20.9.21

Navidad(IMAGINADA) a dos cartas(APÓCRIFAS) y a dos band@s(REALES)



A: Amós López Bejarano

Callejón de San Ginés, 3 (Corrala) 

Madrid

DE: Francisco Bejarano Gil
2º Tabor de Melilla Expedicionario
Desde las trincheras del Parque del Oeste

Frente de Madrid,  13 Diciembre 1936

Querido primo Amós: espero que al recibo de la presente te encuentres bien, yo, qué quieres que te diga, ando así, así, pero dadas las circunstancias, dando gracias a Dios.
Escribo esta carta porque no pierdo la esperanza de ponerme en contacto contigo, y recordar, al menos mientras escribo, las estupendas navidades que pasamos juntos en nuestros años de niñez en Madrid.
Esta es una carta escrita al vacío dado que no estoy seguro de nada, no te puedo ser muy claro porque sé, por la propaganda que hasta aquí nos llega, que Madrid está lleno de espías y que la censura no las deja llegar tal y como se escriben. Pero me arriesgaré.

 Esto que estoy haciendo, según nuestro amigo Conrado (¿te acuerdas de él?), es una autentica locura. Desde aquí, junto al Parque del Oeste puedo ver nítidamente los descampados de cuando tú y yo nos acercábamos hasta La Latina a casa de Ángel a por el aguinaldo tal y como es costumbre en estos días que se avecinan. Esta es la primera Nochebuena que la vamos a pasar separados y es para mí un doble sinsentido este fregado en el que unos y otros nos han metido.
Se dice que han llegado hasta Madrid miles de voluntarios extranjeros de todas las partes del mundo para ayudar a la República. Se dice que se está preparando desde la capital una gran ofensiva del Frente Popular con el objeto de paralizar nuestro avance con el que impedirnos liberar Madrid del comunismo y del caos en que os tienen sumido. Amós, yo confío en que tus ideales no hayan cambiado en nada y que estés empeñado, como yo, en expulsar de España a todos los que han querido cuartearla y venderla al comunismo internacional.


