Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suelo recalentado levantando una miriada de chispas que iluminaban el salón. Yo estaba sentado en una de las tajuelas y con un badil reunía los restos de brasas y las amontonaba en el centro del hogar. Mi tío seguía narrándome la última aventura mientras en mi mente iba anidando todas y cada una de las palabras de aquel viajero que me había invitado a pasar la tarde invernal a su casa de San Ginés, en Madrid.
Me contó cómo había llegado a bordo de un vapor, desembarcando en el puerto de Cádiz. Había sido, me contó, el viaje de su vida. El salto al Océano y ver con sus propios ojos un nuevo y desconocido mundo.
España, Portugal y Francia se le habían quedado pequeñas comparadas con aquel vasto, enorme, infinito continente con los rios más caudalosos, las montañas más altas y los habitantes de todos los colores y culturas habidas y por haber. Yo lo escuchaba mientras enredaba con las brasas y él, mi tio Tomás, hermano de mi madre, me contaba retazos de su última aventura por el equinoccio americano.
—Jose, no te puedes hacer una idea de las aventuras que he vivido —chupaba una extraña cachimba hecha de madera de ébano donde a menudo introducía un montoncito de tabaco antillano, esparciendo un olor que se me quedó en mi interior y que a la larga haría de mi un gran fumador. Mi tío sujetaba la cachimba en su comisura derecha mientras por la izquierda soltaba una nube blanca y espesa de humo que se apoderaba de la habitación.
—Cuéntame lo de los indios otra vez, tío —yo sabía que no necesitaría insistir para hacer que mi tio lo narrara de nuevo.
—Nada que no sepas ya te puedo contar, Jose, a no ser que me repita —mi tio Tomás se dejaba querer y yo sabía que adornaría un poco más las historias que me contaba.— las aventuras que viví las tienes en alguna revista donde las publicaron en 1930 pero bueno, si quieres te lo repito...
—Gracias, tío, otra vez... —yo dejaba el badil a un lado y callaba mientras él sin saberlo, abonaba mi mente inquieta.
—En uno de los recodos del gran Orinoco, en plena selva, donde no llega nada de nuestra civilización, me encontré entre dos tribus, enemigas entre ellas. Yo estaba descansando en un bohío cuando me encontré con unos individuos casi desnudos y algunos armados con arcos y flechas. Todos llevaban cerbatanas con unos dardos untados con curare, un veneno mortal con el que cazaban. Me sanaron los pies que los tenía infectados de niguas, unos insectos que se meten entre la piel de los dedos de los pies. La verdad es que se portaron muy bien conmigo. Me invitaron a su aldea donde conviví durante un mes mientras me reponía. Y no podrás creer lo que vi...
—Qué, qué... —interrumpí a mi tio para azuzarle y que contara con pelos y señales
—Pues que aparte de otras costumbres que ya te contaré, tenían otra muy curiosa y consistía en que «encatumar» a los viejos, metiéndolos en una red de cáñamo que llevaban a unos remansos del rio, y la colgaban de las ramas de los árboles sobre el agua mientras el pobre viejo hecho un ovillo como un feto, sin poderse mover, miraba abajo comprendiendo lo que él a buen seguro había hecho a sus antecesores. Y allí lo dejaban abandonado durante dos meses. Trascurrido ese tiempo, regresaban...
—¿Y qué encontraban, tío? — era la pregunta que yo, siempre que tenía ocasión hacía, sabiendo que la respuesta era una y otra vez distinta a gusto de la imaginación de mi tio Tomás.
—Imagínalo tú esta vez, Jose —mi tio chupaba la cachimba y miraba como hipnotizado las lenguas de fuego que subían por la chimenea. Yo me quedaba en silencio dejando volar mi mente infantil e imaginando cómo encontrarían a los pobres viejos «encatumarados» en aquella remota tribu de las riberas del Orinoco.
—Pero eso no es nada, mocito —mi tio Tomás se quitaba la cachimba y me miraba— porque, esto que sigue ¡y es la primera vez que te lo cuento! yo no lo vi pero me lo aseguraron los «indios panares» y es que en la tribu de al lado, los «curubayari» simplemente los llevaban a la plaza del poblado y a aquellos ancianos, o simplemente enfermos, lisiados o que ya no servían para trabajar, los molían a palos hasta que morían... —mi tio Tomás, viajero acostumbrado a las más insólitas costumbres, se detenía en la narración no por dramatizar sus relatos que de sobra sabía cómo me gustaban, sino porque la voz le temblaba y buscaba las palabras pausadamente, con sumo cuidado para que en mi mente anidara con exactitud qué me estaba relatando, cómo me lo estaba contando, parecido a confesar un terrible acontecimiento. —sí, Jose, así me lo contaron... los mataban porque ya estorbaban.
Nos quedamos los dos en silencio y en la habitación llena de recuerdos de sus viajes solo se sentía el crepitar del fuego. Aquellos minutos posteriores se echaron pesadamente sobre los dos, a mi aplastándome. En las paredes con múltiples recuerdos de otros paises del mundo se reflejaban las sombras que el fuego dibujaba. Sobre un armario, cerrado con llave, una figura parecía burlarse de mi. Él me había dicho que era un trofeo de guerra de la tribu «shuar» pero nunca supe si aquella cabeza del tamaño de una naranja era una cabeza jibarizada o era una simple imitación.
—Pues ya sabes, sobrino —Mi tio Tomás llenaba su pipa de tabaco y bebía un brebaje que él llamaba mate. —que sepas que el mundo es hermoso, inmenso, dadivoso tanto que da lo que nosotros necesitamos... pero también es cruel al máximo. Esto que te he contado es solo una parte de lo que he vivido. Escucha y aprende, sobrino.
—Gracias, tío, yo también quiero conocer mundo como tú. —once años contaba yo entonces y lo de atizar las brasas me pareció ya una tontería que abandoné. Así que dejé el badil a un lado.
Y mi tio me miraba complacido y señalaba con la cachimba los objetos de adornaban la pared de su estancia llena de recuerdos de su viaje por las cuencas del Amazonas y del Orinoco en América del Sur donde habita la muerte verde.
(Transcripción libre, real, de «La muerte verde,
aventuras del dibujante, cineasta y viajero español
Amós López Bejarano»
Revista Estampa. Madrid 1932)
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