31.12.16

En solo un segundo

Todo arte es completamente inútil
(Oscar Wilde)
La chica miraba nerviosa, a través de los ventanales del consultorio, cómo iba cayendo la corta tarde de diciembre. Pensaba que no era para menos, dado lo que le había ocurrido veinticuatro horas antes.
Viajaba todos los días desde su casa hasta el Jewish Lower East Side, donde había conseguido un empleo en una de las lavanderías de Manhattan, situada en un callejón de Eldridge St.
Sentada, esperaba el diagnóstico del laboratorio de análisis clínico, y se propuso no dejar que los nervios la atenazarán, así que dejó que los recuerdos fluyeran controlados en su mente.
No cabía duda, reconocía, que había conseguido el empleo gracias a la influencia del rabino de su barrio, en el sur del Bronx. De padres y abuelos judíos emigrantes, debía reconocer que aquel trabajo, hasta veinticuatro horas antes, le gustaba.
           Era la única empleada, y ya comenzaba a conocer a los asiduos clientes, incluso Wooddy Allen entró en varias ocasiones. Un anciano,  asiduo, al conocer cómo se llamaba, le contó la curiosa coincidencia entre su nombre y el trabajo que tenía, aunque, en aquellos momentos, no le encontró la menor gracia. El caso es que con el nombre que tenía disimulaba el carácter de judía, aunque no sentía ningún complejo, dado que se encontraba en mitad del barrio judío de Manhattan. Se consideraba una mujer guapa, en la plenitud de sus 27 años, pues tenía rasgos griegos inconfundibles y le había dado por hacerse una cola con el pelo ondulado dándole a su silueta el aspecto de una hermosa cariátide.
Al salir de la lavandería, antes de tomar la línea verde-cuatro del metro, se sentaba en una pequeña cafetería y pedía, para no olvidar por completo, levivot  y bagel (pastel judío de salmón ahumado y queso), aunque prefería los que preparaba su abuela por Janucá, cuando encendían la primera vela del candelabro de nueve brazos para la fiesta de las luminarias, mientras el abuelo entonaba el Baruj ata Adonai [...] lehadlik ner Jánuca (Bendito eres Tú, oh Eterno [...] las luces de Jánuca). Y es que su padre, siempre se había sentido orgulloso de su ascendencia simplemente griega, olvidando las raíces hebreas, y refunfuñaba en cada fiesta judía por las, según él, excesivas influencias mosaicas que le estaban inculcando los abuelos a la nieta. Tal vez, creía una pequeña venganza de sus suegros por haberle impuesto a su hija aquel nombre totalmente gentil para escándalo de la familia.
A veces la muchacha frecuentaba un gimnasio de fitness, para intentar modelar aún más su cuerpo. El trabajo en la lavandería la obligaba a permanecer largas horas de pie, y ello le estaba produciendo molestias en las piernas.
El maldito día anterior, había entrado un contenedor de ropa sucia de uno de los hospitales de Central Park Sur, y su jefe le había pedido que sacrificase su hora de almuerzo. La avería en la lavandería hospitalaria había supuesto una emergencia y sabía, desde el cada vez más lejano 11 de Septiembre, que la solidaridad era una de las características de la ciudad de Nueva York.. Y, maldita sea mil veces cuando (quizás pecando de falta de previsión) hundió sus manos enguantadas en aquella bata que había caído al suelo desde el contenedor y notó un dolor fino y profundo en la palma de su mano izquierda. Un delgado hilillo de sangre le cruzaba transversalmente las papilas de su mano.
Durante un segundo no se dio cuenta, hasta que se percató de que aquella ropa era sucia, por tanto, contaminada, y de que aquella pequeña hoja de acero, manchada de sangre, provenía de uno de los bolsillos que algún sanitario irresponsable había dejado olvidada.
El cliente anciano aficionado a la Mitología le contó que Nausicaa, era hija del rey Alcinoo. Y cuando Ulises, arrojado por la tempestad a la isla de los feacios, fue descubierto por Nausicaa y sus compañeras, que estaban lavando la ropa, aquella le proporcionó ropa limpia y seca  y lo alojó en el palacio de su padre.
