19.12.20

La muerte verde

Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suelo recalentado levantando una miriada de chispas que iluminaban el salón. Yo estaba sentado en una de las tajuelas y con un badil reunía los restos de brasas y las amontonaba en el centro del hogar. Mi tío seguía narrándome la última aventura mientras en mi mente iba anidando todas y cada una de las palabras de aquel viajero que me había invitado a pasar la tarde invernal a su casa de San Ginés, en Madrid.
Me contó cómo había llegado a bordo de un vapor, desembarcando en el puerto de Cádiz. Había sido, me contó, el viaje de su vida. El salto al Océano y ver con sus propios ojos un nuevo y desconocido mundo.

España, Portugal y Francia se le habían quedado pequeñas comparadas con aquel vasto, enorme, infinito continente con los rios más caudalosos, las montañas más altas y los habitantes de todos los colores y culturas habidas y por haber. Yo lo escuchaba mientras enredaba con las brasas y él, mi tio Tomás, hermano de mi madre, me contaba retazos de su última aventura por el equinoccio americano.
—Jose, no te puedes hacer una idea de las aventuras que he vivido —chupaba una extraña cachimba hecha de madera de ébano donde a menudo introducía un montoncito de tabaco antillano, esparciendo un olor que se me quedó en mi interior y que a la larga haría de mi un gran fumador. Mi tío sujetaba la cachimba en su comisura derecha mientras por la izquierda soltaba una nube blanca y espesa de humo que se apoderaba de la habitación.
—Cuéntame lo de los indios otra vez, tío —yo sabía que no necesitaría insistir para hacer que mi tio lo narrara de nuevo.
—Nada que no sepas ya te puedo contar, Jose, a no ser que me repita —mi tio Tomás se dejaba querer y yo sabía que adornaría un poco más las historias que me contaba.— las aventuras que viví las tienes en alguna revista donde las publicaron en 1930 pero bueno, si quieres te lo repito...
—Gracias, tío, otra vez... —yo dejaba el badil a un lado y callaba mientras él sin saberlo, abonaba mi mente inquieta.
—En uno de los recodos del gran Orinoco, en plena selva, donde no llega nada de nuestra civilización, me encontré entre dos tribus, enemigas entre ellas. Yo estaba descansando en un bohío cuando me encontré con unos individuos casi desnudos y algunos armados con arcos y flechas. Todos llevaban cerbatanas con unos dardos untados con curare, un veneno mortal con el que cazaban. Me sanaron los pies que los tenía infectados de niguas, unos insectos que se meten entre la piel de los dedos de los pies. La verdad es que se portaron muy bien conmigo. Me invitaron a su aldea donde conviví durante un mes mientras me reponía. Y no podrás creer lo que vi...
—Qué, qué... —interrumpí a mi tio para azuzarle y que contara con pelos y señales
—Pues que aparte de otras costumbres que ya te contaré, tenían otra muy curiosa y consistía en que «encatumar» a los viejos, metiéndolos en una red de cáñamo que llevaban a unos remansos del rio, y la colgaban de las ramas de los árboles sobre el agua mientras el pobre viejo hecho un ovillo como un feto, sin poderse mover, miraba abajo comprendiendo lo que él a buen seguro había hecho a sus antecesores. Y allí lo dejaban abandonado durante dos meses. Trascurrido ese tiempo, regresaban...
—¿Y qué encontraban, tío? — era la pregunta que yo, siempre que tenía ocasión hacía, sabiendo que la respuesta era una y otra vez distinta a gusto de la imaginación de mi tio Tomás.
—Imagínalo tú esta vez, Jose —mi tio chupaba la cachimba y miraba como hipnotizado las lenguas de fuego que subían por la chimenea. Yo me quedaba en silencio dejando volar mi mente infantil e imaginando cómo encontrarían a los pobres viejos «encatumarados» en aquella remota tribu de las riberas del Orinoco.
—Pero eso no es nada, mocito —mi tio Tomás se quitaba la cachimba y me miraba— porque, esto que sigue ¡y es la primera vez que te lo cuento! yo no lo vi pero me lo aseguraron los «indios panares» y es que en la tribu de al lado, los «curubayari» simplemente los llevaban a la plaza del poblado y a aquellos ancianos, o simplemente enfermos, lisiados o que ya no servían para trabajar, los molían a palos hasta que morían... —mi tio Tomás, viajero acostumbrado a las más insólitas costumbres, se detenía en la narración no por dramatizar sus relatos que de sobra sabía cómo me gustaban, sino porque la voz le temblaba y buscaba las palabras pausadamente, con sumo cuidado para que en mi mente anidara con exactitud qué me estaba relatando, cómo me lo estaba contando, parecido a confesar un terrible acontecimiento. —sí, Jose, así me lo contaron... los mataban porque ya estorbaban.
Nos quedamos los dos en silencio y en la habitación llena de recuerdos de sus viajes solo se sentía el crepitar del fuego. Aquellos minutos posteriores se echaron pesadamente sobre los dos, a mi aplastándome. En las paredes con múltiples recuerdos de otros paises del mundo se reflejaban las sombras que el fuego dibujaba. Sobre un armario, cerrado con llave, una figura parecía burlarse de mi. Él me había dicho que era un trofeo de guerra de la tribu «shuar» pero nunca supe si aquella cabeza del tamaño de una naranja era una cabeza jibarizada o era una simple imitación.
—Pues ya sabes, sobrino —Mi tio Tomás llenaba su pipa de tabaco y bebía un brebaje que él llamaba mate. —que sepas que el mundo es hermoso, inmenso, dadivoso tanto que da lo que nosotros necesitamos... pero también es cruel al máximo. Esto que te he contado es solo una parte de lo que he vivido. Escucha y aprende, sobrino.
—Gracias, tío, yo también quiero conocer mundo como tú. —once años contaba yo entonces y lo de atizar las brasas me pareció ya una tontería que abandoné. Así que dejé el badil a un lado.
Y mi tio me miraba complacido y señalaba con la cachimba los objetos de adornaban la pared de su estancia llena de recuerdos de su viaje por las cuencas del Amazonas y del Orinoco en América del Sur donde habita la muerte verde.

(Transcripción libre, real, de «La muerte verde,
aventuras del dibujante, cineasta y viajero español
Amós López Bejarano»
Revista Estampa. Madrid 1932)





2.12.20

Consuelo Dominguez, historiadora


 Al fin nos hemos citado para charlar. Era algo que teníamos pendiente y no había lugar ni ocasión para ello. Pero para el entrevistador era algo ineludible. Fui dando vueltas y preparando la entrevista y el destino, como sí podía ser de otra manera, nos ha reunido a las cinco de la tarde de una brumosa tarde de noviembre del año 0 de la pandemia. La cita fue en una moderna cafetería sobre la Ría de Huelva pero amablemente nos invitaron a desalojar a mitad de la entrevista... 

Consuelo Domínguez es Doctora en Historia (aparte de Maestra y Licenciada en Ciencias de la Educación), ejerció como maestra y desarrolló tareas en el Museo de Huelva como Coordinadora de los Gabinetes Pedagógicos de Bellas Artes. Posteriormente se incorporó a la Universidad como Profesora Titular. Ahora, ya, felizmente jubilada pero no por ello inactiva. Y sobre todo, amiga.

P—Consuelo, dinos si tu lugar de nacimiento influyó en la elección de tu carrera y de tu especialización.

R—No sé bien hasta qué punto el lugar en el que se nace o en el que se vive determinan o condicionan en parte los intereses y las inquietudes sentidas, pero en mi caso haber nacido y vivido durante mi niñez y juventud en la Cuenca Minera de Riotinto (yo nací en El Campillo, uno de los pueblos mineros de dicha cuenca). 

P—Supongo que tus recuerdos de la niñez serán de paisajes áridos, sonidos de barrenos y todo lo que supone una zona minera...

R—Así es. Las primeras experiencias vividas en la infancia se van almacenando en la memoria, mi niñez todavía conservo con gran lucidez la impresión que me causaba ese paisaje que yo describo al comienzo de mi libro sobre Hugh M. Matheson en donde aparecen las vivencias de mi infancia y juventud que vuelven a cobrar vida a través de un caleidoscopio lleno de imágenes de una tierra tornasolada por el cromatismo de sus piritas ferrocobrizas, del sonido de los barrenos perforando la tierra, de la bucólica visión de unos serpenteantes trenes ávido por llegar a su destino, de una arquitectura atípica poblada de elementos eclécticos entre británicos y andaluces, de algunos modismos lingüísticos ingleses integrados en nuestro léxico y de la refrescante estampa de los parques y jardines de Riotinto que contrastaban con el paisaje yermo y calcinado de los alrededores.

P—Consuelo, ¡me dan ganas de saltarme el estado de alarma e irme a pasar un finde a las minas de turisteo!

Sonríe Consuelo mientras abandonamos la terraza del bar y decidimos sobre la marcha dónde continuar. Y si había algo que pudiera dar más «ambiente» hemos terminado la entrevista en un lugar muy apropiado... 

R— Creo que mis palabras, mis descripciones, pueden servir para despertar la curiosidad de visitar y conocer la historia de esta comarca que, aunque transformada por el tiempo y la mano del hombre, sigue ofreciendo un gran atractivo en cuanto al patrimonio histórico que acumula.

P—Díme, cómo llegaste a la Historia, a la investigación

R—Yo creo que fue inevitable el paso de la docencia general a la investigación y a la Historia con mayúscula. El interés por desgranar la historia de mi comarca hace unos años se canalizó en un tema que siempre ha suscitado un gran interés para mí, el de la última morada... o dicho de otra forma, los cementerios. Así que para decirlo claramente, entre el ambiente y los archivos me llevaron a mi pasión. Y comencé a viajar.

P— A ver, enumera paises y cementerios

Ahora somos los dos sonriendo a la vez

R—En cada viaje que he realizado la visita al cementerio correspondiente ocupaba un lugar destacado en mi agenda de viaje y entre ellos, imposible citarlos a todos, hay algunos muy importantes y destacados como el de Arlington en Virginia (EE.UU), el cementerio judío de Praga, el mausoleo donde reposan las cenizas de Gandhi en Delhi, las Pirámides, auténticos templos funerarios de Egipto, y dos de los más conocidos y apreciados por mí, el cementerio de Père Lachaise y el de Montparnasse en París. 

