31.10.09

UN TREN ESPAÑOL


                                                                    INTRODUCCIÓN

Mosé Acostas miraba, a lo lejos, los afilados minaretes de las mezquitas que recortaban, al atardecer, el cielo sobre el Mármara. Por un instante sus ojos, ligeramente estrábicos tras los gruesos cristales de las gafas, brillaron.
Durante una semana -en el corazón de Estambul- yo lo había acompañado, aprendiendo de su centenaria cultura, ya que el objetivo de mi visita, en marzo  de 1993, era investigar la procedencia -tal vez de  San Protasio, judería española de sus antepasados, lugar, asimismo, de mi nacimiento y residencia desde donde posiblemente, aunque sin confirmar, iniciaran el éxodo, a raíz del Decreto de Expulsión de la población judía de España, en 1492.
Al narrarme la historia de sus antepasados y hacer mención de  su breve paso por España durante la guerra civil, conseguí el relato de un episodio que no deseaba, en principio, rememorar: "los terribles días en los arrabales de Madrid". Mas con la lengua judeoespañola , ladino, milagrosamente conservada, me lo contó. He aquí, transcrito y adaptado por mí mismo, su relato:
                                                         1ª PARTE: ORIGEN. EL VIAJE.
 << Desde muy joven acudía con mi padre a la Sinagoga de Estambul y allí, leyendo los textos sagrados, aprendía el pasado de mi pueblo. Ocurrió mediado el año 1936 cuando conocí, a través de mi amigo Ismet Tâli, los sucesos que estaban aconteciendo en Europa. En la Sinagoga los debates devenían con frecuencia en acaloradas discusiones a propósito de las persecuciones que los judíos sufrían en el centro del continente. Allí, en la Asamblea, se daban toda clase de pareceres que relacionaban los nacionalismos exacerbados con las doctrinas que favorecían los levantamientos militares en los confines del Mediterráneo; quiénes opinaban que no tenían nada que ver, y los que entendían que los "pogromos" eran algo inevitable, incluso apuntando  como algo positivo la circunstancia de que la Historia fuera manifestándose cíclicamente, de aquella manera, para diferenciar a los judíos de cualquier otro pueblo de la tierra: de nuevo, los elegidos. Y aquellos que, simplemente, hablaban de dictadura o libertad, de izquierdas o derechas, de conmigo o contra mí. Yo me preguntaba, sin embargo, a pesar de que mi porvenir podía estar resuelto -merced a la pequeña fortuna que mi padre poseía- cómo podría demostrar mi solidaridad ante la falta de perspectivas y contra los totalitarismos que se auguraban  para Europa.
Sin dudarlo más, la mañana del 25 de septiembre  de 1936, con veinte años recién cumplidos -aun en contra de la opinión de mi padre- partí, junto a mi amigo Ismet Tâli, hacia la frontera con Bulgaria.
Al llegar a Sofia mantuvimos una reunión -junto a cinco jóvenes más- en un discreto local del centro de la ciudad, donde fuimos adscritos a una expedición que partió por tren el día siguiente. Siguiendo los consejos de los dirigentes me entregaron una nueva documentación, consistente en un pasaporte búlgaro, a nombre de Bruno Vasanov.
El tren español(*), como alguien comenzó a denominarlo, se puso en marcha. Al fin, con una nueva identidad, iba a conocer el lugar de mis ancestros: la vieja y desconocida Sefarad que, decían, comenzaba a desangrarse.
Durante la lenta travesía por Yugoslavia iba comprendiendo la variedad de gentes, el mosaico que formaba la vieja Europa; al llegar a Zagrev, decenas de nuevos voluntarios, enarbolando rojas banderas, abordaban el tren abarrotando los vagones que iban añadiéndose. Los paisajes cambiaban con el transcurrir de las horas y, desde los Balcanes, íbamos recorriendo las llanuras adivinándose en el horizonte los Alpes que bordeaban Austria. Innsbruck fue una repetición de lo ocurrido en Zagreb con inspecciones y  controles por parte de las autoridades locales.
Elevadas cumbres, a través de la noche, nos acompañaron hasta Zurich -el oasis suizo- donde, el 2 de octubre, fuimos aclamados por una multitud, tras los discursos, augurándonos la gloria de la victoria sobre el fascismo. Ismet, de quien no me separaba, hizo notar la ausencia de enseñas y la nula mención al partido al que casi todos decían pertenecer. Mas en aquellos momentos, nadie necesitaba de banderas o consignas, tan sólo caminar en busca del honor o del incierto destino.
Los hermosos paisajes, de verdes e inmensas praderas, fueron testigos de  nuestra entrada en Francia, la frentepopulista, coreada por cánticos y vítores en todos los idiomas europeos.
París se presentó ante nosotros como una hermosa ciudad, siendo agasajados en la misma Estación Este. Durante tres días estuvimos alojados en unas dependencias del Ministerio de la Guerra, donde nos fueron agrupando por nacionalidades, idiomas y afinidades políticas. Allí conocí a la persona que estaba encargada de reclutar a aquel contingente humano, al que llamaban Broncev(*), quien se movía entre los corrillos de voluntarios hablando animadamente, anunciándonos la pronta llegada a los campos donde se estaba librando, decía, el porvenir de Europa.
París nos despidió con alegría cuando nos dirigíamos caminando hacia la estación de Austerlitz; nosotros correspondíamos con emoción aquellas demostraciones de cariño.
El viaje hasta Cerbère, en la frontera del Sur, a través de onduladas colinas repletas de viñedos y bosques, constituyó para nosotros un auténtico paseo, parando en diversas ciudades hasta llegar a la línea divisoria del país tantas veces nombrado y tantas veces añorado. Cruzamos la frontera, el 9 de octubre, caminando en silencio bajo la curiosa mirada de los gendarmes y la actitud displicente de los guardias españoles >>.
                                                             2ª PARTE: VIAJE. EL DESTINO
Continúa su relato el sefardita Acostas:
<< El 10 de octubre  estábamos, por fin, en Barcelona, en el país que nos necesitaba y, ciertamente, se percibía el ambiente bélico en las calles. Era continuo el tránsito de vehículos conducidos y montados por ruidosos milicianos cantando, empuñando armas y enarbolando banderas multicolores llenas de siglas y símbolos.
En un largo convoy ferroviario recorrimos la franja costera del Mediterráneo en tanto yo recordaba a mis padres, quienes continuamente evocaban la expulsión y salida de Sefarad “por orden de nuestros señores, el Rey y la Reina”; ¿habría sido tal vez desde aquellas solitarias playas y puertos donde iniciaran la diáspora nuestros antepasados por negarse a renunciar a sus creencias?
Tarragona y Valencia eran nombres que, hasta entonces, yo jamás había escuchado. El trayecto, en convoyes por carretera, hasta una ciudad asentada en el llano, Albacete, donde unos quinientos jóvenes, en filas, a través de las calles de la ciudad, éramos observados por la multitud silenciosa que nos hizo retornar a la realidad. Al final del largo viaje, un país en guerra recibía a los voluntarios del mundo en ayuda de la República española.
Era, aquella, una tierra árida y fría. Los vítores, recibidos hasta entonces, se fueron extinguiendo para devenir, sin solución de continuidad, en durísimos entrenamientos. De Ismet Tâli, trasladado a otro campo de instrucción, nunca más supe y yo fui alistado de nuevo, ya que mis documentos en caracteres cirílicos de poco me servían y los cambiaron por otro -militar- expedido el 14 de octubre  de 1936, que conservé para siempre. Mi nombre continuó siendo Bruno Vasanov e incorporado como intérprete, por mis conocimientos de turco, búlgaro y, lo constaté inmediatamente, mi arcaico y caduco castellano. Oculté, sin embargo, mis conocimientos del hebreo así como, aunque elementales, del yiddish ya que no deseaba ser identificado como judío turco.
Los recuerdos se hacen más nítidos, pero se me agolpan en la memoria pues todo ocurrió, posteriormente, con rapidez. En Albacete fueron numerosos los personajes, luciendo guerreras con estrellas de cinco puntas, que sucedían a otros de paisano arengándonos, en tanto que nuevas expediciones iban llegando procedentes de diversos  países.
A partir del primer contingente que llegó a Albacete se crearon las Brigadas Mixtas Internacionales, organizándose la Novena Móvil con los primeros en acudir; fui incluido, junto a los voluntarios eslavos, en el IV batallón, denominado Dabrowsky en honor de un revolucionario polaco muerto en las barricadas del París de la Gran Guerra.
Los días transcurrieron velozmente hasta que, el 4 de noviembre, recibimos la orden de partida; llegaban noticias según las cuales los nacionalistas rebeldes habían recorrido el Oeste de España -desde el Sur- Madrid estaba en peligro pero allí estaríamos los "Internacionales" para su protección. Era el momento de demostrar para qué habíamos dejado atrás tantas  fronteras. Como intérprete cumplí la misión de comunicar, puntualmente, todo aquello que nos era transmitido.
Tembleque, el lugar donde nos estacionamos el día 5, situado en los umbrales de Madrid, estaba en la línea del frente partiendo en dos mitades el país desde hacía cuatro meses, aunque nos aseguraban que llevaba dividido muchos años: yo lo calculé con precisión, cuatrocientos cuarenta y cuatro.
El ejército levantado en armas estaba, ya, frente a la capital de la República y el Gobierno la había abandonado aquel mismo día, dejando su defensa en manos del pueblo, para trasladarse a Valencia. El comandante Kleber, alias el Canadiense, nos comunicó que, en adelante, seríamos llamados "XI Brigada Internacional" y el comisario Mario Nicoletti nos arengó diciendo que tendríamos el alto honor de ser los primeros en defender la metrópoli”: ¡No deben pasar! ;¡no van a pasar! ;¡no pasarán!”, gritaba.
El día 7 largas filas de camiones entraron en Madrid, en uno de ellos iba yo repasando, mentalmente, algunos pasajes del Libro de Josué. La ciudad nos recibió cuando un inmenso, triste y ‘frío’ sol declinaba en el horizonte de la planicie.
Al día siguiente desfilamos ante aquel pueblo confiado que no parecía vivir en guerra, perfectamente uniformados con un tabardo hasta media pierna, correaje con cartucheras, bolsa en bandolera y casco, empuñando un flamante fusil-mosquetón. Al anochecer, sin más, estábamos apostados en la Casa de Campo junto a la Cuarta Brigada Mixta ayudando al pueblo madrileño a cerrar el paso del ejército africanista que intentaba llegar, desde tres días antes, al mismo corazón de la ciudad.
Durante una dantesca semana fuimos conquistando y reconquistando posiciones; los enfrentamientos llegaron a ser casi cuerpo a cuerpo contra aquellos hombres, de uniformes unos y con capotes rifeños otros, quienes desde el lado opuesto intentaban el asalto una y otra vez...

