19.3.18

Ecos al viento


ECOS AL VIENTO
     

Y fuera se fundían las 
últimas nieves de la primavera.
(La segunda muerte de Ramón Mercader. 
Jorge Semprún)

A Rosa, en Alicante. 
Gracias por prestarme su nombre y regalarme su amistad.


(1) Resumir la guerra civil española, que se desarrolló desde 1936 hasta 1939, es tan complejo y existe tanta literatura que con teclear en cualquier buscador de Internet, o mejor aún, en cualquier buena enciclopedia, saldrán multitud de documentos donde informarán de una de las más sangrientas guerras que vieron los siglos, ya que España, durante los años anteriores había ido gestando lo que una tarde de verano estalló. Y es que el hambre, la incultura, el progreso de los fascismos que pregonaban un nuevo orden en toda Europa, más el subdesarrollo, el desempleo, el ascenso del capital a costa de las masas asalariadas, fueron creando un envenenado caldo de cultivo. Y cómo España, a partir de la caída de la monarquía,  recibió la República con ilusión para acabar con las desigualdades. Pero en lugar de ello, el país se fue enrocando en una espiral de violencia y de injusticia que los sucesivos gobiernos de derechas y de izquierdas fueron incapaces de frenar. Al contrario, las posturas se fueron enconando, y el país, poco a poco, se fue abocando a precipitarse en el abismo que se abrió y en el que, irremisiblemente, cayeron las dos España, enzarzadas y atenazadas una a otra con el único objeto de destruirse mutuamente.
Uno de los hechos que marcaron el devenir de la historia, una mancha difícil de borrar, ocurrió en mayo de 1931, recién instaurada la República. Me estoy refiriendo, junto a la ola de violencia, huelgas, incautaciones, rebeliones de las barriadas proletarias, mítines incendiarios e establecimientos de regímenes anárquicos, a un hecho difícil de superar en cualquier civilización con un mínimo de sensibilidad y de respeto. Me refiero a la ola de asaltos e incendios de iglesias, que comenzó en Madrid, extendiéndose a lo largo y ancho del territorio nacional durante los años que mediaron hasta el comienzo de la guerra.
Los asaltos; las profanaciones de tumbas, extrayendo los cuerpos momificados y exponiéndolos a la luz pública; la destrucción de imágenes religiosas; los asesinatos de los sacerdotes y de las monjas de las clausuras de las grandes urbes y de los pequeños núcleos urbanos fue moneda corriente en aquellos años, con altibajos según se iban alternando los gobiernos de uno u otro signo.
Yo no viví la guerra, pero conozco algunos de estos acontecimientos por quienes los vivieron, aunque sospecho que casi todos ellos, poco a poco falleciendo, se guardan muchas cosas que siempre se han resistido a mencionar. Lo sé porque en aquellos aciagos años los españoles no se libraron de verse obligados a tomar partido en uno u otro sentido.
Soy de un lugar enclavado en plena sierra de Gredos. Ahora es una pequeña ciudad, repleta de chalet en espera de los veraneantes, con una bella iglesia románica reconstruida, orgullo de los habitantes de Cabañas, que es como se llama mi pueblo. Bueno, pues lo que hoy es un lindo pueblo, hace 69 años era un poblado que vivía sobre todo de la huerta y de la tala del bosque de castaños, legado por la Corona de Castilla, como bien comunal.
No me voy a parar en describir la vida cotidiana de Cabañas. El caso es que una madrugada del mes de mayo de 1935 la paz del pueblo se vio interrumpida por unas voces que recorrían las calles, en solicitud de ayuda: los vecinos se levantaron sobresaltados, y asomándose a las ventanas pudieron observar cómo, tras los tejados, se elevaba un resplandor rojizo hacia el cielo. Desde sus casas, en silencio, pudieron escuchar un sonido siniestro que se elevaba como en un rumor sordo e indefinible. Pero ya resultaba inconfundible: era el crepitar del fuego sobre las centenarias maderas de la iglesia. Poco a poco, los vecinos salieron a la calle y se fueron acercando. La voz de alarma la dio un pobre diablo que todas las noches andaba borracho.
—Es la iglesia, es la iglesia, que está ardiendo. ¡Han sido los rojos!—gritaba, enloquecido, recorriendo callejas y plazuelas.