¿Recuerdas, Amós, cuando, hace un año, estuvimos en la Cava Baja la misma tarde de Nochebuena y entramos en la tasca de Caminero, y bebimos vino de San Martín de Valdeiglesias, y comimos chistorra de Salamanca, y algunos mazapanes del Zocodover que le escamoteamos a tu madre? ¿Recuerdas que salimos a la calle y entre los vapores de la borrachera nos pusimos a cantar coplas y villancicos de Extremadura? ¿Recuerdas cómo nos conjuramos y prometimos afiliarnos los dos y pasear con nuestros bonitos uniformes azules por el callejón de San Ginés mientras entre canción y canción íbamos contándonos historias de amores entre tú e Isabel, y Celia y yo?
¿Y recuerdas, primo, cómo nos detuvo en Pontones aquel carabinero malcarado que nos abroncó por celebrar una fiesta “fascista y burguesa” ¡a nosotros llamarnos burgueses aquel hijo de Satanás… a nosotros, que nuestros padres se levantaban a diario a las cuatro de la mañana para irse al Manzanares a pescar una cuantas carpas para venderlas en San Miguel a media mañana, y luego dedicarse a ayudar al padre en la carpintería de la Ribera Curtidores!. ¡A nosotros nos fue a llamar fascistas, sin saber ese ganapán que al igual que él posiblemente estamos en contra de las muchas cosas que han ido pudriendo la convivencia hasta llevarnos a la actual situación! ¿O es que, seguramente al igual que muchos de ellos, no estamos en contra de los banqueros, los terratenientes y los “militronches” y capitostes? ¿Y de los especuladores, de los empresarios que explotan miserablemente, y también de tantos curas y obispazos de pacotilla que no saben quién fue Cristo?
Al menos eso es lo que nos movió -¿recuerdas?- a escuchar con atención las palabras nuevas que a nuestros oídos sonaban a música celestial. Una nueva era se nos prometía de la mano de un joven como nosotros…
Perdóname, primo, que con esta carta trate, al menos, de hacerme la ilusión de revivir aquellos días ya pasados, aquellas Navidades que los dos celebrábamos, de recordar las bebidas, y las comidas, y las horas de camaradería con la ilusión de revivir unas fiestas que desde nuestra más tierna niñez hemos pasado juntos entre los fríos de las calles de Madrid y el amor de las fogatas de los descampados de los Carabancheles y las estufas de picón en las corralas de nuestros padres.
Pero las cosas, por desgracia, ya no son como eran. En un año, sólo en un año, nuestra Patria se ha partido en dos. No voy a entrar en la temeridad de culpar a unos o a otros, o al Lucero del Alba, pero para mí está clarísimo que la situación es producto de la incapacidad de nuestros políticos, y de la cantidad de veneno que poco a poco se ha ido apoderando del pueblo hasta la muerte. Pobre España, primo…
Como hace casi un año que no nos vemos, te escribo con la esperanza de que aún continúes dentro de nuestro querido Madrid. No sé si esta carta te llegará, espero que no caiga en manos indebidas, pero te diré que me encuentro en el interior de un parapeto. Desde aquí, cuando levanta la jodida niebla, puedo ver Pintor Rosales, y a la derecha los paredones y muros del Palacio, y los jardines Sabatini, donde tantas tardes hemos zascandileado.
Aunque no estoy muy seguro de lo que voy a decirte, creo que, desde que estamos cercando Madrid, al poco del Alzamiento, el ánimo entre las tropas está decayendo pues desde que nos arengaron con que tomaríamos café en Gran Vía con el general Mola el 25 de agosto -¡já!, hace ya tres meses largos de ello-, mucho me temo que esto se alargue por que el último macutazo que corre de parapeto en parapeto es que nos mandan a atacar Carabanchel Bajo y las Charcas de Morata, con estratagemas de distracción, y que tenemos que avanzar hasta el puente Segovia pero sin cruzarlo; así que figúrate tú el cabreo monumental entre la tropa, que estemos hasta los ojos de barro y de arrastranos por el fango de estos arrabales, para que te dejen con la miel de Madrid en los labios. En fin, ellos, el general Varela, el que manda todo este tinglado, o el Lucero del Alba, sabrán qué es lo que hacen. Pero el teniente coronel Barrón, te lo digo yo de buena tinta, está que se sube por las paredes.
Mientras tanto, aquí estamos viendo cómo cada día, según Radio Macuto, se pasan patriotas a nuestro bando puesto que no aguantan más en Madrid.
Me imagino que tú estarás, a la fuerza, enrolado en alguna unidad del ejército republicano. Procura cuidarte y pedir a Dios, como hago yo cada día, que esto acabe pronto y podamos pasar las Navidades del próximo año en casa de tus padres. No me gustaría por nada del mundo encontrarme, en las trincheras de enfrente, con mi querido primo cubriéndole las espaldas a Miaja, a Durruti (de quien hablan y no paran) o a algún comisario político de Moscú, porque entonces, con todo el dolor de mi corazón no tendría más remedio que disparar.
Antes de marchar al pueblo, quiero llegarme hasta una casa en Madrid a dar el pésame por el horrible crimen que hace poco han cometido. Nuestro líder, nuestro guía, ya no está con nosotros. No es menester que te diga el nombre para no comprometerte, pero tú debes estar mejor informado que yo, y con pocas palabras...
Sabes, ayer escuché que el pasado viernes 27 se pasaron a nuestras filas un capitán de la Mehal-la de Larache con su mujer y su hijita. Que pudieron pasarse porque se disfrazaron de aldeanos. La verdad es que cuentan y no acaban de las tropas de África, y me estoy pensando si pedir destino para entrar en “calor” porque esta inactividad, viendo a los demás pegar tiros y nosotros de “mirandas” es que no me va nada, pero que nada, en absoluto. También se rumorea algo de la deserción de un piloto de un Junkers, el muy traidor que se ha pasado a vuestras líneas, pero esto sí que es macutazo y con estas cosas debemos tener cuidado, por la Quinta Columna lo digo.
Te cuento que para quitarme la modorra me han propuesto de cabo, que aunque no sea una bicoca en estos tiempos que corren, no voy a decir que no. A ver si es verdad que pronto entramos en acción y acabo por olvidar la puñetera tos que desde hace unos días no me deja vivir. Y es que, ya lo podrás comprobar, hace un frío del demonio.
Bueno, primo Amós, te estoy escribiendo a trancas y barrancas, pues esta misiva la empecé el 1 de diciembre, y hoy ya estamos a 9 así que me voy a despedir deseándote que si antes no nos vemos y no podemos pasar unas Navidades como todas las que hemos pasado juntos, al menos nos podamos encontrar o tomarnos unos chatos de vino en cá Saturnino el de Cava Baja, si puede ser antes del 30 de enero, que cumplo 24 años, y me gustaría celebrarlo contigo antes de reunirme en Hervás, con Celia, con quien me pienso casar en cuanto termine esto. Allí fue donde me pilló el Alzamiento y formalicé mi alistamiento como voluntario. Y allí me voy a alistar voluntariamente en “otro asunto”.
Gracias, Amós, espero que hayas sentado cabeza en estos meses y hayas sabido elegir, si has tenido ocasión, lo que más te convenga. Te abrazo y deseo para mis tíos, que tampoco sé nada de ellos, lo mejor, y desde este lado de las trincheras del Parque del Oeste pido a Dios por ti, por tu familia, por Madrid y por nuestra España.
A lo lejos vemos movimientos de carros de combate rusos (dicen) que vienen servidos por lo peor de Europa, aunque me imagino que no todos los macutazos pueden ser verdad al cabo de la calle.
Feliz Navidad, si ello fuere posible, y ¡Arriba España!
Paco
Post data: Hago entrega de esta carta a M.F.D. (del Batallón de Transmisiones de las Mehal-las) que parte para una incursión en Madrid por sorpresa. Con instrucción de destruirla en caso de peligro o para depositarla en el primer buzón que encuentre.
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A: Francisco Bejarano            
C/Collado, 11
Hervás (Cáceres)