Dentro de nuestro país, he de señalar la visita a los cementerios británicos de Bilbao, Santander, Málaga; Tenerife y Sevilla además de los que conservamos en Huelva, Riotinto y Tharsis. 


P—Como sé que quieres hablar de tu último libro, informanos antes quién fue Matheson. 

R— Mi interés por Hugh M. Matheson es debido a que este señor de la época victoriana fue durante veinticinco años presidente de la Rio Tinto Company (libro pubicado por la Universidad de Huelva) con todo lo que este cargo conlleva y el legado que su presidencia dejó en la Cuenca Minera de Huelva. Así que visité el cementerio de Highgate en Londres y el South Leith Parish Church en Edimburgo donde están los padres. 

P—¿Y otras obras tuyas? 

R— Mi primera obra fue «In Loving Memory» donde echo una exhaustiva mirada a nuestro pasado minero y los cementerios británicos de la provincia de Huelva.

P—¿Qué nos enseñan los cementerios? 

R—En nuestra cultura judeo-cristiana la muerte y los cementerios se asocian comúnmente con el osario y el lugar en el que se depositaban los cadáveres; por ese motivo ambos conceptos no están exentos de connotaciones tétricas pero en la actualidad, aunque todavía hay muchas personas que tienen horror al cementerio afortunadamente se va imponiendo la idea más intimista de considerarlos como un lugar histórico y también como campo de reposo, más parecido al significado de Campo Elíseo, el lugar reservado, según la mitología griega para los mortales elegidos por los dioses, los justos y los heroicos en el que permanecerían después de la muerte. 

P—¿Por qué ese temor a la muerte en nuestra sociedad actual?

R— A lo largo de la historia la muerte ha permanecido apegada tanto al sentido trascendente de la existencia como a una dimensión espiritual o religiosa y manteniendo una línea divisoria entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. En la actualidad los rituales que han acompañado a la muerte se han simplificado y el lugar para acompañar a los difuntos ya no es el cementerio sino el Tanatorio, en el que parece que hay una asepsia y distanciamiento mayor con el difunto y donde prima la funcionalidad al ser el lugar en que tiene cabida un ritual que, aunque muy antiguo, es el que hoy se va imponiendo, el de la cremación o incineración que tradicionalmente no se practicaba en nuestra cultura. En el cementerio no habrá ningún recuerdo del difunto, solo una pradera para esparcir las cenizas del finado o depositada en pequeños nichos. Ese parece ser el futuro.

P— ¿El temor a la muerte se debe a que no se muestra la Muerte en las escuelas, en los niños, a nuestra sociedad en general? 

R—Respecto al valor didáctico de llevar a los alumnos a un cementerio, como ejemplo te diré que yo la he practicado llevando a varios grupos de alumnos al cementerio de Moguer para leer algún poema ante la tumba de Juan Ramón Jiménez.  Integrar la muerte y la visita a los cementerios como materia curricular no lo veo fácil pero sí es bueno hablar de ello. Existe un par de obras clásicas, la de Louis-Vicent Thomas autor de Antropología de la muerte y Philippe Arìes autor de Historia de la muerte en Occidente, muy recomendables. 

Al final casi sin rumbo fijo, y con los bares cerrados hemos llegado al mejor de los lugares para acabar esta docta entrevista —a las respuestas me remito— en una tarde cayendo el sol de forma impactante entre grandes nubarrones, hundiéndose en el mar tras los esteros de la Ria de Huelva. 

P—¿Qué planes tienes respecto a tu pasión historiadora?

R— En estos momentos estoy centrada en estudiar la temática de la muerte y los cementerios, dos aspectos capitales en la vida y obra de Juan Ramón Jiménez, nuestro poeta universal. Un tema apasionante y unas palabras del moguereño para pensar:

 «La mujer, la obra y la muerte. Una vez más. Si se acaba, por desgracia la mujer, queda la obra. Si se acaba la obra por desgracia, queda la mujer. Si se acaban la mujer y la obra queda la muerte.»


...La verdad es que entre hablar y conversar con Consuelo Domínguez Dominguez, la tarde ha caido con rapidez. Estamos a las puertas de los cementerios de Huelva (municipal y británico) lugares de estudio de la doctora, maestra, escritora pero sobre todo mujer de trato agradable, de dulces sonrisa intuida y mirada. 

Constatamos la puerta cerrada del camposanto onubense y nos miramos cómplices sonriendo ante un cartel que resume la vida de los muertos y la muerte de los vivos:                                                  «MEDIDAS ANTICOVID: 2 METROS DE DISTANCIA»

Ya es noche cerrada y regresamos a la ciudad desierta. Pero no muerta. Gracias Consuelo por esta entrevista: me quedo con la sensación de que el tema da para mucho, mucho más.             


14.11.20

Peste de Almanzor

Muhammad Ibn Abi Amir, el futuro Al Mansur bi-llah, “el Victorioso por Allah”, más conocido por Almanzor, se encontraba en Medina Zahara cansado de guerrear. Los territorios cristianos habían sido debilitados pero no solo por las guerras que desde Cordoba se hacían sobre la periferia del gran al-Ándalus sino porque tras él, segundo califa, había dejado desvastado los campos yermos de Hispania. Llenos de escombros, ruinas, desolación.
Los grandes médicos cordobeses de la escuela de Medicina ya le habían advertido del peligro del placer por la guerra del Califa. No era solo la guerra y la destrucción sino algo intangible, invisible, silencioso pero tan cruel como la más terrible razzia de los Omeya sobre la tierra hispana de la Cristiandad.
Población diezmada, cadáveres abandonados en tierras y descampados. Aguas insalubres, la ponzoña se apoderaba de la población sin distingos de edades, sexo, clase o creencias religiosas. Las taifas eran víctimas del mas cruel enemigo. La peste.
Pues bien, envió emisarios por todos los reinos andalusíes ordenando que se dispusieran medidas contra la epidemia de peste. Los mejores médicos cordobeses, casi todos judíos, aconsejaron las medidas pertinentes a adoptar entre el pueblo villano. Los poderosos, los reyes, los funcionarios, las hetairas y las demás cortesanos fueron puestos a buen refugio dotandolos de alimentación y habitación sanas. Fue al-Mansur pródigo con los fuertes y poderosos pero remiso y miserable con las poblaciones de las futuras taifas que morían de fiebres y disentería. La peste campaba a sus anchas por al-Andalus y tan solo médicos y físicos por su propia cuenta y a su buen criterio, se preocupaban de atajar —muchas veces a ciegas— aquella maldición divina. El califa en su palacio de la campiña cordobesa



no estaba muy lejos de saber que la peste iba a ser, entre otras calamidades, el final del brillante califato y los vastos territorios se iban a desangrar hasta la expiración final aunque habrían de pasar aún cuatro largos siglos, pero las aguas putrefactas, la alimentación insana, las medidas profilácticas inútiles acabarían con la España musulmana, hijastra de las huestes del creciente mahometano. Por el sur habían desembarcado y por el sur, llorando Boabdil, embarcarían de nuevo.
Muhammad Ibn Abi Amir Al Mansur bi-llah, llamado Almanzor, se movía nervioso por las terrazas ornadas de Medina Zahara sin comprender que sus razzias por las mesetas y las agrestes montañas no eran las que iban a desangrar y atomizar la todopoderosa, la esplendorosa, la biendicha tierra de al-Andalus sino la ola invisible del mal que campaba y campaba, sin remedio... Los muhecines llamaban a la oración desde los alminares de Hispania mora, y Almanzor en su soberbia, desoyó la llamada del humilde muhecin que desde la Gran Mezquita de Córdoba convocaba ensalzando la grandeza y la unicidad de Alàh y aseverando que Mahoma es su profeta. Almanzor se introdujo en su palacio y pidió, déspota, vino de la campiña cordobesa. Los dulces sonidos del harem despertaron en él otros apetitos, aparte del sexo, que lo arruinarían: el Poder.

5.11.20

Salama, hija del Emir


La noche se avecinaba con rapidez y las sombras caían sobre las callejas de la judería. Dos soldados escoltaban a Iosef Aboacar quien se hacía conjeturas sobre la responsabilidad que la real Casa estaría apunto de echar sobre sus espaldas. Asió con fuerza el zurrón de piel donde guardaba su escaso instrumental médico. Nada sabía sobre la identidad del paciente y menos aún la enfermedad de que se trataba. El palacio estaba en silencio y los candelabros ya comenzaban a ser encendidos. Un oficial le franqueó el paso acompañándolo y recorriendo juntos las majestuosas estancias del alcazar.





Recorrieron pasillos decorados con el gusto que se le atribuía al Gran Califa. El silencio se veía turbado con el paso de la pequeña comitiva que acompañaba al médico cordobés. Cuando llegaron a las estancias privadas lo dejaron solo hasta que fue llamado a acceder a un dormitorio. Allí se encontraban otros dos médicos a los pies de una cama. A un lado Lope Gascón vestido con sobriedad, con expresión asustadiza, que miraba a un lado y a otro incómodo, arrancado por fuerza de su Toledo e invitado a viajar a la capital del califato. Al otro lado del lecho Abdul Qasim, médico oficial de la Corte quien rehuía las miradas y buscaba nervioso la de quien yacía en la cama.  Sudorosa, con temblores, con un insano color cerúleo, una niña de espesa melena oscura y color de ojos extrañamente verdes, miraba sin ver, su cuerpo dejaba traslucir a simple vista los huesos de su cara y de sus hombros. Sin más preámbulo los tres galenos comenzaron a intercambiar opiniones mirando de vez en cuando a la enferma. A su lado el aya se afanaba en atender a la real paciente. Pronto comenzaron las disensiones entre los médicos: Abdul Qasim opinaba que los síntomas que presentaba Salama eran fiebres imposibles de atajar salvo con compresas de agua fría en la frente por un lado, y abrigo para preservar el calor por otro, y pedir por ella a Allâh el Clemente, Misericordioso. 

Lope Gascón opinaba que habría que descubrir el cuerpo de Salama a fin de poner una serie de sanguijuelas para depurarle la sangre malsana e imprescindible implorar a los santos. Los dos médicos se enzarzaron en una discusión debido la osadía pecaminosa de Lope al pretender desnudar y mirar el cuerpo de mujer. Abdul Qasim se mesaba los cabellos ante tamaño despropósito y Lope Gascón contrarrestó mofándose de la serie de ungüentos y aguas medicinales de innumerables plantas que el médico cortesano decía tener en la botica de palacio. Estaba a punto de llegar el padre de la muchacha y Iosef Aboacar, hasta el momento atónito ante aquella discusión médica cargada de envidias y prejuicios, calló ante la entrada del padre de la joven muchacha.