Al momento, la vecindad comenzó a tomar posiciones y a hacer una cadena humana con agua, que iba desde la Plaza Porticada hasta las mismas puertas de la iglesia. Pero ya era tarde: a menos de diez o quince metros no había forma humana de acercarse a aquella descomunal tea. En pocos minutos, la iglesia testigo del ritmo de los cabañenses; que había cobijado a los bautizos, casorios y funerales; oído sermones de todos y cada uno de los prestes desde el siglo XII; servido durante un tiempo como mezquita de las mesnadas árabes invasoras, todo, excepto los paredones del ábside y el torreón mudéjar, en suma, una de las joyas arquitectónicas de la provincia, quedó reducida a cenizas, incluidos los mismos portones de madera de castaño que desde la Edad Media habían sido traspasados cada día. Los vecinos vieron impotentes todo arrasado. Sólo la torre del campanario y las dos campanas ennegrecidas permanecían intactas. Cuando pudieron acceder, observaron espantados cómo las imágenes y tallas de los altares laterales y el retablo mayor habían quedado calcinadas cuando no ennegrecidas por efecto del humo. Los vecinos de Cabañas notaron clamorosas ausencias de ciertos vecinos, sobre todo desde que el borrachuzo había dado la voz de alarma. Desde aquel mismo momento, cuando vieron  los destrozos, tomaron conciencia de que el abismo que se había abierto en toda España, de forma irremisible, había separado también el pequeño pueblo. Al entrar a la iglesia, vieron en medio de aquel desastre la sillería de arenisca ennegrecida por el fuego y el humo. Todas las tallas (el Patrón San Martín del Campo, Santa María del Pino y la Sagrada Cena) colocadas en circulo a los pies del altar, y en medio, desperdigadas por el suelo cubierto de ceniza, catorce hostias, dejando horrorizados a los presentes, pero al mismo tiempo maravillados al observar las Sagradas Formas inmaculadamente blancas en medio de aquel infierno (¡Milagro!, se dijeron), como si hubiesen continuado depositadas incólumes en el interior del copón, abandonado en un rincón, abollado y pisoteado. A media mañana todo el mundo se congregó a las puertas de la Casa Rectoral, y el párroco desde el balcón, junto con el alcalde, clamó venganza contra “los enemigos de Dios y de la Patria” que habían “profanado el cuerpo de Cristo y destruido su Casa”. “La ira de Dios debería caer” —predicaba enardecido— sin más tardanza sobre aquellos “malnacidos a los que había que arrojar para siempre de España”.
El griterío de las soflamas iba in crescendo calando en los sentimientos de aquella gente hasta el punto de que ya, sin necesidad de investigaciones, había encontrado a los culpables, aun sin citar nombres. Pero los gritos del borracho, mensajero, habían dictado sentencia, y no se necesitaron más testimonios. “Han sido los rojos, la camarilla marxista del pueblo, que a la chita callando han estado confabulándose para socavar los sentimientos más íntimos del buen pueblo de Cabañas”. El cura y el alcalde se turnaban en el uso de la palabra, hasta que consideraron que ya estaba todo dicho.
Fueron retirándose a sus casas, y todos volvieron a sus labores. Los días pasaron, y a los días se sucedieron los meses de aquel año que poco a poco se iba envenenado. 1935 acababa con malos augurios, que cristalizaron a primeros de enero del 36, al convocarse elecciones generales, dado el clima de anarquía e ingobernabilidad en que estaba sumido el país.
En Cabañas parecía haberse olvidado la quema de la iglesia. Se habían suspendido los cultos, y aunque habían sido retirados los escombros y los restos calcinados, la iglesia quedó cerrada, y el pueblo volvió a la rutina de siempre hasta que aparecieron por el pueblo políticos que hasta entonces nunca lo habían hecho. De derechas y de izquierdas, se celebraron sendos mítines, donde se concentraron los partidarios de cada uno. No había ya lugar a la indecisión o a la tibieza. O de unos o de otros. No había otra disyuntiva. Y el pueblo, el 6 de febrero de 1936, habló. El  resultado en Cabañas no se diferenció demasiado del resto de España. Los papeles se repartieron, aunque los perdedores lo hicieron a regañadientes, mientras los vencedores del Frente Popular se envalentonaron, y surgieron las primeras escaramuzas verbales a cuenta de la quema de la iglesia. Las cosas, sin embargo, no fueron a mayores.
En la carretera de Piedrahita, justo a la salida del pueblo, había una finca, consistente en una huerta y una cuadra con animales de granja. Enclavada en esta finca había una casilla, antiguo almacén de aperos de labranza y reconvertida en vivienda de los guardeses de la heredad. Esta era la vivienda de la familia protagonista de los acontecimientos que a continuación narraré.
En aquellos pocos metros cuadrados vivían Sebastián y Rosa junto a sus dos hijos. Sebastián Redondo Cintado había nacido en 1905 y a pesar de carecer de estudios, ni siquiera primarios, había tenido la fuerza de voluntad de aprender a leer y escribir mientras cuidaba los cerdos y las gallinas de aquella misma finca donde había nacido. Con los años, curtido en la vida dura, había procurado adoctrinarse en la faceta política, y poco a poco había ido leyendo todo lo que caía en sus manos. Todo, decía, para emancipar algún día a la clase proletaria.
Rosa Damián Ortiz, por el contrario, era una guapa mujer que se resistía a parecer ajada por la vida en el campo, y procuraba estar siempre lo más arreglada posible. Había nacido en una casa del pueblo cinco años después que Sebastián. Durante el día atendía las labores de la casa, mientras Sebastián permanecía en las tareas de la finca y los niños, Nicolás y Emilio (así los pusieron en honor de los dos últimos presidentes de la I República), nacidos en el 30 y en el 31, acudían a la escuela del pueblo, pues aunque el padre no quería para sus hijos más que una educación impartida por él mismo sin contaminaciones extrañas, y menos aún de los curas, ella lo había convencido de que acudieran a la escuela, al menos durante unos años.