DE: Amós López Bejarano
París a 10 de marzo 1938

Apreciado Paco:
Estás loco de atar. No podía ser otro más que tú. Tú y tus chiquilladas de siempre. A nadie, en ninguno de los frentes de España, se le podía ocurrir escribir una carta como la que recibí a mediados de enero de 1937. A nadie con dos dedos de frente se le podía ocurrir, en pleno conflicto como el que estamos inmersos aún, escribir desde el asedio de Madrid a un familiar (yo), relacionándolo nada menos que con Primo de Rivera.
Pudiste organizar la intemerata con tu dichosa manía de escribir todo, todo, lo que te sale de tu cabeza loca.
¿Pero cómo se te ocurrió escribirme contando, con pelos y señales, los inminentes movimientos de la unidad en la que te encontrabas adscrito? ¿No se te ocurrió pensar que pusiste en un grave compromiso al compañero a quien encomendaste la dichosa carta, y que si lo llegan a cazar, le forman un Consejo de Guerra sumarísimo, los tuyos por alta traición o los míos por espía?
En fin, Paco, mi querido primo, después de todo no puedo por menos que estarte muy agradecido porque es público y notorio que tu ingenuidad es innata en ti. Te agradezco enormemente tu carta y te advierto que yo no tengo tan claro que esta llegue tal y como milagrosamente llegó a mis manos la tuya. Yo no puedo ser tan explícito como lo fuiste tú conmigo. Sólo puedo decirte, y espero que lo sepas entender, que me he visto obligado -sí, obligado-, a adaptarme a las circunstancias, a tragar con muchas cosas que en principio no era capaz de digerir (nunca olvidaré nuestros encuentros clandestinos con P.R.) pero yo, al contrario que tú, me he encontrado en el lugar equivocado en el momento equivocado. Es, al menos, lo que yo opinaba en aquellos tristes momentos en que desde las calles de Madrid, de nuestro Madrid, se veía venir la catástrofe.
Una buena mañana nos despertamos con la noticia de que habíamos entrado en una espiral infernal, en que ya nada ni nadie podía dar marcha atrás. La semana previa a la asonada militar todo se tiñó, repentinamente, de sangre y cada uno de nosotros sacó lo peor de sí. Las noticias de vuestro lado, como podrás suponer, fueron mucho peores. Y nos vimos obligados a presentarnos en las oficinas de leva que inmediatamente los partidos, sindicatos y el propio gobierno abrieron para el alistamiento.
Madrid se convirtió, de pronto, en una ratonera de la que me fue imposible escapar.
Mi amigo Luciano, que trabajaba en la embajada francesa, me proporcionó un salvoconducto para, a través del país dirigirme hasta la frontera pirenaica, y desplazarme por Francia. Pero no logré pasar el primer control en la carretera de Barcelona, antes de llegar a Alcalá de Henares. Luego llegó el fregado de Guadalajara y…
Lo intenté por la carretera de Valencia, pero el resultado fue el mismo, aunque logré avanzar hasta el límite de la provincia de Cuenca, pero cuando no era un control de CNT, era del POUM o de cualquier pandilla de pelagatos con ínfulas de Guardianes de la Revolución con pistolas al cinto.
No lo volví a intentar. Me dije lo del refrán, si no puedes con el enemigo… y desde entonces, últimos de julio del 36, pertenecí al Sindicato de Escritores y Periodistas Antifascistas de gacetillero, trabajando para El Sol, redactando noticias que si yo te contara… pero había que vivir, así que mejor no te digo lo alejado de la realidad en que tuve que reconvertir algunas noticias, sobre todo en cuanto a lo que a noticias del frente se trataba.
Gracias, Paco, por tus deseos de felicidad para las Navidades que me vi obligado a pasar en Madrid. No acierto a referirte con exactitud el ambiente que se vivió durante esos días. Todo fue como si por decreto se hubiera proscrito la festividad del Nacimiento para convertirla en una fiesta cuasipagana en lo que se mezcló la reivindicación proletaria, militar y cívica con algunos retazos de festividad inexcusablemente religiosa. Dios no fue invitado, pero hizo notar su presencia a nuestro pesar. Algunas veces fue de locos, figúrate que la Nochevieja se celebró en Sol al toque de ¡¡doce cañonazos de una pieza de artillería!! Por lo demás, pues ya imaginarás: hambre y cartillas de racionamiento, y para cenar en Nochebuena decentemente, mi madre tuvo que vender una alhaja que yo le traje de mi viaje al Amazonas.
Por tu carta vi dónde te encontrabas encuadrado, y como tenía noticias fidedignas -en todo momento tuve acceso a la información de dónde se encontraba tu unidad, dado que estuve en contacto con un alto jefe del ejercito (M. Matallana)- de todos los movimientos del “enemigo”, te digo que te sentí muy cerca, pero no precisamente en el frente de la Ciudad Universitaria, que tuvisteis que dejar por imposible, sino triscando, a buen seguro, por los cerros y vegas del rio Jarama donde, como comprobarías, se armó la de Dios es Cristo y si por ventura te las hubiste de entender con las Brigadas Internacionales, al menos deseo que salvaras la vida, que no lo sé.
Por avatares del destino y de la guerra, conseguí un empleo en el Departamento de propaganda de la Presidencia de la República, y acabé saliendo de naja en uno de los últimos convoyes del gobierno. Desde Madrid a Valencia, y un viaje por mar, para desembarcar en Marsella. Ahora me encuentro en París, sin ánimos de regresar a España.