Los edificios, las calles, el entero mundo, iban derrumbándose con el transcurrir de los días. Los blindados T-26 batían con estruendo los arrabales. En el cielo zumbaban con persistencia los Junker en busca de nuestros Moscas Ilyushin, que salían a su encuentro.
No puedo olvidar la fría noche del 14 de noviembre  cuando, cumpliendo ordenes, nos trasladamos hacia el Parque del Oeste, en la orilla izquierda del río Manzanares, a fin de impedir el avance de las tropas atacantes. Durruti, con sus hombres, hubo de retroceder, inexplicablemente y allí nos dirigimos con nuestro comandante, Ulanowsky, ya que las columnas enemigas habían formado una cuña que se adentraba peligrosamente en los barrios más próximos al centro urbano; La XII Brigada Internacional, de Luckács, llegaría más tarde a apoyarnos >>.
                                                                              EPÍLOGO
Concluye su relato el sefardí Acostas:
<< Al amanecer del 15 de noviembre  de 1936, en medio del fuego cruzado de artillería, mi batallón recibió la orden de reconquistar un edificio que, ironías del destino, llamaban la Sinagoga(*) el cual había sido tomado y guarnecido la noche anterior por una compañía enemiga. En medio de los descampados batidos por la metralla, a rastras por el endurecido suelo, nos acercamos recorriendo un camino aledaño a la cercana Ciudad Universitaria. Nunca lo he podido recordar bien, pero en el momento de iniciar una corta carrera en zigzag hacia los muros de aquel edificio tratando de descubrir algún distintivo que lo identificara noté cómo algo, abrasador y doloroso se introducía en mis entrañas, y con mi mano izquierda taponando la herida sentí la palpitación y suave tibieza de la sangre. Permanecí caído hasta que los camilleros pudieron recogerme. El inmueble continuaba inalcanzable y pude ver, por última vez antes de perder la consciencia, las siluetas que asomaban y se ocultaban tras las destrozadas ventanas, mientras su fusilería y su artillería ligera barrían los alrededores levantando pequeñas y siniestras nubes de polvo, dejando decenas de muertos y heridos.
En un vetusto hospital del centro de Madrid pasé setenta días curando mis heridas siéndome imposible, debido a los efectos de la morfina, pormenorizar dicho periodo. Pero lo más doloroso fue pensar que una semana había sido todo lo que pude ofrecer a la causa abandonando país, creencias, familia y amigos.
En el tren-hospital que me evacuaba a Valencia, el 27 de enero de 1937 -en plena Pascua- me prometí a mí mismo, Mosé Acostas -aún Bruno Vasanov- que alguna vez retornaría(*).
Y así, sumido en íntimas sensaciones, el paisaje se iba ensanchando mostrándome, con toda su crudeza, los yermos, inermes y helados campos de aquel terrible invierno de España, mi ansiada, mi frustrada Sefarad... >>.
f i n


 ©Huelva-848  joseantoniobejarano 2000

GLOSARIO :
(*)SINAGOGA.-  No ha logrado el autor datos sobre la guarnición, defensa, situación exacta y funciones del inmueble. Ahora bien, sin pretensiones de historiador, ha encontrado -fortuitamente y con gran sorpresa—- una clara referencia del enclave en una copia de la hoja de servicios de "Martín Zamorano Sil, nacido el 14 de agosto  de 1914 en San Protasio (Salamanca), sargento perteneciente al 1er Tabor del Grupo de Fuerzas Regulares de Melilla nº2 Expedicionario, herido durante la defensa del edificio ‘La Sinagoga’, en Madrid, el 17 de noviembre  de 1936, e ingresado en el Hospital de Griñón (Madrid).
Así pues he aquí la unidad que, sin duda, ocupó el edificio en cuestión. Si bien no hace al hecho relatado -aunque resulta significativa y sorprendente la coincidencia de lugares, y casi de fechas, de las dos bajas, Mosé alias Bruno, y Martín- procede señalar que este último falleció meses después como consecuencia de las heridas sufridas en el frente de Guadalajara, pero esta sería "otra historia".
(*)TREN ESPAÑOL.- Denominación que se daba a los trenes fletados desde el Este de Europa por (*)BRONCEV, sobrenombre de Josip Broz -mariscal Tito, desde 1945, Presidente de Yugoslavia- para voluntarios del Partido Comunista con destino a España.
(*)RETORNO.- Según el relato de Mosé Acostas al autor, con posterioridad a su salida de España, recorrió Europa, siendo internado en un campo de concentración nazi, hasta su regreso a Estambul, donde se instaló definitivamente. No tuvo posibilidad de regresar a España.
NOTA DEL AUTOR: Mosé Acostas falleció el 16 de abril de 1995, según pude constatar por medio de la inestimable información de un funcionario de la Embajada de España en Ankara.


PEDRO, DE HUELVA


QUE LO SEPA LA RED:

21.10.09

DE COMPRAS POR LA INDIA

En mi último viaje a la India, hace cuatro años, recuerdo una anécdota que me ocurrió en Mathura, la ciudad sagrada donde nació el dios Krisna.
Ya casi acababan mis vacaciones, y antes de regresar, decidí comprar para mi mujer un chal de seda y algodón de Pashmina. De paso pude admirar tapices y alfombras de Cachemira. Pude echar un vistazo a la plata de Rajasthán, a las filigranas de Orissa, a los lapislázulis, zafirostrellas, piedraslunas, aguamarinas y falsos diamantes, frascos de agua de rosas del Annapurna y hojas del árbol de Buda. Así que estuve comprando algunas cosas, pagando con mi Visa.



