6.8.21

Gota fría en levante

Hoy mismo, recién llegados a casa mi marido y yo nos vamos a sentar y reflexionar sobre el camino a tomar en nuestro matrimonio. Han sido diez días de vacaciones, en los que ha ocurrido lo que hace escasamente quince ni se me hubiera pasado por la imaginación. 
He de decir que si no lo esperaba tal como se ha desarrollado, sí imaginaba que algo ocurriría: cuarenta y cinco años, veinte de matrimonio, dos hijos en el mundo —volando solos— con un empleo aceptable —jefa de sección en una empresa de componentes electrónicos— a cambio de un sueldo decente, y un piso, ya pagado, montado por todo lo alto pero el matrimonio haciendo agua por todas partes. 
 Y mira por donde, resulta que a mi querido esposo le entró de repente una depresión que es que no quiso ni que le ayudase ni nada, y es que resulta que tiene un negocio a medias, una especie de cartera de



valores, y aunque él juraba y perjuraba que todo estaba bien, no paraba de decirme el yuyu que le entraba leyendo la prensa; y yo, harta de decirle que acudiera a un psicólogo para que no continuase con ese sentimiento de culpa y que le ha repercutido en sus capacidades sexuales. Ha sido el colmo de la paciencia, y ésta se me ha agotado. 
A punto de salir de vacaciones, un día antes de la partida, me dijo que no podía ir, que debía continuar acudiendo a la oficina, a revisar toda la documentación acumulada durante los tres años que hacía que tenía la agencia de depósitos, porque quería estar seguro de que todo estaba en regla. Estás loco, traté de calmarlo, ¿cómo vas a andar revisando todo, a estas alturas, si has actuado con la ley en la mano, los depósitos de los clientes los inviertes y pagas religiosa y puntualmente los intereses acordados? Olvídate y relájate, le dije por activa y por pasiva, encárgalo a tu socio —en ese momento puso cara de asombro y enarcó exageradamente las cejas—. Es más, te prometo que al regreso, yo misma te ayudo: nos metemos en la oficina y revisamos todo hasta quedar completamente convencido de tu honestidad y transparencia. Pido excedencia en mi trabajo para ayudarte, cariño, pero vámonos de vacaciones como teníamos programado. No hubo manera. 
Con las maletas preparadas y el mapa —nosotros somos de los de «carretera, manta y Visa»—, el frigorífico lleno de alimentos para los niños —18 y 19—, y comida para “Perki” nuestro gato siamés, allí estaba yo como una tonta, en mitad del pasillo, rodeada de maletas, y mi maridito en plena crisis de histerismo maníacodepresivo, viéndose, ya, bajando la rampa y entrando en la Audiencia Nacional, para salir camino de la prisión Ocaña II, procesado por estafa monumental. Les puedo prometer que no he visto la película, ni sé con absoluta certeza de qué trata, pero les aseguro que la imagen de Thelma y Luise, a bordo de un automóvil, cruzando los Estados Unidos, pasó por mi mente. Convoqué a mi marido y se lo planteé: tú te metes en la oficina asegurándote de no estar cometiendo ningún delito y yo, si no te importa, me voy, según lo previsto, sola, a pasar unos días de descanso tal y como teníamos planeado. Se le iluminó la cara por un instante. Sonrió y me dio un beso, me dijo que me fuera tranquila, que pasase los diez días lo mejor que pudiera, que no me preocupase por nada, y que me llamaría al móvil, caso de que hubiese solucionado todo. Yo quedé en que le llamaría regularmente para que supiese por dónde andaba. 


Así que, dicho y hecho: en menos de media hora me encontraba conduciendo por la circunvalación M40 en busca de la salida de la ciudad, y aunque no lo tenía muy claro, decidí salir zumbando hacia la costa, por lo que, en cuanto enfilé la nacional III, me arrellané en el asiento y apreté el acelerador, procurando alejar los pensamientos que, sin querer, habían anidado en mi cerebro. Al cuerno, me dije, si mi marido tiene complejos de culpabilidad yo no voy a caer en ellos así que, adelante. 