Por la noche, a la incierta luz del candil o del carburo, cada uno se dedicaba a lo que más les gustaba. Él a leer y a escuchar la "radiogalena" y ella a la pasión que le había trasmitido su madre: el bordado. Bordaba como nadie en Cabañas lo hacía. Y ella lo sabía, y era feliz porque sus trabajos eran la admiración en el pueblo. 
Pero desde unos meses antes, los encargos que continuamente le hacían y  que tanto habían ayudado en la modestísima economía familiar, de pronto cesaron y ya nadie había vuelto a encargarle nada. Ni un simple pañuelo, y mucho menos una mantelería o juego de cama que otras veces había confeccionado para la clase pudiente del pueblo, aunque para ello hubiese tenido que vencer la resistencia de Sebastián que no veía con buenos ojos que Rosa trabajase por cuatro míseros reales los ricos, a los que tenía por sus enemigos y culpables de todos los males de la clase trabajadora.
Todo tenía su explicación. Desde la quema de la iglesia, en el pueblo se había propalado una consigna: el vacío más absoluto para Sebastián y Rosa. Desde aquel aciago día la marginación había sido la condena de casi todo un pueblo que señalaban a “los republicanos”, como eran conocidos desde que cinco años antes, el 14 de Abril de 1931, se habían lanzado los dos solos por las calles del pueblo —Rosa, embarazada— enarbolando una gran bandera republicana bordada por la madre de ella.
Desde entonces, habían permanecido fieles a sus ideales republicanos y marxistas, con la incomprensión de los terratenientes y la jerarquía eclesiástica, que habían visto en el nuevo régimen un punto final de las prebendas disfrutadas desde siglos atrás. Sin embargo, habían aceptado a la familia de Sebastián y habían hecho uso de los servicios de ella como costurera hasta justamente la madrugada cuando la iglesia había sido pasto de las llamas, aunque habían continuado en la finca como guardeses.
Las noticias desde días antes eran alarmantes: en Madrid los desordenes y asesinatos de uno y otro lado preludiaban lo que iba devenir en la gran tragedia del tórrido verano del treinta y seis. El 18 de julio siguiente, en una calurosa mañana de sábado, un camión con media docena de soldados del regimiento de Ávila y cinco guardias civiles llegó a la plaza Porticada. 
Los acontecimientos sucedieron con rapidez. El alcalde, Remigio Paz, un republicano de última hora, fue fulminantemente destituido, encarcelado y trasladado a Salamanca por rebelión. Pusieron a uno de los terratenientes, Agustín, falangista y dueño de una de las más grandes fincas. El párroco, hasta ese día escondido en su casa, aquel mismo 18 de julio apareció y lo primero que hizo fue celebrar una misa frente a las puertas calcinadas del templo.
En fin, el pueblo dio “la vuelta a la tortilla”, se quitaron unos y se pusieron otros. Lo abierto se cerró y lo cerrado se reabrió. La calle de la Libertad pasó a denominarse calle de Arriba España, y los verdaderos rebeldes pasaron a denominar rebeldes a los que habían permanecido fieles. España, en pocos días se volvió loca y de súbito afloraron las más bajas y ruines pasiones que se pueda imaginar. España se fue convirtiendo en un campo de batalla y en un cementerio. He de reconocer que soy incapaz de describir lo que fue este país durante aquellos años. Durante mi niñez, me obsesioné de tal manera con aquel periodo, del que sólo conocía comentarios a media voz entre los mayores, silencios e historias apenas esbozadas, que más de una noche me despertaba sobresaltado. 
La familia de la que estoy hablando, ni que decir tiene que fue expulsada de la hacienda en donde vivía, y desde finales de julio tuvo que instalar una especie de chabola en unos terrenos junto al camino del monte, en un pequeño bosque de castaños, muchos de ellos centenarios, inmensos, con algunas ramas nuevas reverdeciendo sobre sus resecos troncos. Unos terrenos que entre los cuatro limpiaron y adecentaron.
Una vez reinstalados con las pocas pertenencias que lograron sacar, Rosa comenzó a hacer lo único que sabía: bordar. Y esto fue lo que hizo de la mañana a la noche, a fin de sacar el sustento para sus hijos. Porque por eso era por lo que estaba trabajando, dicho en el sentido más estricto de la palabra, por la comida, que era el salario que le daban las personas para las que trabajaba. Sebastián estuvo tres días recorriendo el pueblo en busca de un jornal, y lo único que consiguió fueron portazos en sus narices. Todo el mundo le dio la espalda. 
El 25 de julio se presentó en la chabola un sargento de la guardia civil con una citación para Sebastián. Rosa se lo temía desde el día anterior cuando su marido le comentó sus temores. Y ese día, 25, les dijo al sargento y al jefe de Falange —el nuevo alcalde— que su marido se había marchado del pueblo la noche anterior. El sargento miró impertérrito a Rosa, registró la casa sin resultado, pero el falangista montó en cólera y comenzó a lanzar improperios contra Sebastián llamándolo traidor y cobarde.