Pero justo al lado de este bien abastecido zoco, observé un destartalado tenderete atendido por un hombrecillo. Le compré algunas piezas de lo único que vendía: baratijas de lino del valle de Lahual. Cuando hube acabado, le pagué con un euro, porque en la agencia de viajes me habían dicho que los aceptaban. El vendedor, que se tocaba con un sucinto “dotis” y un turbante color azafrán, me dio la vuelta con un montón de curiosas monedas, que yo quise rehusar, dejándoselas como propina. El hombre, con voz serena, me dijo que no podía aceptar un dinero que no había trabajado, que el que me daba como vuelta, a pesar de su humildad, tenían el don, si me decidía a mezclarlas en mis bolsillos con mis orgullosas monedas, de transmitirlas el don de la dignidad y de la conciencia. Que los humildes “paise” —fracción centésima de una rupia— que me devolvía, los mezclara con mis euromonedas porque mientras estuviesen en contacto, estarían éstas bendecidas con el esplendor de las cosas sencillas, dado que los "paise" habían estado sumergidos durante una noche de plenilunio en la aguas del sagrado río Yamuna (afluente del Ganges) y estaban impregnadas, por siempre, de la misericordia y de la paz, del equilibrio y de la salud, de la armonía y de la energía positiva —Karma lo llaman ellos— que las riquezas deberían proporcionar.
Al despedirse, el hombre, pobre en dineros pero rico en sabiduría, me saludó llevándose sus manos juntas hacia la frente, al tiempo que me hacía una breve reverencia. Yo, torpemente, le correspondí, despidiéndome en su idioma.
Y así es como tuve que admitir aquellas monedas de “paise” de las que traje unas pocas, que he ido prestando a fondo perdido a mis amigos con objeto de compartir con todos ellos sus dones benéficos.
Llevo en mi monedero, como amuleto, el último paise que me queda —espero que por mucho tiempo—.
Ahora, ya, me despido de la misma forma que del comerciante de Mat-hura:
—¡Namasté!

1 rupia india (RS)= 2 céntimos de euro(c€)

20.10.09

Carta a Joana, dedicada...

©José A. Bejarano  12 octubre 2009

Hola Joana: como te comenté esta mañana, he salido después de comer y aprovechar la magnífica tarde que la estación nos regala: el otoño se resiste a entrar pero ya los árboles de las alamedas dejan caer sus hojas amarillentas y ocres cubriendo el suelo de un mullido manto por el que ruedo hollando el suelo, virgen de pisadas. Soy el único paseante por la solitaria avenida si no es porque cerca, en unos bancos, unos enamorados se miran sin decirse nada...  y más allá el que parece ser un indigente dormitando deja caer su cabeza sobre sus rodillas. A su lado un perro lo mira fiel, moviendo sus orejas. También dormita a la espera de que su dueño vuelva a dar señales de vida.

Entro al fin en la ruta verde que recorre un maravilloso paraje. La marea está comenzando a subir y los barcos atracados en la orilla se mecen al ritmo que la luna y los vientos marcan  a las aguas, de un verde esmeralda.
Cruzo las salinas y una palas enormes se afanan en recolectar la cosecha de sales que pronto se convertirán en otros productos químicos y con ello ayudar al progreso. Cerca de las enormes balsas, casi vacías, a la espera de nuevas mareas que cristalicen, unas garzas y flamencos de color rosado introducen sus largos picos en las aguas ricas en pececillos y crustáceos que a su vez buscan microorganismos de artemias. Pedaleo, miro, observo, recapacito, sonrío para mis adentros y recuerdo algo que tengo presente a cada momento: He aquí el ciclo de la vida. De la vida y de la muerte.



Me voy adentrando en la larga y solitaria carretera que busca los esteros y las playas de las marismas, y me detengo en lo más alto de un puente. Por debajo pasa perezosa una pequeña embarcación dejando tras de sí una estela de espuma y de redes. Las gaviotas y algún cormorán piratean las anchovas o lisas que acuden al paso del barco.
Pescadores somnolientos, dos moteros a tumba abierta, un coche con la sombrilla en la baca, chimeneas a lo lejos. Un avión a diez mil pies dejando una kilométrica estela de vapor. El sol me deslumbra y comienzo a tener sed. Tiro un par de fotos.
Regreso. A lo lejos la ciudad se va desperezando, y las terrazas se llenan de gente ociosa. Pedaleo calle Rábida arriba y retorno por la alameda. Los enamorados están separados, callados, y el indigente se ha echado cuan largo es en el banco. El perro sigue enroscado. Los paseantes llenan el bulevar. Todo sigue igual; mejor dicho, no, las hojas amarillentas y ocres están ya pisoteadas. Pero han de caer más. Seguramente.
Un beso



19.10.09

Joana x Miriam

    Aturdida. Así es cómo se encontraba la familia Cohen Levi mientras el rabí les explicaba el significado del decreto que acababa de llegar a los concellus de las Polas. Corría el año de 1510 y ya no tenían otra opción si querían seguir viviendo en la aljama de Siero. La Inquisición perseguía sin dar tregua a los pocos judíos que habían optado por permanecer haciendo caso omiso del Mandato que dieciocho años antes los había obligado a abjurar de su religión. Eso es lo que subrepticiamente, disimulando, habían hecho, pero les había quedado por hacer algo que nunca pensaron tener que llevar a cabo: Cambiar, también, de identidad.
Es decir, no sólo ocultar que su día sagrado era el Shabbat, que su libro era la Torá, que su luz era el candelabro menorah y que todos  los alimentos que ingerían eran conformes a las reglas de Moisés. También les exigían renunciar a los nombres y apellidos que de generación en generación habían ostentado, perpetuando de esta manera la memoria de los que les precedieron desde la Tierra Prometida hasta las bravías tierras de la por siempre bienamada Sefarad.
Así pues el ferrallista de Siero, Samuel Cohen y  Sara Levi su esposa, decidieron buscar urgentemente nuevos nombres para autoimponérselos como muestra de conversión a una nueva religión inequívocamente cristiana, y que no diera lugar a malentendidos.
Samuel lo tuvo claro: en adelante en su cédula aparecería como Pedro, en memoria del primer Papa; de apellido se decidió por Fernández, en recuerdo del Rey Nuestro Señor Fernando, primer firmante del Edicto.
Sara  lo pensó un poco más: no estaba dispuesta, como su marido, a hacer concesiones a la difunta Reina Isabel de Castilla, así pues, decidió mantener su nombre, aun a riesgo de ser sospechosa de falsa conversa. De apellido adoptó el de Díaz, en recuerdo del defensor del cristianismo el Cid Rodrigo, de Vivar.
Para Miriam, su única hija, la de ojos del color de la miel, y  por la que estaban más preocupados,  nacida en un indeterminado mes del noventa y dos años transcurrido el milcuatrocientos, comprendido entre la Toma de Granada y la Singladura a las Indias Occidentales, que sólo pensaba en estar en compañía de su amigo Luis María (antes Yehudá)  paseando por las callejuelas de la judería, buscaron y encontraron el nombre de la actual reina de Castilla —hija de Fernando e Isabel—, dolorosamente enferma de amor, recluida para siempre en Santa Clara de Tordesillas, y que imaginaban leal al pueblo judío.
Miriam asintió, aunque le costó trabajo acostumbrarse a su nuevo nombre, pues el suyo propio y verdadero lo llevaba orgullosa desde su Simjat Bar (presentación de las niñas recién nacidas en la Sinagoga) dieciocho años antes,  que sus padres valientemente le habían impuesto a sabiendas de los riesgos que corrían.
Al rabino de Pola  (que ejercía como tal en secreto) le pareció bien la decisión tomada por la familia y se despidió de ellos. En adelante les resultaría más y más complicado cumplir los ritos a toda la comunidad “conversa” por lo que les aconsejó que tuviesen mucho cuidado, confiando que con los nombres cristianos les sería más fácil pasar desapercibido. Eso sí, deberían bautizarse en San Félix. Cuanto antes, mejor.
Miriam —ya, Joana—, no entendía muy bien aquel  obligado cambio en sus costumbres más íntimas y arraigadas, aunque no tuvo otro  remedio que amoldarse a todo aquello, identidad, tradiciones, religión, ritos, etc. Se rebeló sin embargo en lo único que nada ni nadie podría arrebatarle. En venganza, se prometió a sí misma, continuaría acudiendo cada viernes al atardecer a las afueras de la Pola, y tal y como hacía desde que era una niña, esperaría ver aparecer la primera estrella que surgiese en el cielo anunciando el comienzo del Shabbat, y en voz baja cantaría la vieja canción judeosefardí que su abuela le enseñara para saludar la aparecida del primer lucero del ocaso: Estrella, mi buena estrella // quisiera ojalá pudiera // pedirte un deseo // y me lo concedieras.
Prometió que lo haría en cada comienzo del sábado hasta el final de sus días. Para no olvidar.                
 Fin
 Historia rescatada del Archivo Histórico de la Fundación Principado de Asturias, con el agradecimiento al Excmo. Sr.D. Raimundo García Hontiyuelas, Archivero y Cuidador Real.


18.10.09

Sevilla

Joana visita, al fin, Sevilla. Es pleno otoño y las hojas amarillas de los árboles que bordean los jardines Murillo dan al pavimento un color dorado mientras el sol se hunde lentamente por detrás de las colinas del Aljarafe buscando el mar.
Se sienta en un banco del paseo, y mientras espera al resto de la excursión que se ha entretenido en un McDonald, le viene a la memoria la historia que de generación en generación ha transmitido su familia. Por fin conoce la ciudad que vio a su antepasada —Miriam Cohen Levi, bautizada forzosamente como Joana — cuando tenía su misma edad —15 años— y en un largo viaje recorriendo en incómodos carruajes el Camino de la Plata llegó a Sevilla con sus padres, al barrio que justo ahora —2009— está visitando junto a sus compañeros de estudios y la profesora de Historia del instituto de Pola de Siero.