 Los kilómetros y la carretera pasaban y casi sin darme cuenta, me encontré con una bifurcación, e inmediatamente tomé la decisión de evitar las aglomeraciones y opté por desviarme más hacia el sur, por ejemplo, Alicante. Paré a repostar gasolina y, de paso, entré en un restaurante de carretera para almorzar. Dejé a medias el gazpacho y la trucha rellena que me pusieron como plato del día. Primera llamada a la oficina y en pocas palabras mi marido me dio largas; estaba enfrascado, y le comuniqué cuál era mi ruta. 
A medida que discurrían los kilómetros me pregunté si habría hecho bien en dejarlo solo cuando, quizá, más me necesitaba. De acuerdo que las informaciones de los últimos días respecto a la estafa del siglo, como empezaba a denominar la prensa la desaparición de treinta mil millones de la agencia de valores Mascartera, era para ponerse las barbas a remojar y atarse bien los machos, pero la Mascartinver, la empresa que dirigía mi marido, era de toda solvencia y en la Bolsa era todo de una gran claridad, con una lista de inversionistas —pequeña— pero de absoluta confianza, como tantas veces había escuchado comentar a mi marido, aunque cada vez que hablaba de su socio y consejero delegado, a mi marido se le ponía un mohín que me resultaba sospechoso. En fin, a lo hecho, pecho, porque yo me vaya sola de viaje tampoco se va a hundir el mundo. Me considero una mujer liberada, y había llegado el momento de demostrármelo a mi misma. Sola, joven —bueno, madurita—, de economía autosuficiente, ¿por qué no unas pequeñas vacaciones?. 
Dejé atrás sin darme cuenta, Albacete donde decidí dejar la autopista e internarme por el pequeño laberinto de carreteras nacionales y autonómicas. Me sentía satisfecha, pues por vez primera en veinte años de matrimonio, era la primera vez que, en algo tan simple como viajar en automóvil, yo misma era la que tomaba las decisiones: cuándo y por dónde desviarse; dónde parar y dónde comer o dormir. Y no como hasta entonces que sólo le servía a mi marido para encenderle los cigarrillos cuando conducía, echar un vistazo al mapa de carreteras y preguntar en los hoteles si había habitación. Y ahora era todo de mi absoluta responsabilidad. Como en mi trabajo. 
La carretera serpenteante, de pronto se vio invadida por automóviles que se cruzaban o me precedían y seguían. El paisaje comenzó a llenarse de urbanizaciones que aparecían y desaparecían entre los pinares que llenan las escarpadas crestas de la cadena mediterránea. El aire, a través de la ventanilla, me traía aromas a naturaleza y a mar. Estaba absorta en la vista del paisaje, largamente añorado durante todo el año, cuando un chirrido agudo de neumáticos me hizo volver a la realidad. Llegó a mis oídos, luego a mi cerebro y en una fracción de segundo vi que el coche que iba delante estaba parado. Sólo pude pisar a fondo el pedal del freno y el coche también se quejó: lanzó un largo y agudo grito en forma de rodada sobre el asfalto. Me quedé a una cuarta del coche delantero. Incluso pude ver los ojos del conductor que se clavaban en los míos, a través de su espejo retrovisor. El corazón se me subió a la garganta, pensando en lo que había estado a punto de ocurrir. 
Cuando el semáforo cambió al verde, el primero que veía desde que salí de Madrid, me abroché el cinturón de seguridad, aunque a los pocos minutos de continuas bajadas y curvas me encontré frente a un espectáculo conmovedor: Sobre la playa, en la lejanía, resaltando el horizonte del mar, una inmensa mole calcárea, elevándose 400 ó 500 metros y con unos colores y contraluces producidos por los rayos del sol, cayendo casi en horizontal, dando un aspecto totémico, dominando el mundo a sus pies. Continué descendiendo las pendientes de Aitana, atravesando rotondas, mientras leía los numerosos anuncios de urbanizaciones y negocios, escritos en varios idiomas predominando el alemán. Había ocurrido lo previsto; como en una ruleta, la fuerza centrífuga había cesado llegando al final de mi destino. 
Frené junto al acerado de las primeras casas del pueblo ante un panel informativo. Hoteles, hoteles y hoteles. Sin dudarlo, me dirigí hacia el puerto mientras el Peñón de Ifach iba agigantándose y perdiendo la perspectiva que había advertido desde la lejanía. Ahora el «peñal» lo dominaba todo y mirando a su cumbre, desde sus mismos pies, me sentí como una hormiga, a su capricho. En el puerto de Calpe estacioné el coche y encontré un hotel —el Nuevas Hébridas—, donde conseguí la única habitación libre, con vistas a la bahía desde el 8º piso. 