Se abrieron las puertas del dormitorio y un edecán anunció:  

—¡Humillaos y mostrad vuestros respetos besando la mano de Abd al-Rahman ibn Muhammad al-Nasir li-Din AllàhPrimer Califa de Córdoba y Príncipe de los creyentes!

Todos se inclinaron ante Abderramán III, el soberano del antiguo territorio hispano. De mediana estatura, entrado en carnes, mostrando parte del cabello pelirrojo bajo un turbante, caminaba retirándose su sencillo caftán. Aceptó los saludos de los convocados, ofreciendo su mano —aunque el judío simplemente hizo amago de besarla—, y a su señal le expusieron la situación de su hija. Iosef Aboacar retomó su diagnóstico consciente de que sus dos colegas habían discrepado sin la presencia del soberano. Ahora el Emir disponía de los tres pero Aboacar trató de no amilanarse ante el Poder del Gran Califa. 

—Mi señor, vuestra hija sufre una enfermedad muy grave, vistos los síntomas claros que hemos podido apreciar en ella —Abderraman III se adelantó y miró a su hija, bastarda pero no por ello menos querida; con un leve gesto de su mano invitó al médico judío a que continuar— mi señor, vuestra hija debe ser... desvestida y examinada. Me pregunto si es imprescindible, y mi opinión y la de mis ilustres colegas es que sí.

Lope Gascón y Abdul Qasim se miraron y asintieron con la inquietud reflejada en sus rostros ante la previsible reacción del Califa.  Abderraman III miró a los tres y dijo con sencillez:

—Sea. Yo acudiré a la mezquita porque Dios desea que Salama, mi muy querida hija, viva, Inshallah—. Y tal como había entrado, salió del dormitorio con sus ojos azules humedecidos en lágrimas.

Se inclinaron en reverencia los tres médicos y quedaron con sus propias responsabilidades ante la vida o la muerte, la salud o la enfermedad de Salama.

Con la ayuda del aya real, los tres pusieron en común sus conocimientos y estuvieron durante varias semanas tratando a Salama a pesar de las reticencias primeras, el diagnóstico, la cura y la convalecencia, a saber: 

Iosef Aboacar diagnosticó como «tisis» que remitía con fiebre, delgadez y toses acompañadas de esputos sanguinolentos de los pulmones. 

El tratamiento consistió en una mezcla de determinadas hierbas medicinales, preparada por el médico musulmán Abdul Qasim; una estricta dieta alimenticia a base de caldos, tisanas y pucheros, recomendada por Lope el médico cristiano; y por el examen corporal de la paciente, diagnóstico acertado y cambio en el modo de vida a cargo de Aboacar cuya ciencia consistía no en reponder tal como se veían obligados otros médicos, sino en preguntar y preguntarse de forma continua «por qué, desde cuándo, hasta cuándo, cuánto» ante los misterios del cuerpo humano, el dolor, la salud, el comienzo y el final de la vida. La receta consistió en la limpieza a fondo de la habitación con sales fumantes, el aseo personal diario de paciente y servicio con agua fresca exenta de aromas, ventilación y aireación, orientación del aposento real buscando el sol o la sombra, y aislamiento en Mdina Zhara, lejos de aglomeraciones urbanas. Todo ello, en conjunto, para que Salama se recuperase en pocos meses, se convirtiera en una bella adolescente y tuviera una larga vida como así fue. 

Al finalizar el proceso patológico de Salama, los informes redactados en árabe, latín y hebreo por los respectivos médicos contenían todos los detalles, fueron compilados y sirvieron de guia en la cura de las enfermedades que diezmaban a la población andalusí. Iosef Aboacar había observado de manera precisa los esputos y mucosidades sanguinolientas de la niña que los otros médicos rehuían relizar, había palpado todo el abdomen de la enferma, estudiaba, pensaba, discernía, consultaba tratados antiguos de Medicina y por fin escribía sus conclusiones, editando un extenso tratado sobre las enfermedades que asolaban los reinos y cómo estas eran enumeradas y estudiadas para su posible curación. 

El Califa de Córdoba, consciente del regalo que Dios le había hecho en forma de sabios galenos, creó la primera Escuela de Medicina de al-Andalus, centro del saber de grandes médicos y físicos para beneficio de los habitantes del reino nombrando, como agradecimiento, a Iosef Aboacar director y a Lope Gascón su segundo.

Pasados los meses Iosef Aboacar fue convocado nuevamente al palacio del Califa donde este le comunicó su deseo de verlo dirigir la gran Escuela de Medicina. Al salir rememoró las veladas y jornadas eternas velando por la salud de Salama. Ahora regresaba al exterior escoltado por una sección completa de la guardia personal del Emir y no pudo reprimir una sonrisa mezcla casi imposible de humidad y de orgullo, tan posible sin embargo como si la flor de la alheña y las aguas de las fuentes cordobesas se mezclaran en las calurosas  tardes de los patios de Mdina Zhara, allí donde convalece Salama, joven hija de Abderrahman III y de Mustaq, una de sus esposas recluida en el harem.

Córdoba de las tres culturas era grande y sin duda seguiría siéndolo.

 

                                                             


9.9.20

De momento, Memento

Mi nombre actual no viene al caso. Cuando aprendí a escribir me dispuse a dejar en esta tablilla lo que me aconteció hace varios años. Los dioses me protegieron y me protegen... y así lo narro:
Yo era Micius, y servía en la casa Cornelia. Era a la sazón primer esclavo a punto de ser liberado por el entonces mi señor Publio Cornelio Escipión, a quien llamaban y aún llaman Africanus. Fui por él elegido para acompañarlo en su desfile triunfal por las calles de Roma. Fui bendecido por su mano al señalarme para montar en el estribo de su carro triunfal. Yo fui el encargado de sostener sobre la magnífica cabeza del general Escipión la corona de laurel en oro. Y así lo hice. Antes, mucho antes de amanecer sobre la ciudad de Roma ya el victorioso general estaba preparado para subir al carro mientras tras él se situaba la familia –su esposa Emilia Tercia, su hermano Lucio, y sus hijos Publio y Lucio, y sus hijas las dos Cornelias, la Mayor y la dulce y a veces dura Cornelia Menor (oscuro, escondido, prohibido, soñado, quimérico objeto de mis locos sueños de deseo e imposible posesión— a la que yo serví desde el mismo dia de mi nacimiento.
Delante, abriendo el desfile que partió del Campo de Marte, las legiones sin armas y los botines y prisioneros de las guerras abrían aquel magnífico triunfal desfile. Las calles, desde la misma puerta de la ciudad, estaban abarrotadas por toda la población de ciudadanos de Roma y visitantes. Cuando el cortejo se puso en marcha yo me situé tras el general de generales, en un carruaje tirado por cuatro hermosos caballos blancos, poniendo cerca de su cabeza una corona de laurel de oro.
Publio Cornelio Escipión lucía sus galas de triunfador con toga púrpura bordada en oro hispano; y su cara, cubierta de pintura roja en honor a los dioses lo convertían en el primer General, Consul, Princeps Senatus de la Roma dueña del mundo. La plebe, el pueblo romano de todas las clases sociales, vitoreaba al general victorioso de la primera guerra púnica, vencedor del gran enemigo público de Roma, Anibal, vencedor sobre Cartago y por último, dominador de las rebeldes y anárquicas tribus de Hispania.
Mi obligación como esclavo por mandato senatorial era como digo sobreponer sin tocar su cabeza con la corona de laurel de oro pero también murmurarle al oido «Memento Mori. Respice post te! Hominem te esse memento!» 'Recuerda que vas a morir, que solo eres un hombre como los demás'. Pero el gran Africanus, Publio Cornelio Escipión, solo parecía tener oidos a la multitud que lo aclamaba. Yo, esclavo de la casa Cornelia, siervo del gran general, alcé mi voz y me acerqué un poco más a sus impresionantes y majestuosas espaldas y le repetí ¡MEMENTO MORI, MEMENTO MORI! pero me parecía estar hablando al vacío. Por qué habría de hacerme caso a mi, me pregunté, si es más hermoso atender a las aclamaciones de admiración y respeto. Por qué a mi. Pero no me di por vencido.

—¡MEMENTO MORI, MEMENTO MORI, RECUERDA MI SEÑOR, QUE TAMBIÉN ALGÚN DIA MORIRÁS!
—Calla, maldito, por Cástor y Pólux. ¿No oyes acaso el clamor del pueblo alabando a su primer general triunfante? Calla y escucha.
—Memento Mori, mi señor, Memento Mori. Baja del pedestal de la soberbia y recuerda que el triunfo acaba y el olvido permanece. —Aún hoy no estoy seguro de lo atinado de mis palabras, pero lo dicho por mi no cayó en el olvido de Publio Cornelio Escipión que me dirigió una mirada feroz un segundo antes de volverse al pueblo que lo aclamaba, entre los que se encontraban muchos de aquellos que en tiempos anteriores maldecían y denigraban en los lupanares y tabernas de Roma al según ellos, "perdedor de la batalla de Cannae", el mismo que hoy paseaba como gran general, ídolo de Roma.
Cuando acabó el desfile, entre el bullicio de los senadores y pueblo que rodeaba al gran Escipión, logré escabullirme y a través de la Cloaca Máxima, allá donde las aguas negras de la urbe se asimilan al gran Tiber, me refugié oculto de la luz solar y estuve varios dias oculto de las 'legio urbanae' que a buen seguro estarían buscándome para aplicarme el castigo de arrojarme al vacío desde la Roca Tarpeya cerca de la colina Capitolina. Gracias a unos proscritos como yo, pude huir y alejarme de Roma jugándome la vida; llegué al puerto de Ostia y por circusntancias que no vienen al caso, logré embarcar en una nave mercante que me alejó de la muerte segura.
Hoy, me siento libre a medias pues el brazo de Roma es muy largo y poderoso. Ruego a Júpiter Óptimo Máximo me libre de la justicia de mi antiguo señor Africanus, Publio Cornelio Escipión, en guerra victoriosa contra el mundo, mas seguramente en guerra perdida contra el peor de sus enemigos: él mismo.
¡Ave!
En algún lugar de la Cirenaica, Annus 571 Ab Urbe Condita, (desde la fundación de Roma).

