15.12.08

Bellida


Eleazar Bullera entró en la casa a la caída de la noche. Allí encontró a la prestamista, que sabía de su llegada.
—Así pues, decididamente, partís. ¿Cierto?— lo saludó la mujer.
—Así es. Vivir aquí, vivir, se me está haciendo insoportable.
—Tomad, pues, estos pocos maravedíes. Los tiempos son malos y no os puedo facilitar más— Bellida dejó una bolsa sobre la “alcantadera”—. ¿Se puede saber adónde os dirigís?
—No lo sé aún. He hablado con unos arrieros que recorren la “vía Argenta”, en las Cañadas, y me han hablado del Sur lusitano, donde las noches son cálidas, y se baila alrededor del fuego; y el sol es más rojo y mayor cuando se hunde en el mar Tenebroso. Tal vez vaya allá, donde se practica aún la tolerancia.
—Bien, ya me pagareis al retorno. Los malos tiempos no pueden durar eternamente. Yo me quedo —Bellida, ataviada con una lujosa hopalanda, desvió la mirada—. Que Jesucristo Nuestro Señor os guíe con Salud.
Eleazar miró sorprendido a Bellida, a quien llamaban “la Rica”. Era la primera vez que escuchaba una fórmula de despedida como aquella en boca de uno de los suyos, en lo más profundo del Rabilero.
—No dudéis que os reintegraré la deuda con sus intereses. Que Yahvé os guarde —puntualizó, con un punto de provocación, el joven invocando, por vez primera en su vida, el impronunciable nombre del Santo, Todopoderoso. Traspasó la puerta en la que observó, vacía, la hendidura de la jamba donde debía estar colocaba la mezuzah. En la otra jamba, la palabra Shaddai era ya casi irreconocible debido a los trazos apresuradamente realizados para borrarla y reconvertirla.
—Sea— fue la última palabra que Eleazar oyó a sus espaldas.
La noche cerrada le trajo, por el Callejón de la Sinagoga, las cadenciosas y siniestras pisadas de la Ronda. E, igualmente, por primera vez en sus veinticuatro años sintió una nueva sensación, desconocida hasta entonces: miedo.
Embozándose en el sayo, se escondió en un postigo de la callejuela hasta que el silencio envolvió el barrio hebraico. Estaba decidido: no agotaría los plazos partiendo, sin dilación, al alba.
Una brisa, fresca, comenzaba a levantarse sobre el laberinto de callejas y pasadizos de la aljama. Mayo, mes del año del Señor de milquatrocientosnoventaydos, estaba acabando. El verano comenzaba temprano en el pueblo de Ambroza. Eleazar Bullera —judío—, dejaría las llaves de su casa a Santyago Cazasá —gentil—, que le parecía de toda confianza.