Imagino que continúas en el frente con alguna estrella de oficial que bien sé que mereces.
Ojalá el destino vuelva a hacer que nos encontremos de nuevo, en un mundo mejor, y lo digo porque no tengo grandes esperanzas de que España vuelva a ser la misma. Mi madre, de la que nada sé (espero que si entráis en Madrid, mires de echarla una mano), el caso es que en el fondo estoy deseando que rompáis el cerco y te acerques a verla. Aunque para mí sería la condena a no poder volver a abrazarla jamás. Mi padre falleció.
Estoy colaborando con algunas organizaciones de lucha contra el fascismo, pues Europa está en peligro. Estoy tentado de viajar a la tierra de los soviets y me han ofrecido, ya sabes de mis conocimientos de geografía, dar conferencias sobre mi especialidad y ayudar así a contener la ola nefasta que se avecina.
Ya te contaré algún día.
Salud, Paco, espero que si has salido de la cruel guerra que asola España, hayas conseguido unirte a la hermosa Celia y formes la familia con la que siempre has soñado.
Hasta la vista, primo, amigo. Hasta siempre.
Amós
Pd: te envío esta carta a Hervás. Adónde si no.

Fotos, cortesía de:
http://frentedebatalla-gerion.blogspot.com  
http://www.fuenterrebollo.com





14.9.21

Kabul, noviembre 2001

Lena Geesinski, 28 años, mirada profunda, atractiva a rabiar, nacida en Bielorrusia pero americana hasta la médula, licenciada por el M.T.I. (Instituto Tecnológico de Massachussets), no ha tenido una buena jornada.

                   El turno de noche del 12 de noviembre ha sido más movido de lo que parecía y es que, últimamente, no consigue centrarse en su trabajo. Está desasosegada y el estrés es brutal. Ser Jefa del laboratorio de control de la factoría termonuclear, propiedad de la Atomic Enginering Development Co. era, en tiempos, un trabajo que le absorbía, pero en estos momentos ha caído en la rutina. Solo al llegar a su casa en los arrabales de Concordia City, a orillas del río Republican, Estado de Kansas, se siente liberada de la tensión. Y quién lo diría, el mismo instrumento que en su despacho le supone un suplicio y es culpable de sus males, ahora es el instrumento que la libera: ha descubierto que la pantalla y el teclado de su PC son, respectivamente, sus ojos y sus manos, curiosamente las dos partes de su cuerpo de los que se siente más satisfecha: con los que mira de forma envolvente, según sus amigos íntimos; y sus manos, unas manos finas, perfectamente esculpidas, que laboran en las mesas del laboratorio o archivan dossieres, o acarician las manos y el rostro de George, su novio, directivo de la central.

               


De camino a casa, a punto de amanecer sobre las llanuras de Kansas, en la fría mañana de noviembre, espera la hora de conectarse, mira las noticias de televisión y se le hiela la sangre cuando ve las noticias del día: en el Estadio Nacional de Kabul la ejecución de un hombre, bajado de un camión, y, en medio del silencio de la multitud, arrastrado hasta el centro, atado a un poste y ejecutado
  de un solo disparo de fusil, efectuado por un miliciano talibán con un viejo Kalashnikov. 

                 No podía creer lo que estaba viendo: aquel hombre, abatido, había sido encontrado culpable de espionaje a favor del «demonio americano». De pronto, como por arte de magia, la luz se hizo en la mente de Lena. Acababa de caer en la cuenta de que el periodo de dos meses había desembocado, irremisiblemente, en la tragedia desarrollada minutos antes en las pantallas de los televisores de medio mundo. Una lágrima se desprendió de sus ojos, y ni siquiera lo intentó: no se conectó, pues aquella su historia había acabado. Se sentó, mirando a través de la ventana, la turbia mañana de noviembre de Concordia City y comenzó a recordar el 14 de septiembre, dos meses atrás...

 

            ...Cuando sentada delante de su ordenador en la quietud de la madrugada, recibió una señal, seguida de un leve pitido. Sobre la pantalla, un saludo: «Hi, Good Night», seguido de un mensaje, que, a Lena, le dejó perpleja: letra a letra, iba apareciendo en la pantalla:                     «Allah-u-akbar. 

               Allah es grande, Único. 

              En el nombre del Altísimo" 

      Aquello no procedía de una página de Internet, sino de una dirección de correo electrónico, la misma que ella usaba para «chatear» de forma intrascendente cada noche con su amiga Petra en Moscú. Estuvo a punto de desconectarse, presa de un repentino miedo, fruto de la presión informativa a raíz de los atentados y la psicosis que se había aposentado y adueñado del mundo.

           Dos días antes habían caído las torres gemelas de Manhattan, y estaba en plena efervescencia el odio a todo lo que sonase u oliese a musulmán, islámico o simplemente árabe. Saludó, tímidamente, si es que se puede calificar así, escribiendo a través del teclado; y desde el otro lado de la pantalla, en un inglés aceptable para mantener una conversación, alguien le comunicaba que estaba enviando un mensaje desde algún lugar de las estepas de Asia Central. 

           Lena, hasta entonces, de dichos lugares sabía lo mismo que de Burkina-Faso o de Machu-Pichu, es decir, nada. Afganistán había comenzado a sonar con fuerza en los noticiarios de las cadenas de televisión y solo a partir de entonces, comenzó a saber que aquél era un desventurado país que estaba poblado por auténticos guerreros, un pueblo que vivía en la guerra permanente; patria adoptiva del terrorista que había osado derribar el tótem capitalista del mundo.