La historia de su tocaya le hizo gracia a Nausica (este era su nombre), y desde entonces lo llevó con orgullo, pues siempre se había preguntado por qué ella no se llamaba Sara, Ester, Ruth, Rebeca o cualquiera de los innumerables apelativos que la Biblia proporcionaba a los judíos, y que lo ostentaban  como una de sus principales señas de identidad. Pero que su padre se empeñara en aquel extraño nombre de la Mitología griega no lo había llegado a comprender nunca.
Cuando se accidentó, desconectó la  gigantesca Crolls, corrió al botiquín y su jefe le dijo:
—Debes hacerte rápidamente una analítica de sangre para detectar y prevenir cualquier infección. No quiero disgustos.
En el dispensario, cuando le estaban extrayendo una muestra de sangre estuvo a punto de desquiciarse y perder los nervios. De repente volvió a revivir el lento proceso de su amigo Italo, gentil, desde que le diagnosticaron el VIH. La constatación de que se había llegado con retraso; el duro y penoso tratamiento; las largas y solitarias estancias en el hospital; el inexorable deterioro físico y mental hasta la total degradación física, inerme ante la más  pequeña infección; y lo peor, la lenta y dolorosa agonía, paliada a base de drogas, que le conduciría a la muerte.
A la espera del resultado de los análisis rememoró Nausica los tiempos de su niñez, cuando su abuela le cantaba “Eli shelo igamer leolam”, una canción de cuna que habían traído de la amada Salónica. Aquellas dulces palabras en hebreo siempre las recordaba Nausica, hasta que descubrió que el pequeño mundo judío no acababa ante la puerta del apartamento familiar del Bronx.
Cierto día, unos años antes, le pidió a su abuela unos dólares para comprar una bicicleta y “estrenarla el día de Yom Kippur”, para celebrar el Día del Perdón igual que hacían los sabras descreídos de Tel-Aviv. Su padre sonrió y se dio cuenta de que su hija estaba comenzando a asimilar el ser sólo una greco-americana de verdad, por su nombre y por su aspecto de diosa helena. No volvió a entrar Nausica en una sinagoga, ni volvió a entonar ningún canto de celebración, ni el padre consintió que su hija observase las leyes del sabbath, o se alimentase exclusivamente de alimentos khoser. Ahora, desde la lavandería, veía la imponente fachada de una de las sinagogas de Manhattan por donde entraban muchos judíos neoyorquinos a orar, leer, o simplemente descansar y meditar entonando el “Shema Israel, (escucha Israel...)”.
            Nausica aguardaba en la sala de espera del ambulatorio. Llevaba un día completo sumida en un mar de confusiones; sin embargo, aún le quedaba lo peor: comunicar la casi segura mala noticia a su padre y abuelos, aunque sabía que la apoyarían en todo momento, cubriéndola de besos y abrazos para que sobrellevara la terrible enfermedad.
           Y a George, su prometido desde hacia tres años. ¿Cómo decirle que era portadora del terrible virus? ¿Cómo hacerle participe de una vida y un proyecto trazado en común con aquel terrible estigma? ¿Cómo lo afrontaría? ¿Tal vez huyendo para siempre de ella, que por días se iría convirtiendo en una ruina física?. No quería ni pensar en el  momento en que tuviera que comunicárselo. Pero el tiempo,  inexorable, se convertiría en el más aterrador aliado para transmitir su enfermedad. Adiós al trabajo, adiós a las amistades, adiós a los paseos por la 5ª Avenida, adiós a las sesiones fitness para lograr poco a poco un cuerpo escultural. Adiós, en fin, a la vida que, hasta aquel malhadado día, le había sonreído.
Al pasar a la consulta, Nausica sintió deseos de vomitar. La depresión y el estrés estaban comenzado a dejar huella. Nunca hubiese creído que los nervios la traicionarían de esa manera.