Aquel día comenzó para la mujer y para sus dos hijos un calvario que habría de durar mucho tiempo. Cada día, de cada semana, iban a la caseta de la familia de Sebastián a preguntar por él, pues no se creían que hubiera salido del pueblo y que debían localizarlo para que respondiera de varios cargos que había en contra suya: “sedición, rebelión militar, peligrosidad social”, y, como corolario de aquel cúmulo de delitos, el de “inductor y ejecutor de la profanación de la tumba del Santo Patrono, profanación del Sagrario e incendio y destrucción de la iglesia”.
Mientras duró la guerra, nunca dejaron de importunar e inquirir por su paradero, pues de vez en cuando aparecían las autoridades del pueblo preguntando por Sebastián Redondo Cintado. Siempre, la mujer, les contestaba lo mismo, mientras Nicolás y Emilio, casi adolescentes, asistían silenciosos a aquel rutinario interés por su padre.
La guerra, en Cabañas, se desarrolló acorde con los acontecimientos que se estaba viviendo en el resto de España, pues parte de la provincia de Ávila bien pronto cayó en poder del ejército de Franco, y en el pueblo cayó, como la niebla, una aparente calma. 
La contienda acabó en abril de 1939, cuando los restos del ejército de la República se retiraban por los puertos del Mediterráneo y miles de hombres, mujeres y niños huían a través de los pasos pirenaicos. Madrid caía después de largos meses de asedio.
España dejaba de estar dividida en dos, física y políticamente, pero socialmente comenzaba una época de miseria, odio y represión que duraría aún muchos años hasta restañar las heridas, no por deseo de curarlas, sino por olvido, sin el menor atisbo de interés en buscar la verdadera paz y la necesaria justicia.
El 1 de mayo de 1939, amaneció un hermoso día y Rosa hacía mucho rato que se encontraba levantada, rememorando Primeros de Mayo pasados. Era una mujer bella pero envejecida prematuramente y sus ojos habían perdido el brillo de sus años juveniles, pues bordar durante dieciocho horas al día, y arreglar la casa para sus hijos… para su familia, le estaba pasando factura. Los niños se habían levantado hacía rato y estaban aún en el interior de la casilla. Estaba tendiendo ropa cuando escuchó un rumor sordo procedente del camino que conducía a Cabañas. Levantó la vista y vio acercarse un coche. Descendió del mismo una pareja de forasteros que vestían pulcros trajes. Rosa se puso en guardia. Dejó la ropa en el barreño de zinc y esperó a que entraran en la parcela.
—¿Tú eres Rosa?— le preguntó el mayor de ellos sin ni siquiera dirigirla un gesto de saludo, y menos aún de presentación.
—Sí señor, Rosa.
—Dinos de una puta vez dónde está tu marido—. El tono del recién llegado se elevó para dejar clara la intención que llevaban.
—Les he repetido muchas veces que mi marido se marchó al frente cuando empezó la guerra. Estoy cansada de decirlo—. Rosa se secó las manos en un gesto de nerviosismo. Tenía la intuición de que aquella vez era distinta a las anteriores. Que aquellos hombres, ahora ya, en plena borrachera de victoria y sin nadie a quien rendir cuentas, no iban a cejar fácilmente en su empeño de tratar de localizar a su marido para hacerle pagar todas las culpas que le habían endosado.
—Tú no te vas a reír de nosotros como has estado haciendo durante estos años de los del pueblo. A ver… tu marido no aparece por ningún sitio, ni vivo ni muerto. Somos del Servicio de Información del Ejército y no consta. Así que... ¡hala! a decirnos dónde coño podemos localizarlo, que queremos hablar con él.
Rosa se retiró del tendedero, y en un gesto instintivo, primitivo, abrió sus brazos acogiendo a Nicolás y Emilio que, detrás de ella, acudieron a su regazo.
Todo ocurrió muy rápidamente, pero con la cadencia de una cámara lenta para que aquellos breves segundos permaneciesen por siempre en la retina y en la mente, así como en el corazón de quienes, víctimas, protagonizaron aquella escena.
El más joven de los hombres, luciendo una camisa azul, se acercó súbitamente a la madre y sus hijos. Arrebató a Nicolás de los brazos de Rosa, lo atrajo hacia sí, sujetándolo con un brazo, al tiempo que extrajo de su cintura una pistola, que refulgió al dar en su cañón los primeros rayos de sol. Inmediatamente, con un gesto casi mecánico, introdujo el cañón en la boca del muchacho, obligándole a abrirla girando y apretando al mismo tiempo el arma en un movimiento salvaje e impropio de un ser civilizado. Nicolás, con el cañón introducido en su boca, con los ojos fuera de sus órbitas, miraba aterrorizado a aquel malnacido que acababa de hacerse indigno de lucir cualquier uniforme, de cualquier color, con las insignias fueran las que fuesen, mientras el hombre miraba, enloquecido por el odio, a Rosa que, espantada por lo que estaba viendo, era incapaz de gritar mientras intentaba inútilmente tapar los ojos de Emilio para que no viese aquella escena espantosa. Durante unos segundos, eternos, el hombre giró y giró, atornillando la pistola en la boca de Nicolás, haciendo amagos de apretar el gatillo. 