Decidí comunicarlo a mi esposo, aunque, como hacía a menudo, preferí escribir un mensaje a su móvil, con los datos del alojamiento. Algunos barcos pesqueros entraban por la bocana, y en la playa, situada a poniente, algunos bañistas apuraban la última hora de la caída del sol, mientras un socorrista de la Cruz Roja arriaba una pequeña bandera roja.

 
Sin dudarlo, me desnudé y me puse el biquini que me había comprado un par de días antes. En la bolsa de playa metí lo normal: las cremas y filtros solares, la toalla, el tabaco y una gorrita de mi marido. Dudé un instante pero, finalmente, decidí dejar el móvil recargando en la habitación. El recepcionista me saludó y miró su reloj. Comenzaba a declinar la tarde y no podía desaprovechar un minuto. Atravesé la calle y a través de una pasarela de madera sobre la playa me dirigí hasta la misma orilla. Las olas se estrellaban contra la arena. A mí me parecieron pequeñas, en comparación con las olas del Cantábrico, y deduje que la bandera de prohibición habría ondeado por cualquier otra causa. Dejé los bártulos sobre la arena y me sumergí en el agua. 
Un año soñando con aquel momento. El agua estaba templada; las olas me arrastraron para dentro, y entonces fue cuando me di cuenta del peligro que alertaban con las banderas. No me ocurrió nada pero tuve conciencia de que yo era de tierra adentro y de que al mar hay que tratarlo con respeto. Estuve nadando un buen rato, haciendo pie en todo momento hasta que me di cuenta de que la playa se estaba quedando vacía, así que decidí salir. Lo hice y cogí la toalla con la que estuve secándome aunque el viento de levante era cálido y no sentí la menor sensación de frío. 
Estaba restregándome la espalda que me picaba por el salitre y entonces fue cuando nuestras miradas se cruzaron. Estaba echado sobre una gran toalla y me ruboricé pues el descarado no apartaba su mirada. Hice memoria pues aquella misma mirada la había visto antes. Claro, era la del automovilista con quien estuve a punto de tener un choque en la bajada de la sierra de Aitana. El caso es que en las décimas de segundo que lo observé, pude apreciar la figura de su cuerpo, en una posición tal que parecía estar completamente desnudo. Era de constitución atlética, aunque sin exagerar, acostado sobre la toalla y su cabeza ladeada, apoyada en su antebrazo derecho. Se notaba que no era su primer día de playa. Bronceado, el pelo negro, y con uni bañador minúsculo que se le introducía entre sus glúteos, de ahí que me pareciera, en principio, que estaba desnudo. Yo continué secándome, aunque el corazón parecía salírseme por la garganta. Parecía mentira que aquella mínima cantidad de tela de su bañador —azul— marcase la diferencia entre la desnudez total y el traje de baño políticamente correcto. Acabé de secarme y recoger las cosas; no sabía si sentarme e iniciar un pequeño escarceo —por qué no, si tenía todas las “quejas” de mi marido al respecto—, o salir de allí y dirigirme al hotel. 
Yo no me considero una mujer ligera, o casquivana, qué va, todo lo contrario, incluso tengo fama de puritana, me he considerado siempre una mujer con la cabeza sobre los hombros, con mucho contacto profesional con hombres en mi trabajo, y jamás he sentido la menor intención de tontear con nadie. Pero aquello era diferente. Desde el dichoso asunto de Mascartera, mi marido estaba lo que se dice «missing», pasaba olímpicamente de mí, y lo peor es que yo había intentado animarlo, pero él lo había evitado, por no decir despreciado. Y ahora yo, allí, sola, en una playa también solitaria, rodeada de bloques de apartamentos, y un tipo, por qué no decirlo, cachas mirándome fijamente. Lo observé de soslayo al tiempo que se incorporaba de un salto. Yo también me quedé mirándolo y vi que lo que me parecía un escandaloso tanga o un mínimo triángulo de tela cubriendo también lo mínimo indispensable, no era sino un bañador de lo más modoso que en aquel momento se lo desenrollaba triangularmente por la parte delantera desde las mismas ingles. Me dio tiempo a observar lo dotado que estaba. A continuación se lo extrajo de su trasero y sin que me diera cuenta estaba a dos pasos escasos de mí, sonriendo y tendiéndome su mano, que dejé en el aire mientras le miraba extasiada sus pectorales, brazos y piernas completamente desprovistos de vello. 
