30.3.24

Gallo en gallinero

        Era el puto amo del gallinero,  lo sabía y ejercía. Sus andares eran como los de todos los putos amos de cualquier gallinero. Caminaba contoneando todo el cuerpo, manteniendo, sin embargo, prieto el plumaje. Sus alas se señalaban sobre los costillares —permítaseme el símil como si de un rumiante se tratara— pero sí dejaba traslucir su signo emblemático del que hacía alarde y ostentación. Era rojo encarnado, grueso, aserrado en puntas uniformes y bien definidas y erectas. Lo movía —comentaban en susurros, a sus espaldas, las demás aves— a voluntad mostrando así su dominio sobre el corral. Se trataba de su cresta, una cresta ya digo, como no se veía en la hacienda desde varias generaciones atrás, nunca las llevaba fáccidas, colgonas o lacias, no, era una cresta firme, recia rojo intenso y musculosa.                                             Otro emblema que lucía nuestro ejemplar eran los siempre poderosos —de poder, de dominio, de valentía, de osadía— espolones. Espolones que si en su juventud eran signo de virilidad, él, el gallo, había hecho de sus atributos gallináceos, virtud. O eso creía nuestro gallo. Pensaba que se encontraba en sus absolutos dominios y que a él nadie lo cacareaba de forma gratuita. Paseaba de arriba a abajo, a veces sobrevolaba el gallinero en vuelos cortos pero audaces moviendo su corpachón voluminoso, alado. Todas las aves salían despavoridas cobijándose en los palos que atravesaban el recinto avícola. Sus vuelos eran más de aviso y advertencia que vuelos prácticos. Era un creido —pensaba el resto de la avifauna— que de cuando en cuando necesitara decir aquí estoy yo. De comida, ni dudarlo, el mejor 'millo' en el mejor lugar del gallinero —los malcacareantes despotricaban criticando el liderazgo— y sobrando mejor que faltando.
    Y qué decir del apareamiento: cuando quería, con quien deseaba y cuantas veces sentía necesidad. Vaya, "aquí te piso, aquí te apareo". Conocía el sistema muy bien y cuando le picaba la cloaca —las aves de corral carecen de miembro 'galleril'— iniciaba el rito consabido: abría las alas, correteaba hacia los cubiles de comida y atraía a las incautas gallinas que necesitaban poco llamamiento para ejecutar el acto supremo entre dos seres de distinto sexo, que yo sepa en este entorno avícola. Al final cloaca gallera entraba en cloaca gallinera, y punto pelota: cada ave a su territorio.
































    Esta era la vida del gallinero, que se desarrollaba rutinaria y sencillamente. Un runrún, sin embargo corria por el gallinero.
    Una noche, mientras el gallo dormía en su palo mayor, media docena de gallinas, que eran continuamente despreciadas, ninguneadas por el Gallo —le gustaban a su gallidad pollitas y no vulgares gallinas cluecas— se acercaron al palo, esperaron a que el sol hubiera dejado de proporcionar rayos —conocido es a qué hora se acuesta este colectivo plumífero—, subieron procurando no cacarear y cuando estaban sobre el palo mayor, a la de tres, se abalanzaron sobre le gallo al que cogieron desprevenido con la cabeza y su cresta metidas y bien metidas debajo del ala izquierda y entre la media docena de gallinas confabuladas a las que se unieron otras y algún pollo, lo dejaron despulmado, con la cresta desdentada, los espolones picoteados por las vengativas gallinas. El gallo, después de aquel brutal ataque en la oscuridad, se malrepuso y cacareaba lastimeramente, con ronquidos galleados pero menos, que duraron hasta el amanecer. 
    Cuando salió el sol, el gallo no tenía el cuerpo para cantos ni historia pero tuvo la mínima decencia de salir a la granja que se había, en parte, rebelado durante la noche. Cacareando y sin plumas es lo más gráfico que el narrador ha encontrado en el refranero para definir el cuadro.
    Nunca más se supo nada del suceso, ni quiénes se habían comportado como unas excepcionales gallinas pero se resolvió con la caida en picado (sin pausa) del malhadado gallo que acabó encerrándose en el gallinero. Otro pollo —pollastre—, ya en ciernes de gallo, ocupó el lugar preeminente.                      En su primer cacareo público dijo que había aprendido la lección, y que de más rebelión en la granja, nada de nada...