3.9.20

Juan Ramón y Rocío

Finaliza agosto y comienza una nueva etapa. Estamos sentados en un bar que posiblemente en tiempos fue una casa de hospedaje o de comidas. Por Moguer pasan escasos viandantes con mascarilla bajo el sol que recalientan estas bellas calles. Las mismas que añoraba cuando murió el hombre y nació el mito, la gloria.
Tengo enfrente a una de las personas que más conocen del matrimonio que descansa a escasos doscientos metros en el blanco cementerio moguereño. Documentalista y coeditora, estudiosa de su obra. Conocedora como pocos, de ellos. Además, es mi hija Rocío Bejarano, que me recibe, más tarde, en su mesa de trabajo del Centro de Estudios Juanramonianos rodeada de objetos, libros, enseres domésticos, vestuario, pero sobre todo el espíritu de Juan Ramón y Zenobia que ella, y otros empleados, procura preservar para la posteridad.
P–Cuenta a todos los que nos lean quién eres
R–Soy Rocío Bejarano y trabajo desde hace 16 años en la Casa Museo Zenobia-JRJ de Moguer, en su Centro de Estudios.
–¿Qué puedes decir de Juan Ramón?
–Es uno de los grandes pensadores del siglo XX, al nivel de los grandes filósofos, además de un inmenso poeta cuyos muchos de sus libros aún son desconocidos para el gran público.
–¿Es actual Juan Ramón?
–Su obra es inagotable, y muchos de sus textos tratan de temáticas que están de plena actualidad como la solidaridad, las injusticias, el amor a la naturaleza y los animales, apreciar los momentos, etc., además, claro, de sus poemas dedicados a su gran amor, Zenobia Camprubí.
–¿Nos cuentas alguna anécdota sobre Juan Ramón?
–En los primeros días de la Guerra Civil, la Junta para la Protección de Menores le confiaron al matrimonio la custodia de doce niños que llegaron a Madrid huyendo de la sinrazón de la guerra. Habían perdido a sus padres, o se encontraban en el frente. Lo contó Zenobia en una carta:

Juan Ramón, joven
«Juan Ramón y yo hemos tomado un piso bajo en la calle Velázquez, hemos pedido a la Protección de Menores doce niños de cuatro a ocho años y nos hemos instalado con nuestra familia multiplicada en un día. Tenemos un hermoso jardín enfrente, en donde los niños juegan seis horas diarias y Juan Ramón los vigila la mayor parte del tiempo en el jardín. El jardinero los riega con la manguera por la mañana como si se tratara de doce plantasmás. A las doce tienen un apetito tan devorador, que, cuando seha terminado de servir el primer plato al que hace el número doce, el número uno ya clama para el segundo plato».
La manutención corrió a cargo del matrimonio, viéndose obligados a empeñar objetos de plata para sufragar los gastos. Al partir hacia el exilio, ella abrió una suscripción pública en el diario «La Prensa» de Nueva York, propiedad de su hermano, para recaudar fondos para ellos. Fueron evacuados primero a Alicante y después a un pueblo de Barcelona. Pudieron mantenerlos cuatro años más, gracias a las gestiones y empeño del matrimonio.
–¿Qué hubiera sido Juan Ramón sin Zenobia?
–Mientras Juan Ramón dedicaba todo su tiempo a escribir, Zenobia se ocupaba de los asuntos relacionados con los negocios y las cuestiones cotidianas de la vida diaria, con lo que facilitaba al poeta su tarea creadora eximiéndole de las cargas domésticas y económicas.
–Haznos un recorrido, muéstranos, la Casa Museo
–En la planta baja se encuentran la inmensa biblioteca personal del poeta y su esposa, y la colección de revistas, además de las primeras ediciones de Platero y yo así como el telegrama con la comunicación del premio Nobel. En la alta, los dormitorios, el salón y el despacho, con su máquina de escribir y diversos cuadros, entre los que destacan, además de los dibujados por el propio Juan Ramón, un dibujo de Salvador Dalí y un cuadro de Sorolla. Ya fuera, podemos disfrutar del patio y del corral donde estaba Platero, con lo cual podremos hacernos una foto con la escultura del burrillo.
–Recomiendanos una lectura sobre el poeta
–El libro "Eternidades", dedicado por primera vez «A mi mujer» que incluye su famoso lema: «Amor y Poesía cada día». Además, esconde algunos de los poemas más conocidos: «Inteligencia, dame el nombre exacto....»; «Vino, primero pura, vestida de inocencia...»; «No corras, ve despacio, que adonde tienes que ir es a ti solo!...»; «Yo no soy yo. Soy éste que va a mi lado sin yo verlo...»;
–¿Es Platero y yo un libro para niños?
–Decía Juan Ramón que Platero no es un libro escrito sino «’escojido’ para los niños». Aunque el argumento no es complejo, está lleno de crítica social y hay pasajes que pueden ser más complejos de entender. Por eso se recomienda la lectura a distintas edades. En cada relectura, se redescubrirán cosas nuevas y se entenderán mejor otras.
–¿A quiénes recomiendas vistar la casa?
–A todo el mundo que le apetezca pasar un buen rato en una casa preciosa, rodeado de arte, literatura y respirar entre los muros tal cual lo hizo nuestro poeta universal.
–¿Se debería enseñar a Juan Ramón en las escuelas?
–Es necesario no olvidarse de los escritores y ha de estar en los planes de estudios. Que nunca desaparezca. Además debería ser un orgullo, para mi lo es, que a través de sus textos se ha enseñado a leer español en muchas partes del mundo.
–¿Cuál es tu obra preferida de Juan Ramón?
–«Espacio y tiempo». Un poema en prosa que es una auténtica maravilla, y donde JRJ muestra su mayor profundidad pensadora.
–¿Se seguirá leyendo a Juan Ramón dentro cien años?
–Juan Ramón es inmortal. Seguro.
–Despídete con alguna frase del poeta
–«He soñado mi vida y he vivido mi sueño».
Dejo a Rocío entre papeles, el «océano de papeles» que tan bien definió al poeta y su inmenso legado (Rocío presume de descifrar la letra manuscrita de Juan Ramón como si fuera la suya propia). Desciendo las escaleras y el pozo en el patio interior aún exhala el murmullo del agua de la casa (hoy convertida en Museo) del Andaluz Universal. Digno de escuchar anécdotas de su vida, y digno de leerlo.
Gracias Rocío, y sigue manteniendo la casa y la obra del poeta abiertas de par en par.

9.8.20

Operación Masada

  

(Años 73 y 1973 de la Era cristiana)



                

  

 PRÓLOGO 


Un pariente ―Amós Vejarano exiliado de la guerra civil española, ayudante de un célebre arqueólogo y catedrático de la Universidad de Jerusalén, Yigael Yadin― narró una historia a mi padre y este a mí, lo que hizo acrecentar la corriente de simpatía que yo por entonces ya sentía por un pueblo capaz de realizar hazaña semejante y que, cuando la escuché por primera vez durante una tarde de invierno en la judía Hervás,  me dejó totalmente  sobrecogido.

Según mi padre, su primo Amós había participado, en 1956, junto al sabio judío en las excavaciones de unas ruinas ―su nombre, Masada, permanecería ya en mi imaginación― que desde tiempo inmemorial esperaban en el desierto de Judea, a que alguien se atreviera a desvelar sus secretos y que, no sólo corroboraban la historia más o menos conocida, sino que confirmaban la trágica gesta que había tenido lugar en un paraje: el refugio en la fortaleza de Masada, por un numeroso grupo de judíos celotes hasta llegar al suicidio colectivo a fin de resistirse a la ocupación de Palestina y de caer en manos de las legiones romanas. 

Una historia que aún hoy me produce emoción, y que da una idea aproximada de la capacidad de asimilar los aspectos positivos que las generaciones nuevas de judíos han ido admitiendo, haciendo suyas gestas que si bien es cierto estuvieron teñidas de sangre fruto de los ánimos exacerbados, y no pocas veces de la intransigencia, no menos cierto es que al final queda como positivo lo que de positivo engendra todo hecho histórico, tapando los aspectos negativos que, a mi entender, también hubo en aquellos hechos. 

En el caso que nos ocupa hemos de subrayar el impacto que tuvo Masada en la memoria colectiva del pueblo de Israel, en un tiempo en que, aún reciente el proceso de formación del nuevo estado, se necesitaba, si ello era posible, encontrar un hecho que aunase las ansias colectivas de esperanza, por encima de razones políticas. Y Masada lo proporcionó en tal grado que este nombre se convirtió en sinónimo de valor, entrega, entereza y determinación, como también en símbolo de la lucha de los débiles contra los fuertes, los pocos contra los muchos, la libertad frente a la tiranía.

Pero mejor es ir por partes y tratar de hilvanar, entretejiendo, ―contextualizando―, la historia de lo que debió ocurrir a partir de los datos de los científicos actuales y de la narración de los historiadores que lo presenciaron y que yo trataré de contar a modo de relato sin omitir sus coincidencias y sus discrepancias.

Como autor del presente trabajo, puedo decir que me siento muy orgulloso del papel que representó “el primo Amós” a quien nunca conocí, el que sin pretenderlo encendió en mí, imperdurablemente, las ansias por la búsqueda de nuestras raíces ―de la familia Vejarano― presumiblemente judías. Fruto de estas ansias me atrevo a dar a conocer lo que aquel buen hombre nos transmitió de primerísima mano ―¡con documentación oficial israelí!―  aunque por desgracia nunca sabrá que yo narro lo que él trasmitió. Este trabajo va dedicado a él y a mi padre, fundamentalmente, pero también a todos los que me animaron a vencer la timidez para que escribiera, sin ánimos historicistas pero sin temor, la gesta de unos equivocados ―o no― hijos de Israel. Gracias a Rocío Vejarano Alvar (bibliotecaria de la Fundación Sefarad que me proporcionó documentación y los soportes informáticos) y, cómo no, a Rosa O. Echevarría, de Alicante, que esperó im/pacientemente mi historia entre lunas y nombres. Finalmente, mi agradecimiento a J. A. Mayo por sus valiosas sugerencias.