         Aquella noche Lena, oriunda de Minsk —Bielorrusia—, de ascendencia judía por parte de su madre, ésta a su vez de su madre, y así sucesivamente, comenzó una sincera amistad con aquel que se hacia llamar «pastuntwo». Lena, que siempre utilizaba el «nick» de «lonessain» (un juego de palabras, con su nombre ruso-askenazi, que le enseñó la abuela), comenzó a conocer la historia de su interlocutor, a 12.000 Km. de distancia en cualquiera de los dos sentidos —este u oeste— de la tierra, en las antípodas; con doce horas de diferencia; acordando conectarse a las 12:00 AM y PM (según Hora Standard del Pacífico) respectivas de Afganistán y Estados Unidos de América. 

             Y así, un día tras otro, recorriendo al compás del trote de uno de Los Jinetes del Apocalipsis junto a los preparativos de la maquinaria de la guerra, lista para arrasar las chabolas de la periferia de Kabul, Lonessain fue conociendo la vida de Pastuntwo (no logró llegar a conocer su verdadero nombre); solo que era varón, de 35 años, técnico de telecomunicaciones, licenciado en la Universidad de Karachi, Pakistán,  obligado a abandonar sus estudios y su trabajo de profesor de informática en el Instituto Afgano de Tecnología. Le contó que, desde la salida de los soviéticos en 1989, se había recluido en un viejo cobertizo, alejado de las miradas, en Bagrarni, a 8 kilómetros al este de Kabul, donde se había refugiado con su hermana.

Lena fue la receptora de los mensajes de aquel hombre que vivía en el país más pobre del mundo, que se veía obligado a salir todas las mañanas en una destartalada bicicleta y dirigirse hasta un puesto callejero del centro de Kabul, en donde vendía alfombras y cobertores importados de Irán y Mongolia. Le comunicó a través del «chat» que estaba corriendo un grave peligro, por varias razones: una, que estaba en posesión de un ordenador (un ya antediluviano Spectrum X) que había conseguido sacar del Instituto cuando los malditos estudiantes coránicos, aquellos barbudos que interpretaban los versículos sagrados a su manera —de una forma cruel— llegaron a Kabul y tomaron las riendas del destino de millones de personas. Sabía que la posesión de aquel «instrumento de perversión al servicio del demonio occidental» era un delito castigado con la muerte. Y otra de las razones era que tenía escondida a su hermana, de 30 años, con la que se había recluido en la vieja casa herencia de sus padres. 

Y si ser mujer en Afganistán, le decía Pastuntwo, era ostentar la categoría más baja de aquella sociedad primitiva, más baja era aún si cabe la de su hermana, para quien el burka constituía una prenda más humillante que para cualquier otra mujer: Aidina se había quedado totalmente ciega a causa de la explosión de una maldita mina antipersonas que tuvo la desgracia de pisar. Pastuntwo cogió una mañana aquella degradante y pesada prenda femenina, de color azul celeste, salió al patio y le prendió fuego.

              Desde entonces, había permanecido recluida en la casa, pero él se había propuesto sacarla adelante, darle de comer y que, aunque no fuese más que entre las cuatro paredes de la vivienda, se sintiese persona.

                Durante dos meses, a las 12:00 (PST), lonessain, es decir Lena, fue leyendo estupefacta algo que parecía salido de una narración de Stephen King. Esta, a su vez, les fue comunicando —de lo que estaban totalmente ajenos— lo sucedido en Nueva York y el pánico desatado en todo el mundo así como de los preparativos para la guerra.

El 7 de octubre, día de descanso de Lena, les comunicó que el ataque de Estados Unidos se había desencadenado, algo que pastuntwo corroboró: desde su casa, aquella noche, pudo observar sobre Kabul el intenso bombardeo que se desencadenó y duraría los días sucesivos.

Recuerda que fue entonces cuando comentó a Robert William, su compañero, Jefe de Seguridad de la central, el contacto que mantenía con el país de los afganos. 

—Has sido elegida por tu contacto, y tu obligación como patriota americana —sentenció, mirándola fijamente —es comunicar los conocimientos de los que estás siendo depositaria, a las autoridades.

Lena se quedó pensativa, y por unos instantes en su cerebro, se desencadenó una feroz lucha: la verdadera guerra estaba en su mente, sopesando las consecuencias que podría tener ceder la información que estaba recibiendo (guardada en el disco de su Pentiumcuatro). 

Luego de pensarlo durante unos minutos, se dio cuenta de que, en ella, convergían circunstancias extraordinarias en aquellos momentos cruciales de la Humanidad: norteamericana (por tanto víctima potencial de los criminales), de padres rusos (emigrantes a causa de los soviéticos), judía (pero también amiga de la causa palestina), agnóstica (sin embargo lectora tardía de la Biblia, el Corán y la Torá) y mujer (independiente, liberal, trabajadora y autosuficiente), aparte de considerarse una experta internauta. Y todo aquello, que creía encarnar, estaba en peligro. 