4.3.24

Diez, cien, mil

Diez, cien, mil


Cuando me llaman al-Qurtubî, lo acepto con orgullo. Nací, sin embargo, en Umba, en el año 404 de la Hégira. Soy Abũ ‘Ubayd’ Abdallāh al-Bakrī, hijo de Abd al Azīz al-Bakrī, de la familia de los Bakrīes, de muy alto linaje, cuyas raíces se hunden en esta tierra de al-Ándalus desde los tiempos del hayib Muhammad ibn Abū Āmir, llamado al-Mansur.

Deseo narrar la historia de la formación, apogeo y fin del efímero sueño de una de las coras, gobernada por mi muy amado padre, rodeado de una corte de jeques y consejeros con miras a administrarla eficaz y de forma sabia, la ta’ifa que pudo haber sido poderosa y quedó en el intento. Con ello rememorar las vicisitudes de un pequeño y modesto emirato, casi desapercibido al lado de los grandes. De lo que pudo haber sido y no permitieron ser: el Reino de Xaltis.

Me ceñiré en este relato, con palabras sencillas y claras, a unos hechos de los que, si bien no fui testigo directo ni poseo documentos o testimonios que lo avalen, sí tengo la suficiente información, por rumores que corrían, para discernir entre unas ideas a las que poner orden y dejar constancia de las causas por las que fue anexionado, y oprimido como tal, el reino de Xaltis.

 Desentrañar las causas que provocaron aquellos tristes episodios es una tarea que me ha ocupado varios años. Desde que me exilié, el tiempo y la distancia me han ofrecido la oportunidad de llegar a ciertas conclusiones que, aunque no dejan de ser, en parte, producto de mi imaginación, no están reñidas con las certezas que me han ido dictando mi corazón y mi conciencia. 

Mientras la luz del día se va difuminando más allá de las torres y minaretes de Madinat az-Zahra, alzo la vista antes de mojar el cálamo en la tinta y comenzar a escribir sobre un buen papel de Sātiba, evitando divagar a fin de reflexionar, ponderar y delimitar responsabilidades, sin pretender atribuirme papel de juez alguno, sino más bien ser simple fedatario de cómo ocurrieron aquellos acontecimientos… 


Olas suaves lamían entonces las costas del Reino de Xaltis. Allí se encuentran las cuatro millas de islas donde se asentaba su territorio rodeado por los de al-Garb, Mārtulah, Lebla, Ishbiliya y, al septentrión de todos ellos, otras tierras. Así, está resguardado entre dos grandes ríos, al oriente y al occidente, el Wadi al-Kibir y el Wad-ana. Al sur, baña sus playas el mismo mar del Reino de Fez en África. 

Era Xaltis, echando mi vista minuciosa sobre aquel tiempo pasado, una ciudad principal que hacía justa competencia a la vecina Umba. En sus alrededores existía una gran actividad artesanal. Tenía, además de ricos y feraces huertos donde se cultivaban legumbres y flores, una atarazana, así como una alcazaba y algunos talleres de metalurgia donde se fundían el hierro y otros metales. La mezquita se erigía en el centro de la ciudad, donde sus habitantes oraban las cinco veces preceptivas del día.

Su puerto era refugio de numerosos navíos dedicados a las artes de la pesca, y a menudo se dirigían a Umba vadeando los numerosos caños y canales marismeños. Abrazando a las dos ciudades en sus desembocaduras, los ríos Saquía y Wadi-Wabru.