Así pues, presento la trascripción extractada de las cintas magnetofónicas del Departamento de Anatomía patológica de la Universidad Hebrea de Jerusalén, así como del informe elaborado en primera persona por el arqueólogo prof. Yigael Yadin, “gentilmente prestados” a mi pariente con la autorización expresa del general Eli Cohen y del comandante Iacoob Fridman, jefes del archivo y de excavaciones, respectivamente, del Estado Mayor del ejército. Consta, finalmente, el Visto Bueno del Ministro de Defensa del gobierno de Israel a la entonces denominada “Operación Masada”.

Para conocer el pasado remoto me he basado —adaptándola— en la única fuente, Flavio Josefo y su Guerras de los judíos, incluyendo, para mejor comprensión, la cronología correspondiente con la Era cristiana.

 

Marzo 1956


El 13 de Marzo de 1956, en compañía de un grupo multidisciplinar de la Universidad Hebrea de Jerusalén, la Sociedad de Exploraciones de Israel y del Departamento de Antigüedades y Museos de Israel y por encargo del gobierno, dirigí las primeras excavaciones, regidas por las referencias históricas, de la montaña de Masada, situada en las coordenadas 31º 19’ 29” lat. Norte 35º 21’ 40” long. Este, sirviéndonos como únicas referencias fiables las del historiador Flavio Josefo, pero sobre todo por las excavaciones efectuadas con anterioridad por los investigadores Smith y Robinson, quienes la identificaron y siendo visitadas por vez primera por Velkot y Tipping, corroborando que se trataba efectivamente de la montaña que había sido habitada desde los tiempos de Herodes, hasta la dominación romana de Palestina en el siglo VI, y posterior poblamiento por monjes cristianos, siendo abandonada hasta mediados del siglo XIX, de la Era cristiana.

Se trata de un promontorio enclavado junto a dos antiguos e importantes caminos, el de Moab y el de Jerusalén. Su altitud es de 450 metros sobre el nivel del Mar Muerto, en su ladera oriental, y de 100 metros sobre el nivel del terreno, en su vertiente occidental. Someramente descrito es importante señalar que el plano superior es de forma romboidal, rodeado de una muralla de 1.400 metros, compuesta de una serie de casamatas o habitaciones divididas en habitáculos, y una serie de torres a modo de bastiones defensivos.

De hecho, fue el primer lugar donde acometimos las excavaciones resultando ser el de más fácil acceso, pues claramente se distinguía que se trataba de una muralla que rodeaba el recinto de la fortaleza.

El siguiente lugar que descubrimos fue el ingenioso sistema de conducciones de agua de lluvia, que transportaba desde la cima de la montaña hasta una cisternas que, con posterioridad, fueron descubiertas en la base y que constituyó una sorpresa ya que, seguramente, garantizó el suministro de agua para uso doméstico, e incluso para abastecer los baños que también se descubrieron.

No resultó en exceso complejo la exploración y excavación del recinto que constituye la explanada que constituye la base de la montaña: todo ello se verificó debido al gran cuidado que tuvieron en su construcción haciendo de Masada un punto estratégico, como refugio, primero de Herodes que construyó, y descubrimos, tal y como narra  Flavio Josefo en sus escritos, dos impresionantes palacios: uno de ellos situado al norte, y separado de la meseta, consistente en tres terrazas unidas entre sí a través de la roca viva: dedujimos que se trataba de la residencia privada del Rey, debido a los bellos mosaicos y columnas que le daban un aspecto regio. El otro, situado en la parte occidental y que servía como edifico de administración, talleres y almacenes. Los mosaicos geométricos fue lo primero que descubrimos y que sería preludio de los importantes hallazgos que habríamos de realizar a lo largo de los años que duraron los trabajos.

Una casa de baños, un barrio residencial para los oficiales reales, otro que construyeron los celotes, y por último, una sinagoga orientada hacia la Santa Ciudad, de cien metros cuadrados, dan idea del enorme potencial desde el punto de vista arqueológico, pero sobre todo humano y patriótico, que habíamos puesto al descubierto. Aparte los antedichos edificios o estructuras, algunas muy dañadas por el fuego y la erosión, encontramos gran cantidad de objetos y utensilios de todo tipo y tamaño, que en perfecto estado habían permanecido durante largos siglos a la espera de que fuesen hallados y los hiciésemos “hablar” con el fin de conocer la azarosa historia de Masada, el último bastión.

Vasijas, flechas, restos textiles, armas, alimentos conservados en sal, alfarería, ánforas, monedas,  recipientes, y algo muy importante: diez ostracones con un nombre inscrito en cada una de ellos, que posiblemente fue el método usado para un sorteo.

Al mismo tiempo, fue descubierta gran cantidad de material de derribo y detritus de desecho, tal vez procedente del sitio y maniobras de asalto, reconocible por la diversidad de tipo de material, no correspondiente con los estratos rocosos, sino extraídos lejos de allí  y transportados para construir plataformas de acceso desde el exterior.

En líneas generales y sin pormenorizar, este resumen muestra el ingente y titánico trabajo de campo que procedimos a realizar. La gran cantidad de estructuras e infraestructuras, así como de material de todo tipo significó un antes y un después en la Historia antigua documentada de Israel. La sinagoga, de pequeñas proporciones, fue uno de los varios elementos más conmovedores allí encontrados. Sin lugar a dudas la única existente en actualidad contemporánea del Templo de Salomón, y que merecería un más intenso cuidado por parte de las autoridades religiosas del Estado. Mi sugerencia, tal vez quimérica, es que los restos de esta sinagoga fueran trasladados a otro lugar de fácil acceso ―¿por qué no Jerusalén?― en el que pudieran recibir de los hijos de Israel el mismo respeto que el Kotel sagrado.

Una característica de las excavaciones que durante años llevamos a cabo en la explanada de Masada y sus vertientes de acceso, fue la total ausencia de restos humanos relacionados con el acontecimiento que nos interesaba. Durante meses nuestros trabajos se llevaron a cabo en medio de unos escenarios donde sabíamos que se habían desarrollado unos hechos dignos de ser reconocidos. Sabíamos que ante nuestros ojos iban apareciendo poco a poco los vestigios de la tramoya que había formado parte de un escenario. Todo estaba, si no intacto, sí al menos en los mismos lugares en que habían sido construidos o colocados. Todo se encontraba en suspenso, como si, a falta de una orden, aquello estuviese a punto de iniciar el movimiento. El movimiento de la vida.

Pero, por desgracia, cuando el equipo dirigido por mí inició las excavaciones, pudimos llegar a la deducción de que no existía el más pequeño vestigio de que allí habían existido, vivido, luchado, por qué no amado, personas. Hombres, mujeres y niños que habían protagonizado una de las gestas más valerosas de un pueblo, por el que habían dado lo más valioso que poseían antes de caer esclavos de los déspotas: la vida.

No conseguimos encontrar ningún vestigio, ni tan siquiera de algún recinto destinado a depositar los cadáveres. Nada que recordase aunque mínimamente, qué fue de los 960 patriotas. Ni un cementerio, ni un osario, ni una simple inscripción. Sabíamos que la Legión X había accedido ―asaltado― a Masada encontrando el dantesco espectáculo de la inmolación masiva, y de que los legionarios no pudieron por menos que sentir respeto por aquel pueblo valeroso que yacía muerto en la explanada de la fortaleza caída. Pero no por eso la legión romana se apiadó de los cadáveres y los dejó, tal vez, en un espacio al aire libre, en algún lugar apartado de la vertiente opuesta al desierto para que el hedor de la descomposición y las aves de rapiña no hicieran imposible la vida de las legiones romanas, una práctica muy habitual a su paso por los mundos que iban conquistando.


Años 69-70 


Hadassah salió a la puerta de su humilde vivienda en el momento en que sintió el ulular del viento. A esas horas, en aquella época del año, el viento soplaba  y levantaba cortinas de arena que hacían complicado el tránsito por el camino de la Metsada.  Ella lo sabía porque había nacido en aquella zona del desierto.

Hadassah sabía que cuando el viento del desierto de Judea barre las calles de la aldea, lo mejor era introducirse en la casa a la espera de que Levî apareciese.

Había contraído matrimonio unos meses antes, cuando Levî comenzó a frecuentar ciertas reuniones donde se hablaba del yugo romano sobre Judea. Ella estaba en pleno embarazo y su belleza, si cabe, se había afianzado a pesar de la preñez y su cuerpo poseía la tersura y la suavidad suficiente para satisfacer los deseos de su marido. Su cabellera, negra como el azabache, le caía por los hombros recogiéndoselo con una cinta en la frente a la usanza de las mujeres judías. Su mirada era serena y firme; con unos pómulos resaltándole sus facciones. Una mujer de 16 años, bella aunque de aspecto frágil...  Su tez, de color ligeramente aceitunado, poseía unos negros ojos almendrados. 

Levî era un joven atlético y musculoso, que alternaba las tareas del campo con la práctica de las artes defensivas y las lecturas de los textos sagrados, aunque poco a poco fue abandonando estas desde que había escuchado a Ben Yehuda alocuciones en contra de la ocupación romana en Judea y de la necesidad de tomar las armas si fuese necesario para lograr arrojarlos de vuelta a sus propios dominios. De hecho, ya en las primeras escaramuzas, contando apenas doce años, salía con sus amigos a arrojar piedras al ejército del legado romano de Siria, Cestio Galo, ayudando a tender una emboscada donde los judíos se apoderaron de las caravanas que les sirvieron para llevar a Jerusalén las provisiones, algo que acabó con la paciencia del emperador Nerón ordenando a Vespasiano la reconquista de Israel.


Enero 1960


La fecha, el 27. Aquel día uno de los técnicos arqueólogos dio la voz de alarma: en el sector 6E correspondiente a una zona aledaña a una de las casamatas más alejadas de los edificios principales, se había descubierto un pequeño habitáculo, completamente estanco, con unos restos humanos. Fue una pequeña revolución, pues, tal como queda dicho, no existía el menor vestigio de los restos que nos ocupaban de la Operación Masada, aunque sí encontramos lápidas con inscripciones romanas y un pequeño cementerio cristiano, correspondientes a los invasores romanos y a la comunidad monacal respectivamente, que ocuparon la fortaleza en los siglos posteriores a la gesta hasta su total despoblamiento. Por ello, a pesar de la primera inspección ocular, a falta de los posteriores análisis, se podía deducir fácilmente que estábamos en presencia de unos restos humanos que podrían desentrañar los secretos que estábamos buscando.

