Mostró fastidio con un movimiento imperceptible de sus dedos ensortijados. El Primer Ujier lo advirtió y de inmediato apartó la túnica del emir. La Asamblea enmudeció mientras se alzaba del trono y se descorrían las cortinas damasquinadas: salía el Gran Emir a saciar sus apetitos hastiado del perorar de aquella asamblea inutil. Ya el eunuco sabía cómo satisfacerlo, así pues lo tenía todo dispuesto. Baños de frescas y tibias aguas de forma alternativa en el hammam, suaves masajes con aceites de Baena y linimentos de Siria, exquisiteces gastronómicas de la vega de Granada y del Albaicín aromatizados con especias traidas del Indo. Ya el eunuco había dispuesto todo para culminar todas sus apetencias reservando la más bella flor, la más fresca y gozosa, la más hermosa virgen muchacha del harem. Todo para el gran emir, príncipe de los creyentes, señor de al-Ándalus, Abū l-Mutarraf ‘Abd ar-Rahmān ibn al-Hakam. Este tamborileó el trono de forma imperceptible, impaciente, y por fin salió de la fría sala del consejo de los notables del reino, que humillaban sus miradas hasta el suelo.
Abderrahman II, aburrido de las cosas del buen gobierno, accedía a las dulces caricias del placer mecido por los murmullos de fuentes, silbidos del viento contra los olmos de los jardines... y secretas celosías del Alcazar de Córdoba.
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