19.12.20

La muerte verde

Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suelo recalentado levantando una miriada de chispas que iluminaban el salón. Yo estaba sentado en una de las tajuelas y con un badil reunía los restos de brasas y las amontonaba en el centro del hogar. Mi tío seguía narrándome la última aventura mientras en mi mente iba anidando todas y cada una de las palabras de aquel viajero que me había invitado a pasar la tarde invernal a su casa de San Ginés, en Madrid.
Me contó cómo había llegado a bordo de un vapor, desembarcando en el puerto de Cádiz. Había sido, me contó, el viaje de su vida. El salto al Océano y ver con sus propios ojos un nuevo y desconocido mundo.

España, Portugal y Francia se le habían quedado pequeñas comparadas con aquel vasto, enorme, infinito continente con los rios más caudalosos, las montañas más altas y los habitantes de todos los colores y culturas habidas y por haber. Yo lo escuchaba mientras enredaba con las brasas y él, mi tio Tomás, hermano de mi madre, me contaba retazos de su última aventura por el equinoccio americano.
—Jose, no te puedes hacer una idea de las aventuras que he vivido —chupaba una extraña cachimba hecha de madera de ébano donde a menudo introducía un montoncito de tabaco antillano, esparciendo un olor que se me quedó en mi interior y que a la larga haría de mi un gran fumador. Mi tío sujetaba la cachimba en su comisura derecha mientras por la izquierda soltaba una nube blanca y espesa de humo que se apoderaba de la habitación.
—Cuéntame lo de los indios otra vez, tío —yo sabía que no necesitaría insistir para hacer que mi tio lo narrara de nuevo.
—Nada que no sepas ya te puedo contar, Jose, a no ser que me repita —mi tio Tomás se dejaba querer y yo sabía que adornaría un poco más las historias que me contaba.— las aventuras que viví las tienes en alguna revista donde las publicaron en 1930 pero bueno, si quieres te lo repito...
—Gracias, tío, otra vez... —yo dejaba el badil a un lado y callaba mientras él sin saberlo, abonaba mi mente inquieta.
—En uno de los recodos del gran Orinoco, en plena selva, donde no llega nada de nuestra civilización, me encontré entre dos tribus, enemigas entre ellas. Yo estaba descansando en un bohío cuando me encontré con unos individuos casi desnudos y algunos armados con arcos y flechas. Todos llevaban cerbatanas con unos dardos untados con curare, un veneno mortal con el que cazaban. Me sanaron los pies que los tenía infectados de niguas, unos insectos que se meten entre la piel de los dedos de los pies. La verdad es que se portaron muy bien conmigo. Me invitaron a su aldea donde conviví durante un mes mientras me reponía. Y no podrás creer lo que vi...
—Qué, qué... —interrumpí a mi tio para azuzarle y que contara con pelos y señales
—Pues que aparte de otras costumbres que ya te contaré, tenían otra muy curiosa y consistía en que «encatumar» a los viejos, metiéndolos en una red de cáñamo que llevaban a unos remansos del rio, y la colgaban de las ramas de los árboles sobre el agua mientras el pobre viejo hecho un ovillo como un feto, sin poderse mover, miraba abajo comprendiendo lo que él a buen seguro había hecho a sus antecesores. Y allí lo dejaban abandonado durante dos meses. Trascurrido ese tiempo, regresaban...
—¿Y qué encontraban, tío? — era la pregunta que yo, siempre que tenía ocasión hacía, sabiendo que la respuesta era una y otra vez distinta a gusto de la imaginación de mi tio Tomás.
—Imagínalo tú esta vez, Jose —mi tio chupaba la cachimba y miraba como hipnotizado las lenguas de fuego que subían por la chimenea. Yo me quedaba en silencio dejando volar mi mente infantil e imaginando cómo encontrarían a los pobres viejos «encatumarados» en aquella remota tribu de las riberas del Orinoco.
—Pero eso no es nada, mocito —mi tio Tomás se quitaba la cachimba y me miraba— porque, esto que sigue ¡y es la primera vez que te lo cuento! yo no lo vi pero me lo aseguraron los «indios panares» y es que en la tribu de al lado, los «curubayari» simplemente los llevaban a la plaza del poblado y a aquellos ancianos, o simplemente enfermos, lisiados o que ya no servían para trabajar, los molían a palos hasta que morían... —mi tio Tomás, viajero acostumbrado a las más insólitas costumbres, se detenía en la narración no por dramatizar sus relatos que de sobra sabía cómo me gustaban, sino porque la voz le temblaba y buscaba las palabras pausadamente, con sumo cuidado para que en mi mente anidara con exactitud qué me estaba relatando, cómo me lo estaba contando, parecido a confesar un terrible acontecimiento. —sí, Jose, así me lo contaron... los mataban porque ya estorbaban.
Nos quedamos los dos en silencio y en la habitación llena de recuerdos de sus viajes solo se sentía el crepitar del fuego. Aquellos minutos posteriores se echaron pesadamente sobre los dos, a mi aplastándome. En las paredes con múltiples recuerdos de otros paises del mundo se reflejaban las sombras que el fuego dibujaba. Sobre un armario, cerrado con llave, una figura parecía burlarse de mi. Él me había dicho que era un trofeo de guerra de la tribu «shuar» pero nunca supe si aquella cabeza del tamaño de una naranja era una cabeza jibarizada o era una simple imitación.
—Pues ya sabes, sobrino —Mi tio Tomás llenaba su pipa de tabaco y bebía un brebaje que él llamaba mate. —que sepas que el mundo es hermoso, inmenso, dadivoso tanto que da lo que nosotros necesitamos... pero también es cruel al máximo. Esto que te he contado es solo una parte de lo que he vivido. Escucha y aprende, sobrino.
—Gracias, tío, yo también quiero conocer mundo como tú. —once años contaba yo entonces y lo de atizar las brasas me pareció ya una tontería que abandoné. Así que dejé el badil a un lado.
Y mi tio me miraba complacido y señalaba con la cachimba los objetos de adornaban la pared de su estancia llena de recuerdos de su viaje por las cuencas del Amazonas y del Orinoco en América del Sur donde habita la muerte verde.