 En sus campos costeros pacía el ganado lanar, caballos, bueyes, y se cultivaba trigo y maíz entre cauces de aguas. En otros campos del interior minas, aguas ―algunas salobres y muchas salubres― y numerosa fauna de los tres elementos. La tierra era fecunda. Y así, en este trozo del paraíso, siendo el año 403 de la Hégira, mi padre fue proclamado y elevado al trono de la ta’ifa, una vez consumada la fitna del califato de Qurtuba...

Pasaron los años y en el 435 (H.), después de deliberaciones entre los consiliarios y el monarca, este decidió la acuñación de moneda propia, con objeto de ponerla en circulación para el uso de los habitantes, con la función de cobrar impuestos, insuflar confianza en el pueblo llano, pagar a los servidores del estado, mercadear e intercambiar tanto en el interior como tras las fronteras del reino y, por tanto, a largo plazo, fortalecerlo como protección de otros pueblos y reinos del norte, incluyendo los ejércitos infieles. Se encargó a uno de los talleres de metalurgia de Xaltis, el de Abdul, que se convirtiera en sikka para acuñar dichas monedas, para lo cual encargó suficiente cobre de Granada, así como de la por entonces escasa plata.

Abdul dispuso los crisoles y reavivó los hornos para fundir los metales y comenzó la acuñación de moneda dirheme siguiendo las instrucciones recibidas acerca de la ceca de Xaltis y su cuño, esto es la marca de al-Bakrî, las inscripciones sobre la unicidad de Dios, los adornos florales así como el valor facial acordes con la aleación, peso y medidas justas, a fin de conseguir con cien dirhemes el equivalente a diez dinares de oro de los otros reinos, en cantidad exacta calculada para no depreciar su valor. El encargado de vigilar que los deseos reales fueran atendidos fue el jeque Galib Ibn Ahmed, quien rara vez abandonaba la ceca, pues además encontró momentos para poner su mirada en Nawar, la hija de Abdul, de ojos grandes y negros como el novilunio y hermosa como el reflejo de la luz en los bajíos de la playa. Su padre la tenía destinada a unir en matrimonio con algún rico mercader de África, tal vez del lejano imperio de Malí. Por ello, no era del agrado de Abdul saber a su hija lejos de los aposentos privados, pues no le habían pasado desapercibidas las atenciones con la que el encargado real dispensaba a la joven.

Abdul consideró una afrenta aquella situación en su propia casa. No podía, a pesar de los dictados de su corazón, hacérsela pagar al jeque en aquellos precisos momentos, no convenía a sus intereses actuar al instante, pues también debía atender los asuntos del negocio. En mala hora pensó en urdir una estratagema mientras miraba absorto cómo los crisoles vertían en chorros fundidos el cobre y la plata. Una idea se le fue ocurriendo: según acuñase la moneda, iría cumpliendo los compromisos adquiridos, pero a su manera, no dudando para ello hacer valer sus influencias.

«Rey y Emir de Xaltis», leyó el sayrafi en el reverso, dando su visto bueno a la ceca acuñada y al sagrado texto de que no existe más que un dios y quién es su profeta. Las monedas estaban dispuestas. 

Una partida de estos caudales, que en principio estaban destinados al zoco de Umba para ponerlos en circulación a disposición del soberano de la cora, fue fletada en una expedición de tres pequeñas embarcaciones con guardia real al mando del jeque pretendiente de la hija del metalúrgico. Zarpó el convoy vadeando los canales del Wadi-Wabru hasta llegar a Umba. Esos eran los planes, pero poco antes de atracar al muelle, una pequeña lancha se acercó a la flota con una contraorden, decisión del Rey ―que tenía su palacio en Umba—, por la que habría de ascender el cauce del río Saquía, y navegar hasta las murallas de Lebla. Así lo hizo. 

