30.10.21

De Córdoba

Mostró fastidio con un movimiento imperceptible de sus dedos ensortijados. El Primer Ujier lo advirtió y de inmediato apartó la túnica del emir. La Asamblea enmudeció mientras se alzaba del trono y se descorrían las cortinas damasquinadas: salía el Gran Emir a saciar sus apetitos hastiado del perorar de aquella asamblea inutil. Ya el eunuco sabía cómo satisfacerlo, así pues lo tenía todo dispuesto. Baños de frescas y tibias aguas de forma alternativa en el hammam, suaves masajes con aceites de Baena y linimentos de Siria, exquisiteces gastronómicas de la vega de Granada y del Albaicín aromatizados con especias traidas del Indo. Ya el eunuco había dispuesto todo para culminar todas sus apetencias reservando la más bella flor, la más fresca y gozosa, la más hermosa virgen muchacha del harem. Todo para el gran emir, príncipe de los creyentes, señor de al-Ándalus, Abū l-Mutarraf ‘Abd ar-Rahmān ibn al-Hakam. Este tamborileó el trono de forma imperceptible, impaciente, y por fin salió de la fría sala del consejo de los notables del reino, que humillaban sus miradas hasta el suelo.

Abderrahman II, aburrido de las cosas del buen gobierno, accedía a las dulces caricias del placer mecido por los murmullos de fuentes, silbidos del viento contra los olmos de los jardines... y secretas celosías del Alcazar de Córdoba. 

17.10.21

Mis Estadios del dolor

Estadio I

La noche era eterna, taladrándome, llorando, gimiendo, dando vueltas en la cama, los últimos efectos del Okal que aquella santa mujer, a mi lado, me había desleído en un poco de agua; ella tomaba mi mano acariciándome, quería participar del terrible suplicio al que estaba siendo sometido. Al final, rendido, agotado por aquel maldito taladro en mi cuerpo, nos quedamos los dos dormidos, maltrechos. Nunca olvidaré aquellas terribles noches de dolor de muelas de la niñez. La mano de mi abuela, el mejor y único calmante.

Estadio II

Me levanté y sin apenas vestirme ni despedirme, salí a la calle. Casi mecánicamente me dirigí por cuarta vez en dos días, al servicio de «urgencias». No podía más, y el médico, a la vista de mis lágrimas que rodaban por las mejillas y al saber que ya no podía con más nolotiles y el puntazo terrible que me taladraba en toda la región pélvica no remitía, al fin tuvo a bien en su magnanimidad concederme el ansiado documento con el que corregía el incompetente, errado, banalizado diagnóstico del "doctor" anterior: la operación se realizó con éxito y el apéndice necrosado, reventado, fue extraído a tiempo de que el mal no se hubiera extendido y la septicemia hubiera acabado con mi vida en pocas horas si hubiera acudido a trabajar aquel día. Pero sobre todo, sentí mi cuerpo libre de aquel mazazo terrible del dolor.
Dia Mundial del Dolor

