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4.3.24

Diez, cien, mil

Diez, cien, mil


Cuando me llaman al-Qurtubî, lo acepto con orgullo. Nací, sin embargo, en Umba, en el año 404 de la Hégira. Soy Abũ ‘Ubayd’ Abdallāh al-Bakrī, hijo de Abd al Azīz al-Bakrī, de la familia de los Bakrīes, de muy alto linaje, cuyas raíces se hunden en esta tierra de al-Ándalus desde los tiempos del hayib Muhammad ibn Abū Āmir, llamado al-Mansur.

Deseo narrar la historia de la formación, apogeo y fin del efímero sueño de una de las coras, gobernada por mi muy amado padre, rodeado de una corte de jeques y consejeros con miras a administrarla eficaz y de forma sabia, la ta’ifa que pudo haber sido poderosa y quedó en el intento. Con ello rememorar las vicisitudes de un pequeño y modesto emirato, casi desapercibido al lado de los grandes. De lo que pudo haber sido y no permitieron ser: el Reino de Xaltis.

Me ceñiré en este relato, con palabras sencillas y claras, a unos hechos de los que, si bien no fui testigo directo ni poseo documentos o testimonios que lo avalen, sí tengo la suficiente información, por rumores que corrían, para discernir entre unas ideas a las que poner orden y dejar constancia de las causas por las que fue anexionado, y oprimido como tal, el reino de Xaltis.

 Desentrañar las causas que provocaron aquellos tristes episodios es una tarea que me ha ocupado varios años. Desde que me exilié, el tiempo y la distancia me han ofrecido la oportunidad de llegar a ciertas conclusiones que, aunque no dejan de ser, en parte, producto de mi imaginación, no están reñidas con las certezas que me han ido dictando mi corazón y mi conciencia. 

Mientras la luz del día se va difuminando más allá de las torres y minaretes de Madinat az-Zahra, alzo la vista antes de mojar el cálamo en la tinta y comenzar a escribir sobre un buen papel de Sātiba, evitando divagar a fin de reflexionar, ponderar y delimitar responsabilidades, sin pretender atribuirme papel de juez alguno, sino más bien ser simple fedatario de cómo ocurrieron aquellos acontecimientos… 


Olas suaves lamían entonces las costas del Reino de Xaltis. Allí se encuentran las cuatro millas de islas donde se asentaba su territorio rodeado por los de al-Garb, Mārtulah, Lebla, Ishbiliya y, al septentrión de todos ellos, otras tierras. Así, está resguardado entre dos grandes ríos, al oriente y al occidente, el Wadi al-Kibir y el Wad-ana. Al sur, baña sus playas el mismo mar del Reino de Fez en África. 

Era Xaltis, echando mi vista minuciosa sobre aquel tiempo pasado, una ciudad principal que hacía justa competencia a la vecina Umba. En sus alrededores existía una gran actividad artesanal. Tenía, además de ricos y feraces huertos donde se cultivaban legumbres y flores, una atarazana, así como una alcazaba y algunos talleres de metalurgia donde se fundían el hierro y otros metales. La mezquita se erigía en el centro de la ciudad, donde sus habitantes oraban las cinco veces preceptivas del día.

Su puerto era refugio de numerosos navíos dedicados a las artes de la pesca, y a menudo se dirigían a Umba vadeando los numerosos caños y canales marismeños. Abrazando a las dos ciudades en sus desembocaduras, los ríos Saquía y Wadi-Wabru.

 En sus campos costeros pacía el ganado lanar, caballos, bueyes, y se cultivaba trigo y maíz entre cauces de aguas. En otros campos del interior minas, aguas ―algunas salobres y muchas salubres― y numerosa fauna de los tres elementos. La tierra era fecunda. Y así, en este trozo del paraíso, siendo el año 403 de la Hégira, mi padre fue proclamado y elevado al trono de la ta’ifa, una vez consumada la fitna del califato de Qurtuba...