Joana logra entonces recordar lo que debió ocurrir en aquellas callejuelas aledañas a los muros del Alcázar, por la calle del Agua y las puertas de la Carne y de Xerez, cuando Miriam, que nunca dejó de usar su verdadero nombre, tuvo un romance con Fernando de Alonso, un apuesto joven de la burguesía sevillana, de pelo negro ensortijado, y unos profundos ojos color castaño. Al enterarse el padre de este, cristiano viejo, le prohibió taxativamente continuar dicha relación “por el bien de ella”, en tanto no tuviese constancia de que la familia al completo había cesado de practicar los ritos prohibidos. Todo se sabía de todos en aquellas ciudades de los reinos.
Una tarde de Jueves Santo, 6 de abril de 1511, se encontraron los dos, como cada día desde que se conocieran meses atrás, en una de las esquinas del Alcázar, justo donde los patios de las casas del Barrio de la Santa Cruz emanan y desparraman con exultante intensidad los aromas del azahar.
A Fernando se le hizo un nudo en la garganta cuando Miriam le comunicó que regresaba al Principado con urgencia dado que su padre había realizado ya los negocios que los había traído al sur.
No lograba entender por qué tenía que mentir al primer muchacho que había amado en su vida. Sabía que el viaje, aun cuando estaba próximo, lo era sin embargo por la exigencia de sus padres de eludir, evitar, entorpecer, en una palabra prohibir algo tan difícil como contener los torrentes que produce el deshielo de primavera en los riscos de la cordillera astur: el amor.

Durante varios minutos mantuvieron sus manos entrelazadas, en silencio, prometiéndose con la mirada amor eterno y jurando reencontrarse tarde o temprano para siempre, y volver a pasear, como en los últimos meses, hasta las orillas del río, y sentarse a mirar los bajeles atracando, cargados de riquezas, en los muelles denominados de las Indias.
Miriam, la de ojos del color de la miel, que conocía los riesgos del largo viaje que cinco meses antes había realizado desde la Pola hacia Andalucía, sabía que era harto improbable repetir el mismo viaje, por lo que arrancó de su amado Fernando la promesa de que iría a buscarla cuando las condiciones lo hiciesen factible.
Al final, Miriam, en un arranque de sinceridad, pues su corazón quedaría destrozado aún más si partía con la mentira, le contó la verdad: que el viaje era sólo una excusa, que en realidad seguían siendo judíos, si no legalmente pues el año anterior se habían convertido, sí de corazón continuando en secreto la práctica de los ritos de la ley de Moisés.
Él lo entendió, no le importaba la religión que ella practicase, aunque fue consciente del peligro que corría su amada Miriam —y ahora también él— si llegaba a trascender este secreto. Pues allí y en ese momento hubiera sido totalmente imposible una formalización de relaciones con una “falsa conversa”, sin riesgo de ser delatados, perseguidos, juzgados y tal vez condenados por la Inquisición.
Él se acercó lentamente y su mirada llegó hasta el fondo del alma de Miriam. Estando a escasos centímetros uno del otro, impulsivamente, ella tomó la iniciativa, y entornando los ojos buscó los labios de Fernando. Cuando se rozaron, los dos se abandonaron al beso más tierno, dulce, un punto apasionado, que dos enamorados —olvidando las incertidumbres— se hubiesen dado jamás. En aquellos breves segundos encerraron y unieron todos los sentimientos encontrados que ya conocían: el amor, pero también los odios heredados; la valentía, pero también el miedo al qué dirán; “el uno para el otro”, pero también la intransigencia y la intolerancia de la sociedad; y por fin, las murallas físicas de los guetos, de las distancias casi insalvables entre sus lejanas comunidades, pero también las barreras mentales, que hacían de aquel amor puro, fresco y juvenil algo imposible y utópico en la España / Sefarad del siglo XVI, pues intuían que existía un pacto entre las dos familias para poner fin a aquel “desagradable episodio entre niños, sin futuro alguno”.
Cuando sus labios y sus cuerpos ligeramente se estremecían de amor, cuando querían fundirse para siempre, imposibilitando su separación, una voz los alarmó. Se separaron como cogidos en falta. Pedro, el padre de Miriam, se acercaba reclamándola para que apremiase la despedida. Estaban a punto de iniciar el regreso al verdor astur. “Sin dilación” le dijo.
Cuando Miriam se volvió hacia su amado Fernando, este ya no estaba allí. Logró ver su silueta corriendo, cuando desaparecía por la puerta extramuros de Santa Cruz en dirección a la orilla oeste del Guadalquivir donde vivía con sus padres. Desapareció...

...para siempre —suspira Joana mientras continúa a la espera de sus compañeros de instituto— ya que nunca volvió a verlo según la versión de la historia que le había contado con pelos y señales su padre, escuchada por éste del suyo y así hasta el tiempo en que ocurrieron los acontecimientos. Los dos habían corrido distintos caminos: en el norte ella y él en el sur. Así, para bien o para mal, se había escrito la historia.
Cuando está sumida en estos pensamientos aparece el resto de compañeros e inician el retorno al hotel. Al cruzarse con otros viandantes, Joana se fija en todos aquellos que lucen el pelo negro, algo ensortijado, y que sus ojos sean castaños. Que en sus labios aún permanezca el aroma inolvidable de un beso regalado hace 498 años por su antepasada, también como ella misma morena, menuda, espigada, con los ojos del color de la miel. Espera que tal vez alguno se llame Fernando, de Alonso. No se atreve a preguntar sus nombres, aunque desea encontrarse también ella un Fernando de Alonso, para que la Historia en su sempiterno giro vuelva a revivir aquella lejana escena de incipiente amor, pero ahora, sí, para culminarla con un final feliz.
Ha caído la noche sobre el Barrio de Santa Cruz y sobre Sevilla. El viento ribereño barre las hojas amarillas esparcidas por el solitario paseo. En la habitación del hotel, Joana mira a través de las luces de neón pegadas a la ventana. Desde las callejuelas de la vieja judería parece llegarle un murmullo de conversación, aunque también pudiera ser la estación de penitencia de alguna cofradía nazarena. Le parece escuchar, sin embargo, entrecortado a causa de la brisa, los nombres de Miriam y Fernando.
FIN
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17.10.09