6.10.21

No se lo digas a nadie

Puede ser una imagen de naturaleza y cielo


No se lo digas a nadie, fueron sus últimas palabras. Era su favorito, quien lo atrapaba con sus palabras, con sus enseñanzas, con quien era capaz de apartar la vista de los cristales de la clase y atender sus explicaciones. A veces Luis se quedaba antes de salir al patio y le preguntaba cualquier cosa que ampliara sus enseñanzas al margen de la clase oficial, y entonces era cuando don Eutimio se encontraba en su verdadera salsa.
Y no había materia que no dominara, la Aritmética y la Geometría, pero también la Historia y la Geografía y la Literatura. Don Eutimio era una verdadera enciclopedia. Eso, maestro de todo, era lo que Luis quería ser de mayor. De barba algo rala, tez morena y bigotillo con las guías apuntándolas hacia su barbilla. Una sempiterna chaqueta de punto, con dos curiosas coderas le proporcionaba un aspecto juvenil a pesar de sus casi cuarenta años todo lo contrario que el resto de aquel vetusto claustro de maestros que lo miraban de soslayo y que lo marginaban como más tarde, mucho más tarde, descubrió Luis, un rabo de lagartija este, inquieto de cuerpo y curioso de espíritu, escuela, juegos, casa, juegos, calles, amigos, más juegos… era el decorado y el escenario de Luis.
Un leve soplo de aire fresco quería entrar en aquellas aulas de pupitre corroído por las termitas y en aquel ambiente de muchedumbre de alumnos por un lado y alumnas por otro, separados por una frontera imaginaria pero muy real de patio polvoriento… A la pregunta de quién se apuntaba voluntario a una clase práctica de Ciencias naturales, el dedo de Luis fue el único que se levantó en la clase. Nadie había escuchado nunca esa extraña palabra en el reino de la memoria y el catón. Don Eutimio sonrió a Luis y anotó la cita…
Aquella misma noche se fue a dormir mucho más temprano. Como siempre apagó la tristona luz de la mesilla y la claridad de la calle Collado entró por la ventana. Cerró los ojos. Puntual, tal y como don Eutimio era, a través de un corto silbido Luis se levantó de la cama, se vistió rápidamente, se calzó y con mucho cuidado para no turbar el silencio de la casa, se encaramó a la ventana. Debajo, pegado a la pared mirando para arriba y con sus brazos extendidos el maestro esperó a que Luis fuese descendiendo aquel pequeño tramo de pared hasta poner sus pies en los hombros. Era un pequeño salto sin peligro pero se trataba, Luis era consciente, de un gran salto en su vida: iba a transgredir por primera vez las normas de los abuelos que hacían las veces de padres pues la muerte se los había arrebatado en un trágico accidente que no hace al caso en esta narración.
Con la emoción Luis iba poco abrigado, pero el corazón le latía con fuerza cuando subió en el soporte de la vieja bicicleta de don Eutimio. Recorrieron las calles vacías, muertas, en penumbra, silenciosas mientras algún perro a los lejos hacía sentir su presencia o el sereno daba la hora: las onceee… y serenooo… El sonido sordo y rítmico de la dinamo rozando la rueda delantera de la bicicleta parecía un trueno en aquella noche silenciosa de Hervás, tanto que parecía que iba a despertar a todo el pueblo desbaratando en su nacimiento aquella lección nocturna. La curiosidad y el gusto por el riesgo superaron al miedo que Luis sentía mientras el joven maestro pedaleaba dejando atrás las últimas casas baratas de la Peña los Lagartos jadeando, con la respiración entrecortada por el esfuerzo de la subida al monte. Un poco más allá del Puente Pedregoso se detuvo.
—Este también es buen sitio, cerca de Los Campillares. —El maestro tumbó la vieja bici sobre un canchal de la cuneta y entre escobones y pedruscos llenos de liquen y musgo otoñal subieron unos metros alejados de la carretera.
—Aquí. No hay cielo como el de Hervás para admirarlo. Pero no se lo digas a nadie. Vas a recibir una lección que espero no olvidarás en mucho tiempo…
Don Eutimio se quitó la gabardina y la tendió sobre un canchal que comenzaba a despedir la humedad de la tempranera madrugada. La oscuridad era total y solo la mitigaba una pequeña linterna que el maestro apretaba para que la pequeña dinamo fuera generando un diminuto haz de luz, que proyectaba al rostro del alumno, deslumbrándolo.
Sentados sobre el gabán, don Eutimio chistó pidiendo silencio, mientras apagaba la linterna; al fin Luis sintió alivio de aquel molesto chorro de luz.
