4.6.15

Operación Masada

  
OPERACIÓN MASADA
                                        (Años 73 y 1973 de la Era cristiana)                                                                                                                                                                                                                                                           massada-antes-morir-que-rendirse/


                                  
 
 PRÓLOGO

Un pariente ―Amós Vejarano[1] exiliado de la guerra civil española, ayudante de un célebre arqueólogo y catedrático de la Universidad de Jerusalén, Yigael Yadin― narró una historia a mi padre y este a mí, lo que hizo acrecentar la corriente de simpatía que yo por entonces ya sentía por un pueblo capaz de realizar hazaña semejante y que, cuando la escuché por primera vez durante una tarde de invierno en la judía Hervás,  me dejó totalmente  sobrecogido.
Según mi padre, su primo Amós había participado, en 1956, junto al sabio judío en las excavaciones de unas ruinas ―su nombre, Masada[2], permanecería ya en mi imaginación― que desde tiempo inmemorial esperaban en el desierto de Judea, a que alguien se atreviera a desvelar sus secretos y que, no sólo corroboraban la historia más o menos conocida, sino que confirmaban la trágica gesta que había tenido lugar en un paraje: el refugio en la fortaleza de Masada, por un numeroso grupo de judíos celotes hasta llegar al suicidio colectivo a fin de resistirse a la ocupación de Palestina y de caer en manos de las legiones romanas.
Una historia que aún hoy me produce emoción, y que da una idea aproximada de la capacidad de asimilar los aspectos positivos que las generaciones nuevas de judíos han ido admitiendo, haciendo suyas gestas que si bien es cierto estuvieron teñidas de sangre fruto de los ánimos exacerbados, y no pocas veces de la intransigencia, no menos cierto es que al final queda como positivo lo que de positivo engendra todo hecho histórico, tapando los aspectos negativos que, a mi entender, también hubo en aquellos hechos.
En el caso que nos ocupa hemos de subrayar el impacto que tuvo Masada en la memoria colectiva del pueblo de Israel, en un tiempo en que, aún reciente el proceso de formación del nuevo estado, se necesitaba, si ello era posible, encontrar un hecho que aunase las ansias colectivas de esperanza, por encima de razones políticas. Y Masada lo proporcionó en tal grado que este nombre se convirtió en sinónimo de valor, entrega, entereza y determinación, como también en símbolo de la lucha de los débiles contra los fuertes, los pocos contra los muchos, la libertad frente a la tiranía.
Pero mejor es ir por partes y tratar de hilvanar, entretejiendo, ―contextualizando―, la historia de lo que debió ocurrir a partir de los datos de los científicos actuales y de la narración de los historiadores que lo presenciaron y que yo trataré de contar a modo de relato sin omitir sus coincidencias y sus discrepancias.
Como autor del presente trabajo, puedo decir que me siento muy orgulloso del papel que representó “el primo Amós” a quien nunca conocí, el que sin pretenderlo encendió en mí, imperdurablemente, las ansias por la búsqueda de nuestras raíces ―de la familia Vejarano― presumiblemente judías. Fruto de estas ansias me atrevo a dar a conocer lo que aquel buen hombre nos transmitió de primerísima mano ―¡con documentación oficial israelí!―  aunque por desgracia nunca sabrá que yo narro lo que él trasmitió. Este trabajo va dedicado a él y a mi padre, fundamentalmente, pero también a todos los que me animaron a vencer la timidez para que escribiera, sin ánimos historicistas pero sin temor, la gesta de unos equivocados ―o no― hijos de Israel. Gracias a Rocío Vejarano Alvar (bibliotecaria de la Fundación Sefarad que me proporcionó documentación y los soportes informáticos) y, cómo no, a Rosa O. Echevarría, de Alicante, que esperó im/pacientemente mi historia entre lunas y nombres. Finalmente, mi agradecimiento a J. A. Mayo por sus valiosas sugerencias.
Así pues, presento la trascripción extractada de las cintas magnetofónicas del Departamento de Anatomía patológica de la Universidad Hebrea de Jerusalén, así como del informe elaborado en primera persona por el arqueólogo prof. Yigael Yadin, “gentilmente prestados” a mi pariente con la autorización expresa del general Eli Cohen y del comandante Iacoob Fridman, jefes del archivo y de excavaciones, respectivamente, del Estado Mayor del ejército. Consta, finalmente, el Visto Bueno del Ministro de Defensa del gobierno de Israel a la entonces denominada “Operación Masada”.
Para conocer el pasado remoto me he basado —adaptándola— en la única fuente, Flavio Josefo y su Guerras de los judíos[3], incluyendo, para mejor comprensión, la cronología correspondiente con la Era cristiana.
                