—Hola, me llamo… 
—No me interesa —acerté a contestar, intuyendo que no me había reconocido. 
—Bueno mujer, no te pongas así. Te he visto salir del hotel —era un poco más alto que yo y el salitre se le había cristalizado en su cara dándole un aspecto de niño travieso—. Así que somos vecinos, porque también me alojo allí. 
—Pues qué guai —me estaba saliendo la actitud sarcástica que tan bien me iba, aunque mi corazón latía con violencia. Comencé a caminar hasta la zona de chiringuitos, mientras él recogía sus escasas pertenencias —toalla, cajetilla de tabaco y poco más— y noté que, en un santiamén, se colocó de nuevo a mi lado. Por primera vez me sentí indefensa ante un hombre de no más de veintiocho años—. Pero he de dejarte pues quiero continuar sola —mentí, pudiendo haberlo alejado con sólo mencionar a mi marido. Pero no lo hice. En el ascensor me dijo su nombre, y yo le dije el mío. 
 —Te espero a las diez en punto en la puerta. Te invito a una mariscada —dijo mientras salía del ascensor en el 4º piso, sin darme tiempo a reaccionar y declinar el ofrecimiento. 
En mi habitación, mientras dejaba caer el agua de la ducha, justamente tibia, sobre mi cuerpo, no dejaba de darle vueltas a aquel pequeño incidente que, lejos de molestarme, me agradaba, con una sensación de pequeña aventura en ciernes, pero con el firme propósito de ir caminando siempre sobre lugar seguro. De ello me encargaría yo. Qué demonios, la cosa no era tan grave. De la maleta extraje un vestido verde, el más llamativo que tenía. Me dejé el pelo suelto —previo toque de gomina— y me puse zapatos de tacón. Me miré en el espejo de la habitación y hube de estirarme el vestido que me llegaba escasamente hasta la mitad de mis muslos. La verdad es que no aparentaba los cuarenta y cinco años que especificaba mi «denei», y mis pechos podían competir en turgencia y firmeza con cualquiera de las chavalas que pululaban por playas y ciudades, así que decidí dejar el sujetador «olvidado» en la maleta. A las diez y cinco, con calculada impuntualidad, bajé al vestíbulo con la esperanza de que no estuviera allí, pero con el deseo y la sensación de que no estaría mal cenar con alguien conocido. Allí estaba, cuidadamente despeinado, tejanos desgastados y camisa «polo» azul claro pegada a su torso resaltándolo con provocación. Me sonrió luciendo una dentadura perfecta, y yo le contesté de la misma manera. Entregué la llave a la recepcionista. Durante unos segundos nos quedamos uno frente al otro sin decir palabra, como si se tratara de la primera vez que nos veíamos después de mucho tiempo. —Te voy a llevar a cenar a un sitio que te va a gustar.¿De acuerdo? —Vale, debo estar loca de remate —dije espontánea mientras esbozaba la mejor y más pícara de mis sonrisas. La verdad es que no hacíamos mala pareja, aunque se notaba que él era más joven que yo aunque no lo suficiente para ser mi hijo ni lo suficientemente mayor para resultar una pareja convencional. Me asaltó la idea de sensación de ridículo al venir a mi mente la palabra «gigoló», que era lo que me parecía. O que alguno de mis subordinados, habituales de aquel lugar de vacaciones, me viese. En fin, sumida en estos pensamientos, entramos en un restaurante, sospechosamente vacío, alejado de las marisquerías portuarias repletas de veraneantes. El camarero nos colocó en el extremo del comedor más cercano al agua del mar con una espléndida vista del Peñón de Ifach. 
 —Es impresionante, ¿verdad? —Cierto. Me ha dejado alucinada cuando llegué esta tarde. El camarero, a nuestro lado, encendió una vela en el centro de la mesa y nos preguntó qué íbamos a cenar. Yo miré a mi acompañante y le pedí tomar la decisión por mí. 