—Pues bien, Luis: levanta tu vista, permanezcamos en silencio unos minutos y luego… trataré de contar la millonésima parte de lo que podemos ver.
—Ahí tienes, el Camino de Santiago que no es más ni menos que la Galaxia, el camino de estrellas donde se encuentra nuestro diminuto mundo –Luís pudo observar un manto blanquecino que atravesaba la bóveda de los cielos sobre Hervás atravesando el eje del orto y del ocaso, y más allá del valle donde los ríos se amansan. Una mancha de puntos de luz que parecía una alfombra, más que estrellas. –Es como la leche derramada de los pechos de la diosa Hera para Hércules, al que se negó a alimentar. Pero todo eso son leyendas y nada más alejado de la realidad. La pura verdad es que este grandioso espectáculo es la representación de la vida. Con miles de millones de actores que son las estrellas que no se pueden contar. ¿Ves cómo forman figuras de nuestra Humanidad —Eutimio no dejaba de hablar y enumerar, dirigir su dedos hacia el firmamento señalando y Luis a duras penas era capaz de asimilar tal cantidad de información y de sabiduría—: La Osa Mayor y la Osa Menor… mira allí, el planeta Marte y ese grupo de estrellas forman una de las doce constelaciones del Zodiaco, el que rige el destino y las encrucijadas de todos nosotros. Pero no se lo digas a nadie… todo esto y más allá, detrás de la oscuridad de la noche hay más y más galaxias como lo dijeron en la antigüedad sabios que fueron juzgados, sentenciados y ejecutados por quienes se empeñaban en mirar los dedos que indicaban en lugar del más allá que los sabios mostraban.
La noche avanzaba y al fondo media docena de pálidas luces de Hervás carecían de importancia ante aquel derroche inenarrable que don Eutimio descubrió a Luis, al que ya se le había olvidado el frio, ante aquel magno espectáculo sobre sus cabezas.
Planetas, constelaciones, estrellas, figuras mitológicas, nombres que sonaron por vez primera en los oídos extasiados de Luis. Y el maestro señalando y denominando a todo aquel ingente conglomerado de puntos de luz. La luna nueva, a punto del creciente, asomaba a duras penas tras la cordillera circundante al valle del Ambroz sumido en sombras.
—Don Eutimio —Luis atinó a preguntarle la duda que le rondaba hacía rato— ¿y esto está también durante el día?
—Durante el día sigue ahí, igual que ahora pero nuestra estrella más cercana echa el velo de luz y lo tapa, pero está ahí. No te quepa ninguna duda. —Y el maestro sonrió por primera vez en aquella gran noche…
Luego siguió enumerando los astros que iba identificando. Orión, Sagitario, Cruz del Norte, Cruz del Sur, Constelación de la Lira, del Cisne… nebulosas, agujeros negros, estrellas fugaces y cometas, y excelsos personajes como Galileo, Copérnico, Ptolomeo, Jorge Juan y tantos nombres que en el futuro Luis habría de rescatar de la memoria de aquella inolvidable madrugada.
—El misterio radica en dónde está el final de esto. Pues lo que ves es solo una minúscula parte del Universo. Tras la pared negra de la noche, hay más y más galaxias, tan alejadas que aún su luz no ha llegado a nosotros… miles de millones de estrellas en Galaxias, que no tiene fin ni quizá principio, amigo mío… ¡pero es un misterio sin resolver!
La madrugada avanzaba y el frio bajaba del Pinajarro. Hervás seguía en su sueño secular mientras el maestro y el alumno se empapaban de conocimientos, uno hablando e impartiendo sabidurías, el otro escuchando y contagiándose de amor por aquel maremágnum imposible de descifrar o explicar con palabras. Pero también sembró la duda— «es buena, conveniente, diría yo»— que germinó en aquella mente infantil cuando le hizo la segunda y última pregunta.
