14.9.21

Kabul, noviembre 2001

Lena Geesinski, 28 años, mirada profunda, atractiva a rabiar, nacida en Bielorrusia pero americana hasta la médula, licenciada por el M.T.I. (Instituto Tecnológico de Massachussets), no ha tenido una buena jornada.

                   El turno de noche del 12 de noviembre ha sido más movido de lo que parecía y es que, últimamente, no consigue centrarse en su trabajo. Está desasosegada y el estrés es brutal. Ser Jefa del laboratorio de control de la factoría termonuclear, propiedad de la Atomic Enginering Development Co. era, en tiempos, un trabajo que le absorbía, pero en estos momentos ha caído en la rutina. Solo al llegar a su casa en los arrabales de Concordia City, a orillas del río Republican, Estado de Kansas, se siente liberada de la tensión. Y quién lo diría, el mismo instrumento que en su despacho le supone un suplicio y es culpable de sus males, ahora es el instrumento que la libera: ha descubierto que la pantalla y el teclado de su PC son, respectivamente, sus ojos y sus manos, curiosamente las dos partes de su cuerpo de los que se siente más satisfecha: con los que mira de forma envolvente, según sus amigos íntimos; y sus manos, unas manos finas, perfectamente esculpidas, que laboran en las mesas del laboratorio o archivan dossieres, o acarician las manos y el rostro de George, su novio, directivo de la central.

               


De camino a casa, a punto de amanecer sobre las llanuras de Kansas, en la fría mañana de noviembre, espera la hora de conectarse, mira las noticias de televisión y se le hiela la sangre cuando ve las noticias del día: en el Estadio Nacional de Kabul la ejecución de un hombre, bajado de un camión, y, en medio del silencio de la multitud, arrastrado hasta el centro, atado a un poste y ejecutado
  de un solo disparo de fusil, efectuado por un miliciano talibán con un viejo Kalashnikov. 

                 No podía creer lo que estaba viendo: aquel hombre, abatido, había sido encontrado culpable de espionaje a favor del «demonio americano». De pronto, como por arte de magia, la luz se hizo en la mente de Lena. Acababa de caer en la cuenta de que el periodo de dos meses había desembocado, irremisiblemente, en la tragedia desarrollada minutos antes en las pantallas de los televisores de medio mundo. Una lágrima se desprendió de sus ojos, y ni siquiera lo intentó: no se conectó, pues aquella su historia había acabado. Se sentó, mirando a través de la ventana, la turbia mañana de noviembre de Concordia City y comenzó a recordar el 14 de septiembre, dos meses atrás...

 

            ...Cuando sentada delante de su ordenador en la quietud de la madrugada, recibió una señal, seguida de un leve pitido. Sobre la pantalla, un saludo: «Hi, Good Night», seguido de un mensaje, que, a Lena, le dejó perpleja: letra a letra, iba apareciendo en la pantalla:                     «Allah-u-akbar. 

               Allah es grande, Único. 

              En el nombre del Altísimo" 

      Aquello no procedía de una página de Internet, sino de una dirección de correo electrónico, la misma que ella usaba para «chatear» de forma intrascendente cada noche con su amiga Petra en Moscú. Estuvo a punto de desconectarse, presa de un repentino miedo, fruto de la presión informativa a raíz de los atentados y la psicosis que se había aposentado y adueñado del mundo.

           Dos días antes habían caído las torres gemelas de Manhattan, y estaba en plena efervescencia el odio a todo lo que sonase u oliese a musulmán, islámico o simplemente árabe. Saludó, tímidamente, si es que se puede calificar así, escribiendo a través del teclado; y desde el otro lado de la pantalla, en un inglés aceptable para mantener una conversación, alguien le comunicaba que estaba enviando un mensaje desde algún lugar de las estepas de Asia Central. 