            No lo dudó un instante: a partir del día 8 de octubre, toda la información que Pastuntwo le transmitía se la pasaba, vía intranet, a su compañero Robert. Y así, durante horas, cada día, el amigo afgano alternaba confidencias de su vida —que era de la etnia pasthos (por tanto nada que ver con los estudiantes coránicos talibán); que tenía escondido un viejo radiocassete con unas cintas de música donde se mezclaban canciones jordanas, hindúes y turcas con melodías con la que algunas mujeres bailan la danza del vientre en tugurios de El Cairo para los turistas americanos y europeos—, con datos confidenciales  sobre movimientos de tropas por las calles del zoco de la zona del Cuartel General de la Policía y el Fuerte Hissan, por donde veía pasar las brigadas talibán, el tipo de armamento que llevaban y la dirección que tomaban. 

                 Su idioma materno era el pastún; su religión, y la de su hermana, era la musulmana; pero interpretaban el Corán de manera positiva, porque consideraban que el texto sagrado predicaba la tolerancia, la benevolencia  y el amor al prójimo, al contrario de la Sharia de los intransigentes.

            Algunos días, para desesperación de Lena, las comunicaciones eran pésimas y el Spectrum afgano «se caía». Llegó a obsesionarse de tal manera que tuvo la conciencia de que su propio trabajo pasaba a segundo plano. Cierto día, que tuvo que trabajar en el primer turno, conectó desde los sistemas informáticos de la central. Dado que, en aquellos momentos no podía atenderle, pasó la comunicación a Robert, quien también se encontraba trabajando. Aquel día Pastuntwo comunicó que había observado, desde su puesto de venta, el paso de una caravana de automóviles dirigiéndose a toda velocidad por las solitarias avenidas de Kabul. A pesar de los cristales tintados, pudo ver, perfectamente, a Abdul Assanhi Masheria, uno de los muchos lugartenientes de Osama bin Laden y del Muláh Supremo Talibán.

Otro día, Lonessain recibió la descripción de una serie de pasadizos secretos recorriendo el subsuelo de la capital.

                      Y así, consiguió hacerse una idea de qué estaba ocurriendo. Que los pastún eran enemigos de los talibán. Que los afganos no todos eran unos temibles guerreros barbudos, cubiertos con turbantes negros y abrazados a Kalahnikovs AK-47 incautados a las tropas rusas. Conoció la vida, amarga, de alguien víctima de un régimen de terror. Y su conciencia, si en los primeros momentos le remordía, a medida que pasaban los días iba autoconvenciéndose de la rectitud en su decisión de dar utilidad a la información proporcionada por su ya amigo Pastuntwo, y hasta el 10 de noviembre conectaba y compartía, cuando la información lo requería, directamente en el chat a Robert. El último día, Pastuntwo comunicó que las cosas estaban empeorando en Afganistán, que en los corrillos de los zocos y plazas de Kabul, sobre todo en la Explanada de la Escuela coránica de la Mezquita Central, al lado de la antigua Embajada francesa, se decía que marines americanos estaban a las puertas de la ciudad con rifles "intergalácticos" de rayos infrarrojos, junto a tropas gurkas inglesas blandiendo sables malayos; se decía que las purgas y las violaciones estaban a punto de comenzar; se decía que había caído Mazar-e-Sharif, se decía... se decía...

Aquella noche de horas de comunicación, Pastuntwo se interesó por Lonessain, que siempre había estado a la "escucha" pero de la que, después de dos meses, sabía muy poco. Ésta, que todas las noches acababa la comunicación con el saludo Salam Aleikum, le tecleó con tres palabras quién era: americana, rusa, judía. Por unos largos segundos, el chat permaneció mudo. Ella representaba todo lo que los fundamentalismos odiaban. Temió que había perdido a su amigo para siempre. Pero la conversación continuó. 

Pastuntwo le contestó que, tal vez, no pudiese volver a comunicar con ella. Que las brigadas talibán recorrían las calles, en aquellos días con más intensidad que nunca. Pedía, si algún día aquella pesadilla terminaba, si fuese posible marchar a trabajar a Estados Unidos, quizás en alguna compañía de comunicaciones, para ahorrar dinero y que algún médico atendiese a su hermana.

El 11 de noviembre Lena se levantó tarde. La mañana era fría y desapacible. Desde el río Republican llegaban jirones de niebla que hacían el ambiente gris. Era un domingo como otro cualquiera en Concordia City.

Lena se preparó un tazón de cereales, hojeó los periódicos y se conectó a Internet. A las doce en punto, hora standard del Pacífico, activó la dirección que ya había configurado en su pagina principal del servidor de mensajes —usol— que pastuntwo había elegido para aquel diálogo silencioso. A las doce-cero-cero se quedó fija en la pantalla esperando aparecer el icono que le indicaba la conexión digital a través de las líneas telespaciales. Al cabo de varios segundos, sin embargo, le extrañó que no apareciese nada en pantalla. Comprobó el módem para asegurarse, y sin darse cuenta vio que habían pasado casi diez minutos de la hora convenida. Comenzó a preocuparse cuando, al lado del nombre Pastuntwo, apareció el mensaje «Desconectado». Aquello le pareció más que extraño. Era medianoche en Afganistán, y, nerviosa, llamó a Robert. Éste le dijo que no se preocupase demasiado. A Lena le extrañó aquella contestación displicente del compañero que tan interesado había estado las semanas anteriores. Lena —Lonessain—, se sintió a disgusto y lo intentó una vez más. Pero el mutismo más absoluto aparecía en el monitor del Pentiumcuatro y fue cuando se dio cuenta de que echaba de menos a su amigo ya no tan virtual. Se tendió en la cama y estuvo mirando, a través de la ventana del dormitorio de su apartamento los nubarrones preñados de agua que se cernían sobre las llanuras de Kansas.