Marzo 1956

El 13 de Marzo de 1956, en compañía de un grupo multidisciplinar de la Universidad Hebrea de Jerusalén, la Sociedad de Exploraciones de Israel y del Departamento de Antigüedades y Museos de Israel y por encargo del gobierno, dirigí las primeras excavaciones, regidas por las referencias históricas, de la montaña de Masada, situada en las coordenadas 31º 19’ 29” lat. Norte 35º 21’ 40” long. Este, sirviéndonos como únicas referencias fiables las del historiador Flavio Josefo, pero sobre todo por las excavaciones efectuadas con anterioridad por los investigadores Smith y Robinson, quienes la identificaron y siendo visitadas por vez primera por Velkot y Tipping, corroborando que se trataba efectivamente de la montaña que había sido habitada desde los tiempos de Herodes, hasta la dominación romana de Palestina en el siglo VI, y posterior poblamiento por monjes cristianos, siendo abandonada hasta mediados del siglo XIX, de la Era cristiana.
Se trata de un promontorio enclavado junto a dos antiguos e importantes caminos, el de Moab y el de Jerusalén. Su altitud es de 450 metros sobre el nivel del Mar Muerto, en su ladera oriental, y de 100 metros sobre el nivel del terreno, en su vertiente occidental. Someramente descrito es importante señalar que el plano superior es de forma romboidal, rodeado de una muralla de 1.400 metros, compuesta de una serie de casamatas o habitaciones divididas en habitáculos, y una serie de torres a modo de bastiones defensivos.
De hecho, fue el primer lugar donde acometimos las excavaciones resultando ser el de más fácil acceso, pues claramente se distinguía que se trataba de una muralla que rodeaba el recinto de la fortaleza.
El siguiente lugar que descubrimos fue el ingenioso sistema de conducciones de agua de lluvia, que transportaba desde la cima de la montaña hasta una cisternas que, con posterioridad, fueron descubiertas en la base y que constituyó una sorpresa ya que, seguramente, garantizó el suministro de agua para uso doméstico, e incluso para abastecer los baños que también se descubrieron.
No resultó en exceso complejo la exploración y excavación del recinto que constituye la explanada que constituye la base de la montaña: todo ello se verificó debido al gran cuidado que tuvieron en su construcción haciendo de Masada un punto estratégico, como refugio, primero de Herodes que construyó, y descubrimos, tal y como narra  Flavio Josefo en sus escritos, dos impresionantes palacios: uno de ellos situado al norte, y separado de la meseta, consistente en tres terrazas unidas entre sí a través de la roca viva: dedujimos que se trataba de la residencia privada del Rey, debido a los bellos mosaicos y columnas que le daban un aspecto regio. El otro, situado en la parte occidental y que servía como edifico de administración, talleres y almacenes. Los mosaicos geométricos fue lo primero que descubrimos y que sería preludio de los importantes hallazgos que habríamos de realizar a lo largo de los años que duraron los trabajos.
Una casa de baños, un barrio residencial para los oficiales reales, otro que construyeron los celotes, y por último, una sinagoga orientada hacia la Santa Ciudad, de cien metros cuadrados, dan idea del enorme potencial desde el punto de vista arqueológico, pero sobre todo humano y patriótico, que habíamos puesto al descubierto. Aparte los antedichos edificios o estructuras, algunas muy dañadas por el fuego y la erosión, encontramos gran cantidad de objetos y utensilios de todo tipo y tamaño, que en perfecto estado habían permanecido durante largos siglos a la espera de que fuesen hallados y los hiciésemos “hablar” con el fin de conocer la azarosa historia de Masada, el último bastión.
Vasijas, flechas, restos textiles, armas, alimentos conservados en sal, alfarería, ánforas, monedas,  recipientes, y algo muy importante: diez ostracones[4] con un nombre inscrito en cada una de ellos, que posiblemente fue el método usado para un sorteo.
Al mismo tiempo, fue descubierta gran cantidad de material de derribo y detritus de desecho, tal vez procedente del sitio y maniobras de asalto, reconocible por la diversidad de tipo de material, no correspondiente con los estratos rocosos, sino extraídos lejos de allí  y transportados para construir plataformas de acceso desde el exterior.
En líneas generales y sin pormenorizar, este resumen muestra el ingente y titánico trabajo de campo que procedimos a realizar. La gran cantidad de estructuras e infraestructuras, así como de material de todo tipo significó un antes y un después en la Historia antigua documentada de Israel. La sinagoga, de pequeñas proporciones, fue uno de los varios elementos más conmovedores allí encontrados. Sin lugar a dudas la única existente en actualidad contemporánea del Templo de Salomón, y que merecería un más intenso cuidado por parte de las autoridades religiosas del Estado. Mi sugerencia, tal vez quimérica, es que los restos de esta sinagoga fueran trasladados a otro lugar de fácil acceso ―¿por qué no Jerusalén?― en el que pudieran recibir de los hijos de Israel el mismo respeto que el Kotel[5] sagrado.
Una característica de las excavaciones que durante años llevamos a cabo en la explanada de Masada y sus vertientes de acceso, fue la total ausencia de restos humanos relacionados con el acontecimiento que nos interesaba. Durante meses nuestros trabajos se llevaron a cabo en medio de unos escenarios donde sabíamos que se habían desarrollado unos hechos dignos de ser reconocidos. Sabíamos que ante nuestros ojos iban apareciendo poco a poco los vestigios de la tramoya que había formado parte de un escenario. Todo estaba, si no intacto, sí al menos en los mismos lugares en que habían sido construidos o colocados. Todo se encontraba en suspenso, como si, a falta de una orden, aquello estuviese a punto de iniciar el movimiento. El movimiento de la vida.
Pero, por desgracia, cuando el equipo dirigido por mí inició las excavaciones, pudimos llegar a la deducción de que no existía el más pequeño vestigio de que allí habían existido, vivido, luchado, por qué no amado, personas. Hombres, mujeres y niños que habían protagonizado una de las gestas más valerosas de un pueblo, por el que habían dado lo más valioso que poseían antes de caer esclavos de los déspotas: la vida.
No conseguimos encontrar ningún vestigio, ni tan siquiera de algún recinto destinado a depositar los cadáveres. Nada que recordase aunque mínimamente, qué fue de los 960 patriotas. Ni un cementerio, ni un osario, ni una simple inscripción. Sabíamos que la Legión X había accedido ―asaltado[6]― a Masada encontrando el dantesco espectáculo de la inmolación masiva, y de que los legionarios no pudieron por menos que sentir respeto por aquel pueblo valeroso que yacía muerto en la explanada[7] de la fortaleza caída. Pero no por eso la legión romana se apiadó de los cadáveres y los dejó, tal vez, en un espacio al aire libre, en algún lugar apartado de la vertiente opuesta al desierto para que el hedor de la descomposición y las aves de rapiña no hicieran imposible la vida de las legiones romanas, una práctica muy habitual a su paso por los mundos que iban conquistando.
                                  