—Una mariscada extra, especial de la casa, para compartir —me dirigió una mirada cómplice y picarona—. Y para beber, blanco, Marqués de Alella, a no más de doce grados, por favor. 
 Me dejó admirada su seguridad, impropia de un hombre tan joven. Comenzó a contarme que era piloto de helicóptero, destinado en la base de Alicante, y que se dedicaba en verano al rescate de montañeros en apuros que no podían con el Peñón. Aquel día y el siguiente eran sus días de descanso. Me contó un montón de anécdotas de rescates —había perdido la cuenta en los que participó—, como cuando tuvieron que recoger a un excursionista que amenazaba con arrojarse desde la pared sur, a doscientos metros en vertical, si su novia, decía a voces en alemán, no volvía con él. Finalmente, en vista de que no recuperaba la cordura y la noche se echaba encima, lo rescataron inyectándolo un somnífero en plan «Selva del Orinoco», o sea, disparando una jeringuilla hipodérmica cargada de pentotal sódico con una cerbatana, desde el mismo helicóptero. Aquel jovencito me tenía deslumbrada. En veinticuatro horas una servidora había pasado de escuchar llantinas del «broker» de mi marido sobre inversiones, inversionistas, descapitalización y otros conceptos para mí absolutamente desconocidos en nuestro piso al lado del Manzanares, a estar dando buena cuenta de unos bogavantes, langostinos y «carabineros morunos» regados con un vino exquisito que no se notaba al entrar, acompañada de un pedazo de tío contando historias increíbles sobre el Peñón de Ifach, allí presente sobre nuestras cabezas. Era real. No tomamos postre. 
Pagó, empeñado en ello, y salimos a la brisa del paseo. Por una carretera solitaria, iluminada por unas farolas, nos encaminamos, en silencio, bordeando el mar, hasta que un cartel nos impidió continuar. Las olas chocaban rítmicamente contra las rocas, produciendo un sonido estruendoso. Los dos nos paramos y, con su ayuda, subí a las piedras de la escollera para mirar el espectacular paisaje nocturno. La luna, casi llena, en lo alto, se reflejaba sobre la ensenada. Y al fondo, a lo lejos, lo que me pareció Altea. A nuestras espaldas, el Peñón parecía precipitarse sobre nosotros. 
La cabeza comenzó a darme vueltas y sentí que caía suavemente sobre sus brazos. Por un instante nuestros rostros permanecieron a medio palmo durante cinco segundos exactamente. Me dejó suavemente de pie en el suelo y tomándome de la mano dijo: 
—Vamos, es tarde. 
Caminamos en silencio hacia el hotel, entramos y el recepcionista nocturno levantó la vista entregando nuestras respectivas llaves. Nos dio las buenas noches y entramos en el ascensor. No hubo palabras. Ni miradas. Pulsó el botón numero 8, y yo me dejé conducir como una chiquilla. Me encontraba eufórica por dentro. A la segunda, acerté con la llave. Ya no hubiera aceptado otra cosa. Los dos entramos en la habitación y de pie, uno frente al otro, me abrazó y buscó mi boca, ansiosamente, casi con violencia, con la suya. Yo la abrí y nuestras lenguas se fundieron durante largos segundos. Inmediatamente sentí cómo sus manos buscaban en mi espalda los tirantes del leve vestido que, sin esfuerzo ninguno, se deslizó hasta el suelo. Se arrodilló ante mí y buscó mis pechos con su boca. Creí enloquecer, mientras trataba de despojarlo de su camisa que no atinaba a sacarle por la cabeza. Se incorporó como un animal y me arrojó con violencia sobre la cama. De un manotazo me arrancó las bragas y de pie, despeinado, se despojó de los pantalones. Yo le miraba y me sorprendí a mi misma emitiendo un ronroneo que surgía de mi garganta. Estaba presta para todo lo que hiciera falta, había perdido la cabeza. Mañana sería tiempo para los arrepentimientos. Pero en esos momentos estaba dispuesta a deshacerme de todos los prejuicios acumulados en tantos años de matrimonio, vengándome con aquel cabrón que estaba dispuesto a abalanzarse sobre mí. Desnudo, parecido a una escultura griega, pleno en toda su belleza, lo vi dirigirse hacia la pequeña nevera y sacar un botellín de cava. En unos segundos lo descorchó y vertió un chorro a través de mis pechos, dejando que se deslizara hacia la concavidad del ombligo. Ni que decir tiene lo que hizo a continuación. Aquello era, no me cabía la menor duda, el séptimo cielo. 