—¿Dios? —contestó don Eutimio incorporándose de la dura piedra donde habían estado sentados toda la noche— Dios… si quieres creerlo así, no tengo ningún inconveniente, pero no se lo digas a nadie. Cada cual tiene su dios, distinto para cada uno. Cada hombre tiene su dios… pero no lo digas nunca a nadie —Luis no estaba preparado para esa teoría atrevida pero lo escuchó extasiado. La verdad del maestro se abría paso en la mente del alumno. —Esto que estamos viendo… ¡mira! ya está saliendo la Estrella de la mañana… o Lucero del alba, como llaman a lo que no es ni más ni menos que Venus. Te iba diciendo y nos vamos ya… quería decirte por último, y no se lo digas a nadie, esto que está sobre nosotros, cubriendo la bóveda celeste tiene un autor, que no puede ser más que un gran artífice que haya creado esta enorme y perfecta maquinaria en movimiento aunque apenas lo notamos. Un Gran Arquitecto que todo lo que vemos y lo que no vemos ¡ni nunca veremos! ha creado y salido de sus excelsas manos e infinita y todopoderosa inteligencia. Pero no solo lo ha creado, sino que a cada componente de este gigantesco espectáculo le ha dado un papel, y cada cuerpo celeste que ves en el cielo lo ha dotado de un movimiento durante su Tiempo en su propio Espacio. Así desde el incierto principio de los tiempos y por toda la eternidad él ha dotado de movimiento eterno, y se sabe cuál es el ciclo de cada cuerpo celeste, y las fases de la luna y el alineamiento de planetas con que los agoreros proclaman el fin del mundo… como si nuestro minúsculo mundo fuera algo importante en el concierto celestial. Todo gira en tan perfecto movimiento que nunca por los siglos habidos y por haber se han entorpecido entre ellos. El Gran Arquitecto de la perfección… Luis, te agradezco que hayas venido y te pido que de ahora en adelante pongas en duda lo que se diga sobre mi… soy un simple aprendiz y solo creo en la fraternidad de todos los hombres. —El relente se precipitaba y Eutimio ayudó a incorporarse a Lusito— Vamos que hay que madrugar y se acerca el alba por detrás del Pinajarro, va a caer el telón sobre el Escenario de tu Camino de Santiago . Toma esto y guárdalo en señal de agradecimiento y de recuerdo… —Luis tomó un pequeño paquete con sus manos ya ateridas de frio.
La bajada hasta Hervás fue rápida, sin necesidad de mucho pedaleo. Ya no ladraba ningún perro, sino que a lo lejos, por las huertas del Ambroz, era un gallo anunciando la mañana.
La imagen del Corazón de Jesús cumpliendo su papel de pétrea contraventana fue testigo de la escalada de Luis hasta el dormitorio. Cuando alcanzó la habitación a oscuras, miró a la calle y don Eutimio le sonrió y le recordó que no se lo dijera a nadie mientras se llevaba su dedo índice a los labios.
Le costó dormir a Luis pero mucho más despertar. La vida continuaba…
A los pocos días, de repente, un nuevo maestro le sustituyó. Luis no tardó en saber que a don Eutimio lo habían trasladado a Trasmonte. Entonces fue cuando no pudo aguantar y confesó a sus abuelos, tía y hermano, rompiendo la promesa de no decir nada, toda la aventura de la noche «del firmamento» sin omitir detalle alguno. Lo que más le dolió a Luis fue la sonrisita sarcástica de su hermano Salustiano cuando le contestó que de traslado, nada, que sabía de buena tinta que Don Eutimio había sido llevado a Cáceres por la secreta, juzgado por comunista y por masón, y que ya penaba en El Dueso. Y que no desvariara, que ya conocían sus historias, que tenía muchos pajaritos en la cabeza, que él nunca se había atrevido a salir ni a la puerta de la calle, y menos en plena noche. Todos, menos la bondadosa abuela Encarna, rieron las gracias de «Luis que se creía sus propias aventuras». ¡Lo has soñado, Luisito! fue la conclusión final.
Aquella misma noche, lloró Luis de pena y de humillación. De pena de no volver a ver a don Eutimio, como así fue… y de la burla de su propia familia, aunque no se lo diría a nadie.
Pero Luis poco a poco, rememorando, fue hilvanando los recuerdos, los nombres, las oscuridades y hasta el movimiento de los astros aprendidos aquella noche. Y empezó a leer, al principio a escondidas, libros sobre astronomía. Fue un veneno que se le inoculó y ya no logró extraer de su mente. De vez en cuando le gustaba abrir la caja-regalo del buen don Eutimio y tocar, acariciar aquellos preciosos instrumentos plateados que seguramente habían sido propiedad del Gran Arquitecto. Una escuadra y un compás, con los que seguramente había diseñado el Camino de Santiago, o mejor, como una vez dijo don Eutimio, la Vía Láctea y todas las infinitas Vías y Caminos del Universo. Y a él, Luis Santisteban Martel, le señalaron otros caminos inescrutables, lejos de los cielos de Hervás pero nunca perdió la costumbre de mirar cualquier otro, aunque nunca volvieran a ser lo mismo. Don Eutimio, y ahora ya sí lo proclamaba a los cuatro vientos, debía andar en algún lugar de la Vía Láctea desempeñando el papel que le correspondía