Años 69-70

Hadassah salió a la puerta de su humilde vivienda en el momento en que sintió el ulular del viento. A esas horas, en aquella época del año, el viento soplaba  y levantaba cortinas de arena que hacían complicado el tránsito por el camino de la Metsada.  Ella lo sabía porque había nacido en aquella zona del desierto.
               Hadassah sabía que cuando el viento del desierto de Judea barre las calles de la aldea, lo mejor era introducirse en la casa a la espera de que Levî apareciese.
Había contraído matrimonio unos meses antes, cuando Levî comenzó a frecuentar ciertas reuniones donde se hablaba del yugo romano sobre Judea. Ella estaba en pleno embarazo y su belleza, si cabe, se había afianzado a pesar de la preñez y su cuerpo poseía la tersura y la suavidad suficiente para satisfacer los deseos de su marido. Su cabellera, negra como el azabache, le caía por los hombros recogiéndoselo con una cinta en la frente a la usanza de las mujeres judías. Su mirada era serena y firme; con unos pómulos resaltándole sus facciones. Una mujer de 16 años, bella aunque de aspecto frágil...  Su tez, de color ligeramente aceitunado, poseía unos negros ojos almendrados.
Levî era un joven atlético y musculoso, que alternaba las tareas del campo con la práctica de las artes defensivas y las lecturas de los textos sagrados, aunque poco a poco fue abandonando estas desde que había escuchado a Ben Yehuda alocuciones en contra de la ocupación romana en Judea y de la necesidad de tomar las armas si fuese necesario para lograr arrojarlos de vuelta a sus propios dominios. De hecho, ya en las primeras escaramuzas, contando apenas doce años, salía con sus amigos a arrojar piedras al ejército del legado romano de Siria, Cestio Galo, ayudando a tender una emboscada donde los judíos se apoderaron de las caravanas que les sirvieron para llevar a Jerusalén las provisiones, algo que acabó con la paciencia del emperador Nerón ordenando a Vespasiano la reconquista de Israel.

Enero 1960

La fecha, el 27. Aquel día uno de los técnicos arqueólogos dio la voz de alarma: en el sector 6E correspondiente a una zona aledaña a una de las casamatas más alejadas de los edificios principales, se había descubierto un pequeño habitáculo, completamente estanco, con unos restos humanos. Fue una pequeña revolución, pues, tal como queda dicho, no existía el menor vestigio de los restos que nos ocupaban de la Operación Masada, aunque sí encontramos lápidas con inscripciones romanas y un pequeño cementerio cristiano, correspondientes a los invasores romanos y a la comunidad monacal respectivamente, que ocuparon la fortaleza en los siglos posteriores a la gesta hasta su total despoblamiento. Por ello, a pesar de la primera inspección ocular, a falta de los posteriores análisis, se podía deducir fácilmente que estábamos en presencia de unos restos humanos que podrían desentrañar los secretos que estábamos buscando.
El habitáculo estaba situado en el sótano de una casamata al este de la fortaleza. Pudimos ver con sorpresa, constatado con el instrumental idóneo para ello, que la habitación correspondía a un pequeño almacén, dado que en las paredes perfectamente conservadas con marchamos de tiempos de Nerón, se encontraban ochenta y siete ánforas de barro intactas, alineadas en estanterías. También pudimos observar restos indeterminados, que posteriormente identificamos como objetos de uso cotidiano así como restos de ropa y comida.
En el suelo encontramos dos cadáveres momificados que se hallaban en perfectas condiciones de conservación. La explicación de los técnicos fue que aquel cobertizo completamente aislado de las duras condiciones del  exterior había actuado como cámara frigorífica, conservando en unas condiciones idóneas de temperatura y humedad aquellos dos cadáveres que después de mil novecientos años (si es que se trataba de habitantes de Masada del año 70) se podía deducir que al menos uno de ellos correspondía a una mujer, si bien el otro era más difícil precisar sexo y edad dado que se encontraban fundidos el uno al otro y era necesario un cuidadoso trabajo de necroscopia forense para determinar las circunstancias que habían rodeado a los dos seres que teníamos ante nuestros ojos.
Inmediatamente comenzaron los trabajos de determinación fotográfica y alzada de croquis de aquella maravillosa habitación, aunque fue trabajo prioritario el levantamiento de los dos cadáveres y su traslado inmediato para su estudio pormenorizado.
Como director del proyecto, me encargué personalmente de dirigir la operación así como de redactar in situ todo aquello que fuera digno de reseñar. En aquel momento fue desalojado todo el personal, y sólo en compañía del forense de la Operación y de mi ayudante Sefaradim, escudriñamos centímetro a centímetro aquel lugar, levantando acta de cuanto allí se encontraba, así como la posición exacta de los cuerpos yacentes y demás circunstancias.
Los cuerpos se encontraban tendidos, casi fundidos con el suelo, en posición lateral, enfrentados el uno respecto del otro, unidos en el más amplio sentido de la palabra, porque al levantar y separar con cuidado sus vestimentas pudimos ver que estaban abrazados, la mujer al niño, al que no se le veía la cara, en un gesto del que incluso los siglos pasados no habían logrado borrar el amor, la ternura que emanaba, como queriendo protegerlo eternamente, y el refugio que el pequeño cuerpo parecía haber encontrado en el abrazo protector. Junto a los cuerpos pudimos observar lo que a simple vista parecía la empuñadura de un arma blanca.
Por un momento permanecimos en silencio, mirándonos los tres, emocionados ante una de las escenas más tiernas que hubiéramos visto nunca, tal vez con la sensación, en aquel momento, de que no nos asistía ningún derecho, ninguno, de violar aquel inmenso gesto de amor. Hicimos un pequeño amago de separar los cuerpos, pero comprendiendo que era imposible por nuestros medios efectuar operación tan delicada, autoricé el levantamiento definitivo por expertos y su traslado a la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Principios año 70