—Dime dónde está el rojo cabrón de tu hombre o vuelo los sesos de este hijo de puta. 
El otro individuo, al cabo de unos segundos, reaccionó y se dirigió a su compañero.
—Venga, deja al chico. ¿No ves que se ha cagado por los pantalones abajo? Esta puta nos lo tendrá que decir. Pero otro día.
El pistolero sacó la pistola de la boca de Nicolás y lo soltó. El muchacho, libre del abrazo asesino, se mantuvo unos instantes mirando a uno y otro lado, y cayó derrumbado al suelo, lleno de vergüenza y humillación.
En pocos segundos la escena acabó, luego de que el sol tornase a calentar, el mundo continuase girando, los pájaros volvieran a revolotear y la sangre de aquellos seres indefensos volviese a correr por sus venas. La Vida, la Naturaleza, el Mundo y el Universo habían cesado en su ritmo vital al producirse  la escena más cruel que mente humana pudiera imaginar. De nuevo los ecos volvieron al viento.
Cuando se fueron los facciosos, aquella familia, rota por el dolor y la vergüenza, se encerró en la casa y decidió salir sólo lo imprescindible a fin de sentirse seguros.
Con el paso de los días y las semanas, la resistencia se fue debilitando y al final optaron por salir poco a poco de la casa. No podían mantenerse encerrados, y decidieron volver a hacer vida normal si por normal se entiende el salir, a hurtadillas, y andar por el pueblo mirando por encima del hombro con temor de encontrarse de nuevo con los hombres que los habían visitado. Rosa se encerró en si misma y aumentó su rendimiento de trabajo. Las necesidades eran cada vez mayores y todas las horas del día eran pocas para sacar adelante a los suyos. Nicolás tenía la dentadura destrozada y gracias a la bondad del único dentista que se había instalado en el pueblo, que se apiadó de aquella desventurada familia, consiguió reformarle las maltrechas muelas, aunque Rosa se negó, atenazada por el miedo, a desvelar al dentista ni a nadie, a qué se debía la horrible “mella”.
Su vida transcurría con toda la dignidad posible en sus circunstancias. Los niños estaban suficientemente alimentados y no faltaban un solo día a la escuela. No deseaba más problemas.
De vez en cuando recibían la visita del alcalde y del cura, los mismos que habían estado en primera línea a la hora de sofocar el incendio de la iglesia en el cada vez más lejano mayo de 1935.
Pasaban como distraídamente, y se paraban en la puerta —construida por… Rosa, con unos viejos tablones que permitían dar un cierto aire de posesión a aquellos terrenos que más de una vez el alcalde se había encargado de recordar que no lo consideraba una “usurpación” sino una “generosa cesión temporal del ayuntamiento”, gracias a la intercesión generosa del párroco, quien, melifluamente sonreía al escuchar aquellas palabras. Ella asentía, bajaba la vista, y musitaba muchas gracias— mientras Nicolás y Emilio, ya unos mozalbetes quinceañeros, dejaban los juegos o las lecturas, y permanecían serios mirando a aquellos representantes de la Autoridad.
—Estás envejeciendo, Rosa, pero aún estás guapa. ¿Por qué no piensas en casarte y dar a estos muchachos un nuevo padre?— preguntaba Agustín el alcalde, mientras la miraba con ojos de carnero.
—Deje usted, Don Agustín…— respondía sumisa, bajando la mirada y escondiendo las manos bajo el mandil.
Y el alcalde, junto al párroco, se alejaba camino de retorno al pueblo… echando de vez en cuando la vista atrás, y sus figuras iban haciéndose más y más pequeñas.
A los pocos meses ocurrió algo:
Agustín agonizaba debido a una terrible enfermedad que hacía meses se había apoderado de él. No pienso recrearme en decir que cuando entró en fase terminal comenzó a delirar, sin duda debido a los efectos de la morfina que le habían administrado para paliarle los terribles dolores que sufría en sus últimas horas, aunque bien se diría que era la descarga de un peso que arrastraba desde hacía diez años, pues comenzó a emitir alaridos diciendo que él, sólo él, había sido el culpable de la quema de la iglesia, que lo había hecho en venganza y como provocación a los partidarios de las izquierdas y fanatizado por las soflamas y consignas de unos y otros partidos. Habló también de la borrachera que hicieron coger a quien comenzó a propalar la maledicencia que él mismo le había indicado. 
Los que asistían a aquella terrible agonía, pudieron escuchar la pública confesión, que poco antes había realizado como sacramento al sacerdote, de su inmensa culpa y que no estaba dispuesto a llevarla con él al otro mundo.