Pasaron los años y en el 435 (H.), después de deliberaciones entre los consiliarios y el monarca, este decidió la acuñación de moneda propia, con objeto de ponerla en circulación para el uso de los habitantes, con la función de cobrar impuestos, insuflar confianza en el pueblo llano, pagar a los servidores del estado, mercadear e intercambiar tanto en el interior como tras las fronteras del reino y, por tanto, a largo plazo, fortalecerlo como protección de otros pueblos y reinos del norte, incluyendo los ejércitos infieles. Se encargó a uno de los talleres de metalurgia de Xaltis, el de Abdul, que se convirtiera en sikka para acuñar dichas monedas, para lo cual encargó suficiente cobre de Granada, así como de la por entonces escasa plata.

Abdul dispuso los crisoles y reavivó los hornos para fundir los metales y comenzó la acuñación de moneda dirheme siguiendo las instrucciones recibidas acerca de la ceca de Xaltis y su cuño, esto es la marca de al-Bakrî, las inscripciones sobre la unicidad de Dios, los adornos florales así como el valor facial acordes con la aleación, peso y medidas justas, a fin de conseguir con cien dirhemes el equivalente a diez dinares de oro de los otros reinos, en cantidad exacta calculada para no depreciar su valor. El encargado de vigilar que los deseos reales fueran atendidos fue el jeque Galib Ibn Ahmed, quien rara vez abandonaba la ceca, pues además encontró momentos para poner su mirada en Nawar, la hija de Abdul, de ojos grandes y negros como el novilunio y hermosa como el reflejo de la luz en los bajíos de la playa. Su padre la tenía destinada a unir en matrimonio con algún rico mercader de África, tal vez del lejano imperio de Malí. Por ello, no era del agrado de Abdul saber a su hija lejos de los aposentos privados, pues no le habían pasado desapercibidas las atenciones con la que el encargado real dispensaba a la joven.

Abdul consideró una afrenta aquella situación en su propia casa. No podía, a pesar de los dictados de su corazón, hacérsela pagar al jeque en aquellos precisos momentos, no convenía a sus intereses actuar al instante, pues también debía atender los asuntos del negocio. En mala hora pensó en urdir una estratagema mientras miraba absorto cómo los crisoles vertían en chorros fundidos el cobre y la plata. Una idea se le fue ocurriendo: según acuñase la moneda, iría cumpliendo los compromisos adquiridos, pero a su manera, no dudando para ello hacer valer sus influencias.

«Rey y Emir de Xaltis», leyó el sayrafi en el reverso, dando su visto bueno a la ceca acuñada y al sagrado texto de que no existe más que un dios y quién es su profeta. Las monedas estaban dispuestas. 

Una partida de estos caudales, que en principio estaban destinados al zoco de Umba para ponerlos en circulación a disposición del soberano de la cora, fue fletada en una expedición de tres pequeñas embarcaciones con guardia real al mando del jeque pretendiente de la hija del metalúrgico. Zarpó el convoy vadeando los canales del Wadi-Wabru hasta llegar a Umba. Esos eran los planes, pero poco antes de atracar al muelle, una pequeña lancha se acercó a la flota con una contraorden, decisión del Rey ―que tenía su palacio en Umba—, por la que habría de ascender el cauce del río Saquía, y navegar hasta las murallas de Lebla. Así lo hizo. 

Ya desembarcados, unos carruajes fueron cargados para transportar el dinero hasta Ishbiliya. Púsose en marcha la caravana hasta los territorios del rey al-Mu’tadid. La caravana avanzó confiada en llegar al nuevo destino sin contratiempos dado que aquella comisión viajaba en son de paz, a pesar de que bien se sabe cómo los dineros fomentan muchas veces el afán de la codicia y lleva a los hombres a guerrear. Si era correcta la orden recibida de desviar dichos fondos hacia Ishbiliya, poderosa razón debió haber para aquel cambio.

Una partida del Rey dio el alto a la caravana de Xaltis al discurrir por al-Saraf. Las credenciales presentadas por el jeque Ibn Ahmed fueron insuficiente salvoconducto para evitar el registro de la caravana. De resultas fueron requisadas las cajas del erario del Reino de Xaltis y sus responsables, conducidos al alcázar.