A partir de entonces Levî sacrificó su adolescencia entregándose en cuerpo y alma a la liberación de su tierra, haciendo funciones de intendencia en la retaguardia, de espía, recorriendo las tortuosas callejuelas de Jerusalén hostigando no sólo a las tropas auxiliares estacionadas desde el principio de la Revolución judía del 66, sino a las experimentadas legiones romanas, y, lo que ocultó a Hadassah  cuando contrajeron matrimonio: hostigó, reprimió, e incluso mató a los judíos que sus correligionarios celotes consideraban amigos o simples colaboracionistas de los romanos, llevando hasta sus últimas consecuencias el ideal judío del ojo por ojo en una espiral de odio y violencia, de intransigencia,  eliminando a los que se limitaban a ver con un atisbo de simpatía la ocupación de los legionarios. Que Roma, con sus legiones V, X y XV, arrasara literalmente la Tierra Prometida fue el motivo para que Levî se dejara arrastrar por las soflamas del líder Ben Yehuda[8].
En una ceremonia secreta le hicieron entrega de una daga, insignia de los celotes, de la que ya nunca se separaría y con la que juró muerte a Roma. Contrajo matrimonio un año antes, el año 69 en la sinagoga principal de Jerusalén, muy cerca del templo, hasta que un año después vieron cómo los soldados romanos demolían el lugar santo, y de Jerusalén no dejaban piedra sobre piedra. Sólo el muro de la parte occidental donde el segundo templo se asentaba permaneció en pie, y allí es donde acudía el pueblo a orar Por aquel entonces Hadassah trajo al mundo a la niña que con esfuerzo ahora estaba criando. Y ahora, transcurrido sólo unos meses desde el nacimiento de su hija y de la dolorosa destrucción del Templo, veían cómo Iafa se criaba de la misma forma que evocaba su nombre, hermosa, de una belleza similar a la de su madre. El matrimonio comentaba cómo el nacimiento de su hija había coincidido de manera siniestra con la destrucción de lo más sagrado que su pueblo poseía presagiando malos augurios para la joven vida que había alumbrado.
En los últimos días observaban al ejercito en aquella tierra que desde los tiempos de Abraham, de Isaac y de Jacob, la tierra de sus padres, la tierra de los Profetas, la tierra elegida por Dios, el Misericordioso, estaba siendo humillada, violada y mancillada por gentiles con el único objeto de saciar sus ansias expansionistas y de someter al pueblo judío a la esclavitud. Y él, Levî, hijo de Yosef, había jurado no consentir que le arrebataran la tierra, su tierra, la tierra donde su mujer y su hija deberían vivir libres. Y si tenía que renovar el juramento, lo haría sin ningún complejo: blandiría su daga, que siempre llevaba consigo, vestiría su cota de malla confiscada a un soldado romano y se uniría definitivamente al grupo de patriotas para morir, si era preciso, matando.
Alejados de Jerusalén en una pequeña aldea debido a la presión romana, miraban la luna en su plenitud que se reflejaba sobre el Mar Muerto, brindando un aspecto fascinante, y mientras Iafa dormía, se sentaban a la puerta de la casa, y miraban la serenidad de las aguas con reflejos de luna.
Este era el escenario que entonces reinaba en la tierra de Israel: el ejército romano extendiéndose de oeste a este, Jerusalén destruida y dominada, ellos viviendo en una especie de burbuja, viendo criarse con inquietud a su hija, y como único horizonte, la esclavitud o la muerte.