Toda la tarde del domingo, hasta bien entrada la madrugada, exhausta, estuvo intentando visualizar aunque no fuese más que una palabra de su amigo. Y el lunes, después de dos horas escasas de sueño, continuó  intentándolo durante todo el día. 

Entonces tuvo una premonición. Conectó la CNN, y pudo verlo con sus propios ojos: una ejecución en el Estadio Nacional de Kabul. Un tiro en la nuca fue lo que recibió el hombre, que las imágenes borrosas de un vídeo doméstico —tal vez clandestino—, mostraron convertido en un guiñapo mientras la multitud permanecía silenciosa en los graderíos.

Por la deficiente megafonía del estadio una voz enronquecida invocaba el nombre de Alá y leía una sentencia a muerte del «espía del diablo americano».

Todavía pudo observar, con lágrimas en los ojos, cómo colgaban el cadáver en un poste en medio del destartalado campo de fútbol. Y se figuró, no podía parecerle más real, a su amigo Pastuntwo —del que no había llegado a conocer su verdadero nombre ni tan siquiera una imagen— vigilado, investigado, detenido —tal vez junto a su hermana ciega—, bárbaramente torturado y, finalmente, ejecutado.

La Alianza del Norte, de la etnia pasthos, enemiga de los talibán, entró en Kabul la mañana del martes 13 de noviembre de 2001.

Robert llamó a Lena y la felicitó. 

Por las calles de Kabul, se veían las primeras mujeres, algunas ya sin burkas, y chavales, muchos chavales corriendo —oliendo la libertad—, acompañando a los Land Rover cargados de aguerridos pastunes, enarbolando banderas verde-blanco-negras de la República de Afganistan.  

Lena se resignó. Se pondría en contacto con un amigo en CRECIENTEYCRUZROJAS, para intentar localizar a Aidina. Haría lo imposible por ayudarla a rehacer su vida en Estados Unidos a la hermana de su amigo. 

Se puso delante del PC para acallar su conciencia; no podía olvidar que había hecho uso de la información recibida sin conocimiento de Pastuntwo aunque Robert le dijo que aquél lo tenía que saber, sin necesidad de habérselo advertido previamente.

             Lonessain hizo, tres días después, viernes, algo que estaba deseando desde tiempo atrás. Descargó de Internet una canción y la envió por correo instantáneo a pastuntwo@usol.net la canción que le había recomendado un amigo sefardí. Y con su corazón, cuando comenzaba la primera luna llena del mes de noviembre, siendo el año 1422 de la Hégira, el 5762 de la Era judía y del Señor de 2001, Lonessain —Lena— envió una hermosa canción en lengua española, aun sabiendo que nadie, más allá del espacio cibernético, la escucharía. Pastuntwo ya no estaba al otro lado. 

Otro despertar, otro amanecer

bajo el cielo de Israel.

Se alejó de mí en un atardecer

                y al decirme adiós, un poco antes de partir,

me entregó su estrella de David.

Cuando aquel mismo viernes Lena se dirigía a su turno en la central nuclear, la luna, en su plenitud, se asomaba, a ratos, entre grandes nubarrones. En medio mundo comenzaba un nuevo periodo cargado de esperanza: el Ramadán.

Mientras conducía su Porsche por la estatal K-9, un coche con las siglas FBAAAI (Oficina Federal de Investigaciones de Actividades Antiamericanas), se dirigía a su apartamento. Ni por un segundo podía imaginar Lena Geesinski que iban a hacerle una visita. Pero no tendría nada que temer. La Libertad, a 12.000 kilómetros de allí, sería Duradera gracias a «Lonessain y Pastuntwo»; y a otros —en el anonimato—, como ellos.

El chat había finalizado para siempre. 

—¡Shalom!, Pastuntwo— musitó Lena, llevándose una mano al corazón, dando un pasito más allá de la amistad—, dondequiera que estés. 

Abrió su mano sobre el rayo láser del Detector de Control de presencia que recorría la palma, leyendo las huellas dactilares, al ingreso en la Central Atómica. Otro turno de noche comenzaba.                      

                                     F I N


  Nota del Autor: 

 

-Lena Geesinski vive (2021) en un lugar indeterminado de Estados Unidos bajo el Protocolo de Testigos con nueva identidad.

-La Operación Libertad Duradera comenzó con la invasión de las fuerzas de la OTAN en 9 de octubre de 2001 arrojando a los talibán del poder... hasta 2021 en que las fuerzas aliadas abandonaron Afganistán y dejaron a su pueblo a merced de un nuevo gobierno talibán.