El habitáculo estaba situado en el sótano de una casamata al este de la fortaleza. Pudimos ver con sorpresa, constatado con el instrumental idóneo para ello, que la habitación correspondía a un pequeño almacén, dado que en las paredes perfectamente conservadas con marchamos de tiempos de Nerón, se encontraban ochenta y siete ánforas de barro intactas, alineadas en estanterías. También pudimos observar restos indeterminados, que posteriormente identificamos como objetos de uso cotidiano así como restos de ropa y comida. 

En el suelo encontramos dos cadáveres momificados que se hallaban en perfectas condiciones de conservación. La explicación de los técnicos fue que aquel cobertizo completamente aislado de las duras condiciones del  exterior había actuado como cámara frigorífica, conservando en unas condiciones idóneas de temperatura y humedad aquellos dos cadáveres que después de mil novecientos años (si es que se trataba de habitantes de Masada del año 70) se podía deducir que al menos uno de ellos correspondía a una mujer, si bien el otro era más difícil precisar sexo y edad dado que se encontraban fundidos el uno al otro y era necesario un cuidadoso trabajo de necroscopia forense para determinar las circunstancias que habían rodeado a los dos seres que teníamos ante nuestros ojos.

Inmediatamente comenzaron los trabajos de determinación fotográfica y alzada de croquis de aquella maravillosa habitación, aunque fue trabajo prioritario el levantamiento de los dos cadáveres y su traslado inmediato para su estudio pormenorizado.

Como director del proyecto, me encargué personalmente de dirigir la operación así como de redactar in situ todo aquello que fuera digno de reseñar. En aquel momento fue desalojado todo el personal, y sólo en compañía del forense de la Operación y de mi ayudante Sefaradim, escudriñamos centímetro a centímetro aquel lugar, levantando acta de cuanto allí se encontraba, así como la posición exacta de los cuerpos yacentes y demás circunstancias.

Los cuerpos se encontraban tendidos, casi fundidos con el suelo, en posición lateral, enfrentados el uno respecto del otro, unidos en el más amplio sentido de la palabra, porque al levantar y separar con cuidado sus vestimentas pudimos ver que estaban abrazados, la mujer al niño, al que no se le veía la cara, en un gesto del que incluso los siglos pasados no habían logrado borrar el amor, la ternura que emanaba, como queriendo protegerlo eternamente, y el refugio que el pequeño cuerpo parecía haber encontrado en el abrazo protector. Junto a los cuerpos pudimos observar lo que a simple vista parecía la empuñadura de un arma blanca. 

Por un momento permanecimos en silencio, mirándonos los tres, emocionados ante una de las escenas más tiernas que hubiéramos visto nunca, tal vez con la sensación, en aquel momento, de que no nos asistía ningún derecho, ninguno, de violar aquel inmenso gesto de amor. Hicimos un pequeño amago de separar los cuerpos, pero comprendiendo que era imposible por nuestros medios efectuar operación tan delicada, autoricé el levantamiento definitivo por expertos y su traslado a la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Principios año 70 


A partir de entonces Levî sacrificó su adolescencia entregándose en cuerpo y alma a la liberación de su tierra, haciendo funciones de intendencia en la retaguardia, de espía, recorriendo las tortuosas callejuelas de Jerusalén hostigando no sólo a las tropas auxiliares estacionadas desde el principio de la Revolución judía del 66, sino a las experimentadas legiones romanas, y, lo que ocultó a Hadassah  cuando contrajeron matrimonio: hostigó, reprimió, e incluso mató a los judíos que sus correligionarios celotes consideraban amigos o simples colaboracionistas de los romanos, llevando hasta sus últimas consecuencias el ideal judío del ojo por ojo en una espiral de odio y violencia, de intransigencia,  eliminando a los que se limitaban a ver con un atisbo de simpatía la ocupación de los legionarios. Que Roma, con sus legiones V, X y XV, arrasara literalmente la Tierra Prometida fue el motivo para que Levî se dejara arrastrar por las soflamas del líder Ben Yehuda.

En una ceremonia secreta le hicieron entrega de una daga, insignia de los celotes, de la que ya nunca se separaría y con la que juró muerte a Roma. Contrajo matrimonio un año antes, el año 69 en la sinagoga principal de Jerusalén, muy cerca del templo, hasta que un año después vieron cómo los soldados romanos demolían el lugar santo, y de Jerusalén no dejaban piedra sobre piedra. Sólo el muro de la parte occidental donde el segundo templo se asentaba permaneció en pie, y allí es donde acudía el pueblo a orar Por aquel entonces Hadassah trajo al mundo a la niña que con esfuerzo ahora estaba criando. Y ahora, transcurrido sólo unos meses desde el nacimiento de su hija y de la dolorosa destrucción del Templo, veían cómo Iafa se criaba de la misma forma que evocaba su nombre, hermosa, de una belleza similar a la de su madre. El matrimonio comentaba cómo el nacimiento de su hija había coincidido de manera siniestra con la destrucción de lo más sagrado que su pueblo poseía presagiando malos augurios para la joven vida que había alumbrado.

En los últimos días observaban al ejercito en aquella tierra que desde los tiempos de Abraham, de Isaac y de Jacob, la tierra de sus padres, la tierra de los Profetas, la tierra elegida por Dios, el Misericordioso, estaba siendo humillada, violada y mancillada por gentiles con el único objeto de saciar sus ansias expansionistas y de someter al pueblo judío a la esclavitud. Y él, Levî, hijo de Yosef, había jurado no consentir que le arrebataran la tierra, su tierra, la tierra donde su mujer y su hija deberían vivir libres. Y si tenía que renovar el juramento, lo haría sin ningún complejo: blandiría su daga, que siempre llevaba consigo, vestiría su cota de malla confiscada a un soldado romano y se uniría definitivamente al grupo de patriotas para morir, si era preciso, matando.

Alejados de Jerusalén en una pequeña aldea debido a la presión romana, miraban la luna en su plenitud que se reflejaba sobre el Mar Muerto, brindando un aspecto fascinante, y mientras Iafa dormía, se sentaban a la puerta de la casa, y miraban la serenidad de las aguas con reflejos de luna.

Este era el escenario que entonces reinaba en la tierra de Israel: el ejército romano extendiéndose de oeste a este, Jerusalén destruida y dominada, ellos viviendo en una especie de burbuja, viendo criarse con inquietud a su hija, y como único horizonte, la esclavitud o la muerte.


Enero-julio 1960


Durante estos seis meses, fueron efectuados los estudios completos de los cuerpos en el Departamento de Anatomía patológica de la facultad de Medicina de la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Dado lo prolijo del informe forense, plagado de tecnicismos, términos médicos y otros parámetros, irrelevantes para el conocimiento suficiente de los profanos, ofrezco resumido el resultado de dicho examen:

Necroscopia:

"Se procede a la separación, previo desprendimiento de sus respectivas vestimentas, de dos cuerpos (en adelante "H", el de mayor envergadura; "F" el de menor) unidos entre sí por sus respectivos dorsos, frente a frente. Es necesario para ello la desmembración de las extremidades superiores del cadáver de H debido a la posición de sus brazos entrelazados con el fin, posiblemente, de aferrar y asir el cuerpo de F.

Durante este proceso, se observa que los cadáveres se encuentran traspasados por la hoja de un puñal o espada pequeña (sin resto de empuñadura alguna) de 25 cm. de longitud y 2 cm. de ancho, terminado en punta partida. Se extrae.  

Analizados los vestidos (Técnica Carbono catorce. Academia ingeniería militar) se constata que están tejidos en lino, ambos de la misma hechura y características datados en dos mil años +/- 200. La vestimenta de F está sumamente deteriorada y gastada, tal vez del uso.

No se hallan adornos ni joyas, tan sólo una cinta fina de cuero sujetando restos del cabello de H.

El sexo de ambos cadáveres es femenino (el de F, con una probabilidad del 90%)  y los rasgos anatomo-morfológicos son similares, por lo que cabe deducir que se trata de madre e hija.

La edad de H está comprendida en veinte años, de raza semita, cabellos negros, largos. La edad de F está comprendida entre 1 y 5 años, siendo difícil de precisar. Presenta deformaciones cóncavas en las costillas flotantes izquierdas, debidas con certeza a un proceso de raquitismo infantil, observado en la disección necrológica.

H presenta orificio de entrada del arma entre las costillas 3ª y 4ª interesando músculos, nervios y arterias intercostales. Atravesando el corazón a través del tronco y de la arteria pulmonar y el lóbulo del pulmón derecho con salida a la altura del apéndice xifoides. 

El cuerpo de F se encontraba en posición fetal, y presenta orificio de entrada de la misma arma, produciendo daños en la mano derecha, con roturas de tendones y fractura de huesos a la altura del segundo metacarpiano del dedo anular de dicha mano. El arma entró en el tórax a la altura del esternón e interesando la aorta descendente produciendo desgarros debido a la carencia de punta del arma. 

Los fallecimientos se debieron producir, en el caso de H, instantáneamente, y en el de F, al cabo de largos segundos de agonía".


Concluye el informe haciendo constar el excelente estado de conservación de los cuerpos con relación a su antigüedad por la facilidad con la que pudieron desarrollar su labor, como si los óbitos se hubiesen producido sólo meses antes en lugar de los dos mil que fue el periodo obtenido con las modernas técnicas del Carbono 14. La punta del arma se encontró entre los vestidos de los dos cuerpos.

Hasta aquí el frío informe anatomopatológico. 

En deducciones personales, los expertos llegaron a la conclusión de que las muertes se habían producido premeditadamente, pero no sólo por el ejecutordada la posición del arma y de los cuerpos, sino por la víctima H, sin duda por el extraordinario cuidado del agresor en concluir limpiamente su obra con la colaboración necesaria de aquélla. F, sin embargo, debió resistirse, y efectuó movimientos bruscos en actitud autodefensiva tal como colocar los brazos sobre su pecho, lo que hizo que las heridas fuesen dolorosas y más lentas en provocar la muerte.

En pocas palabras: las muertes fueron pactadas, acordadas, y llevadas a cabo con una limpieza absoluta, excepto en el caso de la niña. Que fue, creo, un sacrificio.