Enero-julio 1960

Durante estos seis meses, fueron efectuados los estudios completos de los cuerpos en el Departamento de Anatomía patológica de la facultad de Medicina de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Dado lo prolijo del informe forense, plagado de tecnicismos, términos médicos y otros parámetros, irrelevantes para el conocimiento suficiente de los profanos, ofrezco resumido el resultado de dicho examen:
Necroscopia:
"Se procede a la separación, previo desprendimiento de sus respectivas vestimentas, de dos cuerpos (en adelante "H", el de mayor envergadura; "F" el de menor) unidos entre sí por sus respectivos dorsos, frente a frente. Es necesario para ello la desmembración de las extremidades superiores del cadáver de H debido a la posición de sus brazos entrelazados con el fin, posiblemente, de aferrar y asir el cuerpo de F.
Durante este proceso, se observa que los cadáveres se encuentran traspasados por la hoja de un puñal o espada pequeña (sin resto de empuñadura alguna) de 25 cm. de longitud y 2 cm. de ancho, terminado en punta partida. Se extrae. 
Analizados los vestidos (Técnica Carbono catorce. Academia ingeniería militar) se constata que están tejidos en lino, ambos de la misma hechura y características datados en dos mil años +/- 200. La vestimenta de F está sumamente deteriorada y gastada, tal vez del uso.
No se hallan adornos ni joyas, tan sólo una cinta fina de cuero sujetando restos del cabello de H.
El sexo de ambos cadáveres es femenino (el de F, con una probabilidad del 90%)  y los rasgos anatomo-morfológicos son similares, por lo que cabe deducir que se trata de madre e hija.
La edad de H está comprendida en veinte años, de raza semita, cabellos negros, largos. La edad de F está comprendida entre 1 y 5 años, siendo difícil de precisar. Presenta deformaciones cóncavas en las costillas flotantes izquierdas, debidas con certeza a un proceso de raquitismo infantil, observado en la disección necrológica.
H presenta orificio de entrada del arma entre las costillas 3ª y 4ª interesando músculos, nervios y arterias intercostales. Atravesando el corazón a través del tronco y de la arteria pulmonar y el lóbulo del pulmón derecho con salida a la altura del apéndice xifoides.
El cuerpo de F se encontraba en posición fetal, y presenta orificio de entrada de la misma arma, produciendo daños en la mano derecha, con roturas de tendones y fractura de huesos a la altura del segundo metacarpiano del dedo anular de dicha mano. El arma entró en el tórax a la altura del esternón e interesando la aorta descendente produciendo desgarros debido a la carencia de punta del arma.
Los fallecimientos se debieron producir, en el caso de H, instantáneamente, y en el de F, al cabo de largos segundos de agonía".

                        Concluye el informe haciendo constar el excelente estado de conservación de los cuerpos con relación a su antigüedad por la facilidad con la que pudieron desarrollar su labor, como si los óbitos se hubiesen producido sólo meses antes en lugar de los dos mil que fue el periodo obtenido con las modernas técnicas del Carbono 14. La punta del arma se encontró entre los vestidos de los dos cuerpos.
Hasta aquí el frío informe anatomopatológico.
En deducciones personales, los expertos llegaron a la conclusión de que las muertes se habían producido premeditadamente, pero no sólo por el ejecutor[9]dada la posición del arma y de los cuerpos, sino por la víctima H, sin duda por el extraordinario cuidado del agresor en concluir limpiamente su obra con la colaboración necesaria de aquélla. F, sin embargo, debió resistirse, y efectuó movimientos bruscos en actitud autodefensiva tal como colocar los brazos sobre su pecho, lo que hizo que las heridas fuesen dolorosas y más lentas en provocar la muerte.
En pocas palabras: las muertes fueron pactadas, acordadas, y llevadas a cabo con una limpieza absoluta, excepto en el caso de la niña. Que fue, creo, un sacrificio.
Años 70-74