           Lena, hasta entonces, de dichos lugares sabía lo mismo que de Burkina-Faso o de Machu-Pichu, es decir, nada. Afganistán había comenzado a sonar con fuerza en los noticiarios de las cadenas de televisión y solo a partir de entonces, comenzó a saber que aquél era un desventurado país que estaba poblado por auténticos guerreros, un pueblo que vivía en la guerra permanente; patria adoptiva del terrorista que había osado derribar el tótem capitalista del mundo.

         Aquella noche Lena, oriunda de Minsk —Bielorrusia—, de ascendencia judía por parte de su madre, ésta a su vez de su madre, y así sucesivamente, comenzó una sincera amistad con aquel que se hacia llamar «pastuntwo». Lena, que siempre utilizaba el «nick» de «lonessain» (un juego de palabras, con su nombre ruso-askenazi, que le enseñó la abuela), comenzó a conocer la historia de su interlocutor, a 12.000 Km. de distancia en cualquiera de los dos sentidos —este u oeste— de la tierra, en las antípodas; con doce horas de diferencia; acordando conectarse a las 12:00 AM y PM (según Hora Standard del Pacífico) respectivas de Afganistán y Estados Unidos de América. 

             Y así, un día tras otro, recorriendo al compás del trote de uno de Los Jinetes del Apocalipsis junto a los preparativos de la maquinaria de la guerra, lista para arrasar las chabolas de la periferia de Kabul, Lonessain fue conociendo la vida de Pastuntwo (no logró llegar a conocer su verdadero nombre); solo que era varón, de 35 años, técnico de telecomunicaciones, licenciado en la Universidad de Karachi, Pakistán,  obligado a abandonar sus estudios y su trabajo de profesor de informática en el Instituto Afgano de Tecnología. Le contó que, desde la salida de los soviéticos en 1989, se había recluido en un viejo cobertizo, alejado de las miradas, en Bagrarni, a 8 kilómetros al este de Kabul, donde se había refugiado con su hermana.

Lena fue la receptora de los mensajes de aquel hombre que vivía en el país más pobre del mundo, que se veía obligado a salir todas las mañanas en una destartalada bicicleta y dirigirse hasta un puesto callejero del centro de Kabul, en donde vendía alfombras y cobertores importados de Irán y Mongolia. Le comunicó a través del «chat» que estaba corriendo un grave peligro, por varias razones: una, que estaba en posesión de un ordenador (un ya antediluviano Spectrum X) que había conseguido sacar del Instituto cuando los malditos estudiantes coránicos, aquellos barbudos que interpretaban los versículos sagrados a su manera —de una forma cruel— llegaron a Kabul y tomaron las riendas del destino de millones de personas. Sabía que la posesión de aquel «instrumento de perversión al servicio del demonio occidental» era un delito castigado con la muerte. Y otra de las razones era que tenía escondida a su hermana, de 30 años, con la que se había recluido en la vieja casa herencia de sus padres. 

Y si ser mujer en Afganistán, le decía Pastuntwo, era ostentar la categoría más baja de aquella sociedad primitiva, más baja era aún si cabe la de su hermana, para quien el burka constituía una prenda más humillante que para cualquier otra mujer: Aidina se había quedado totalmente ciega a causa de la explosión de una maldita mina antipersonas que tuvo la desgracia de pisar. Pastuntwo cogió una mañana aquella degradante y pesada prenda femenina, de color azul celeste, salió al patio y le prendió fuego.

              Desde entonces, había permanecido recluida en la casa, pero él se había propuesto sacarla adelante, darle de comer y que, aunque no fuese más que entre las cuatro paredes de la vivienda, se sintiese persona.

                Durante dos meses, a las 12:00 (PST), lonessain, es decir Lena, fue leyendo estupefacta algo que parecía salido de una narración de Stephen King. Esta, a su vez, les fue comunicando —de lo que estaban totalmente ajenos— lo sucedido en Nueva York y el pánico desatado en todo el mundo así como de los preparativos para la guerra.