Ya desembarcados, unos carruajes fueron cargados para transportar el dinero hasta Ishbiliya. Púsose en marcha la caravana hasta los territorios del rey al-Mu’tadid. La caravana avanzó confiada en llegar al nuevo destino sin contratiempos dado que aquella comisión viajaba en son de paz, a pesar de que bien se sabe cómo los dineros fomentan muchas veces el afán de la codicia y lleva a los hombres a guerrear. Si era correcta la orden recibida de desviar dichos fondos hacia Ishbiliya, poderosa razón debió haber para aquel cambio.

Una partida del Rey dio el alto a la caravana de Xaltis al discurrir por al-Saraf. Las credenciales presentadas por el jeque Ibn Ahmed fueron insuficiente salvoconducto para evitar el registro de la caravana. De resultas fueron requisadas las cajas del erario del Reino de Xaltis y sus responsables, conducidos al alcázar.

Entre los dirhemes de Xaltis, descubrieron los agentes del Cadí y los cambistas de la ceca de Ishbiliya una partida de dirhemes con una proporción muy alta de cobre y un recubrimiento de plata con las señales de al-Mu‘tadid: nada sobre dichas monedas constaba en la relación contable. Los cargos imputados fueron los de tráfico ilícito de caudales, imitación de moneda (luego) falsificación de la ceca, usurpación de identidad y alteración del valor real frente al valor nominal monetarios.

Era, de manera clara una vil, insidiosa, pero simple y sencilla trampa, dentro del plan urdido por Abdul que había acuñado en secreto un número de monedas falsas domeñando ―deseo en este caso expresarlo así, mejor que aleando― tan generosos metales, conspirando para conseguir que su enemigo las llevara en persona hasta la misma víctima del engaño, sin importarle quiénes le acompañarían y cuáles funestas consecuencias podría acarrear aquella acción. 

La justicia de al-Mu‘tadid fue administrada según el capítulo que trata de los defraudadores en el Noble Libro, y por ello los responsables fueron encausados y juzgados según el grado de participación en los hechos. El cargamento, tanto el legal como el delictivo, fue fundido en el alcázar de la capital del reino de al-Mu‘tadid.

Por aquellos tiempos el acoso constante de los ejércitos del rey cristiano de León, Fernando I, obligó a las numerosas ta’ifas del sur de al-Ándalus a que formaran alianzas y acordasen pactos de todo tipo. Al-Mu‘tadid, temiendo ser futuro deudor de parias y tributos abusivos, concluyó cómo la desunión favorecía la debilidad, y por tanto vía libre al rey cristiano para la reconquista del reino andalusí. Mi padre, por su parte, solicitó ayuda al soberano cordobés Ibn-Yahwar a fin de frenar el expansionismo de al-Mu‘tadid, pero por desgracia fue tratado como el reyezuelo que era, y desoído.

Así fue como si de los haces anverso y reverso de una de aquellas monedas se tratase, al-Mu‘tadid hizo causa de sus ansias proteccionistas y concausa del asunto banal del incidente del erario, completando así sus pretextos para desencadenar la tormenta que se abatiría después sobre el reino de Xaltis.

Y ocurrió. A la puesta del sol de un día de Zu l Hijja del 443 (H.), desde Lebla antes tomada, las tropas de al-Mu‘tadid se dispersaron: una parte se dirigió hacia la ciudad de Umba, arrasando a su paso las tierras de cereales y de frutales, y de otras preciadas plantas como el zabad; y la otra parte del ejército, embarcando y descendiendo por el cauce del Saquía, hasta que, ya en el mar que baña Xaltis, los golpes de remo de las barcazas rompieron la mansedumbre de sus aguas, y las aves que anidaban en sus riberas —alcatraces, alcedos, anas, pandiones, limosas y muchas otras— remontaron el vuelo hacia el ignoto horizonte del mar tenebroso y no regresaron más. De esta forma al-Mu‘tadid, con tan terrible tenaza, exhibiendo el poder de su alfanje y ondeando el estandarte con nuestro común Creciente, se apoderó del territorio de la ta’ifa, a pesar del entendimiento pacífico que antes mi padre le había ofrecido. Las venganzas, la acción y la reacción, se habían consumado.