Años 70-74


Una tarde Levî  llegó a la casa, habló brevemente con Hadassah,  y recogiendo los enseres más necesarios, tomaron a su hija, cerraron la puerta de la vivienda, y se unieron a un grupo de compatriotas que venían por el camino de Jerusalén, huyendo hacia el sur. Durante la noche, atisbaron entre la neblina los roquedales imponentes de la gran montaña: aún no lo sabían pero en aquel mismo momento, Eleazar Ben Yair, al mando de aquel grupo heterogéneo, compuesto por hombres, mujeres y varios niños, les comunicó que su plan era ascender los riscos escarpados y agrestes de la antigua fortaleza de Herodes a fin de resistir y resistirse a Roma y a Nerón. Todos estuvieron de acuerdo, y aquella misma madrugada iniciaron el ascenso hasta alcanzar los castillos que habían servido de refugio al rey de Judea, Herodes.

La Metsada donde Herodes había construido su refugio consistía en un elevado promontorio cercano al mar Muerto, en la vía que conduce desde el sur hasta Jerusalén. Aquella roca preside el desierto de Judea y a nadie, en aquel grupo, le había cogido por sorpresa que se hubiera elegido precisamente este risco que, años antes, había sido usurpado y ocupado por los romanos. Aquella enorme roca constituía para el pueblo judío un símbolo, y en aquellos momentos de desconcierto Levî convenció a Hadassah de  era lo mejor que podían hacer para preservar su identidad como pueblo y en el que Iafa pudiera vivir libremente.

Hadassah, que a veces no comprendía  las teorías de su marido, no se hacía a la idea de que hubiese decidido resistirse,  pero acató su decisión, porque recordaba cómo en el momento de traer al mundo a su hija, pudo percibir la columna de humo que se elevaba al cielo entre los gritos de terror de los jerosolimitanos. 

Los primeros días de permanencia en la antigua fortaleza, los dedicaron a instalarse en los dos palacios, sobre todo las mujeres y los niños, así como algunos enfermos. Hadassah e Iafa fueron alojadas en las estancias principales de uno de los palacios, pues la niña era, posiblemente, la más pequeña de la expedición, aún amamantada por su madre. Mientras, los hombres dedicaban el tiempo en habilitar como viviendas pequeños chamizos de barro y adobe, así como a construir en la roca huecos que sirvieran como almacén, aunque se limitaron a rehabilitar lo construido por Herodes  para la pequeña comunidad a la que había que proveer de todo lo necesario.

A las pocas semanas de acceder a Masada, estuvieron en condiciones de alojarse, de modo que cada familia contase con una pequeña pero digna vivienda. Llegó la hora de organizarse, y Levî se encargó de que su esposa y su hija quedasen instaladas cómodamente. Iafa, por desgracia comenzó a sentir los efectos del encierro, y a pesar de que los almacenes estaban surtidos, y de que el agua no faltaba, pues se había perfeccionado el sistema de toma de agua que ya tenía la fortaleza, se dejaba notar la falta de alimentos frescos y fruta con la que alimentar a los niños.

La vida en la comunidad celote transcurría con normalidad, si por normalidad se entiende el estar encerrados en una fortaleza amurallada  saliendo de vez en cuando patrullas de hombres para suministrarse de alimentos, atravesando los campamentos romanos que poco a poco habían ido asentándose en al llanura a los pies de la fortaleza. El zorro esperaba a que el conejillo descendiese del frondoso árbol en que se había refugiado, mientras este se iba alimentando de los frutos que lograba recoger. El zorro no tenía ninguna prisa.

Así pasaron los días, y las semanas y las estaciones se fueron sucediendo. De los crudos inviernos a la estación de calor bochornoso de los veranos. Por las noches salían al exterior de la pequeña habitación donde los tres se habían instalado consiguiendo una cierta intimidad dentro de aquel encierro. Hadassah y Levî, entonces dejaban a un lado sus temores y dedicaban sus momentos para jurarse amor eterno, ocurriera lo que ocurriese, mientras miraban la luna que rielaba sobre el Mar de Judea. Durante largos meses aquella situación se hizo soportable. Las tropas romanas aumentaban o disminuían el asedio en función de las necesidades en otros lugares. Incluso en parejas, los celotes salían de la Montaña y se proveían de lo necesario. Aquello parecía eternizarse y dar lugar a una situación crónica, en la que se estabilizaran las posiciones. Ninguno de los dos podía desconocer que, delante de la maravillosa vista del mar reflejando la luna, podían ver también las candelas y fogatas que se extendían a sus pies, varios cientos de metros más abajo. De sobra sabían que ni siquiera un milagro, aunque cada día lo pedían en las oraciones de la sinagoga, les salvaría de caer prisioneros de los soldados que pacientemente esperaban en la llanura.

Cierto día, uno de los centinelas dio la voz de alarma. Esta vez no era la que a veces se daba para llamar la atención de la llegada de nuevos campamentos incrementando la X Legión, hasta diez mil soldados, que al mando de Flavio Silva se habían situado alrededor de la fortaleza. Ni la que, como otras veces, se daba para hacer partícipe a todos de que el muro de circunvalación que los encerraba estaba progresando o se paralizaba. No. Esta vez era para que los asediados, todos, pudieran observar un movimiento que hasta entonces había resultado inédito en los sitiadores romanos: estaban comenzando a depositar grandes cantidades de piedra y tierra en la base occidental de la roca. Al principio nadie estaba seguro de qué estaba ocurriendo. Ni siquiera el líder Eleazar Ben Iair comprendía aquel movimiento sorpresivo de los romanos. Aquel día el bravo sobrino del legendario Menahem Ben Iehuda, hubo de esperar varias horas, y que los celotes espías que habían salido de la fortaleza regresaran para que hubiera de llegar a una conclusión: los romanos habían decidido acabar la espera y comenzaron una nueva táctica: acceder a la cima de la montaña construyendo una gran rampa con el simple método de ir acumulando madera y barro.

  Corría el verano del año 73, y Hadassah  le hizo notar a Levî que llevaban  dos años y medio encerrados. Levî tuvo una discusión con ella porque éste temía que pudiese cometer una locura, tal vez huir. Cuando ella le corroboró su temor, él, por primera vez en su vida la tomó por los brazos, casi con violencia —Se daba cuenta de la fragilidad de su esposa—. En ese momento pudo observar su extrema delgadez aunque los tres años pasados en Masada la había convertido en una mujer delicada y bella como una flor del desierto. También vio que la niña no mejoraba, que parecía aún más menuda que cuando nació. Fue entonces cuando se dio cuenta de que aquella partida la tenían perdida, pero no podía soportar la idea de separarse de su familia, aquella pequeña familia que le había seguido con el fin de sentirse protegidas del peligro. Y ahora no podía concebir, bajo ningún concepto, dejar que su esposa y su pequeña hija cayeran en poder de las hordas romanas y que fuesen tal vez trasladadas a Roma para entrar a formar parte del servicio como esclavas de algún patricio pagano y gentil. No. No lo podría soportar. Pero aunque sus creencias estaban suficientemente afianzadas y cimentadas, notaba que el paso de tiempo comenzaba a pasar factura y que podrían tambalearse. Aquel día, discutió con Hadassah y a continuación salió abruptamente. Su odio hacia los romanos aumentó, porque por vez primera desde que comenzó su guerra contra el tirano, veía el porvenir algo más que negro. 

Olvidó todo ello mientras asistía a un conciliábulo que Eleazar Ben Iair había convocado a todos los varones adultos. Al regreso, Hadassah notó que su esposo no era el mismo. Después de muchos meses encerrados, lo único que habían conseguido era exacerbar las ansias de conquista de la X Legión. Y allí no existía ningún futuro. Iafa continuaba malcriándose desde el punto de vista físico, pues el amor que sentían por ella sus padres y todo el campamento era tan intenso que los trasladaron a uno de los cuartos más confortables de la fortaleza.

Y así, desde julio, pudieron ver día a día los progresos que hacían los sitiadores construyendo frenéticamente el inmenso plano inclinado que les iba a llevar inexorablemente hasta la misma presa, inerme, esperando el fatal día que, si no ocurría un milagro, el reptil la alcanzaría.

Los meses fueron pasando, y Levî dulcificó su carácter para con  su familia y les ofreció lo mejor y más valioso que poseía: su cariño, así como procurarles los mejores alimentos que cada día le proporcionaban, tratando de alimentar a la niña para que se criase en las mejores condiciones posibles. Él procuraba mantener ignorante a su esposa de los conciliábulos que cada día mantenía con sus compañeros de encierro.

    

Mayo 1961


Una vez realizados los análisis forenses, y el estudio del entorno cívico-militar de Masada decidí llevar mis conclusiones en relación con la Operación Masada Heroica al Jefe del Estado Mayor del ejército israelí. En mi estudio corroboré la verosimilitud del tratado de Flavio Josefo y su relato pormenorizado sobre el asedio y defensa. En consecuencia, se decidió elevar el carácter de "leyenda" al de "gesta" todo lo acontecido en la fortaleza de Masada durante la resistencia celote y posterior asedio y asalto por las legiones romanas en el año 74 d. C. 

En una reunión a la que asistí en TelAviv con los militares y donde fui sometido a una larga consulta se decidió, a la vista de mi informe, proceder a la inhumación de las dos mujeres “que se salvaron de la humillación”, dándoles honores tanto militares como civiles que el gobierno, el pueblo y el ejército del Estado de Israel, deberían a dos de sus hijas, proclamándolas "Héroes del pueblo y ejemplo de la juventud judía". Se decidió asimismo, con la objeción de los rabinos, que las dos fueran enterradas en un ataúd, juntas, tal y como habían permanecido durante un periodo de 1887 años en la tumba que fue  Masada.

El Gobierno, de acuerdo con el Gran Rabino de Jerusalén, ordenó que en todos los kibbutz, fábricas, organismos oficiales e instalaciones del ejército, centros de educación, puestos fronterizos, en el desierto, en los vergeles, en las orillas de los ríos y los mares, en las cimas y en las faldas de las montañas, en las grandes ciudades y en las pequeñas aldeas de Israel, así como en todas y cada una de las sinagogas del mundo se leyera el Edicto donde se proclamaba la Gesta de Masada y la denominación de “Héroes” a los novecientos sesenta celotes defensores. 

El día de Yom Kippur de 1.961, H y F, llamadas a partir de entonces Esperanza y Libertad (en inglés, Hope / Freedom), fueron enterradas al atardecer en el cementerio de la colina del Rey David, en Jerusalén. El Gran Rabino entonó el Shema Israel, mientras el gobierno, el ejército y una representación de las asociaciones cívicas de Israel escuchaban el sonido del sofar y en todo Eretz Israel se guardaba un minuto de silencio, al tiempo que cuatro mujeres ―dos kibbutzim y dos soldados― hacían descender el ataúd sólo cubierto con la bandera de la Estrella de David hacia la leve tierra que iba a acoger en un definitivo abrazo a las Héroes de Israel, en su retorno definitivo a la Jerusalén de la que habían huido mil ochocientos noventa años antes. 