El 7 de octubre, día de descanso de Lena, les comunicó que el ataque de Estados Unidos se había desencadenado, algo que pastuntwo corroboró: desde su casa, aquella noche, pudo observar sobre Kabul el intenso bombardeo que se desencadenó y duraría los días sucesivos.

Recuerda que fue entonces cuando comentó a Robert William, su compañero, Jefe de Seguridad de la central, el contacto que mantenía con el país de los afganos. 

—Has sido elegida por tu contacto, y tu obligación como patriota americana —sentenció, mirándola fijamente —es comunicar los conocimientos de los que estás siendo depositaria, a las autoridades.

Lena se quedó pensativa, y por unos instantes en su cerebro, se desencadenó una feroz lucha: la verdadera guerra estaba en su mente, sopesando las consecuencias que podría tener ceder la información que estaba recibiendo (guardada en el disco de su Pentiumcuatro). 

Luego de pensarlo durante unos minutos, se dio cuenta de que, en ella, convergían circunstancias extraordinarias en aquellos momentos cruciales de la Humanidad: norteamericana (por tanto víctima potencial de los criminales), de padres rusos (emigrantes a causa de los soviéticos), judía (pero también amiga de la causa palestina), agnóstica (sin embargo lectora tardía de la Biblia, el Corán y la Torá) y mujer (independiente, liberal, trabajadora y autosuficiente), aparte de considerarse una experta internauta. Y todo aquello, que creía encarnar, estaba en peligro. 


            No lo dudó un instante: a partir del día 8 de octubre, toda la información que Pastuntwo le transmitía se la pasaba, vía intranet, a su compañero Robert. Y así, durante horas, cada día, el amigo afgano alternaba confidencias de su vida —que era de la etnia pasthos (por tanto nada que ver con los estudiantes coránicos talibán); que tenía escondido un viejo radiocassete con unas cintas de música donde se mezclaban canciones jordanas, hindúes y turcas con melodías con la que algunas mujeres bailan la danza del vientre en tugurios de El Cairo para los turistas americanos y europeos—, con datos confidenciales  sobre movimientos de tropas por las calles del zoco de la zona del Cuartel General de la Policía y el Fuerte Hissan, por donde veía pasar las brigadas talibán, el tipo de armamento que llevaban y la dirección que tomaban. 

                 Su idioma materno era el pastún; su religión, y la de su hermana, era la musulmana; pero interpretaban el Corán de manera positiva, porque consideraban que el texto sagrado predicaba la tolerancia, la benevolencia  y el amor al prójimo, al contrario de la Sharia de los intransigentes.

            Algunos días, para desesperación de Lena, las comunicaciones eran pésimas y el Spectrum afgano «se caía». Llegó a obsesionarse de tal manera que tuvo la conciencia de que su propio trabajo pasaba a segundo plano. Cierto día, que tuvo que trabajar en el primer turno, conectó desde los sistemas informáticos de la central. Dado que, en aquellos momentos no podía atenderle, pasó la comunicación a Robert, quien también se encontraba trabajando. Aquel día Pastuntwo comunicó que había observado, desde su puesto de venta, el paso de una caravana de automóviles dirigiéndose a toda velocidad por las solitarias avenidas de Kabul. A pesar de los cristales tintados, pudo ver, perfectamente, a Abdul Assanhi Masheria, uno de los muchos lugartenientes de Osama bin Laden y del Muláh Supremo Talibán.

Otro día, Lonessain recibió la descripción de una serie de pasadizos secretos recorriendo el subsuelo de la capital.