…Así fue, marchitándose, de forma lenta, el principio del fin.

Mi querido padre fue depuesto de su trono y confinado en Xaltis hasta que pudo establecerse en Qurtuba. Fue progresivo el desmantelamiento de los talleres de metalurgia, y con ello abortado el proyecto del acuñado y circulación de una moneda propia, oficial del Reino de Xaltis. También, gradual el empobrecimiento de las explotaciones pesqueras y agrícolas, por lo que sobrevino la asfixia económica y el abandono de la isla.

    Mi muy amado padre, conocido también como Abd al Azīz Izz al-Dawla, falleció en esta hermosa Qurtuba, entre suspiros por la patria perdida, por el infortunio de no haber sabido defender los intereses de su tierra y de su pueblo. Falleció, ya digo, en el año 450 (H.); y el infausto al-Mu‘tadid ―padre de mi mentor y amigo, el poeta y buen rey al-Mu‘tamid―, en el 461 (H.)

Olas tempestuosas baten desde entonces las costas del Reino de Xaltis


Por qué he abandonado por un tiempo mis ocupaciones literarias y decidido escribir estas notas, revisando y retocando el pasado sin pretender modificar el curso de la Historia, es algo que no sabría explicar. Tal vez la necesidad de narrar con el corazón, desde distinto ángulo que el de los cronistas cortesanos, y ofrecer una teoría de cómo el poder, la riqueza y a veces el amor, a menudo trenzan lazos que anudan destinos de reinos y hombres. Y si bien los hechos narrados, unos en mayor medida que otros, no parecen causa directa de los males abatidos sobre el reino, aunque a conciencia lo dejo entrever, cualquier acontecimiento tiene consecuencias encadenadas: la sed de venganza, el escarmiento, la decadencia de un reino… con el riesgo de errar en los ajustes de viejas cuentas, sin posibilidad de enmiendas o rectificaciones. Así es la teoría que vengo sosteniendo desde la caída de Xaltis: su rey, mi padre, fue víctima de inconvenientes e indeseables adláteres.

No podría llevarme esta desazón, y si bien no poseo documentos o testimonios que lo avalen ―sí rumores que van y vienen (Abdul y Nawar, nombres imaginados por mí para esta crónica, se desvanecieron en las neblinas de la Historia)―, he mantenido una lucha muy intensa, entre mi corazón y mi conciencia, unido al dolor por la injusticia que se cernió sobre personas y lugares tan queridos por mí. Dado que entran en juego no sólo la vida, sino algo más valioso como es la propia honra, por si algún día estas disquisiciones ―que no figuraciones― de un anciano en el ocaso de su vida, sean como una luz en medio de las tinieblas, sin por ello negar o descalificar otros razonamientos distintos, concluyo que ningún mal podré yo añadir con esta confesión sino vindicar la memoria de mi augusto padre pues a nadie debe importar los avatares de mi vida sino los de él, y si bien fue responsable por omisión en el asunto banal de los dineros, desencadenante de la invasión del reino, no me cabe duda alguna de los esfuerzos que realizó sin provecho alguno por redactar y firmar un justo acuerdo para acabar con el caos de los reinos desunidos de al-Ándalus, e impedir que un puño férreo se abatiera sobre Xaltis. Es mi opinión que cualquier pretexto hubiera sido así mismo válido en aquellos malos tiempos. 

Pongo el punto final a estos escritos —que preservaré entre suaves telas de lino— recordando un dicho del Profeta, la paz y las bendiciones divinas sobre él: «Deja aquello que te hace dudar de su licitud y encamínate a lo que no te hace dudar. Pues la verdad es tranquilidad, sosiego y paz interna; y la mentira, duda».