1.10.21

El año que no tuvo verano

Año 1816
Parece que fue ayer, pienso cuando lo recuerdo. Deja el cincel y el martillo cuando ha de parar ahogándose… y le digo
—Padre, descanse y déjeme a mí seguir. —Pero es tozudo y no desea detener su tarea.
Yo miro a lo lejos, me llega el sonido de las campanas de Santa María anunciando la hora del Ángelus y la de hacer un alto para comer.
Mi padre se desprende del mandil y lo dobla con cuidado, se sienta y me hace un gesto con la mano para que me ponga a su lado y abra la cesta de mimbre. Unas tajadas de cabrito y unos trozos de queso conforman el menú de aquel helador día. El tímido sol apenas alcanza a templar nuestras caras y nuestras manos. Mi padre se levanta la pantalla de fina luz de malla con la que evitar las esquirlas en sus ya doloridos y lacrimosos ojos. Me sonríe con timidez y antes de comer se queda mirando la silueta de la Iglesia, sentados en el cuadrado de cantería que poco a poco va dando forma a lo que va a ser un basamento.
Gracias a Dios ha conseguido este trabajo de cantero, su verdadero oficio. Mi padre está triste, enfermo. Hace unas semanas fue despedido por un ilustrado tejedor de Béjar donde se había dejado varios años de su vida entre batanes y vapores de tinturas. En 1812 la desventura se abatió sobre la ciudad ducal en forma de obuses «amigos» del malhadado general duque de Wellington dejando semiderruidos los telares del fabricante Téllez.
A la desgracia de la maldita guerra, se une la noche casi sempiterna que se cierne sobre los cielos desde hace meses. Fríos y lluvias a destiempo que parece que el mundo se precipita a su final. Y a más frío e intemperancias, le aseveró el tejedor, no supone más fabricación de mantas de campaña y paños finos de aristocracia, sino todo lo contrario… cosechas perdidas y ganaderías famélicas, hambres, guerra y destrucción por todas partes, lo que causa llanto y desolación e imposibilidad de comprar conque abrigarse el pueblo en este invierno tan prematuro.