CORTINAS ROTAS Crónica de un viaje

                                    23 agosto 2008
      Sábado
         Volamos en dirección a Helsinki, atravesando Europa cubierta por un mar de nubes, alternando con islas de tierra verde.
Abandonamos Barajas observando a través de los ventanucos de la enorme aeronave los restos de Boeing, aún humeante, que dos días antes se ha precipitado incapaz de remontar el vuelo. Nos tragamos nuestros miedos, mientras sobrevolamos y ascendemos hasta los 9.000 metros.
         Es un viaje, por lo demás, muy placentero en el que me dedico a mirar a través de la ventanilla mientras Carmen dormita o lee. Yo, incapaz, me levanto y paseo nervioso arriba y abajo observando a los demás pasajeros, todos como meta el mismo barco y a los mismos destinos. El Báltico, su mar y sus países, nos espera.
         Tres horas escasas después aterrizamos en un área apartada del aeropuerto de Helsinki. Por cierto, me llama la atención el calor que hace, pues si bien es verdad que estamos a mediados de agosto, siempre he relacionado Finlandia, como su nombre indica, con el Fin de la Tierra, confines donde, en mi imaginario, aún resuenan las sirenas de los balleneros apurando los últimos días de capturas ante el avance de los bancales de hielo haciendo absolutamente infranqueable a la navegación. Así, los puertos y los pueblos comenzarán a sumirse en un largo letargo sumido en la penumbra hasta la llegada del deshielo, mientras los pescadores dedican largas horas en calafatear y reparar redes.
         Y nada de eso. Autobuses, carteles y señales de tráfico escritos en la lengua suomi, nos dan la bienvenida a través de una excelente autopista que nos introduce en la capital, Helsinki, donde a duras penas podemos observar sus monumentos y sus calles. Los viandantes aprovechan el sol paseando. Jóvenes padres, rubios casi albinos, paseando a niños negros de pelo ensortijado, será una constante que no dejaré de observar durante la semana siguiente a través de los países que visitaremos.
         Mientras el bus atraviesa el centro de Helsinki, no puedo por menos de meditar los misterios de este mundo maravilloso, y reflexiono sobre las diferencias entre razas y culturas de uno y otro lado del océano. Desde el Caribe luminoso, musical, negro de chocolate y salsa, continuando por el milenario Egipto hasta la fría Noreuropa, acabando en la cultura mediterránea. Esos son mis conocimientos que me reafirman en mi voluntad de continuar conociendo este nuestro mundo.
         Por fin llegamos al magnífico puerto, a un tinglado decorado a la finesa, donde nos recibe la empresa de cruceros y tras un largo rato pasamos el control hasta llegar al magnífico buque, el Empress.
Llevamos mucha hambre aunque afortunadamente en el barco nos dan de comer, cosa que agradecemos.
         A la salida, vemos el anochecer la desde la cubierta superior cuando justamente el sol se pone detrás del horizonte.
         Entramos al interior del buque, nos aposentamos en nuestro camarote y nos dedicamos a recorrerlo hasta la hora de la cena. La singladura, atravesando en mar Báltico se desarrolla durante nuestro sueño.
             24 agosto, domingo
         A la mañana siguiente, al ir a desayunar, a través de los ventanales, podemos observar la que va a ser la estrella de nuestra semana de vacaciones: San Petersburgo, la exsoviética exLeningrado, la que hasta entonces permanecía en mi subconsciente (los viajes, en realidad, se encargan de desmontar los mitos) como una ciudad mártir, rodeada por poderosas divisiones del ejercito nazi, intentando doblegarla para acercarse y cercar Moscú, tomar el poder, y desde ahí, el mundo. Pero San Petersburgo, luego lo confirmaría, posee el más firme aliado como permanente guardián, capaz de desanimar al mejor de los ejércitos, ya sean estos napoleónicos o nacionalsocialistas: el invierno, el general Invierno que despliega la más temible de las armas: el frío.
A media mañana hacemos las obligatorias pruebas de emergencia que todo el mundo se las toma muy en serio. Cada cual con su chaleco salvavidas, y con su foto. Pero más vale tomarlo como un ensayo muy útil.
         San Petersburgo. Dispuesto a no perder detalle, como siempre hago en mis viajes, observo uno de los mas increíbles espectáculos que yo haya visto nunca: en la dársena se encuentra atracado, solitario, un submarino, ruso; y cómo no, a mi mente acuden las imágenes cinematográficas y novelescas de las mejores obras del genero negro, de espías: submarino ruso con bandera rusa con la ¡aún! hoz y martillo. En principio, quedo alucinado de la escena, y en aquellos momentos, tal y como atestiguan las fotos que “conseguí” traer, no me detengo a pensar en la extraña soledad del muelle. Me asombra que a unas decenas de metros, un barco como el nuestro, cargado con dos mil pasajeros, imagino que ávidos de nuevas sensaciones, no haya nadie fotografiándolo. Yo disparo mi cámara desde el barco, pero desde aquel mismo momento me propongo conseguir algunas más desde otros ángulos. Pero vayamos por partes.
         Ahora lo que toca es subir a los autocares que nos llevarían a uno de los mejores museos del mundo: El Hermitage.
         La guía, una chavala llamada Patricia nos introduce durante un par de horas en uno de los templos del arte mundial. A través de sus salas, escaleras, pasajes y pasillos vamos descubriendo la historia del arte que los zares de Rusia, Pedro I y Caterina la Grande, fueron acumulando. Sus salas cargadas y recargadas de obras magnas de arte van desfilando por mis retinas hasta notar algo que nunca antes había sentido: los síntomas del síndrome de Stendhal. Picasso, Van Gogh, Gauguin, así como los Goya, Velázquez, el Renacimiento italiano, y los maestros holandeses forman un torbellino en mi cabeza que está a punto de llevarme al desmayo.
         Al salir y vislumbrar el enorme recodo del río, cuando ya es imposible dar marcha a tras e ingresar de nuevo y proseguir la visita, es cuando caigo en la cuenta de que volver a admirar todas las obras de arte es absolutamente imposible. He tenido la oportunidad unos minutos antes y en ese instante mismo sé en que consiste el mal de Stendhal, he recorrido cada una de las estancias aunque en ciertos momentos no tuve constancia de que los tenía delante de mi vista.
         Cuando regresamos al barco, pasamos por una galería donde se almacenaban miles de matrioshas, para cargamos y así cumplir con los compromisillos de todo viaje, que si los familiares, que si los compañeros, que si… en fin.
         Al regreso, atravesamos nuevamente el “chekpoint” de la policía rusa, al igual que al salir: pasaporte, fotografía, inspección y visado del documento. Siempre me ha llamado la atención el paso de las fronteras, pero nunca he sido “víctima” de un proceso como este.
         Antes de entrar al barco veo de nuevo el submarino, atracado apaciblemente a pocos metros. Antes de embarcar, puede observar que en el mismo muelle hay una valla parecida a las que se ven en nuestras ciudades y que se encuentra abierta, expedita y nadie impidiendo el paso, tal vez porque nadie curiosea y no se cree necesario poner vigilancia. Pero yo sí, apareció el “cocinilla” que siempre he sido, la curiosidad puede conmigo y no quiero desaprovechar la oportunidad de acercarme un poco más y tirar, a ser posible, alguna foto más de cerca. Que nadie me hablara del zoom que mi nueva cámara tiene. Me da lo mismo.
         Después de comer en el lujoso comedor con vistas al horizonte de San Petersburgo, aprovecho para disparar desde la cubierta hacia las cúpulas de oro de la Catedral, Pedro y Pablo y San Isaac.
         Por la noche, nos arreglamos y nos vestimos exquisitos porque tenemos una cita en el teatro Tovstonogov (la ciudad cuenta con cuarenta teatros), para disfrutar El lago de los cisnes. La verdad es que nunca hubiera gastado dos horas y media de mi vida en ver una obra de ballet por mucho Tchaikovsky de que se tratara, pero hacerlo en el mismo San Petersburgo no nos defrauda y podemos apreciar lo que debieron ser las decadentes sesiones de teatro en tiempo de los zares.
         La primera sorpresa es que el teatro se llena, y es que en Rusia se llenan todos los acontecimientos culturales y artísticos cualquier día que sea y se pertenezca a la clase que se pertenezca. Todo un espectáculo que jamás olvidaremos. En el entreacto degustamos una copa de champán y hasta hago un robado fotográfico ─algo absolutamente prohibido por las orondas y malhumoradas acomodadoras rusas que posiblemente sean veteranas de la Gran Guerra Patria─, en plena actuación del ballet cuando Odette y Sigfrido mueren de amor. Se me escapa el flash (pido perdón al dios de la Comedia, Apolo, por el sacrilegio), y se lleva la monumental bronca un señor que un par de filas más adelante está ensimismado con su minicámara camuflada en el hombro del espectador de la fila de adelante. A eso se llama hacerle comer mi marrón a otro. Pero bueno, pienso, la vida en Rusia es dura y mañana me puede tocar a mí.