Una tarde Levî  llegó a la casa, habló brevemente con Hadassah,  y recogiendo los enseres más necesarios, tomaron a su hija, cerraron la puerta de la vivienda, y se unieron a un grupo de compatriotas que venían por el camino de Jerusalén, huyendo hacia el sur. Durante la noche, atisbaron entre la neblina los roquedales imponentes de la gran montaña: aún no lo sabían pero en aquel mismo momento, Eleazar Ben Yair, al mando de aquel grupo heterogéneo, compuesto por hombres, mujeres y varios niños, les comunicó que su plan era ascender los riscos escarpados y agrestes de la antigua fortaleza de Herodes a fin de resistir y resistirse a Roma y a Nerón. Todos estuvieron de acuerdo, y aquella misma madrugada iniciaron el ascenso hasta alcanzar los castillos que habían servido de refugio al rey de Judea, Herodes.
La Metsada donde Herodes había construido su refugio consistía en un elevado promontorio cercano al mar Muerto, en la vía que conduce desde el sur hasta Jerusalén. Aquella roca preside el desierto de Judea y a nadie, en aquel grupo, le había cogido por sorpresa que se hubiera elegido precisamente este risco que, años antes, había sido usurpado y ocupado por los romanos. Aquella enorme roca constituía para el pueblo judío un símbolo, y en aquellos momentos de desconcierto Levî convenció a Hadassah de  era lo mejor que podían hacer para preservar su identidad como pueblo y en el que Iafa pudiera vivir libremente.
Hadassah, que a veces no comprendía  las teorías de su marido, no se hacía a la idea de que hubiese decidido resistirse,  pero acató su decisión, porque recordaba cómo en el momento de traer al mundo a su hija, pudo percibir la columna de humo que se elevaba al cielo entre los gritos de terror de los jerosolimitanos.
Los primeros días de permanencia en la antigua fortaleza, los dedicaron a instalarse en los dos palacios, sobre todo las mujeres y los niños, así como algunos enfermos. Hadassah e Iafa fueron alojadas en las estancias principales de uno de los palacios, pues la niña era, posiblemente, la más pequeña de la expedición, aún amamantada por su madre. Mientras, los hombres dedicaban el tiempo en habilitar como viviendas pequeños chamizos de barro y adobe, así como a construir en la roca huecos que sirvieran como almacén, aunque se limitaron a rehabilitar lo construido por Herodes  para la pequeña comunidad a la que había que proveer de todo lo necesario.
A las pocas semanas de acceder a Masada, estuvieron en condiciones de alojarse, de modo que cada familia contase con una pequeña pero digna vivienda. Llegó la hora de organizarse, y Levî se encargó de que su esposa y su hija quedasen instaladas cómodamente. Iafa, por desgracia comenzó a sentir los efectos del encierro, y a pesar de que los almacenes estaban surtidos, y de que el agua no faltaba, pues se había perfeccionado el sistema de toma de agua que ya tenía la fortaleza, se dejaba notar la falta de alimentos frescos y fruta con la que alimentar a los niños.
La vida en la comunidad celote transcurría con normalidad, si por normalidad se entiende el estar encerrados en una fortaleza amurallada  saliendo de vez en cuando patrullas de hombres para suministrarse de alimentos, atravesando los campamentos romanos que poco a poco habían ido asentándose en al llanura a los pies de la fortaleza. El zorro esperaba a que el conejillo descendiese del frondoso árbol en que se había refugiado, mientras este se iba alimentando de los frutos que lograba recoger. El zorro no tenía ninguna prisa.
Así pasaron los días, y las semanas y las estaciones se fueron sucediendo. De los crudos inviernos a la estación de calor bochornoso de los veranos. Por las noches salían al exterior de la pequeña habitación donde los tres se habían instalado consiguiendo una cierta intimidad dentro de aquel encierro. Hadassah y Levî, entonces dejaban a un lado sus temores y dedicaban sus momentos para jurarse amor eterno, ocurriera lo que ocurriese, mientras miraban la luna que rielaba sobre el Mar de Judea. Durante largos meses aquella situación se hizo soportable. Las tropas romanas aumentaban o disminuían el asedio en función de las necesidades en otros lugares. Incluso en parejas, los celotes salían de la Montaña y se proveían de lo necesario. Aquello parecía eternizarse y dar lugar a una situación crónica, en la que se estabilizaran las posiciones. Ninguno de los dos podía desconocer que, delante de la maravillosa vista del mar reflejando la luna, podían ver también las candelas y fogatas que se extendían a sus pies, varios cientos de metros más abajo. De sobra sabían que ni siquiera un milagro, aunque cada día lo pedían en las oraciones de la sinagoga, les salvaría de caer prisioneros de los soldados que pacientemente esperaban en la llanura.
Cierto día, uno de los centinelas dio la voz de alarma. Esta vez no era la que a veces se daba para llamar la atención de la llegada de nuevos campamentos incrementando la X Legión, hasta diez mil soldados, que al mando de Flavio Silva se habían situado alrededor de la fortaleza. Ni la que, como otras veces, se daba para hacer partícipe a todos de que el muro de circunvalación que los encerraba estaba progresando o se paralizaba. No. Esta vez era para que los asediados, todos, pudieran observar un movimiento que hasta entonces había resultado inédito en los sitiadores romanos: estaban comenzando a depositar grandes cantidades de piedra y tierra en la base occidental de la roca. Al principio nadie estaba seguro de qué estaba ocurriendo. Ni siquiera el líder Eleazar Ben Iair comprendía aquel movimiento sorpresivo de los romanos. Aquel día el bravo sobrino del legendario Menahem Ben Iehuda, hubo de esperar varias horas, y que los celotes espías que habían salido de la fortaleza regresaran para que hubiera de llegar a una conclusión: los romanos habían decidido acabar la espera y comenzaron una nueva táctica: acceder a la cima de la montaña construyendo una gran rampa con el simple método de ir acumulando madera y barro.
                        Corría el verano del año 73, y Hadassah  le hizo notar a Levî que llevaban  dos años y medio encerrados. Levî tuvo una discusión con ella porque éste temía que pudiese cometer una locura, tal vez huir. Cuando ella le corroboró su temor, él, por primera vez en su vida la tomó por los brazos, casi con violencia —Se daba cuenta de la fragilidad de su esposa—. En ese momento pudo observar su extrema delgadez aunque los tres años pasados en Masada la había convertido en una mujer delicada y bella como una flor del desierto. También vio que la niña no mejoraba, que parecía aún más menuda que cuando nació. Fue entonces cuando se dio cuenta de que aquella partida la tenían perdida, pero no podía soportar la idea de separarse de su familia, aquella pequeña familia que le había seguido con el fin de sentirse protegidas del peligro. Y ahora no podía concebir, bajo ningún concepto, dejar que su esposa y su pequeña hija cayeran en poder de las hordas romanas y que fuesen tal vez trasladadas a Roma para entrar a formar parte del servicio como esclavas de algún patricio pagano y gentil. No. No lo podría soportar. Pero aunque sus creencias estaban suficientemente afianzadas y cimentadas, notaba que el paso de tiempo comenzaba a pasar factura y que podrían tambalearse. Aquel día, discutió con Hadassah y a continuación salió abruptamente. Su odio hacia los romanos aumentó, porque por vez primera desde que comenzó su guerra contra el tirano, veía el porvenir algo más que negro.
Olvidó todo ello mientras asistía a un conciliábulo que Eleazar Ben Iair había convocado a todos los varones adultos. Al regreso, Hadassah notó que su esposo no era el mismo. Después de muchos meses encerrados, lo único que habían conseguido era exacerbar las ansias de conquista de la X Legión. Y allí no existía ningún futuro. Iafa continuaba malcriándose desde el punto de vista físico, pues el amor que sentían por ella sus padres y todo el campamento era tan intenso que los trasladaron a uno de los cuartos más confortables de la fortaleza.
Y así, desde julio, pudieron ver día a día los progresos que hacían los sitiadores construyendo frenéticamente el inmenso plano inclinado que les iba a llevar inexorablemente hasta la misma presa, inerme, esperando el fatal día que, si no ocurría un milagro, el reptil la alcanzaría.
Los meses fueron pasando, y Levî dulcificó su carácter para con  su familia y les ofreció lo mejor y más valioso que poseía: su cariño, así como procurarles los mejores alimentos que cada día le proporcionaban, tratando de alimentar a la niña para que se criase en las mejores condiciones posibles. Él procuraba mantener ignorante a su esposa de los conciliábulos que cada día mantenía con sus compañeros de encierro.
                                                          