En memoria. Hasta aquí, extractada, la historia de Devorot Mezada (Masada) Efectivamente, en mi opinión ocurrió tal y como cuenta Flavio Josefo en su obra magna. Tal y como ocurrió, aunque a sus ojos y a sus oídos ―¿también a su corazón?― escapó esta historia: la madre que, hipotéticamente, se inmoló en connivencia con su esposo, que posiblemente ambos eligieron para su pequeña hija el sacrificio necesario  con objeto de evitar vivir esclavas del enemigo en su propia tierra. Tal vez él, quien presuntamente arrebató las dos jóvenes vidas, fuera el mismo que eliminó a nueve de sus compañeros, elegidos para eliminar ―los diez― a los novecientos cuarenta y ocho celotes restantes. Quizás este guerrero decidió preservar de la vista de los demás un acto tan tremendo como el sacrificio de sus seres queridos, y probablemente decidió que permanecieran por siempre ocultas del resto del mundo a fin de que ni los invasores lograran encontrar sus cadáveres: ni muertas, esclavas.

Y quién sabe si una vez ejecutado el doloroso cometido, saliera al exterior de la explanada, y ahora sí, a la vista de los primeros legionarios romanos que estarían accediendo desde las plataformas de asalto, el celote fuera el único de los novecientos sesenta que decidiera poner fin, por sí mismo, a su propia vida, aunque nunca sabremos con certeza cómo. La luna, único testigo, sí lo podría decir. Por qué no.

                                      

                YIGAEL YADIN, director

                        TelAviv (Israel) / Berna (Suiza) 

      Noviembre  1973 (1.900 aniversario de Masada)

Doy las gracias a todo el personal que tomó parte en la OPERACIÓN MASADA: 

Arqueólogos, antropólogos, forenses, historiadores, excavadores y personal auxiliar. Con el agradecimiento especial a  mi ayudante personal Amós Vejarano, llamado Sefaradim.

             

Verano año 73 


Hadassah sabía que algo le ocultaba su esposo. Conocía de sobra que la situación era insostenible, y que si no se encontraba una solución, la esclavitud y la muerte era el único horizonte que tenían ante sí.

En la intimidad del aquel remedo de hogar, estuvo haciendo balance de su propia vida. Se preguntó si realmente había merecido la pena tanto sufrimiento, si haber abandonado el hogar paterno de  Jerusalén para seguir a Levî bahía sido acertado. No comulgaba en exceso con las ideas de su marido, y a pesar de ello había aceptado, con su esposo, la lucha a muerte, la guerra sin cuartel que este había planteado, nada más y nada menos, que a Roma. Después de todo ¿qué le importaba a ella si los soldados romanos gobernaban Judea, Palestina, toda la tierra de Israel si ello era preciso, teniendo en cuenta que el pueblo al que pertenecía era prácticamente ingobernable? Algunas veces estaba tentada por tomar a su pequeña niña enferma en sus brazos, envolverla en ropa de abrigo y huir las dos a través de la noche hasta las llanuras de los campamentos romanos. ¿Qué más daría que a ella la hiciesen esclava, si así podía tener a su hija a su lado, y acababa con aquella horrible situación de saber que tarde o temprano serían todos pasados a cuchillo por la implacable máquina de guerra?

La primavera despuntaba y aquel día había sido especial en muchos sentidos. Levî no había permitido que su esposa asistiera a la asamblea que se había celebrado durante el día ante el palacio de Herodes que servía como vivienda a sus líderes. Ben Fair había congregado a todos y les había planteado claramente la situación: o rendición, o muerte sin rendición. ”Muramos sin llegar a ser esclavos de nuestros enemigos” fueron sus palabras textuales.

Nadie lo dudó un solo instante. Cada cual se retiró a sus aposentos, y aquel día no hubo ya turnos de guardias. En tres años de resistencia, era el primer día que las murallas fueron abandonadas, pareciendo que los bravos, los patriotas celotes se hubieran escondido para esperar a que la Legión X culminara su obra y cayera sobre ellos pasándolos a cuchillo como corderos en el matadero.

Levî entro a la casa, y llevó a Hadassah al lecho. Iafa dormía ajena al drama que se cernía sobre todos ellos. Levî tomó en brazos a su mujer. Dulcemente la despojó de sus vestiduras. Los dos quedaron desnudos. Se abrazaron. Se miraron silenciosos, profundamente, leyéndose mutuamente en lo más profundo de sus ojos. Se tendieron en el lecho. Ambos se acariciaron. Escrutaron y recorrieron todos y cada uno de los poros de la piel de sus cuerpos. Se entregaron sin reservas de ningún tipo. Hadassah y Levî gozaron del amor como nunca lo habían hecho. Se saciaron mutuamente, intuyendo que aquella sería la última vez que se poseyeran. Con aquel gesto de amor quisieron culminar una vida en común que no pudo ser. Entonces cayeron en la cuenta de que los designios de la vida eran incontrolables. Que la suya nunca había tenido razón de ser. Que las ansias de libertad que habían soñado se iban a truncar muy pronto. Que las líneas de la vida se cruzaban y entrecruzaban misteriosa e inexorablemente conformando el destino. Que no podían dejar el fruto de su unión a merced de las intenciones de los vencedores. Que iban a morir. Que sólo tenían 23 y 21 años.

Cuando hubieron concluido el acto de suprema entrega, Levî, acariciando los largos cabellos de su esposa le explicó la situación que él antes había escuchado, y la determinación unánime de morir todos antes que rendirse. Se había ofrecido voluntario para llevar a cabo una tremenda misión: diez de ellos acabarían con la vida de todos los habitantes de Masada que, a pesar de su deseo, no fuesen capaces de quitársela por sí mismos.

La consigna que habían pactado aquella mañana de verano del año 73 era la de “todos, muertos”. 

Al atardecer, pasarían por todos los rincones de la fortaleza y acabarían con la vida de sus compatriotas que no lo hubiesen hecho. Después incendiarían todo el complejo, menos los abastecidos almacenes para demostrar que no había sido el hambre la cusa de la inmolación. Cuando no quedase ningún habitante vivo de Masada, él, por sorteo, debería llevar a cabo la eliminación de sus nueve compañeros ejecutores para, como conclusión, quitarse la vida. Así, de esta manera querían mostrar a los romanos cómo se las gastaba el patriota pueblo judío: muerto antes que rendido.

Se besaron cuando el sol comenzaba a declinar por el desierto. Besó también cariñosamente a su hija, dormida, que no había conseguido mejorar y a la que no había logrado que fuese una niña saludable, pues ni siquiera habían sido capaces de que consiguiera articular una sola palabra. Tenía tres años y medio.

Salió a la desierta explanada. Sólo se oía un sordo fragor en el exterior de la fortaleza de Masada. El viento soplaba con cierta fuerza y los escasos chaparros y matorrales que crecían en aquel duro clima se vencían a su favor. Diríase que la fortaleza estaba vacía, pero, lejos de ello, en pocos minutos comenzó a desarrollarse una de las más tremendas escenas de valor y determinación colectivos que hubieran visto los siglos. Los diez celotes entraron casa por casa, sin olvidar los dos antiguos palacios, la sinagoga, los baños, los almacenes, las habitaciones aledañas a la muralla, y en silencio dieron cumplida cuenta de la misión asumida. Eran conscientes del enorme acto que estaban efectuando. Sabían que las generaciones futuras de alguna manera tendrían que conocer algún día lo que allí estaba sucediendo. Y que serían juzgados por ello. Pero estaban dispuestos a someterse al veredicto humano y divino, por nefasto que fuese para ellos. Nunca, sin embargo, consentir el sometimiento, la sumisión, en suma, la resignación de ser esclavos en su propia tierra, la de Abraham, Isaac y Jacob. Estos nunca se lo perdonarían.

Levî llevó a cabo su misión. Para ello se había despojado de la cota de malla que había requisado al último legionario romano ejecutado por él en tiempos de la Rebelión. Se había alisado las guedejas que le caían por sus sienes, se había encomendado al Altísimo y desenvainando su daga sacrificó a la parte de sus hermanos que le había correspondido, así como a los  nueve ejecutores.

A continuación se dirigió a la casa, donde había pasado los últimos meses, escondida junto a la muralla. Entró, y con rapidez, sin cruzar una sola palabra, enloquecido por el odio a los enemigos y por el intenso amor que sentía en aquel momento por sus dos seres más queridos, las tomó, puso a su hija en los brazos de su madre, las colocó en el suelo con brusquedad y en unos breves segundos la daga convocó al Ángel de la Muerte ―majestuoso, inexorable, puntual a la cita― que sobrevoló los dos cuerpos abrazados, tomando para sí sus almas inocentes y llevándolas al Valle de Josafat donde los verdaderos verdugos serían juzgados por Dios.

Aunque había pensado en la posibilidad de quitarse la vida junto a su familia, en el último segundo cambió de opinión. Al salir, trastornado, tuvo la suficiente cordura para tapiar la pequeña puerta con dos lajas de piedra que encajaban perfectamente en la oquedad. Aquella ―pensó― sería la tumba de su familia y ni sus cadáveres encontrarían los tiranos.

Salió al exterior de la explanada: aquel monumento a la firmeza era ahora la tumba común de los resistentes. Era el último de los celotes supervivientes, y ya sólo le quedaba cumplir el último acto: inmolarse, dar su vida. Pero lo iba a hacer de una manera distinta. Se dirigió hacia la parte de la muralla donde la rampa de acceso romana estaba a unos escasos centímetros de tocar la meta soñada, la base de la montaña.

Levî, el último celote, se encaramó en lo alto del muro, dirigió una última mirada hacia la fortaleza solitaria, y en medio de una lluvia de flechas y “pilum” arrojada por los romanos, tomó impulso y se arrojó al vacío. Su cuerpo despedazado acabó en el fondo de unos peñascos, en territorio ocupado por la X Legión. Sería el único que lograrían recuperar, en territorio hollado por el Imperio Romano, a modo de rendición. A los demás los encontrarían horas más tarde, en territorio judío ―Masada―.

La luna fue, con seguridad, el único testigo.

FIN