                      Y así, consiguió hacerse una idea de qué estaba ocurriendo. Que los pastún eran enemigos de los talibán. Que los afganos no todos eran unos temibles guerreros barbudos, cubiertos con turbantes negros y abrazados a Kalahnikovs AK-47 incautados a las tropas rusas. Conoció la vida, amarga, de alguien víctima de un régimen de terror. Y su conciencia, si en los primeros momentos le remordía, a medida que pasaban los días iba autoconvenciéndose de la rectitud en su decisión de dar utilidad a la información proporcionada por su ya amigo Pastuntwo, y hasta el 10 de noviembre conectaba y compartía, cuando la información lo requería, directamente en el chat a Robert. El último día, Pastuntwo comunicó que las cosas estaban empeorando en Afganistán, que en los corrillos de los zocos y plazas de Kabul, sobre todo en la Explanada de la Escuela coránica de la Mezquita Central, al lado de la antigua Embajada francesa, se decía que marines americanos estaban a las puertas de la ciudad con rifles "intergalácticos" de rayos infrarrojos, junto a tropas gurkas inglesas blandiendo sables malayos; se decía que las purgas y las violaciones estaban a punto de comenzar; se decía que había caído Mazar-e-Sharif, se decía... se decía...

Aquella noche de horas de comunicación, Pastuntwo se interesó por Lonessain, que siempre había estado a la "escucha" pero de la que, después de dos meses, sabía muy poco. Ésta, que todas las noches acababa la comunicación con el saludo Salam Aleikum, le tecleó con tres palabras quién era: americana, rusa, judía. Por unos largos segundos, el chat permaneció mudo. Ella representaba todo lo que los fundamentalismos odiaban. Temió que había perdido a su amigo para siempre. Pero la conversación continuó. 

Pastuntwo le contestó que, tal vez, no pudiese volver a comunicar con ella. Que las brigadas talibán recorrían las calles, en aquellos días con más intensidad que nunca. Pedía, si algún día aquella pesadilla terminaba, si fuese posible marchar a trabajar a Estados Unidos, quizás en alguna compañía de comunicaciones, para ahorrar dinero y que algún médico atendiese a su hermana.

El 11 de noviembre Lena se levantó tarde. La mañana era fría y desapacible. Desde el río Republican llegaban jirones de niebla que hacían el ambiente gris. Era un domingo como otro cualquiera en Concordia City.

Lena se preparó un tazón de cereales, hojeó los periódicos y se conectó a Internet. A las doce en punto, hora standard del Pacífico, activó la dirección que ya había configurado en su pagina principal del servidor de mensajes —usol— que pastuntwo había elegido para aquel diálogo silencioso. A las doce-cero-cero se quedó fija en la pantalla esperando aparecer el icono que le indicaba la conexión digital a través de las líneas telespaciales. Al cabo de varios segundos, sin embargo, le extrañó que no apareciese nada en pantalla. Comprobó el módem para asegurarse, y sin darse cuenta vio que habían pasado casi diez minutos de la hora convenida. Comenzó a preocuparse cuando, al lado del nombre Pastuntwo, apareció el mensaje «Desconectado». Aquello le pareció más que extraño. Era medianoche en Afganistán, y, nerviosa, llamó a Robert. Éste le dijo que no se preocupase demasiado. A Lena le extrañó aquella contestación displicente del compañero que tan interesado había estado las semanas anteriores. Lena —Lonessain—, se sintió a disgusto y lo intentó una vez más. Pero el mutismo más absoluto aparecía en el monitor del Pentiumcuatro y fue cuando se dio cuenta de que echaba de menos a su amigo ya no tan virtual. Se tendió en la cama y estuvo mirando, a través de la ventana del dormitorio de su apartamento los nubarrones preñados de agua que se cernían sobre las llanuras de Kansas.


Toda la tarde del domingo, hasta bien entrada la madrugada, exhausta, estuvo intentando visualizar aunque no fuese más que una palabra de su amigo. Y el lunes, después de dos horas escasas de sueño, continuó  intentándolo durante todo el día. 

Entonces tuvo una premonición. Conectó la CNN, y pudo verlo con sus propios ojos: una ejecución en el Estadio Nacional de Kabul. Un tiro en la nuca fue lo que recibió el hombre, que las imágenes borrosas de un vídeo doméstico —tal vez clandestino—, mostraron convertido en un guiñapo mientras la multitud permanecía silenciosa en los graderíos.