De sus labios salían enfebrecidos lamentos y llamadas a “Sebastián”, a quien clamaba para que lo acogiera en la “otra vida” por si aún podía perdonarlo. Los asistentes a la terrible escena aún tuvieron tiempo de escuchar de labios del moribundo la terrible trama que había urdido contra la familia del huido, ordenando a unos esbirros forasteros que intentaran por cualquier medio que Rosa les dijese dónde se encontraba Sebastián el incendiario. Y cómo, a última hora, había decidido posponer el castigo que iban a infligir a Rosa propinándola un corte de pelo y una buena ración de ricino. Pero lo dejó para otra ocasión, que, pensó, no le faltaría.
Agustín el alcalde, al fin, después de varias horas de agonía, cuando había descargado su conciencia, entregó su alma a la Providencia que haría de él lo que a bien tuviese. Atónitos, los asistentes, entre ellos su esposa, escucharon la confesión que fue imposible ocultar por mucho tiempo. 
A Rosa le llegó la noticia cuando estaba en plena faena de bordados. Emilio, el pequeño acababa de llegar del pueblo, y las campanas aún renegridas de hollín doblaban a muerto. Comenzaba el otoño de 1946 y España atravesaba los duros años del hambre y de la autarquía, mientras Europa se desangraba en una guerra en lucha contra el fascismo.

(2) Orgía de horror.  Es el calificativo que se puede aplicar a la primera semana desde el alzamiento militar cuando el caos se había apoderado de España, y cuando cada región, provincia, regimiento militar, alcaldía, asociación, y como último, cada persona hubo de decantarse por uno u otro bando, independientemente del lugar en que viviese. Cabañas, como ya he dicho, cayó inmediatamente en poder de los franquistas. Bien es verdad que el pueblo no era importante, ni en número de habitantes ni en valor estratégico, pero la guerra civil se declaró en cada población por minúscula que ésta fuese.
Sebastián tardó unos pocos días en darse cuenta de que aquello no iba a ser una de tantas asonadas militares, de que el levantamiento había tenido éxito en una gran parte del país, aunque Madrid, según las noticias de la radio, había resistido. Estaba solo y debía decidir con rapidez, si no quería que lo localizaran. Debería esconderse para salir posteriormente y atravesar la sierra y tratar de llegar a la Sierra de Guadarrama, entrar en Madrid y presentarse en el Comité Central. Empuñaría las armas.
—Sebastián, me da miedo que salgas. Te localizarán enseguida. No nos abandones—. Rosa se lo decía aun sabiendo que era inútil convencerlo. 
Estuvieron sopesando qué era lo que debían hacer, y después de muchas dudas, decidieron que lo mejor era esconderse él, provisionalmente, y esperar acontecimientos ya que el futuro era incierto y no se sabía el resultado de aquella rebelión.
La casa estaba rodeada de un bosque con castaños centenarios, algunos de ellos sin vida, inermes, moribundos. En especial uno, que a escasos metros de la puerta de la casa, presidía la finquita de la familia. Este castaño destruido por los años, pero también por los elementos, quizás por las fogatas de los campamentos cíngaros de los muchos que por aquel entonces recorrían España, quizá debido también a las caídas del rayo, era la figura espectral que proyectaba su sombra en las noches de invierno, durante las duras tormentas, o durante los claros de luna. 
Me refiero concretamente a este árbol porque presidía mutilado, reseco, pero aún enhiesto, la vida de la familia: en rededor, jugueteaban Nicolás y Emilio en las tardes de los tórridos veranos de Cabañas. Y Rosa se sentaba apoyando su espalda en el añoso y ennegrecido tronco, dale que dale al bordado, del cual se mantenían.
La primera noche la pasó Sebastián tras la cerca de la finca contigua, pero la segunda noche se percataron sorprendidos de que tenían ante sí el escondite perfecto: un castaño hueco y seco, exactamente el de enfrente de la puerta de la casa. El segundo día y su noche la pasó inmóvil, en pie, incapaz de moverse, y viendo, al levantar la vista, sólo un circulo del cielo azul purísimo durante el día y el cielo estrellado durante las horas nocturnas. En esa postura, con el corazón pareciéndole salirse del pecho, escuchó con nitidez la conversación del sargento y del falangista con Rosa. “Traidor”, “rojo comunista”, “quema iglesias”, fue la serie de insultos que a Sebastián acabó por convencerlo de que, en cuanto lo tuvieran delante, le aplicarían la justicia de la vía rápida. Así que durante las siguientes veinticuatro horas, de pie, imposibilitado de tumbarse, estuvo escondido en el interior del tronco del castaño. Rosa le arrojó al interior un trozo de chorizo y pan, además de una vieja bota llena de agua.
Así transcurrieron los primeros días, casi sin moverse para que nadie, ni tan siquiera los niños, sospecharan por un instante que Sebastián estaba allí metido, escondido, enterrado. Y lo primero que hizo fue arañar y extraer la tierra del interior para conseguir siquiera tenderse, poder conciliar el sueño y descansar. 