Mayo 1961

Una vez realizados los análisis forenses, y el estudio del entorno cívico-militar de Masada decidí llevar mis conclusiones en relación con la Operación Masada Heroica al Jefe del Estado Mayor del ejército israelí. En mi estudio corroboré la verosimilitud del tratado de Flavio Josefo y su relato pormenorizado sobre el asedio y defensa. En consecuencia, se decidió elevar el carácter de "leyenda" al de "gesta" todo lo acontecido en la fortaleza de Masada durante la resistencia celote y posterior asedio y asalto por las legiones romanas en el año 74 d. C.
En una reunión a la que asistí en TelAviv con los militares y donde fui sometido a una larga consulta se decidió, a la vista de mi informe, proceder a la inhumación de las dos mujeres “que se salvaron de la humillación”, dándoles honores tanto militares como civiles que el gobierno, el pueblo y el ejército del Estado de Israel, deberían a dos de sus hijas, proclamándolas "Héroes del pueblo y ejemplo de la juventud judía". Se decidió asimismo, con la objeción de los rabinos, que las dos fueran enterradas en un ataúd, juntas, tal y como habían permanecido durante un periodo de 1887 años en la tumba que fue  Masada.
El Gobierno, de acuerdo con el Gran Rabino de Jerusalén[10], ordenó que en todos los kibbutz, fábricas, organismos oficiales e instalaciones del ejército, centros de educación, puestos fronterizos, en el desierto, en los vergeles, en las orillas de los ríos y los mares, en las cimas y en las faldas de las montañas, en las grandes ciudades y en las pequeñas aldeas de Israel, así como en todas y cada una de las sinagogas del mundo se leyera el Edicto donde se proclamaba la Gesta de Masada y la denominación de “Héroes” a los novecientos sesenta celotes defensores.
El día de Yom Kippur[11] de 1.961, H y F, llamadas a partir de entonces Esperanza y Libertad (en inglés, Hope / Freedom), fueron enterradas al atardecer en el cementerio de la colina del Rey David, en Jerusalén. El Gran Rabino entonó el Shema Israel, mientras el gobierno, el ejército y una representación de las asociaciones cívicas de Israel escuchaban el sonido del sofar y en todo Eretz Israel[12] se guardaba un minuto de silencio, al tiempo que cuatro mujeres ―dos kibbutzim y dos soldados― hacían descender el ataúd sólo cubierto con la bandera de la Estrella de David hacia la leve tierra que iba a acoger en un definitivo abrazo a las Héroes de Israel, en su retorno definitivo a la Jerusalén de la que habían huido mil ochocientos noventa años antes.

