más sagrada del mundo cristiano, más anhelada incluso que la basílica mayor de Roma, vigilada por la iglesia ortodoxa griega, que se niega a ceder la custodia a las otras confesiones cristianas; más allá está erigida la Mezquita de Omar, desde la que según otros jerosolimitanos, Abraham estuvo a punto de inmolar a su hijo Isaac y desde donde Mahoma, dicen, subió al cielo. Ahí fue donde el primer ministro Ariel Sharom se dio un paseo cargado de provocación que coadyuvó a hacer de esta, una guerra interminable. Y por fin, en el rincón sur de la explanada, te mostraré  lo que queda del viejo templo de Salomón, destruido y redestruido por Nabucodonosor y Tito, los restos por el que han suspirado y suspiran millones de judíos allá donde estuvieran o estén: en las diásporas; en los exilios; en las huidas; en los destierros; en las celdas de los campos de exterminio a la espera de los crematorios donde las esperanzas de volver se desvanecieron; en los más recónditos lugares del mundo; en las aljamas medievales de la antigua Sefarad o en los despachos de Manhattan. Desde hace dos mil años, suspiran por apoyar su frente y musitar una oración. Te hablo del Kotel, del Muro de las Lamentaciones, allí pararemos, tú a un lugar del murallón y yo a otro, como marcan las reglas judaicas. Yo me colocaré la kippá —las tienen de cartón para turistas como nosotros—, y realizaré por fin lo que he ansiado toda mi vida: depositar en cualquier resquicio de los bloques de granito un rollito de papel donde estarán escritas mis peticiones más queridas e íntimas, y allí las dejaré hasta que el efecto del tiempo lo desintegre, pero con la convicción de que el espíritu de mis peticiones, junto a los de millones de creyentes, permanecerá formando una argamasa capaz de sujetar por los siglos de los siglos el Muro para que el pueblo de Israel continúe depositando sus oraciones y sus esperanzas hasta el fin de los tiempos.
                        Si nos dejan pasar los controles en la calles —no te dejes el bolso en ningún sitio, si no quieres que en menos de diez minutos estén los artificieros del ejército haciéndolo volar en mil pedazos—, pasearemos por Vía Dolorosa, compraremos algún recuerdo para turistas (a saber: varias estrellitas de David, una mezuzah para la puerta del apartamento de la playa, algunas ramitas de olivo del Huerto, camisetas con la minorah estampada, Sefer Torá de plástico made in Taiwán, velas y un candelabro de sabatt y dos calendarios judíos) en los puestos de los árabes israelíes.
               Dejaremos a un lado la subida por donde se accede al Getsemaní y al Monte de los Olivos, y tomaremos un taxi para ir a comer a la calle Ben Yehuda, cerca de la catedral de Rusia, en cualquier puestecillo de comida kasher, cocinada según los ritos judíos, ya que no estaremos obligados al ayuno.
                        Por la tarde, daremos un paseo por la avenida Ha-Melekh hasta Me’a Shearim, el barrio donde viven los ultraortodoxos de largos tirabuzones, gruesos caftanes y gorros de piel, intentando conservar estrictamente, intolerantes, hasta sus últimas consecuencias, las  reglas del judaísmo. Así que cuídate de tapar entonces esos bonitos hombros.
                        La visita al museo del Holocausto —hoy, cerrado— la dejaremos para pasado mañana, y allí conoceremos el homenaje de Israel a los mártires de los campos de exterminio.
                        Al atardecer, subiremos andando hasta el Molino de Montefiore, al lado de la tumba de David, y veremos cómo las murallas van adquiriendo distintas tonalidades de color según el sol va cayendo.
               De retorno al hotel, seguramente escucharemos el tañido del Sofár, el cuerno de carnero de bronco sonido, que indica el final del ayuno de Yom Kippur. Cenaremos en la terraza del hotel, y brindaremos con vino judío por la paz, y por nosotros.
               Seguro que a esas horas estaremos cansados, pero habremos visitado y vivido la tres veces santa ciudad de JERUSALEM, o sea, CIUDAD DE LA PAZ.
                        Así que, venga, levántate que son las siete de la mañana. Te espero en el hall de entrada. Después del rollo, no sé si sigues a la escucha o te has vuelto a dormir… ¡Holaaa! 
                        Es Yom Kippur.
                        Shalom!!