Fueron pasando los meses, y Sebastián, algunas noches, salía por medio de una tosca escala que había instalado en el interior del viejo árbol, mientras Rosa le iba dando noticias de la marcha de la guerra: que si sólo había triunfado el golpe en parte de Extremadura, en Castilla la Vieja, en parte de Aragón, en Galicia y en Navarra; que si el asedio y la resistencia de Madrid y el Alcázar de Toledo; que si la caída de las ciudades de la cornisa cantábrica; que si llegada de los internacionales y abandono de la República por las naciones europeas; que si Badajoz, Teruel o la Batalla del Ebro; que si Durruti, Mera y Azaña; que si la caída definitiva de Alicante y de Valencia. Y por fin, que si la caída de Barcelona y la huida hacia Francia de miles de exiliados.
  Durante los largos meses de la guerra, Sebastián fue ampliando el cubil donde estaba escondido para lograr hacerlo un poco más habitable. Un día Rosa se armó de valor y se lo contó a los niños, justo antes de que una mala bestia violara con el arma al ser más indefenso, Nicolás, que prefirió tragarse la humillación y que le arrebatasen la vida antes que decir ni media palabra a los esbirros que su padre se encontraba escasamente a tres metros de ellos, aunque en su boca sintiera el sabor metálico del cañón de una pistola a punto de disparar. Entonces supo Rosa, y luego Sebastián que lloró amargas lágrimas, que ya no tenían a dos niños en casa, sino a dos auténticos hombres.
Al finalizar la guerra, Sebastián permaneció escondido en el hueco del árbol que había horadado en la base y había logrado construir una especie de madriguera donde pasaba los días enteros sin atreverse a salir, excepto algunas noches que lo hacía por la escalera y descendía hasta la casa y allí, cuando los chicos dormían, Sebastián y Rosa se acostaban y daban rienda suelta a sus emociones, a sus sentimientos y a sus instintos amorosos de hombre y de mujer…, luego volvía a ascender a la copa hueca del castaño, retiraba la tapadera disimulada y descendía a su habitáculo. 
Comenzó a leer y a estudiar todo lo que Rosa le proporcionaba por medio de Nicolás, que traía del pueblo a través del conductor del autocar de la línea Piedrahita-Barco y que había sido correligionario de Sebastián, libros de todo tipo y tema. Comenzó a leer y a leer, pero también a ayudar a Rosa en las labores de bordado, con lo que el ritmo de producción había aumentado, tanto, que le preguntaron extrañados por su frenética actividad, y ella tuvo la idea de decir que una pariente de un pueblo cercano la ayudaba.
Así es como Sebastián se convirtió, poco a poco, en un auténtico topo, escondido, enterrado, mientras la vida transcurría a pocos metros de él como si nada ocurriese, como si hubiese desaparecido de la faz de la tierra. Y Rosa fuese, desde entonces, Rosa “la bordadora”, o “la viuda”, y no “la republicana”, tal fue el olvido que se apoderó de un pueblo adormecido, subyugado, amnésico, dedicado en exclusiva a subsistir en aquel país —tanto da— que había odiado, descalificado, perseguido y matado a manos llenas.
El día que Emilio llegó corriendo a la casa, comenzó a gritar como un loco mientras su madre trataba, inútilmente, de hacerlo callar para que su padre no se enterase de nada. Ella era el filtro de todas las noticias que le llegaban a Sebastián, pues de un tiempo a esa parte, salía al exterior cada vez con menos asiduidad, enfrascado como estaba en la lectura. El otoño de 1946 comenzaba, y en el castaño-vivienda de Sebastián reverdecían unas ramas que surgían del añoso tronco, que habían comenzado a brotar a los dos años de estar allí Sebastián, que Rosa bien que llevaba la cuenta.
Emilio le contó a su madre que Agustín el alcalde había muerto, y que en su agonía había hecho confesión de los delitos que le había atribuido a su padre. Rosa no pudo reprimir que las lágrimas le brotasen y que llorase de emoción, de rabia, de impotencia, pero sobre todo de pena. De pena porque un hombre hubiese destruido de forma injusta y gratuita la vida de otro, así como la de su familia. Rosa entonces llamó a Nicolás y entre los tres sopesaron si era conveniente decirle la buena nueva a aquel ser que, dentro del tronco de castaño había vivido, si a eso se le podía llamar vivir, durante diez largos, duros y crueles años, temiendo —enfermo de terror al porvenir— en cada instante que alguien pudiese llegar a la casa, buscar a conciencia y localizar a Sebastián el republicano, que sin duda sería juzgado sumariamente, sentenciado y ejecutado como a tantos y tantos en España, por el delito de ser fieles a unos ideales. ¿Sería buena idea ponerlo al corriente y que decidiese salir y continuar viviendo en libertad? ¿O tal vez no sería mejor dejar las cosas como estaban y continuar como si Sebastián Redondo Cintado hubiese partido para el frente la mañana del 19 de julio de 1936, y no hubiese regresado jamás?
Aquella noche Rosa, por vez primera, se introdujo en el interior del habitáculo, donde nunca quiso Sebastián que entrara, y sin más dilaciones se lo dijo. Éste dejó el libro que estaba leyendo y miró a Rosa a través de los gruesos lentes que desde hacía ocho años había tenido que comenzar a utilizar —la forma de agenciárselos le hacía sonreír a Rosa al recordarlo—.