 Sin dudar, entonces, me encaminaré a depositarlos en las manos seguras de mi buen amigo Levi Cohen, hombre del otro Libro, residente en al-Munastyr, para que él procure protegerlos, y así, aunque transcurran mil años, es mi deseo evitar que el manto del olvido caiga como vendaval de arena del desierto sobre la pequeña historia de aquellos caminos y reinos, antes, al contrario, que resurjan estos escritos a la luz y se pueda conocer con seguridad mi verdad.

Me encuentro al fin tranquilo y sosegado como la noche que ya cubre Madinat az-Zahra. Y en paz conmigo mismo. Que así sea


En Qurtuba, cuarto día de Rabi al Awwali, 480 años de la Hégira


Visir Abũ ‘Ubayd’ Abdallāh al-Bakrī, biendicho, al-Qurtubî



(N. del A.) Ubayd al-Bakrî, filólogo, geógrafo y botánico, además de poeta, falleció en 1094 A.D. (487 H.), tal vez en Córdoba, ya que fue enterrado en el cementerio de Umm Salama de dicha ciudad.

5.2.24

Carta apócrifa de Nicolás de Maquiavelo

«Para amnesiar a los ciudadanos ejemplares y amnistiar a los delincuentes se ha de redefinir el término 'terrorismo' en el Código Romano de la Nación, es decir adaptar el delito para favorecer al delincuente.
Mas digo yo, e incluso me planteo una duda más allá de lo razonable... ¿estais seguros los dirigentes —principes y cohortes— de pretendrer reinventar la pólvora con el riesgo de que muchos viejos terroristas se aprovechen y beneficien de esta posible Norma rehecha expresamente para, repito, perdonar y eliminar todo vestigio de delito contra la Leyes? Ante la duda, eludid la tentación llevando estas maniobras, que os sugiero, a buen fin. Creedme que es el camino más lógico para mantenerse en las suaves poltronas sin otra necesidad, por otra parte inexcusable, que mirar cada día tras las cortinas; escuchar por si la daga se desenvaina; oler la apetitosa bandeja antes de probar los manjares; así como procurar que tu sirviente beba antes que tú de la copa de dulce vino toscano. Por fin, no olvideis mis antiguas cartas adversativas al Príncipe: "La traición no da la gloria aunque dé el poder"...»
(Texto —tal vez, apócrifo— encontrado en la última vivienda de Nicolás de Maquiavelo, muerto de peritonitis en Florencia en 1527)
Traducción y transcripción, Jose Antonio Bejarano (mi agradecimiento a Oliverini Massimo)