Por la deficiente megafonía del estadio una voz enronquecida invocaba el nombre de Alá y leía una sentencia a muerte del «espía del diablo americano».

Todavía pudo observar, con lágrimas en los ojos, cómo colgaban el cadáver en un poste en medio del destartalado campo de fútbol. Y se figuró, no podía parecerle más real, a su amigo Pastuntwo —del que no había llegado a conocer su verdadero nombre ni tan siquiera una imagen— vigilado, investigado, detenido —tal vez junto a su hermana ciega—, bárbaramente torturado y, finalmente, ejecutado.

La Alianza del Norte, de la etnia pasthos, enemiga de los talibán, entró en Kabul la mañana del martes 13 de noviembre de 2001.

Robert llamó a Lena y la felicitó. 

Por las calles de Kabul, se veían las primeras mujeres, algunas ya sin burkas, y chavales, muchos chavales corriendo —oliendo la libertad—, acompañando a los Land Rover cargados de aguerridos pastunes, enarbolando banderas verde-blanco-negras de la República de Afganistan.  

Lena se resignó. Se pondría en contacto con un amigo en CRECIENTEYCRUZROJAS, para intentar localizar a Aidina. Haría lo imposible por ayudarla a rehacer su vida en Estados Unidos a la hermana de su amigo. 

Se puso delante del PC para acallar su conciencia; no podía olvidar que había hecho uso de la información recibida sin conocimiento de Pastuntwo aunque Robert le dijo que aquél lo tenía que saber, sin necesidad de habérselo advertido previamente.

             Lonessain hizo, tres días después, viernes, algo que estaba deseando desde tiempo atrás. Descargó de Internet una canción y la envió por correo instantáneo a pastuntwo@usol.net la canción que le había recomendado un amigo sefardí. Y con su corazón, cuando comenzaba la primera luna llena del mes de noviembre, siendo el año 1422 de la Hégira, el 5762 de la Era judía y del Señor de 2001, Lonessain —Lena— envió una hermosa canción en lengua española, aun sabiendo que nadie, más allá del espacio cibernético, la escucharía. Pastuntwo ya no estaba al otro lado. 

Otro despertar, otro amanecer

bajo el cielo de Israel.

Se alejó de mí en un atardecer

                y al decirme adiós, un poco antes de partir,

me entregó su estrella de David.

Cuando aquel mismo viernes Lena se dirigía a su turno en la central nuclear, la luna, en su plenitud, se asomaba, a ratos, entre grandes nubarrones. En medio mundo comenzaba un nuevo periodo cargado de esperanza: el Ramadán.

Mientras conducía su Porsche por la estatal K-9, un coche con las siglas FBAAAI (Oficina Federal de Investigaciones de Actividades Antiamericanas), se dirigía a su apartamento. Ni por un segundo podía imaginar Lena Geesinski que iban a hacerle una visita. Pero no tendría nada que temer. La Libertad, a 12.000 kilómetros de allí, sería Duradera gracias a «Lonessain y Pastuntwo»; y a otros —en el anonimato—, como ellos.

El chat había finalizado para siempre. 

—¡Shalom!, Pastuntwo— musitó Lena, llevándose una mano al corazón, dando un pasito más allá de la amistad—, dondequiera que estés. 

Abrió su mano sobre el rayo láser del Detector de Control de presencia que recorría la palma, leyendo las huellas dactilares, al ingreso en la Central Atómica. Otro turno de noche comenzaba.                      

                                     F I N


  Nota del Autor: 

 

-Lena Geesinski vive (2021) en un lugar indeterminado de Estados Unidos bajo el Protocolo de Testigos con nueva identidad.

-La Operación Libertad Duradera comenzó con la invasión de las fuerzas de la OTAN en 9 de octubre de 2001 arrojando a los talibán del poder... hasta 2021 en que las fuerzas aliadas abandonaron Afganistán y dejaron a su pueblo a merced de un nuevo gobierno talibán.




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