Entre los dirhemes de Xaltis, descubrieron los agentes del Cadí y los cambistas de la ceca de Ishbiliya una partida de dirhemes con una proporción muy alta de cobre y un recubrimiento de plata con las señales de al-Mu‘tadid: nada sobre dichas monedas constaba en la relación contable. Los cargos imputados fueron los de tráfico ilícito de caudales, imitación de moneda (luego) falsificación de la ceca, usurpación de identidad y alteración del valor real frente al valor nominal monetarios.

Era, de manera clara una vil, insidiosa, pero simple y sencilla trampa, dentro del plan urdido por Abdul que había acuñado en secreto un número de monedas falsas domeñando ―deseo en este caso expresarlo así, mejor que aleando― tan generosos metales, conspirando para conseguir que su enemigo las llevara en persona hasta la misma víctima del engaño, sin importarle quiénes le acompañarían y cuáles funestas consecuencias podría acarrear aquella acción. 

La justicia de al-Mu‘tadid fue administrada según el capítulo que trata de los defraudadores en el Noble Libro, y por ello los responsables fueron encausados y juzgados según el grado de participación en los hechos. El cargamento, tanto el legal como el delictivo, fue fundido en el alcázar de la capital del reino de al-Mu‘tadid.

Por aquellos tiempos el acoso constante de los ejércitos del rey cristiano de León, Fernando I, obligó a las numerosas ta’ifas del sur de al-Ándalus a que formaran alianzas y acordasen pactos de todo tipo. Al-Mu‘tadid, temiendo ser futuro deudor de parias y tributos abusivos, concluyó cómo la desunión favorecía la debilidad, y por tanto vía libre al rey cristiano para la reconquista del reino andalusí. Mi padre, por su parte, solicitó ayuda al soberano cordobés Ibn-Yahwar a fin de frenar el expansionismo de al-Mu‘tadid, pero por desgracia fue tratado como el reyezuelo que era, y desoído.

Así fue como si de los haces anverso y reverso de una de aquellas monedas se tratase, al-Mu‘tadid hizo causa de sus ansias proteccionistas y concausa del asunto banal del incidente del erario, completando así sus pretextos para desencadenar la tormenta que se abatiría después sobre el reino de Xaltis.

Y ocurrió. A la puesta del sol de un día de Zu l Hijja del 443 (H.), desde Lebla antes tomada, las tropas de al-Mu‘tadid se dispersaron: una parte se dirigió hacia la ciudad de Umba, arrasando a su paso las tierras de cereales y de frutales, y de otras preciadas plantas como el zabad; y la otra parte del ejército, embarcando y descendiendo por el cauce del Saquía, hasta que, ya en el mar que baña Xaltis, los golpes de remo de las barcazas rompieron la mansedumbre de sus aguas, y las aves que anidaban en sus riberas —alcatraces, alcedos, anas, pandiones, limosas y muchas otras— remontaron el vuelo hacia el ignoto horizonte del mar tenebroso y no regresaron más. De esta forma al-Mu‘tadid, con tan terrible tenaza, exhibiendo el poder de su alfanje y ondeando el estandarte con nuestro común Creciente, se apoderó del territorio de la ta’ifa, a pesar del entendimiento pacífico que antes mi padre le había ofrecido. Las venganzas, la acción y la reacción, se habían consumado.

…Así fue, marchitándose, de forma lenta, el principio del fin.

Mi querido padre fue depuesto de su trono y confinado en Xaltis hasta que pudo establecerse en Qurtuba. Fue progresivo el desmantelamiento de los talleres de metalurgia, y con ello abortado el proyecto del acuñado y circulación de una moneda propia, oficial del Reino de Xaltis. También, gradual el empobrecimiento de las explotaciones pesqueras y agrícolas, por lo que sobrevino la asfixia económica y el abandono de la isla.

    Mi muy amado padre, conocido también como Abd al Azīz Izz al-Dawla, falleció en esta hermosa Qurtuba, entre suspiros por la patria perdida, por el infortunio de no haber sabido defender los intereses de su tierra y de su pueblo. Falleció, ya digo, en el año 450 (H.); y el infausto al-Mu‘tadid ―padre de mi mentor y amigo, el poeta y buen rey al-Mu‘tamid―, en el 461 (H.)