Mares y mareas



El senador se levantó y paseó su mirada por el graderío del aula.
—Dignos senadores, patres et conscriptis —Lucio Cornelio Balbo hizo una breve pausa en su primer parlamento ante el Senatus Populusque con el fin de dramatizar el momento—. A vosotros me dirijo para poneros en antecedentes del a mi modo de ver, malgobierno de las cosas públicas. Un claro ejemplo lo tenemos, lo tenemos, digo, en la continua y molesta, por decirlo de un modo suave, interrupción que con harta frecuencia vienen siendo objeto nuestras naves. Y no me refiero, patres et conscriptis, a las legiones que son transportadas hasta los confines de nuestro imperio en las naves imperiales, no. El caso a que me refiero, senadores, es al transporte de mercancías que desde Gades y Onuba, y otras ciudades hispanas como Cartago Nova son fletadas con cargamentos de 'garum' con que degustar en nuestras villas y domus romanas y otras partes del imperio; me refiero también a las cargas de productos de la feraz Hispania, de sus provincias y ciudades. Productos de sus huertas y campos, minerales de sus minas onobolusitanas; así como de nuevos esclavos hispánicos con sus mujeres y niños. Son continuamente nuestras naves interceptadas por embarcaciones piratas, enemigas de Roma. Hemos de buscar una solución eficaz, y segura...
El Senado romano oía por primera vez al senador y callaba. Lucio Cornelio se dispuso a aprovechar la oportunidad y elevar su voz en un grave problema que confrontaba Roma y sus instituciones estatales.
—¡Yo os digo, senadores, que Roma no debe, ni puede permitir el asalto a nuestras naves comerciales!
—¿Qué propones, Lucio? ¿Acaso deberíamos optar por traer las mercaderías a través de las vias hispanas y galas terrestres para que el 'garum' y las hortalizas y fruta lleguen a Roma podridos? —La voz que se alzaba de entre los senadores fue respondida con carcajadas por el Senado—.
—¡No, no! —Lucio elevó el tono de voz hasta que consiguió sobreponerse al murmullo senatorial; se colocó la toga sobre el antebrazo— no pretendo proponer las vias Augusta y Domitia hasta Massillia para embarcar desde la Galia hasta Ostia y Roma conque hacer un viaje largo, tedioso e inútil. ¡No! pido... la creación de una Legio Maritima.
—¡Roma ya domina el mar desde nuestros fundadores! ¡Basta de flagelarnos, por todos los dioses! —La voz anónima se elevó desde el graderío recibiéndose con aplausos de unos y abucheos de otros. Lucio Cornelio Balbo retomó la palabra.
—Sé y soy consciente de la supremacía de nuestra fuerza naval... pero yo digo patres et conscripti, senadores, que Roma no está en condiciones de parar esa fuerza mercenaria que hace caso omiso a las leyes del Estado. Así pues propongo, mejor dicho, exijo que se funde una fuerza naval suficiente en cantidad y en calidad para crear un puente, un pasillo, o pasarela que atraviese el Mare Nostrum por donde las naves mercantes naveguen sobre nuestras aguas con rapidez y con seguridad a fin de mantener alejadas las naves mauritanas que actúan como verdaderos y letales escualos.
El ponente senador Cornelio Balbo calló y se sentó en su sella senatorial. El templo Capitalino, sede del Senado, fue durante todo el día un hervidero de debate sobre un asunto que no parecía tener fácil solución. El cónsul-presidente del Senado, dirigió la sesión y las votaciones. No eran ajenos al hecho de que Septimio Severo Imperator era de origen africano (por tanto posiblemente mediatizado) y el miedo al desabastecimiento, la carestía de los productos y las bajas civiles en alta mar, hicieron que el proyecto del senador Lucio Cornelio Balbo fuese aprobado y se creara la primera escuadra naval con fines disuasorios para el libre comercio a través de los mares.

Nota: el GARUM era un plato exquisito para los paladares romanos consistente en un masa de entrañas de pescado, mezclado con salmuera y dejado en tinajas de barro durante varias semanas.

16.1.24

Mayorazgo de rancio abolengo


 Pues que, algo ya sabía yo, gracias al saber del historiador Pedro Emilio López Calvelo, promotor de Trasuntos de Pedro E. López Calvelo tengo constancia de que mis raices se hunden en siglos pasados. De rebote somos descendientes de apellidos tan rimbombantes como los López Hontiveros de toda la vida, que según el profesor López Calvelo el primero de ellos era un mercader —un emprendedor, vaya—, cristiano nuevo, que no quería que a su fallecimiento se disgregara, dispersara su patrimonio y fundó un Mayorazgo o sea, pasar la herencia al hijo mayor. Y asi sucesivamente hasta que Fernando VII —algo hizo bien— prohibió esta figura injusta. Y con el paso del tiempo, esos legajos amarillos por el tiempo, dan las claves de esta historia. Los papeles y legajos, tal como sugiere el profesor, los mantendré a buen recaudo, protegidos debidamente no sin antes proceder a su digitalización para quiene desee estudiarlos, pueda disponer de ellos sin tocarlos físicamente. Un saludo