No hizo ninguna seña, ni de emoción, ni de satisfacción. Siempre había sido una persona parca en gestos. Sentado en la tajuela, y a la luz tenue de una lámpara de petróleo, invisible desde el exterior, continuó con la lectura de las Novelas ejemplares, de Cervantes. A su lado Rosa, tristemente, observó los libros pulcramente ordenados en la estancia, junto al colchón y la mesa taburete, con lo que había conseguido hacer de su pequeño y minúsculo mundo, un mundo rico, pleno de vivencias a través de la lectura, el estudio y la meditación.
Rosa salió sin su hombre y la vida continuó su ritmo habitual. Una noche de diciembre, escuchó por la radio cómo un rumor sordo surgía del aparato receptor, mientras una voz aflautada, en medio de la multitud que se había congregado en la Plaza de Oriente, de Madrid, clamaba: “Combatientes, excautivos y españoles todos: El solar de la Patria…” Entonces Rosa pensó que sí, que quizá lo mejor era dejar las cosas como estaban, que el país que había fuera de aquellas lindes tal vez no merecía ser vivido por Sebastián, que ya no sería su mundo. Que no iban a conseguir, si osase salir, un reconocimiento de la injusticia cometida, como ella misma había podido comprobar. El desinterés más absoluto había sido la respuesta a la confesión del difunto alcalde, y el pueblo de Cabañas había continuado su vida haciendo oídos sordos y mirando hacia otro lado, quizá considerando absurdo, egoístamente, reparar lo ya irreparable.
Y pasaron los años… Un día, como siempre, Rosa subió a la copa del castaño, retiró la tapadera, y deslizó, como cada mañana, el desayuno de Sebastián, depositado en una tartera de hojalata por medio de una simple cuerda. Sebastián lo cogía y desayunaba, al amanecer, antes de que los chicos saliesen para sus ocupaciones.
Pero aquella mañana del 27 de enero de 1950, la punta de la cuerda con el desayuno llegó a las manos de Rosa sin que Sebastián lo hubiese cogido. Le extrañó, como le extrañó que a esas horas tempranas no hubiese aún encendido la lamparilla. Sin alzar demasiado la voz llamó a Sebastián varias veces, pero todo fue inútil, porque esa misma noche a Sebastián le había fallado el corazón y murió de repente. Entre los tres lograron izarlo por la oquedad del tronco y bajarlo por la escalera hasta la casa.
No hubo más. Cavaron una fosa a espaldas de la casa y depositaron el cuerpo, amortajado con una sábana. Nadie los vio, nadie sospechó nada, nadie echó de menos a Sebastián el republicano a quien todos creían abatido y malenterrado en cualquier páramo de Guadalajara o de Teruel, o de Belchite, o hundido para siempre en una poza del río Ebro. En cualquier sitio, menos a escasos cien metros de Cabañas, su pueblo, en la provincia de Ávila.
Cuando sus hijos se introdujeron nuevamente en el castaño deshabitado, que había sido el escondite de su padre durante los últimos catorce años, dejaron todo tal y como estaba. Sólo sacaron los libros, exactamente trescientos cincuenta y uno, de todo tipo: de Historia; de política; de Arte; de viajes; de religiones, sobre todo judía; de novelas de los Románticos; de aventuras; de su pasión, las biografías de los grandes hombres de la Humanidad.
Al hojearlos, observaron extrañados que en la última hoja de cada volumen había una serie de pequeñas estrellas de seis puntas —de David— dibujadas por Sebastián: en unos libros había una sola estrella, en otros dos, tres, cuatro, hasta cinco estrellas en algunos. Nunca supieron el significado que había querido dar a aquella clave. Los libros pasaron a la casa, donde aún, a buen seguro, permanecen inalterables, tal vez un poco más amarillentos, mientras que en el interior del tronco dejaron todo lo demás. Volvieron a colocar la tapa, apuntillándola hasta dejarla encajada, y lo que quedó dentro, adentro quedó para siempre. Las hojas que milagrosamente reverdecían cada año sobre el tronco, caían y volvían a rebrotar. Y de nuevo a caer, y a rebrotar con el ciclo de las estaciones, siempre, cuando en Gredos se funden las nieves primaverales.
 

Esto es todo. He llegado al final. Es la historia que escuché, a retazos, casi clandestinamente, de labios de una persona que me merece todo el respeto del mundo: Emilio Redondo Damián, el hijo pequeño de los republicanos. Al parecer —aunque no he logrado confirmarlo, ya que tampoco deseo remover ni tumbas ni recuerdos—, Nicolás se colgó de un árbol de la finca en la que vivían, en 1957. La madre, Rosa, continuó bordando para los pudientes de Cabañas, y murió con bastante edad de forma natural.
Y Emilio es ahora un abuelo que pasa un poco de todo; que mira el mundo con algo de escepticismo; que la vida, por fin, se ha portado razonablemente bien con él. Que ha perdonado, aunque no haya olvidado. Y que es el único que sabe dónde está enterrado su padre. Un secreto que quiere llevarse, porque ya no cree en homenajes. Porque, dice,  los ecos deben volver al viento.