Después del ballet nos llevan a cenar a una mansión reconvertida en restaurante: salas inmensas, escaleras imperiales y circunspectos camareros atentos a cualquier deseo del visitante.
         Por primera vez tomamos vodka en los entrantes de la cena. Qué digo, la primera vez que pruebo el brebaje. Es un simple chupito, pero tomado con la tapita de caviar de salmón, la verdad es que resulta una noche inolvidable. De regreso al Empress podemos apreciar la belleza de esta enorme ciudad reflejada en el río Neva. Todavía se puede intuir entre las sombras de la noche el fragor de las masas a la toma de los cuarteles de invierno.
                25 agosto, lunes
         Al día siguiente, con un cielo plomizo, iniciamos un maravilloso giro por toda la ciudad, Joyas de San Petersburgo, se puede leer en el programa. En primer lugar nos dirigimos a uno de los grandes canales del Neva y abordamos una lancha que nos lleva a hacer un recorrido por toda la ciudad, viendo desde sus canales los palacios y residencias testigos de tantos avatares de su historia. Cruzamos puentes y más puentes, siendo saludados por un chaval que se recorre las grandes avenidas para saludarnos desde todos los pretiles. Al final, una bien ganada propina, mientras observamos la cabaña de Pedro el Grande y la Universidad de donde han salido tantos y tantos intelectuales y artistas.
         El Aurora, pacíficamente atracado, aún parece cómo humean sus cañones luego de vomitar fuego sobre el Palacio de Invierno, que inició uno, uno más, de los episodios que cambiarían la historia de Europa allá por 1917.
En la magnífica y muy rusa Catedral de la Sangre derramada, donde fue asesinado Alejandro II, presenciamos una parte de un rito ortodoxo ruso, una ceremonia con cantos, mientras el pope impregna el ambiente, recargado de iconos y pequeñas velitas, con una densa nube de incienso. Los candelabros, las lámparas doradas, inmensas, cercanas al suelo me impresionan sobremanera.
Comemos en un restaurante ruso repitiendo el consabido vodka   –“zakuski"– con los entremeses, y a continuación blinis y cerveza, con la típica sopa de remolacha, llamada “borsch” o algo así, mientras una señora, que bien puede llamarse Natasha, nos deleita con una balalaika al son de una orquestina. Ya digo, todo muy, muy ruso.
         De regreso al barco, no dejamos de pasear un rato por la inmensa Plaza del Palacio de Invierno y ver los atlantes en la calle Millionnaya, al lado mismo del Hermitage.
         Maravillosa ciudad, una de las más bellas que conozco junto con Venecia, a la que comparan, y Granada.
         Al llegar al puerto, cerca de los astilleros, pasamos el chekpoint de la policía rusa y nos visan el pasaporte. Son las cuatro de la tarde y el día empieza a declinar. Imagino lo que en invierno debe ser a las dos de la tarde. Alguien comenta a mi lado que casi de noche, con apenas dos o tres horas de luz al día.
         Cuando pasamos el puesto fronterizo, una preciosa policía rusa, parecida a una muñeca rusa, claro, de ballet de baile ruso, me sonríe al tiempo que nos tiende los pasaportes. Yo le dedico la mejor de mis sonrisas.
         Nos acercamos a la escalera de acceso al barco y mi mujer me comenta que está deseando llegar al camarote. Entonces le contesto que camine delante que yo voy a tratar de acercarme al submarino para tirar algunas fotografías. Le entregó mi pasaporte y el móvil, así como la cartera como el dinero para caminar cómodamente.
         Me separo de la fila de pasajeros y atravieso la barrera que “impide” el paso. Nadie me lo prohíbe, pues no hay nadie por los alrededores, ni guardias ni curiosos. A mis espaldas dejo el crucero como un gigante en reposo.
         Por fin, apenas a cien metros a lo largo de la dársena, me encuentro ante el submarino ─que desde la cubierta del barco me parecía minúsculo─, pero cuando me encuentro ante él, a pocos pasos, me parece enorme, y siento la misma angustia que sentía cuando veía pelis de submarinos en mi juventud. También recuerdo el Kursk, el hermano gemelo, en las profundidades del mar con toda la tripulación muerta, y siento una gran opresión y claustrofobia.
         Miro a mi alrededor y no diviso a nadie. La tarde está declinando, y sin pensarlo dos veces comienzo a disparar mi cámara. La verdad es que es un espectáculo impresionante. Ante mi objetivo tengo uno de esos míticos submarinos, acercando y alejando el zoom para lograr captar los mínimos detalles de tan imponente estructura. Estoy entusiasmado captando detalles que jamás había apreciado: los ventanucos que en larga hilera recorren de proa a popa; las toberas de las bombas de achique ─al menos es lo que me parece─; las grandes hélices que asoman en la popa del buque; y lo que desata mi imaginación, la torre, en mitad del sumergible, donde emergen amenazantes media docena de largos tubos y antenas. Es la torre de periscopios, saliendo desde las entrañas del submarino, los ojos de la nave que hacen de esta una de las más temibles armas por su capacidad de maniobra así como por su silencio y capacidad de introducción bajo las líneas enemigas.
         Mi Sony α200 dispara sin pausa. Tengo ante mí un verdadero granero de buenas fotos y ya degusto el éxito fardando de instantáneas maravillosas. La hélice apenas sumergida, el timón y el puente, las escotillas y la torre de periscopios… nada, nada queda sin capturar por el visor. En un momento en que me encuentro en la parte posterior siento con mi sexto sentido como alguien, a mis espaldas, me observa. En efecto, cuando vuelvo la cabeza veo unos ojos fríos como el hielo, y una manaza que cae sobre mi hombro derecho. Ni media palabra. En un instante, de su cazadora de paño azul marino, con las solapas subidas, extrae lo que me parece un carnet. Deduzco inmediatamente que es uno de los policías que deambulan normalmente entre los turistas del crucero. Me agarra con firmeza por el brazo y me indica con la otra mano que le acompañe a una especie de cobertizo que se ubica en el extremo opuesto del solitario muelle. No sé como reaccionar, el caso es que sin darme cuenta, casi a rastras, casi sin tocar los pies del hormigón del muelle, me arrastra literalmente introduciéndome en un módulo.
         En un minúsculo despacho se encuentra un hombre que luce un uniforme que no logro identificar, tal vez de faena. La enorme gorra, y esto sí lo identifico, es la clásica militar del ejército ruso.
         Me mira y con un gesto me ordena tomar asiento, en tanto él se levanta y se sitúa a mi lado. Al otro, mi captor se limita a mirarme.
         Según pasan los segundos me voy dando cuenta de qué es lo que ha ocurrido y me da un vuelco el corazón, incluso las tripas, cuando comienza a hablarme. Deduzco, en un mar de nervios, que está preguntándome por mi documentación, mientras a la velocidad del rayo caigo en la cuenta, con estupor, que Carmen, escasamente un cuarto de hora antes, había recogido mi pasaporte.
         Balbuceo, mientras me palpo los numerosos bolsillos de mi pantalón Coronel-tapioca en busca de un inexistente documento de identidad ─por cualquiera (DNI, de conducir, VISA, o incluso el del Recre)  hubiera dado todo el oro del mundo─. Me los quedo mirando mientras una oleada de terror en forma de ardor me sube hasta el rostro y musito tartamudeando y tembloroso un “no tengo ningún pasaporte”, “está en el barco” señalando hacia el exterior, por donde asoma la proa del Empress. En aquellos momentos pienso en Carmen, quien seguramente está en el camarote, completamente ajena a lo que me acontece.
         Miro compungido, azorado, angustiado, a mis interlocutores. Todo me da vueltas mientras consigo ver como, en mitad del torbellino de imágenes, uno de los militares habla por teléfono, mientras el otro toma de encima de la mesa mi cámara fotográfica. Poco a poco soy consciente del lío en que estoy metido, y sin necesidad de decírmelo en mi propio idioma, me doy cuenta de que está relacionado con la cámara de fotos y el puto submarino[1].
         A través de la ventana percibo la caída de la tarde y la silueta del barco recortándose sobre el cielo plomizo de San Petersburgo. Carmen, rezo por ello, tal vez ya me habrá echado de menos y no quería imaginar que pensara que ya estaba en el interior del barco. En aquel mismo momento me doy cuenta de que la tarjeta magnética donde consta  mi nombre y el del barco la llevo conmigo y en un arranque de euforia me abalanzo sobre la mesa blandiéndola. Algún trauma del pasado deben tener los tipos, el caso es que instintivamente, hacen amago de defenderse llevándose las manos a la sobaquera. En la pared, entremezclados en sus marcos respectivos, Putín y el Zar de todas las Rusias así como una bandera nacional ostentando una insólita hoz con su correspondiente martillo, presiden aquella escena más propia de tiempos de la época comunista que de un país democrático. Ni por arte de magia soy  capaz de convencer a mis guardianes de que yo no soy más que un simple turista que ha tenido la ocurrencia de intentar saciar su curiosidad. Comienzo a inquietarme cuando a los pocos minutos veo por el muelle un coche que se dirige a toda velocidad, sin ningún distintivo que lo identifique, del que se apea un individuo.