La doctora le tendió la mano y la indicó que se sentara. Por la ventana del aséptico ambulatorio se veía caer lentamente la tarde invernal.
La doctora tomó una carpeta amarilla y extrajo un folio con los resultados analíticos. Nausica se encontraba al borde de un “ataque de nervios.”
—Bueno, veamos —dijo la médica. Se le ha hecho una analítica completa y ya tenemos una conclusión, ¿Está cansada, suda mucho, bebe agua con frecuencia, orina a menudo?
Claro que estaba cansada —pensó Nausica, sentada al borde de la silla, en actitud defensiva—, que sudaba y que bebía abundantemente. ¿Qué quería decir aquella médico?
Ya se había preparado para recibir el temible diagnóstico. Eran los síntomas que desde hacía 24 horas sentía, pero faltaba que los análisis confirmasen lo que ya sospechaba.
—Bien, Nausica Aristhelos: los lípidos, hormonas y linfocitos están dentro de los parámetros normales; así como los niveles de cetonuria. Por tanto, queda descartado cualquier virus de inmunodeficiencia humana. Tiene, sí, una leve diabetes congénita, de toda la vida, que debe cuidar.
Nausica, aficionada a la lectura de Robin Cook y sus aventuras de contaminantes de ántrax, botulismo, peste bubónica, así como conjuras internacionales de guerras bacteriológicas y atentados en masas quedó estupefacta, y, mirando fijamente a la médico, dijo:
—Así que... nada de contagio de AIDS por la maldita punta de bisturí contaminada de sangre...
—¿Sangre? —interrumpió rápidamente la doctora, mirando por encima de la montura de sus gafas. —Hemos analizado la sustancia que manchaba el bisturí, y nada de sangre: simple tinta roja de rotulador. Así que, Nausica, a descansar y mañana, de vuelta a su trabajo. Ah, y por favor, la pequeña herida, destapada y que le dé el aire.
Nausica salió a la calle. Los coches circulaban lentamente en dirección de los puentes y salidas de la isla, despoblando la otrora jungla de Manhattan.
Miró la línea del cielo que se perfilaba al final de Battery Park. Faltaban las torres gemelas. Mañana tendría que madrugar. Y por la tarde, pensó, entraría un momento, por primera vez en mucho tiempo, para completar el minyán (diez personas, como mínimo, para iniciar las lecturas sagradas) en la sinagoga de Eldridge St.
—Gracias, Dios mío, y, como dice una sentencia judeosefardí, “que la salud me pueda”— pensó. Se anudó al cuello la “pasmina” comprada en los rastrillos del Pre-Harlem, resguardándose del viento helado de la noche, y  miró al cielo antes de desaparecer por la boca de la línea verde-cuatro del metro de Nueva York.
“Porque yo, sin ti, no soy nada; qué no daría yo...”, la aterciopelada voz de Amaral salía de los buffles del gigantesco compact de un latin-boy apostado en las escaleras del sub, mientras miraba a Nausica.

                                 FIN



12.12.16

Día mundial del donante de sangre

Cuando me he enterado de la efemérides no he podido evitar el recuerdo de una persona que hace sesenta años cedió parte de su sangre para dármela a mi.
Posiblemente la imagen hoy causaría risa pues la transfusión se realizó, parece ser, directamente, de vena a vena y siempre, hasta el final de sus días mi donante altruista, cada vez que me veía hacía alusión al hecho de que yo llevaba su sangre. Tanto me lo repitió que aquella escena, de la que no recuerdo  realmente nada, está en mi mente como si hubiera ocurrido ayer mismo. No solo su sangre, que salvó mi vida y me curó del terrible mal que aquejaba a gran parte de la infancia de aquel entonces, sino que con su sangre también me trasfundieron, de corazón a corazón, sin mediar más que dos tristes agujas y un fino tubo, su gran caudal de parte de su bondad, de su señorío, de su prestancia -que bien poco supe aprovechar-;  y de su cariño que me regaló a manos llenas cuando lo necesité.
Desde la distancia en el tiempo, mi homenaje cariñoso a quien me salvó y me quiso hasta sus últimos días.
Gracias, Isabel Hernández Bejarano, por tu generosidad.