(Transcripción libre, real, de «La muerte verde,
aventuras del dibujante, cineasta y viajero español
Amós López Bejarano»
Revista Estampa. Madrid 1932)





2.12.20

Consuelo Dominguez, historiadora


 Al fin nos hemos citado para charlar. Era algo que teníamos pendiente y no había lugar ni ocasión para ello. Pero para el entrevistador era algo ineludible. Fui dando vueltas y preparando la entrevista y el destino, como sí podía ser de otra manera, nos ha reunido a las cinco de la tarde de una brumosa tarde de noviembre del año 0 de la pandemia. La cita fue en una moderna cafetería sobre la Ría de Huelva pero amablemente nos invitaron a desalojar a mitad de la entrevista... 

Consuelo Domínguez es Doctora en Historia (aparte de Maestra y Licenciada en Ciencias de la Educación), ejerció como maestra y desarrolló tareas en el Museo de Huelva como Coordinadora de los Gabinetes Pedagógicos de Bellas Artes. Posteriormente se incorporó a la Universidad como Profesora Titular. Ahora, ya, felizmente jubilada pero no por ello inactiva. Y sobre todo, amiga.

P—Consuelo, dinos si tu lugar de nacimiento influyó en la elección de tu carrera y de tu especialización.

R—No sé bien hasta qué punto el lugar en el que se nace o en el que se vive determinan o condicionan en parte los intereses y las inquietudes sentidas, pero en mi caso haber nacido y vivido durante mi niñez y juventud en la Cuenca Minera de Riotinto (yo nací en El Campillo, uno de los pueblos mineros de dicha cuenca). 

P—Supongo que tus recuerdos de la niñez serán de paisajes áridos, sonidos de barrenos y todo lo que supone una zona minera...

R—Así es. Las primeras experiencias vividas en la infancia se van almacenando en la memoria, mi niñez todavía conservo con gran lucidez la impresión que me causaba ese paisaje que yo describo al comienzo de mi libro sobre Hugh M. Matheson en donde aparecen las vivencias de mi infancia y juventud que vuelven a cobrar vida a través de un caleidoscopio lleno de imágenes de una tierra tornasolada por el cromatismo de sus piritas ferrocobrizas, del sonido de los barrenos perforando la tierra, de la bucólica visión de unos serpenteantes trenes ávido por llegar a su destino, de una arquitectura atípica poblada de elementos eclécticos entre británicos y andaluces, de algunos modismos lingüísticos ingleses integrados en nuestro léxico y de la refrescante estampa de los parques y jardines de Riotinto que contrastaban con el paisaje yermo y calcinado de los alrededores.

P—Consuelo, ¡me dan ganas de saltarme el estado de alarma e irme a pasar un finde a las minas de turisteo!

Sonríe Consuelo mientras abandonamos la terraza del bar y decidimos sobre la marcha dónde continuar. Y si había algo que pudiera dar más «ambiente» hemos terminado la entrevista en un lugar muy apropiado... 

R— Creo que mis palabras, mis descripciones, pueden servir para despertar la curiosidad de visitar y conocer la historia de esta comarca que, aunque transformada por el tiempo y la mano del hombre, sigue ofreciendo un gran atractivo en cuanto al patrimonio histórico que acumula.

P—Díme, cómo llegaste a la Historia, a la investigación

R—Yo creo que fue inevitable el paso de la docencia general a la investigación y a la Historia con mayúscula. El interés por desgranar la historia de mi comarca hace unos años se canalizó en un tema que siempre ha suscitado un gran interés para mí, el de la última morada... o dicho de otra forma, los cementerios. Así que para decirlo claramente, entre el ambiente y los archivos me llevaron a mi pasión. Y comencé a viajar.