13.9.21

Que vienen los «júngaros»

Ayer  
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Puede ser una imagen de una persona, cielo y naturaleza


—Que vienen los júngaros! ¡Los júngaros! ¡Que vienen!
El Miguel recorría las calles advirtiendo de la noticia que de tanto en tanto se extendía por la población infantil de Hervás.
Era la voz de alarma que nos hacía sacudir nuestros aburrimientos y rutinas diarias.
Ya sabíamos y nos cuidábamos de no frecuentar los descampados que los visitantes elegían de forma casi unánime para acampar. Prohibido acercarse en doscientos metros a la redonda y procurar hacernos invisibles a aquellos seres misteriosos que acampaban en los alrededores del pueblo.
Pero yo, aquella tarde, a la caída del sol, no pude resistir el acercarme a escondidas y observar a aquellos personajes que a su sola mención nos alertaba y ponía en guardia.
Me lo pensé pero me armé de valor y antes de la noche cerrada me acerqué escondiéndome tras los negrillos de los cercados de San Antón Ermitaño. Según iba aproximándome, nervioso y a punto de sucumbir al miedo, logré sobreponerme y esconderme tras una pared desde la que pude observar un minúsculo campamento que consistía en un carromato sin los dos mulos que pastaban cerca. Una fogata de alegres llamas proyectaba sombras ganándole en luz a la de la tarde que acababa definitivamente dando paso a una inquietante y hermosa luna en cuarto creciente. Un olor penetrante a carne y pimentón fluía de un perol cercano al fuego. De pronto salió del carro un hombre portando un instrumento que yo jamás había. De tez morena y facciones fibrosas, lucía un mostacho. Se sentó al lado del fuego y sin mirar a la mujer que trasteaba por los alrededores se lo colocó en la cara, y con una especie de vara con una cuerda finísima, comenzó a rasgar aquel instrumento del que surgían notas muy tristes. La mujer dejó sus tareas e hizo una señal a una muchacha que yo no había visto antes. No tendría más de doce o trece años, pero a pesar de mi bisoñez, de mi inocencia, me dí cuenta de la belleza de la muchacha. El hombre del instrumento rascaba las cuerdas de la pequeña guitarra con la madera y la cuerda. Los sones lentos y tristes fueron convirtiéndose en alegres y rápidos, rítmicos sones de una música parecida al órgano del convento trinitario. Yo era un niño de apenas once años y sentí que aquellos sones no podían pertenecer a la música que hasta entonces yo conociera. La muchacha se descalzó y comenzó a bailar al ritmo de la música. Daba vueltas, alrededor del fuego… su falda se levantaba mostrando unas bellas piernas y al ritmo acelerado de la música, ella iba dando vueltas y vueltas levantando los brazos, el izquierdo señalando al horizonte y el derecho señalando las estrellas nacientes, a la luna también, de la noche de Hervás… y giraba y giraba y giraba…
Me costó dormir aquella noche con la sensación de culpabilidad, por haber roto la promesa de recogerme pronto cuando llegasen los «júngaros», pero al mismo tiempo excitado de haber descubierto un mundo desconocido para mi.
—Abuelo Amadeo, ¿de dónde vienen los “júngaros”? —mi abuelo se volvió a mirarme y por una vez lo noté serio y tenso— di, ¿de dónde vienen?
—Hijo mío, me haces preguntas muy difíciles y yo no sé tanto como tú crees; solo te puedo decir que vienen de muy lejos, de una nación en la que mandan los comunistas —en ese momento bajó la voz— pero que según dice el parte, quisieron echarlos y muchos de ellos han tenido que huir. Esos son los húngaros… Húngaros, Jose. De Hungría, cerca de Rusia. Y ya no te puedo decir más, que me va a oir tu madre y no quiero que crea que te meto historias y chismes en la cabeza.
—Don Matías —el maestro se puso las manos en la espalda, el único de la escuela que no llevaba regla y que por ese importante detalle se había ganado mi confianza. Me miró esperando a ver qué quería —Don Matías, ¿adónde van los júnga… digo los húngaros?
Don Matías me sonrió, bonachón, y me miró con ojos muy abiertos; siempre que podía nos hablaba de viajes y de historias…
—Ni júngaros, ni húngaros, Jose, esos seres humanos que de vez en cuando aparecen por el pueblo, proceden de las entrañas de Europa, y son ¡zíngaros!. Lo más pobre y desarraigado de aquellos lejanos paises. Pero, no hay que equivocarse, son felices a su manera. Me has preguntado adónde van y eso deberías preguntárselo a ellos. Solo sé que no los detiene ninguna frontera, ni guerras, ni ríos ni montañas, ni frios ni calores. Es un pueblo que camina con sus propias leyes y sus propias reglas y costumbres. Que parece que huyen, pero que no quieren refugio. Se conforman con vivir…
—Gracias, don Matías —salí corriendo del patio de la escuela y me dirigí de nuevo hasta el pequeño campamento. Cuando llegué solo unos rescoldos humeantes quedaba del paso júngaro. Me sentí decepcionado y triste. Miré hacia la carretera y a lo lejos, iniciando la subida al Alto de las Palomas, camino de Castilla, el viejo carromato levantaba una pequeña nube de polvo de la cuneta. Los mulos tiraban trabajosamente de aquel pequeño universo, de aquella minúscula célula. El padre músico caminaba con un látigo arreando de las bestias; la mujer, a su lado. Y la muchacha, en la trasera del carro, sentada y balanceando sus piernas. Levanté la mano por si me veía, con ansias desconocidas de cruzar tan solo una palabra con aquella niña, pero creo que no, solo me quedó la imagen de ella girando, girando, girando danzando y mostrando su bello cuerpo a las estrellas y al creciente de luna que me quitó el sueño durante varios dias. Ellos no tenían fronteras, según me contó don Matías, y ya habían cruzado la mía para siempre…

Foto, Miguel Corriols