12.9.15

Que vienen

—Que vienen los júngaros! ¡Los júngaros! ¡Que vienen!
El Joaquín recorría las calles advirtiendo de la noticia que de tanto en tanto se extendía por la población infantil de Hervás.
Era la voz de alarma que nos hacía sacudir nuestros aburrimientos y rutinas diarias.
Ya sabíamos y nos cuidábamos de no frecuentar las campas que los visitantes elegían de forma casi unánime para acampar. Prohibido acercarse en doscientos metros a la redonda y hacernos invsible a aquellos seres misteriosos que acampaban en los alrededores del pueblo.
Pero yo, aquella tarde, a la caída del sol, no pude resistir de acercarme a escondidas y observar a aquellos personajes que a su sola mención, nos alertaba y nos ponía en guardia.
Me lo pensé pero me armé de valor y antes de la noche cerrada me acerqué escondiéndome tras los negrillos de las campas de San Antón. Según iba acercándome, nervioso y a punto de sucumbir al miedo, logré sobreponerme y me situé tras una pared desde la que pude observar un minúsculo campamento que consistía en un carromato sin los dos mulos que pastaban cerca. Una fogata de alegres llamas proyectaban sombras ganándole en luz a la de la tarde que acababa definitivamente. Un olor penetrante a carne y pimentón salía de un perol cercano al fuego. De pronto salió del carro un hombre portando un instrumento que jamás había visto en mi vida. De tez morena y facciones fibrosas, lucía un mostacho. Se sentó al lado del fuego y sin mirar a la mujer que trasteaba por los alrededores, se lo colocó en la cara, y con una especie de vara con una cuerda finísima, comenzó a rasgar aquel instrumento del que surgían notas tristísimas. La mujer dejó sus tareas e hizo una señal a una muchacha que yo no había visto. No tendría más de doce o trece años, pero a pesar de mi bisoñez, de mi inocencia, me dí cuenta de la belleza de la muchacha. El hombre del instrumento rascaba las cuerdas de la especie de pequeña guitarra con la madera y la cuerda. Los sones lentos y tristes fueron conviertiéndose en alegres y rapidos, rítmicos sones de una música parecida al órgano del convento trinitario. Yo era un niño de apenas once años y sentí que aquellos sones no podían pertenecer a la música que hasta entonces yo conociera. La muchacha se descalzó y comenzó a bailar al ritmo de la música. Daba vueltas, alrededor del fuego… su falda se levantaba mostrando unas bellas piernas y al ritmo acelerado de la música, ella iba dando vueltas y vueltas levantando los brazos, el izquierdo señalando al horizonte y el derecho señalando a las estrellas nacientes de la noche de Hervás… y giraba y giraba y giraba…
Me costó dormir aquella noche con la sensación de culpabilidad, por haber roto la promesa de recogerme pronto cuando llegasen los “júngaros”, pero al mismo tiempo de haber descubierto un mundo desconocido para mi. Pero lo iba a solucionar
—Abuelo Amadeo, ¿de dónde vienen los “júngaros”? —mi abuelo se volvió a mirarme y por una vez lo noté serio y tenso— di, ¿de dónde vienen?
—Hijo mío, me haces preguntas muy difíciles y yo no sé tanto como tú crees— solo te puedo decir que vienen de muy lejos, de una nación en la que mandan los comunitas —en este mundo bajó la voz— pero que según dice el parte, quisieron echarlos y muchos de ellos han tenido que huir. Esos son los húngaros… Húngaros, Jose. De Hungría, cerca de Rusia. Y ya no te puedo decir más que me va a oir tu madre y no quiero que crea que te meto historias en la cabeza.
—Don Matías — el maestro se puso las manos en la espalda, el único maestro de la escuela que no llevaba regla y que por ese importante detalle se había ganado mi confianza. Me miró esperando a ver qué quería —Don Matías, ¿adónde van los júnga… digo los húngaros?
Don Matías me sonrió, bonachón, y me miró con ojos muy abiertos, siempre que podía nos hablaba de viajes y de historias…
—Ni júngaros, ni húngaros, Jose, esos seres humanos que de vez en cuando aparecen por el pueblo, proceden de las entrañas de Europa, y son zíngaros. Lo más pobre y desarraigado de aquellos pueblos. Pero, no hay que equivocarse, son felices a su manera. Me has preguntado a dónde van y eso deberías preguntárselo a ellos. Solo sé que no les para ninguna frontera, ni guerras, ni ríos ni montañas, ni frios ni calores. Es un pueblo que camina con sus propias leyes y sus propias reglas y costumbres. Que parece que huyen, pero que no quieren refugio. Se conforman con vivir…
—Gracias, don Matías —salí corriendo del patio de la escuela y me dirigí de nuevo hasta el pequeño campamento. Cuando llegué solo unos rescoldos humeantes quedaba del campamento júngaro. Me encontraba decepcionado y triste. Miré hacia la carretera y a lo lejos, iniciando la subida al Alto de las palomas el viejo carromato levantaba una pequeña nube de polvo de cuneta. Los mulos tiraban trabajosamente de aquel pequeño universo. El padre músico caminaba con un látigo arreando de las bestias, la mujer caminaba a su lado. Y la muchacha, en la trasera del carro, sentada y balanceando sus piernas. Levanté la mano por si me veía, pero creo que no. Ellos no tenían fronteras, según me contó don Matías, y ya habían cruzado la mía…

11.9.15

110.000 visitas

Agradecido a todos los amigos que por aquí entran. Ciento diez mil visitas a un blog que no tengo abandonado a pesar de las apariencias. GRACIAS DE CORAZÓN