P— A ver, enumera paises y cementerios

Ahora somos los dos sonriendo a la vez

R—En cada viaje que he realizado la visita al cementerio correspondiente ocupaba un lugar destacado en mi agenda de viaje y entre ellos, imposible citarlos a todos, hay algunos muy importantes y destacados como el de Arlington en Virginia (EE.UU), el cementerio judío de Praga, el mausoleo donde reposan las cenizas de Gandhi en Delhi, las Pirámides, auténticos templos funerarios de Egipto, y dos de los más conocidos y apreciados por mí, el cementerio de Père Lachaise y el de Montparnasse en París. 

Dentro de nuestro país, he de señalar la visita a los cementerios británicos de Bilbao, Santander, Málaga; Tenerife y Sevilla además de los que conservamos en Huelva, Riotinto y Tharsis. 


P—Como sé que quieres hablar de tu último libro, informanos antes quién fue Matheson. 

R— Mi interés por Hugh M. Matheson es debido a que este señor de la época victoriana fue durante veinticinco años presidente de la Rio Tinto Company (libro pubicado por la Universidad de Huelva) con todo lo que este cargo conlleva y el legado que su presidencia dejó en la Cuenca Minera de Huelva. Así que visité el cementerio de Highgate en Londres y el South Leith Parish Church en Edimburgo donde están los padres. 

P—¿Y otras obras tuyas? 

R— Mi primera obra fue «In Loving Memory» donde echo una exhaustiva mirada a nuestro pasado minero y los cementerios británicos de la provincia de Huelva.

P—¿Qué nos enseñan los cementerios? 

R—En nuestra cultura judeo-cristiana la muerte y los cementerios se asocian comúnmente con el osario y el lugar en el que se depositaban los cadáveres; por ese motivo ambos conceptos no están exentos de connotaciones tétricas pero en la actualidad, aunque todavía hay muchas personas que tienen horror al cementerio afortunadamente se va imponiendo la idea más intimista de considerarlos como un lugar histórico y también como campo de reposo, más parecido al significado de Campo Elíseo, el lugar reservado, según la mitología griega para los mortales elegidos por los dioses, los justos y los heroicos en el que permanecerían después de la muerte. 

P—¿Por qué ese temor a la muerte en nuestra sociedad actual?

R— A lo largo de la historia la muerte ha permanecido apegada tanto al sentido trascendente de la existencia como a una dimensión espiritual o religiosa y manteniendo una línea divisoria entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. En la actualidad los rituales que han acompañado a la muerte se han simplificado y el lugar para acompañar a los difuntos ya no es el cementerio sino el Tanatorio, en el que parece que hay una asepsia y distanciamiento mayor con el difunto y donde prima la funcionalidad al ser el lugar en que tiene cabida un ritual que, aunque muy antiguo, es el que hoy se va imponiendo, el de la cremación o incineración que tradicionalmente no se practicaba en nuestra cultura. En el cementerio no habrá ningún recuerdo del difunto, solo una pradera para esparcir las cenizas del finado o depositada en pequeños nichos. Ese parece ser el futuro.

P— ¿El temor a la muerte se debe a que no se muestra la Muerte en las escuelas, en los niños, a nuestra sociedad en general? 

R—Respecto al valor didáctico de llevar a los alumnos a un cementerio, como ejemplo te diré que yo la he practicado llevando a varios grupos de alumnos al cementerio de Moguer para leer algún poema ante la tumba de Juan Ramón Jiménez.  Integrar la muerte y la visita a los cementerios como materia curricular no lo veo fácil pero sí es bueno hablar de ello. Existe un par de obras clásicas, la de Louis-Vicent Thomas autor de Antropología de la muerte y Philippe Arìes autor de Historia de la muerte en Occidente, muy recomendables. 

Al final casi sin rumbo fijo, y con los bares cerrados hemos llegado al mejor de los lugares para acabar esta docta entrevista —a las respuestas me remito— en una tarde cayendo el sol de forma impactante entre grandes nubarrones, hundiéndose en el mar tras los esteros de la Ria de Huelva. 

P—¿Qué planes tienes respecto a tu pasión historiadora?

R— En estos momentos estoy centrada en estudiar la temática de la muerte y los cementerios, dos aspectos capitales en la vida y obra de Juan Ramón Jiménez, nuestro poeta universal. Un tema apasionante y unas palabras del moguereño para pensar:

 «La mujer, la obra y la muerte. Una vez más. Si se acaba, por desgracia la mujer, queda la obra. Si se acaba la obra por desgracia, queda la mujer. Si se acaban la mujer y la obra queda la muerte.»


...La verdad es que entre hablar y conversar con Consuelo Domínguez Dominguez, la tarde ha caido con rapidez. Estamos a las puertas de los cementerios de Huelva (municipal y británico) lugares de estudio de la doctora, maestra, escritora pero sobre todo mujer de trato agradable, de dulces sonrisa intuida y mirada. 

Constatamos la puerta cerrada del camposanto onubense y nos miramos cómplices sonriendo ante un cartel que resume la vida de los muertos y la muerte de los vivos:                                                  «MEDIDAS ANTICOVID: 2 METROS DE DISTANCIA»

Ya es noche cerrada y regresamos a la ciudad desierta. Pero no muerta. Gracias Consuelo por esta entrevista: me quedo con la sensación de que el tema da para mucho, mucho más.