14.11.20

Peste de Almanzor

Muhammad Ibn Abi Amir, el futuro Al Mansur bi-llah, “el Victorioso por Allah”, más conocido por Almanzor, se encontraba en Medina Zahara cansado de guerrear. Los territorios cristianos habían sido debilitados pero no solo por las guerras que desde Cordoba se hacían sobre la periferia del gran al-Ándalus sino porque tras él, segundo califa, había dejado desvastado los campos yermos de Hispania. Llenos de escombros, ruinas, desolación.
Los grandes médicos cordobeses de la escuela de Medicina ya le habían advertido del peligro del placer por la guerra del Califa. No era solo la guerra y la destrucción sino algo intangible, invisible, silencioso pero tan cruel como la más terrible razzia de los Omeya sobre la tierra hispana de la Cristiandad.
Población diezmada, cadáveres abandonados en tierras y descampados. Aguas insalubres, la ponzoña se apoderaba de la población sin distingos de edades, sexo, clase o creencias religiosas. Las taifas eran víctimas del mas cruel enemigo. La peste.
Pues bien, envió emisarios por todos los reinos andalusíes ordenando que se dispusieran medidas contra la epidemia de peste. Los mejores médicos cordobeses, casi todos judíos, aconsejaron las medidas pertinentes a adoptar entre el pueblo villano. Los poderosos, los reyes, los funcionarios, las hetairas y las demás cortesanos fueron puestos a buen refugio dotandolos de alimentación y habitación sanas. Fue al-Mansur pródigo con los fuertes y poderosos pero remiso y miserable con las poblaciones de las futuras taifas que morían de fiebres y disentería. La peste campaba a sus anchas por al-Andalus y tan solo médicos y físicos por su propia cuenta y a su buen criterio, se preocupaban de atajar —muchas veces a ciegas— aquella maldición divina. El califa en su palacio de la campiña cordobesa



no estaba muy lejos de saber que la peste iba a ser, entre otras calamidades, el final del brillante califato y los vastos territorios se iban a desangrar hasta la expiración final aunque habrían de pasar aún cuatro largos siglos, pero las aguas putrefactas, la alimentación insana, las medidas profilácticas inútiles acabarían con la España musulmana, hijastra de las huestes del creciente mahometano. Por el sur habían desembarcado y por el sur, llorando Boabdil, embarcarían de nuevo.
Muhammad Ibn Abi Amir Al Mansur bi-llah, llamado Almanzor, se movía nervioso por las terrazas ornadas de Medina Zahara sin comprender que sus razzias por las mesetas y las agrestes montañas no eran las que iban a desangrar y atomizar la todopoderosa, la esplendorosa, la biendicha tierra de al-Andalus sino la ola invisible del mal que campaba y campaba, sin remedio... Los muhecines llamaban a la oración desde los alminares de Hispania mora, y Almanzor en su soberbia, desoyó la llamada del humilde muhecin que desde la Gran Mezquita de Córdoba convocaba ensalzando la grandeza y la unicidad de Alàh y aseverando que Mahoma es su profeta. Almanzor se introdujo en su palacio y pidió, déspota, vino de la campiña cordobesa. Los dulces sonidos del harem despertaron en él otros apetitos, aparte del sexo, que lo arruinarían: el Poder.

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