La noche era eterna, taladrándome, llorando, gimiendo, dando vueltas en la cama, los últimos efectos del Okal que aquella santa mujer, a mi lado, me había desleído en un poco de agua; ella tomaba mi mano acariciándome, quería participar del terrible suplicio al que estaba siendo sometido. Al final, rendido, agotado por aquel maldito taladro en mi cuerpo, nos quedamos los dos dormidos, maltrechos. Nunca olvidaré aquellas terribles noches de dolor de muelas de la niñez. La mano de mi abuela, el mejor y único calmante.
Me levanté y sin apenas vestirme ni despedirme, salí a la calle. Casi mecánicamente me dirigí por cuarta vez en dos días, al servicio de «urgencias». No podía más, y el médico, a la vista de mis lágrimas que rodaban por las mejillas y al saber que ya no podía con más nolotiles y el puntazo terrible que me taladraba en toda la región pélvica no remitía, al fin tuvo a bien en su magnanimidad concederme el ansiado documento con el que corregía el incompetente, errado, banalizado diagnóstico del "doctor" anterior: la operación se realizó con éxito y el apéndice necrosado, reventado, fue extraído a tiempo de que el mal no se hubiera extendido y la septicemia hubiera acabado con mi vida en pocas horas si hubiera acudido a trabajar aquel día. Pero sobre todo, sentí mi cuerpo libre de aquel mazazo terrible del dolor.
Dia Mundial del Dolor
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