 En el camino, casi llegando a la cima, sentí un pequeño zumbido que, al principio, sólo me desvió mínimamente la atención, pero después de varios segundos acabé por reaccionar y reconocer el sonido: el móvil estaba comenzando a emitir las notas machaconas del «No cambié, no cambié» de una cantante cutre que mi hija había instalado de coña en mi teléfono celular. Era medianoche, sonaba el móvil y yo estaba a punto de echar un polvo con un desconocido en la habitación de un hotel. A duras penas conseguí coger el maldito cacharro de la mesilla, donde estaba recargando. 
—Sí... —contesté con una débil voz que surgió de mi garganta, mientras mi macho continuaba su trabajo. 
 —¡Hola, cariño! —la voz de mi marido me hizo aterrizar—. ¡Buenas noticias!, no tengo de qué preocuparme. Está todo en orden en la Agencia. Esto no es un «chiringo financiero» y la Bolsa me ha comunicado que contamos con todas las bendiciones. Así que soy todo tuyo. 
 —Muy bien. Ya sabes dónde estoy —logré articular esforzándome en que no se notaran a través del auricular las cosas en las que estaba inmersa—. No vemos mañana, querido. 
 —¿Cómo que mañana? —la voz se agudizó y se elevó de tono—. Del alegrón que tengo, conseguí un billete de avión esta misma tarde. Y he llegado a Alicante, a Calpe y al Nuevas Hébridas. ¿Y sabes dónde me encuentro ahora?: enfrente de tu habitación, la 814. 
 En ese mismo momento sonó en la puerta un toque característico que yo conocía muy bien: “tiic-tic-tic-tic-tiic, toc-toc”, mientras yo me incorporaba dando un empujón al mamón que todavía consumía las últimas gotas de cava de la copa de mi ombligo. En fracciones de segundo, que son las que deciden el curso de la Historia, decidí pasar de la típica escena de película empujando al amante con un hatillo de ropa interior bajo el brazo, camino del cuarto de baño, de la terraza o del armario. En lugar de eso, puse en marcha el plan «paso adelante»: acaricié a mi «machito» en la espalda haciéndole un gesto de tranquilidad para que permaneciera en la cama. Susurró qué zorra eres. 
Desnuda, me dirigí a la puerta. Estaba a oscuras y, al abrir, descubrí a mi marido con una sonrisa de oreja a oreja. A su lado, un pequeño bolso de viaje. 
 —Hola, querido —le eché un vistazo de arriba abajo con una mirada que hacía tiempo que no tenía—. Mañana te lo puedo explicar todo. Si quieres, podemos tomar las mejores decisiones para los dos. Pero no quiero perder tiempo divagando. Estoy con un tío en la cama. Tú verás. Mi todavía marido se me quedó mirando fijamente. Esbozó una amplia sonrisa. 
 —Bueno, ya hablaremos —dijo con una voz ligeramente ronca—. ¿Me aceptáis ahora, ya? 
 Me aparté y entró. Sin encender la luz, hice las presentaciones. Aún quedaba cava en el frigorífico para brindar los tres... o lo que fuese menester. 
 Y esta es la historia. Recién llegados de vacaciones hoy mismo estamos pensando en los trámites de separación. La verdad es que no lo pasamos mal, el piloto nos puso en órbita a los dos, pero creo que mis sentimientos de culpabilidad no me dejan en paz. Mi marido regresará a su trabajo de la cartera de inversiones y está de acuerdo con el divorcio. Creemos que es lo mejor. Yo seguiré en la Compañía de microchips. Lo de Calpe fue una pasada. No hemos expresado el mínimo comentario. Y ustedes perdonen, pero les aseguro que soy una puritana. No les quepa la menor duda. «Perki» ya no quiere dormitar sobre mis piernas, y mis hijos han dejado el frigorífico vacío. 
(Continuará)

                                          F I N