30.3.24

Gallo en gallinero

        Era el puto amo del gallinero,  lo sabía y ejercía. Sus andares eran como los de todos los putos amos de cualquier gallinero. Caminaba contoneando todo el cuerpo, manteniendo, sin embargo, prieto el plumaje. Sus alas se señalaban sobre los costillares —permítaseme el símil como si de un rumiante se tratara— pero sí dejaba traslucir su signo emblemático del que hacía alarde y ostentación. Era rojo encarnado, grueso, aserrado en puntas uniformes y bien definidas y erectas. Lo movía —comentaban en susurros, a sus espaldas, las demás aves— a voluntad mostrando así su dominio sobre el corral. Se trataba de su cresta, una cresta ya digo, como no se veía en la hacienda desde varias generaciones atrás, nunca las llevaba fáccidas, colgonas o lacias, no, era una cresta firme, recia rojo intenso y musculosa.                                             Otro emblema que lucía nuestro ejemplar eran los siempre poderosos —de poder, de dominio, de valentía, de osadía— espolones. Espolones que si en su juventud eran signo de virilidad, él, el gallo, había hecho de sus atributos gallináceos, virtud. O eso creía nuestro gallo. Pensaba que se encontraba en sus absolutos dominios y que a él nadie lo cacareaba de forma gratuita. Paseaba de arriba a abajo, a veces sobrevolaba el gallinero en vuelos cortos pero audaces moviendo su corpachón voluminoso, alado. Todas las aves salían despavoridas cobijándose en los palos que atravesaban el recinto avícola. Sus vuelos eran más de aviso y advertencia que vuelos prácticos. Era un creido —pensaba el resto de la avifauna— que de cuando en cuando necesitara decir aquí estoy yo. De comida, ni dudarlo, el mejor 'millo' en el mejor lugar del gallinero —los malcacareantes despotricaban criticando el liderazgo— y sobrando mejor que faltando.
    Y qué decir del apareamiento: cuando quería, con quien deseaba y cuantas veces sentía necesidad. Vaya, "aquí te piso, aquí te apareo". Conocía el sistema muy bien y cuando le picaba la cloaca —las aves de corral carecen de miembro 'galleril'— iniciaba el rito consabido: abría las alas, correteaba hacia los cubiles de comida y atraía a las incautas gallinas que necesitaban poco llamamiento para ejecutar el acto supremo entre dos seres de distinto sexo, que yo sepa en este entorno avícola. Al final cloaca gallera entraba en cloaca gallinera, y punto pelota: cada ave a su territorio.
































    Esta era la vida del gallinero, que se desarrollaba rutinaria y sencillamente. Un runrún, sin embargo corria por el gallinero.
    Una noche, mientras el gallo dormía en su palo mayor, media docena de gallinas, que eran continuamente despreciadas, ninguneadas por el Gallo —le gustaban a su gallidad pollitas y no vulgares gallinas cluecas— se acercaron al palo, esperaron a que el sol hubiera dejado de proporcionar rayos —conocido es a qué hora se acuesta este colectivo plumífero—, subieron procurando no cacarear y cuando estaban sobre el palo mayor, a la de tres, se abalanzaron sobre le gallo al que cogieron desprevenido con la cabeza y su cresta metidas y bien metidas debajo del ala izquierda y entre la media docena de gallinas confabuladas a las que se unieron otras y algún pollo, lo dejaron despulmado, con la cresta desdentada, los espolones picoteados por las vengativas gallinas. El gallo, después de aquel brutal ataque en la oscuridad, se malrepuso y cacareaba lastimeramente, con ronquidos galleados pero menos, que duraron hasta el amanecer. 
    Cuando salió el sol, el gallo no tenía el cuerpo para cantos ni historia pero tuvo la mínima decencia de salir a la granja que se había, en parte, rebelado durante la noche. Cacareando y sin plumas es lo más gráfico que el narrador ha encontrado en el refranero para definir el cuadro.
    Nunca más se supo nada del suceso, ni quiénes se habían comportado como unas excepcionales gallinas pero se resolvió con la caida en picado (sin pausa) del malhadado gallo que acabó encerrándose en el gallinero. Otro pollo —pollastre—, ya en ciernes de gallo, ocupó el lugar preeminente.                      En su primer cacareo público dijo que había aprendido la lección, y que de más rebelión en la granja, nada de nada...

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