Olas tempestuosas baten desde entonces las costas del Reino de Xaltis


Por qué he abandonado por un tiempo mis ocupaciones literarias y decidido escribir estas notas, revisando y retocando el pasado sin pretender modificar el curso de la Historia, es algo que no sabría explicar. Tal vez la necesidad de narrar con el corazón, desde distinto ángulo que el de los cronistas cortesanos, y ofrecer una teoría de cómo el poder, la riqueza y a veces el amor, a menudo trenzan lazos que anudan destinos de reinos y hombres. Y si bien los hechos narrados, unos en mayor medida que otros, no parecen causa directa de los males abatidos sobre el reino, aunque a conciencia lo dejo entrever, cualquier acontecimiento tiene consecuencias encadenadas: la sed de venganza, el escarmiento, la decadencia de un reino… con el riesgo de errar en los ajustes de viejas cuentas, sin posibilidad de enmiendas o rectificaciones. Así es la teoría que vengo sosteniendo desde la caída de Xaltis: su rey, mi padre, fue víctima de inconvenientes e indeseables adláteres.

No podría llevarme esta desazón, y si bien no poseo documentos o testimonios que lo avalen ―sí rumores que van y vienen (Abdul y Nawar, nombres imaginados por mí para esta crónica, se desvanecieron en las neblinas de la Historia)―, he mantenido una lucha muy intensa, entre mi corazón y mi conciencia, unido al dolor por la injusticia que se cernió sobre personas y lugares tan queridos por mí. Dado que entran en juego no sólo la vida, sino algo más valioso como es la propia honra, por si algún día estas disquisiciones ―que no figuraciones― de un anciano en el ocaso de su vida, sean como una luz en medio de las tinieblas, sin por ello negar o descalificar otros razonamientos distintos, concluyo que ningún mal podré yo añadir con esta confesión sino vindicar la memoria de mi augusto padre pues a nadie debe importar los avatares de mi vida sino los de él, y si bien fue responsable por omisión en el asunto banal de los dineros, desencadenante de la invasión del reino, no me cabe duda alguna de los esfuerzos que realizó sin provecho alguno por redactar y firmar un justo acuerdo para acabar con el caos de los reinos desunidos de al-Ándalus, e impedir que un puño férreo se abatiera sobre Xaltis. Es mi opinión que cualquier pretexto hubiera sido así mismo válido en aquellos malos tiempos. 

Pongo el punto final a estos escritos —que preservaré entre suaves telas de lino— recordando un dicho del Profeta, la paz y las bendiciones divinas sobre él: «Deja aquello que te hace dudar de su licitud y encamínate a lo que no te hace dudar. Pues la verdad es tranquilidad, sosiego y paz interna; y la mentira, duda».

 Sin dudar, entonces, me encaminaré a depositarlos en las manos seguras de mi buen amigo Levi Cohen, hombre del otro Libro, residente en al-Munastyr, para que él procure protegerlos, y así, aunque transcurran mil años, es mi deseo evitar que el manto del olvido caiga como vendaval de arena del desierto sobre la pequeña historia de aquellos caminos y reinos, antes, al contrario, que resurjan estos escritos a la luz y se pueda conocer con seguridad mi verdad.

Me encuentro al fin tranquilo y sosegado como la noche que ya cubre Madinat az-Zahra. Y en paz conmigo mismo. Que así sea


En Qurtuba, cuarto día de Rabi al Awwali, 480 años de la Hégira


Visir Abũ ‘Ubayd’ Abdallāh al-Bakrī, biendicho, al-Qurtubî



(N. del A.) Ubayd al-Bakrî, filólogo, geógrafo y botánico, además de poeta, falleció en 1094 A.D. (487 H.), tal vez en Córdoba, ya que fue enterrado en el cementerio de Umm Salama de dicha ciudad.

1 comentario:

Alf dijo...

Estoy agradecido por el enfoque práctico y aplicable de los conceptos que presentaste en tu artículo.

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