Ricardo es el nombre de mi padre, cesante por obra y desgracia (en última instancia) de nuestro señor rey el deseado Fernando VII, causante de las guerras de nuestra España.
Partimos de Béjar por el camino de Cantagallo con nieve hasta la cintura y atravesamos el puerto hasta los Baños de Montemayor. Como hacía años que no se recordaban ventiscas y nevadas iguales, atemperando a nuestra llegada a la nueva Villa de Hervás, desgajada por voluntad propia de la villa madre de Béjar. Hace unos días le han encargado, por mediación de su antiguo patrón bejarano y el síndico del común de Hervás, Tomás Neila Calzado, del acarreo y desbastado de unas canterías desde el río Santihervás… pero yo sospecho que mi padre no puede…
Hasta nosotros llegan los cánticos de unos mozalbetes hervasenses recordando y festejando la llegada de la Navidad. Mi padre observa cómo miro. Lo veo sonreír con tristeza…
—¿Serán aún los fastos del villazgo? —me pregunta curioso —No te preocupes, Amancio, cuando acabemos podrás ir con tus amigos. Ya sé que estamos en vísperas de Nochebuena pero yo no creo más que en el Gran Arquitecto, quien organiza todo lo que se mueve y lo que no, en el Universo. —Es —dice muy bajito ensimismado— el Ser Supremo, mi Dios.—Sus ojos brillan y su cara ensombrece, ajado de arrugas… Yo le dejo hablar— Respeto tus creencias. Aunque te pido que guardes mi secreto porque no llegue a oidos de algún familiar del Santo Oficio de este pueblo de disimulos —mi padre guarda silencio en este punto.
Yo intuía desde tiempo atrás, a pesar de mis quince años, cómo mi padre se iba volviendo más y más introvertido y taciturno, de qué forma su genio y temperamento ha dado paso a una mesura y carácter bonancible desconocidos por mi madre y por mí. Nuestra estancia en Béjar ha supuesto un cambio radical en su vida y por ende, en las nuestras. Béjar le ha dejado huellas.
—Anda hijo, ve con tus amigos. Sé que te gusta el tiempo de Navidad. Mira a ver si en la Iglesia de Aguas Vivas han montado el belén con figuras representando la venida del Cristo tal y como hacen en la casi catedral de San Juan, de Béjar, que sé las han traído de las Dos Sicilias.
Y mi padre me recuerda cuando me llevaba a ver el Misterio de aquel magnífico templo con todas las figuras representando tierras santas. Musgo y harina, ríos de mercurio sobre el entarimado, figuras de todo el acontecimiento de la Sagrada Familia en el establo, sus pastores, sus ganados, sus castillos y reyes buenos y malos, su Luz estelar rompiendo las tinieblas, al contrario del tenebroso año dieciséis, el Misterio que yo miraba como representación del Nacimiento del Hijo de Dios mientras mi padre admiraba el crucero y el ábside, la arquitectura de la parroquia de San Juan…
.-.-.-.
Antes de acabar el año del Señor mil ochocientos dieciséis, mi padre Ricardo Martín falleció de tisis. Al entierro bajó su antiguo patrón Téllez, de Béjar que me dio, en un aparte, un estuche que mi padre había dejado “olvidado”.
—Aquí te dejo lo que tu padre guardaba, los símbolos del saber; la escuadra y el compás. Guárdalos y si algún día te haces preguntas a las que no encuentras respuestas, dirígete a… —me deletreó claramente al oído el nombre de un docto salmantino ilustre de Hervás— y él te introducirá en los misterios del ser humano y del mundo.
La base en piedra de lo que mucho más tarde sería el símbolo del villazgo de Hervás, el Rollo, quedó paralizado en parte debido a la muerte de mi padre, o quizá por falta de fondos municipales. Nunca lo vi acabado, pues la penumbra permaneció durante meses y las nieves y los vientos cubrieron el valle dejando las cumbres blancas durante tres estaciones consecutivas así como los castañares y huertas yermas. Yo emprendí viaje cuando comencé a formularme preguntas y no obtener respuestas sobre los movimientos de los astros y su influencia sobre nosotros los humanos.
Los cielos de Hervás eran límpidos pero estrechos para estudiarlos, así que me desprendí del jubón y de las calzas, me despedí de mi madre y de mis amigos y desde Salamanca viajé a Francia para no regresar. Ahora luzco traje burgués de levita y escarpines de charol…


Dios guarde a la reciente Villa de Hervás. Que el Creador la siga colmando de todas las riquezas con que la Naturaleza la ha agasajado para sustento y solaz de los hervasenses. Y que las estaciones sean para la Real Villa como el Ser Supremo ha establecido desde el principio de los tiempos: Primaveras de cerezos en flor en las huertas de solana y umbría, Veranos de calor y parva en Sanantón, Otoños de montes castañares de fruto y leña comunales, e Inviernos de nieves y de bienes en el Val de Amor, de aguas abundantes bajo sus puentes de piedra en el pueblo judeocristiano... y Navidades del Señor… Y que al fin, el Rollo se haya erigido aun con otros cinceles y otros martillos mostrando a las generaciones venideras los sacrificios que costó tal Privilegio. Gracias sean dadas y bendiciones del Altísimo a la villa y a sus moradores. Él haya acogido a mi buen padre.
En París a dieciséis del mes abril de mil y ochocientos veinte.
Doy fe: Amancio Martín Corriols
NOTA DEL AUTOR:
1816 fue un año nefasto para el mundo.
Se lo denominó «el año sin verano» debido al cambio de estaciones tan brutal. Se cree que fue ocasionado por la
erupción de dos volcanes el año anterior. Dos volcanes en Filipinas e Indonesia que arrojaron millones de toneladas a la atmósfera creando una disminución de temperatura en 1ºC.