         En un español macarrónico se presenta como comandante Dimitrievo o algo así y después de acusarme de “haber violado el territorio nacional y alterado el orden estratégico de la Unión rusa” me enumera los cargos en los que he incurrido aseverando el castigo que las leyes militares rusas me pueden infligir.
         Comienzo a tiritar y a temblarme las piernas, viéndome por instantes en poder de la enorme maquinaria del GULAG[2] de la antigua URSS. Por mi mente pasan imágenes que creía borradas de mi mente: automóviles Volga negros, inmensos edificios grises del KGB, trenes humeantes en mitad de la noche a través de las estepas rusas y por fin, confinamiento en el más miserable penal militar allá en los confines de Siberia. Mentalmente me despido de todo lo que dejo atrás, de mi esposa que estará angustiada, de mi familia, y por fin de mi querido país, y yo desaparecería para siempre.
El comandante se acerca a un palmo de mi cara y me ordena que tome en mis manos la cámara fotográfica; por medio de señas y de un mal español ─presumiblemente cubano─ me indica que le haga entrega del carrete. Me lo quedo mirando y por primera vez esbozo una timidísima sonrisa pues no sé si habla en serio o de broma. Le indico que mi cámara es digital, que ya no se usan los viejos carretes a los que se refiere. Tembloroso, nervioso, con temor de equivocarme, puesto que yo apenas la sé utilizar, comienzo a pasar las fotografías que había disparado hasta el momento. Se las he de mostrar una a una a través del visor y él me va indicando las que a su juicio han violado el statu quo de la Unión Rusa. Así pues, bajo la luz de un viejo fluorescente, voy pasando las que una hora antes había disparado al entorno del submarino ruso C189, a saber:
Dos fotos del submarino cuando se abrió la escotilla de la torre de torpederos, apareciendo dos marineros.
         La bajada en un polipasto hacia el muelle, mientras se acercaba un camión y los marineros accionaban los mandos e izaban un cajón (Serie de siete).
         No una foto ─en este momento el comandante me dirigió una mirada de hielo─, sino la foto donde los dos marineros, en compañía de dos oficiales del submarino se hacían cargo de un cajón, con letras en caracteres cirílicos y pintado con un enorme triangulo amarillo con una hélice de tres aspas negras como pictograma.
Y, por fin, la estrella de la colección: los cuatro militares con la caja abierta y la punta de lo que me pareció…
En aquel momento, al ir eliminando las fotos que me va indicando el militar sé que mis sospechas eran ciertas: Un pequeño misil nuclear estaba siendo embarcado en el submarino ruso C189 que inocentemente estaba al costado de un indefenso crucero cargado de turistas. En aquel momento se me hace la luz: Georgia y Osetia, y Rusia, y de nuevo el precipicio ante el que los cuatro jinetes del Apocalipsis hacen equilibrios, tal y como había visto en las informaciones de días anteriores antes de partir. Al sur de Rusia se prepara la guerra.
         Una a una voy eliminando aquellas imágenes ante la mirada y la figura severa del agente. Subrepticiamente escamoteo alguna de las fotos de aquel buque de guerra que imagino surcando en pocas horas los mares del mundo y acudir al sur de aquella enorme nación.
         Consigo mirar el reloj y me asusto al comprobar que apenas queda media hora para que el Empress enfile la dársena del puerto de San Petersburgo sin mí. No estoy seguro de que Carmen me haya echado de menos  a tiempo para recuperarme.
         No fue así. Justo a la media hora de separarnos comenzó a echarme en falta y, sin detenerse, se fue hasta el acceso sin localizarme. No se separó del portón por el que indefectiblemente debería de entrar. Media hora antes de soltar amarras el Empress, cuando sonó mi nombre por la megafonía interna requiriéndome -era el único pasajero que aún no había ingresado al buque-, se dirigió inmediatamente hacia los responsables para dar la voz de alarma y comunicarles dónde, cómo y cuándo nos habíamos separado.
         En el interior de la caseta del muelle, el individuo que me ha leído los cargos en mi contra, me invita a levantarme y, después de entregarme la cámara fotográfica me ordena salir. El trayecto hasta el barco al lado del comandante Dimitrievo me resulta una mezcla de sensaciones. Por un lado, protagonista de una pequeña aventura durante dos horas kafkaianas en un escenario que pienso que solo posible en las viejas películas de la guerra fría, de espías y de paisajes grises, escenarios de intercambios de espías entre uno y otro lado del Telón de Acero. Sin embargo, en aquel momento siento cientos de miradas sobre mi, ya que desde las cubiertas y ojos de buey de los camarotes del crucero, los pasajeros, ávidos de emociones, no me quitan la vista de encima, sin querer perderse quién ha sido el causante de aquella tardanza y sin cesar de reclamarme con mi nombre y el numero de camarote: José Antonio Bejarano, camarote 3113.
         Dimitrievo, o como demonios se llame en realidad, me deja justo en la pasarela sin pronunciar palabra: en mitad de un puente en el intercambio de espías por rehenes de La cortina rasgada, de Alfred Hitchcock. Carmen, que me espera junto al portón, oculta de miradas indiscretas, me abraza sin poder contener las lágrimas. Al tiempo corren la pasarela y cierran el portón a mis espaldas. El barco se separa del muelle. Y mi aventura rusa acaba felizmente.
Por la noche, después de malcenar, no me encuentro con ánimos de ver el espectáculo y nos vamos a dormir. Necesito un Orfidal.
 Martes, 26 agosto
         Al día siguiente llegamos a Tallinn (Ciudad danesa, en estonio), una hermosa ciudad capital de Estonia. Recorro con Carmen todo el centro medieval de la ciudad aunque a mi no se me quita el susto del día anterior. He soñado y dormido muy mal, a pesar del tranquilizante, con pesadillas en donde me veía engullido por la maquinaria soviética e incluso el mismísimo Stalin me aplicaba la máxima pena por traición al pueblo “rusoviético”.
         Carmen trata de tranquilizarme, explicándome que si no trato de quitar esos pensamientos negativos, puedo somatizar y pillar una depresión. Mientras me hace fotos en una de las más antiguas farmacias de Europa, de 1422, y recorremos los estrechos pasadizos de la zona medieval, me cuenta cuando me salvó de morir ahogado en una paradisíaca playa del Caribe. Me río con ganas mientras recordamos que tenemos una cita con el capitán del crucero en la cena de gala y que, según mi mujer, tiene interés especial en saludarme teniendo en cuenta que debieron proporcionarme una nueva tarjeta magnética.
         Pasamos el resto de la mañana zascandileando por Tallinn. Estonia me parece un país muy culto y amante de su arte y de su patria, la ciudad transpira una placidez que nos encanta, mezcla de medieval y modernidad. Entramos a una iglesia ortodoxa y los efluvios de incienso, junto a las sombras y los murmullos de plegarias dan una atmósfera misteriosa. No quiero marchar sin hacerme una foto junto a un puesto de rosas, para Rosa, a quien un día prometí dedicarle un recuerdo desde un bello lugar. Así pues mi pensamiento vuela a Jerez.
         Por la noche, el capitán Alburquerque me saluda muy amablemente al tiempo que me facilita una nueva identificación interna. Me comenta que había tenido que hablar con el cónsul de España en San Petersburgo y que durante veinte minutos de mi “cautiverio” había sido la causa de un “cierto conflicto diplomático”. Le pido disculpas por las molestias causadas y le encargo dar las gracias a los que hicieron posible que el incidente no hubiera pasado a más. De hecho, nadie en el barco supo el porqué de la tardanza del crucerista que llegó media hora tarde. Iba a quedar sólo para mí y los implicados. Pero el caso es que, a la vista de la poca importancia que parece darle el capitán del Empress, cierto es que si bien me tranquiliza para no hacerme sentir culpa por el hecho de haber puesto al mundo al borde de la guerra nuclear, la sensación que me quedó es que ahora comenzaba a sentir algo peor: complejo de “niño-curioso/travieso-cogido-en-falta”.
         La cena transcurre afablemente. Mi traje de gala me sienta muy, pero que muy bien… Y la noche se presenta muy amena con el espectáculo que aquella noche se representa en la sala de fiestas del crucero: Joan Gimeno y su estupendo humor catalán.
Harto de reír, no necesito más pastillas. A dormir y a madrugar.
                           
Miércoles, 27 de agosto
         Me levanto a las cinco de la madrugada para no perderme la entrada a través del estrecho paso hacia Estocolmo.
         En la cubierta, media docena de locos fotógrafos se acomoda para admirar y captar la singladura de entrada al puerto de la capital de Suecia. La  tenue luz del amanecer tamiza la atmósfera con un halo de suave bruma. El barco avanza a través de la superficie del agua, quieta y plácida como si de un espejo empañado se tratara.
         En las orillas, las casitas se dibujan en un entorno idílico, y por las carreteras ribereñas se ven apenas algunos vehículos. Las señales marítimas van situando al barco en posición correcta mientras a sus costados los transbordadores que comunican unas islas con otras ceden el paso a nuestro enorme buque. Me siento en un pescante  de la cubierta y me arrebujo en una manta que llevo conmigo desde el camarote. El frío es intenso pero me siento a gusto arropado. Estoy observando como la luz va ganando a la oscuridad. El silencio es total y la cubierta se ha quedado vacía.
Me encuentro relajado y sujetando con fuerza mi cámara cuando inopinadamente siento que me llaman. Asustado miró hacia atrás y me siento caer en un pozo sin fondo cuando descubro la silueta del comandante Dimitrievo. Sin mediar palabra me coloca unas esposas que me hacen mucho daño al tiempo que de un empujón me arroja al suelo.
         El vacío se hace en mí cuando zarandeado y empujado, me arroja de un empellón a una celda cochambrosa. El infierno, extrañamente blanco, extrañamente dulce, ante mí se abre, abandonándome en sus suaves brazos, al tiempo que unas grandes voces me envuelven.
         ─Tranquilo, tranquilo ─siento una voz que me susurra al oído mientras mis ojos vuelven a abrirse y otros, asustados, me devuelven su mirada apenas a unos centímetros.─ ¿Te encuentras bien?
         La chica que me mira recuerdo haberla visto minutos antes en la cubierta tirando fotografías. Por fin la luz, literalmente en todos sus sentidos, se hace de nuevo. Estoy helado y la chica me ayuda a incorporarme, sintiendo en ese mismo momento la baja temperatura que me traspasa la poca ropa que tengo puesta. Comienzo a tiritar, mientras me embozo en la manta y la chica, viendo mi estado, se ofrece a acompañarme al bar donde los madrugadores toman el primer café del día. Le explico a la amable muchacha, que me quedé dormido aunque más tarde Carmen me sacaría del error asustándose porque ella conoce bien los síntomas de la hipotermia.
Acabo el café y aún medio helado me despido de la chica, mi salvadora pues, y me dirijo al camarote. Carmen duerme, y aunque se remueve de disgusto al sentir mi cuerpo helado, la obligo a que me sirva de refugio tibio y vuelvo a dormir hasta bien entrada la mañana cuando las gaviotas vuelan sobre el barco atracado en el puerto de Estocolmo.
         Salimos aquella mañana dispuestos a conocer la capital de Suecia.
         En el Museo Vasa se encuentra un “pedazo” de nave ─el Vasa, claro─, que, sin extrañarnos dado el aspecto mastodóntico del buque, atiborrado de armamento ordenado por Adolfo II de Suecia, se hundió a la media hora de botarlo en agosto de 1628, y en aquel momento me acuerdo de otro naufragio de una carabela que se botó para la Expo de 1992 y que le ocurrió algo parecido. Aprendemos del poderío naval sueco en siglos pasados.
         Pasamos por la celebre Academia sueca y después visitamos el Ayuntamiento donde se celebra la entrega de los premios Nobel. Me llama la atención, al explicarlo el guía, que el patio del Ayuntamiento está siempre a disposición del pueblo para allí poder celebrar cualquier acontecimiento. El pueblo es soberano, y dueño y señor de aquella su casa. Me aflijo al ver la enorme diferencia con España donde los políticos más parecen dueños absolutos del estatus que reciben del pueblo y al que deben cuentas.
         Nos encanta la gente sueca, los niños cogidos de las manos camino de las guarderías, el orden de sus calles, la limpieza y los espacios verdes. Después de la foto con un guardia del Palacio Real, nos dirigimos a comer unos excelentes bocadillos de pan de nueces en un bar. Después recorremos las calles del centro y pasamos el resto del tiempo vagando por sus calles, husmeando en sus comercios, admirando la ciudad desde la cima de una colina cercana. En la Academia sueca quisimos rastrear, por encargo de Rocío, alguna pista del paso de Juan Ramón Jiménez, pero está cerrado.
         Salimos en navegación del archipiélago de Estocolmo al atardecer y tenemos tiempo de ir viendo como el barco va sorteando las numerosas islas que al amanecer había observado, antes de mi “pesadilla” soviética. Tomamos un cóctel mientras el barco nos deja en alta mar, en mitad del Báltico, con destino a Polonia. Me asomo a la solitaria cubierta para dejar que el viento me azote en la cara. Necesito despejarme. Encima de mi cabeza unas enormes gaviotas sobrevuelan planeando, meciéndose en el viento de la tarde. Mis recuerdos, en la intimidad, también remontan mares y vientos para volar lejos…
         Por la noche nos hacemos una foto con tres dragqueens ─una de ellas, de infarto─ que seguramente hará las delicias de mis compañeros, aunque a mi me deja pensativo.
         Durante la noche el barco se mueve muchísimo pues el mar está embravecido, según la tripulación, normal en aquellas latitudes.
 Jueves, 28 agosto
Al mediodía arribamos a Gydnia, en Polonia, y vamos a visitar Gdansk, una ciudad cargada de historia por sus pasados, lejano y próximo. En el pasado como centro y blanco del pasillo que abrieron y usaron las tropas del ejército del III Reich ─Pasillo de Danzig─ para entrar en el más grande bocado que ningún pueblo imperialista haya ambicionado jamás: la Gran Rusia. En el pasado más reciente por ser la primera chispa que prendió en los talleres de los Astilleros de la ciudad, un movimiento, Solidaridad, que desembocó en una huelga contra el sistema; el gobierno hubo de claudicar, prendiendo así una mecha que desembocó en la caída del Telón de acero.
Acertamos a ver la casa y el lugar de trabajo del humilde electricista, líder de Solidarnosk que dejó KO al viejo régimen comunista: Lech Walesa.
Gdansk pagó con su sacrificio el estar situada en la entrada del vasto imperio de los soviets y ahora es una ciudad reconstruida pero con el mismo sabor que debía tener en la Edad Media donde su población se dedicaba a la manufactura de sus materias próximas, entre ellas el ámbar. Visitamos una enorme iglesia donde caben veintidós mil personas y paseamos por sus calles repletas de comercios. Me parece entrever a la población judía que un día no muy lejano debió vivir en esas calles hasta su exterminio.
Poco más que ver en Polonia: grandes bloques de viviendas de viejo estilo soviético, ámbar (aprendemos a identificar el auténtico del falso) y un país verde e industrioso.
En el barco, la noche transcurre apaciblemente, aunque no deja de darme vueltas al incidente de Rusia. Carmen trata de hacerme grata la travesía y no deja de halagarme y entretenerme a fin de que me evada. Aquella noche vemos un espectáculo de magia, pero como si nada.
Viernes, 29 agosto
A lo largo de la mañana llegamos al puerto de Copenhagen, a través de un larguísimo puente sobre el mar y cientos de torres de energía eólica sobre el agua, algo que me llama la atención pues es la primera vez que los veo en un lugar en que no molestan a nadie. He aquí la solución para un dilema que tenemos en España y que no queremos o no sabemos dar solución; nadie quiere esas enormes aspas a la puerta de su casa. Como siempre, la insolidaridad.
Por la tarde, desembarcamos para conocer la ciudad desde sus bellos canales, bajos sus puentes, viendo en un maravilloso atardecer la vida de esta apacible ciudad de ciudadanos felices. Desde el agua podemos admirar sus bellos edificios a la luz del sol reflejando en las limpias aguas de los canales. El edificio de la Ópera asomado vertiginosamente sobre el agua y los barcos-vivienda donde habita toda clase de gente. Me impresiona el silencio que se respira en esta hermosa ciudad repleta de miles de bicicletas reinando sobre las calles. Siento envidia de un país así. Al anochecer nos acercamos al patio de armas del palacio de Christianborg donde mora la amada monarquía danesa y allí nos hacemos unas fotos con el antipático guardia de puerta. Recorremos el centro y ya de noche, retornamos al barco donde nos espera la última noche de crucero, barco y vacaciones. Antes de marchar al camarote vemos el show de despedida. Admirable. Una copa y vuelta al camarote donde hacemos las maletas ─bueno, más bien Carmen, que saca la varita mágica para embutir el cargamento de regalitos─ dejándolas en la puerta para que ser recogidas y llevadas al aeropuerto.
Sábado, 30 agosto
Por la mañana nos disponemos a completar la visita a la capital danesa, y para empezar nos llevan al Icebar, que como su nombre indica es una mezcla de bar y de iceberg: un bar al que hay que entrar con ropa ex profeso a cuatro grados bajo cero. Allí tomamos un coctel en vasos de auténtico hielo y tiramos unas fotos disfrazados de esquimales para poder soportar el frío. Muy curioso, la verdad.
Más tarde asistimos al cambio de la guardia en el Palacio Real. El guardia que vimos la noche anterior por fin se va a descansar.
Continuamos vagando y visitamos la pequeñaja Sirenita,  y hacernos las consabidas fotos para, a continuación, ir al aeropuerto de Copenhagen, comer unos bocatas, comprobar la falta de educación de dos “señoras” compatriotas que tuvieron el cinismo de impedir sentarnos en unos asientos reservados para sus supuestos maridos que nunca llegaron a ocupar. Abordamos el avión. Volamos cuando Paris se ve allá abajo, a nuestros pies, hermoso, aún desconocido. Y España.
Al llegar a Madrid, me propongo narrar mi viaje, soslayando el asunto de San Petersburgo. He dejado pasar el tiempo, pero aquí está, tal y como ocurrió.
Nunca lo olvidaré.

[1] Proyecto 941 TYPHOON URSS. Los más grandes del mundo con 20 ICBM SS-N-20.
https://www.cia.gov/
[2] GULAG, conocido como el lugar -el sistema más bien- para encarcelar a presos políticos y como mecanismo de represión a la oposición política al antiguo régimen soviético.