En memoria. Hasta aquí, extractada, la historia de Devorot Mezada (Masada) Efectivamente, en mi opinión ocurrió tal y como cuenta Flavio Josefo en su obra magna. Tal y como ocurrió, aunque a sus ojos y a sus oídos ―¿también a su corazón?― escapó esta historia: la madre que, hipotéticamente, se inmoló en connivencia con su esposo, que posiblemente ambos eligieron para su pequeña hija el sacrificio necesario[13]  con objeto de evitar vivir esclavas del enemigo en su propia tierra. Tal vez él, quien presuntamente arrebató las dos jóvenes vidas, fuera el mismo que eliminó a nueve de sus compañeros, elegidos para eliminar ―los diez― a los novecientos cuarenta y ocho celotes restantes. Quizás este guerrero decidió preservar de la vista de los demás un acto tan tremendo como el sacrificio de sus seres queridos, y probablemente decidió que permanecieran por siempre ocultas del resto del mundo a fin de que ni los invasores lograran encontrar sus cadáveres: ni muertas, esclavas.
Y quién sabe si una vez ejecutado el doloroso cometido, saliera al exterior de la explanada, y ahora sí, a la vista de los primeros legionarios romanos que estarían accediendo desde las plataformas de asalto, el celote fuera el único de los novecientos sesenta que decidiera poner fin, por sí mismo, a su propia vida, aunque nunca sabremos con certeza cómo. La luna, único testigo, sí lo podría decir. Por qué no.
                                     
                                                           YIGAEL YADIN, director
                                                     TelAviv (Israel) / Berna (Suiza)
                                         Noviembre  1973 (1.900 aniversario de Masada)
Doy las gracias a todo el personal que tomó parte en la OPERACIÓN MASADA:
Arqueólogos, antropólogos, forenses, historiadores, excavadores y personal auxiliar. Con el agradecimiento especial a  mi ayudante personal Amós Vejarano, llamado Sefaradim.
                                                                                                                                                                                            
                                                           Verano año 73

Hadassah sabía que algo le ocultaba su esposo. Conocía de sobra que la situación era insostenible, y que si no se encontraba una solución, la esclavitud y la muerte era el único horizonte que tenían ante sí.
En la intimidad del aquel remedo de hogar, estuvo haciendo balance de su propia vida. Se preguntó si realmente había merecido la pena tanto sufrimiento, si haber abandonado el hogar paterno de  Jerusalén para seguir a Levî bahía sido acertado. No comulgaba en exceso con las ideas de su marido, y a pesar de ello había aceptado, con su esposo, la lucha a muerte, la guerra sin cuartel que este había planteado, nada más y nada menos, que a Roma. Después de todo ¿qué le importaba a ella si los soldados romanos gobernaban Judea, Palestina, toda la tierra de Israel si ello era preciso, teniendo en cuenta que el pueblo al que pertenecía era prácticamente ingobernable? Algunas veces estaba tentada por tomar a su pequeña niña enferma en sus brazos, envolverla en ropa de abrigo y huir las dos a través de la noche hasta las llanuras de los campamentos romanos. ¿Qué más daría que a ella la hiciesen esclava, si así podía tener a su hija a su lado, y acababa con aquella horrible situación de saber que tarde o temprano serían todos pasados a cuchillo por la implacable máquina de guerra?
La primavera despuntaba y aquel día había sido especial en muchos sentidos. Levî no había permitido que su esposa asistiera a la asamblea que se había celebrado durante el día ante el palacio de Herodes que servía como vivienda a sus líderes. Ben Fair había congregado a todos y les había planteado claramente la situación: o rendición, o muerte sin rendición. ”Muramos sin llegar a ser esclavos de nuestros enemigos” fueron sus palabras textuales.
Nadie lo dudó un solo instante. Cada cual se retiró a sus aposentos, y aquel día no hubo ya turnos de guardias. En tres años de resistencia, era el primer día que las murallas fueron abandonadas, pareciendo que los bravos, los patriotas celotes se hubieran escondido para esperar a que la Legión X culminara su obra y cayera sobre ellos pasándolos a cuchillo como corderos en el matadero.
Levî entro a la casa, y llevó a Hadassah al lecho. Iafa dormía ajena al drama que se cernía sobre todos ellos. Levî tomó en brazos a su mujer. Dulcemente la despojó de sus vestiduras. Los dos quedaron desnudos. Se abrazaron. Se miraron silenciosos, profundamente, leyéndose mutuamente en lo más profundo de sus ojos. Se tendieron en el lecho. Ambos se acariciaron. Escrutaron y recorrieron todos y cada uno de los poros de la piel de sus cuerpos. Se entregaron sin reservas de ningún tipo. Hadassah y Levî gozaron del amor como nunca lo habían hecho. Se saciaron mutuamente, intuyendo que aquella sería la última vez que se poseyeran. Con aquel gesto de amor quisieron culminar una vida en común que no pudo ser. Entonces cayeron en la cuenta de que los designios de la vida eran incontrolables. Que la suya nunca había tenido razón de ser. Que las ansias de libertad que habían soñado se iban a truncar muy pronto. Que las líneas de la vida se cruzaban y entrecruzaban misteriosa e inexorablemente conformando el destino. Que no podían dejar el fruto de su unión a merced de las intenciones de los vencedores. Que iban a morir. Que sólo tenían 23 y 21 años.
Cuando hubieron concluido el acto de suprema entrega, Levî, acariciando los largos cabellos de su esposa le explicó la situación que él antes había escuchado, y la determinación unánime de morir todos antes que rendirse. Se había ofrecido voluntario para llevar a cabo una tremenda misión: diez de ellos acabarían con la vida de todos los habitantes de Masada que, a pesar de su deseo, no fuesen capaces de quitársela por sí mismos.
La consigna que habían pactado aquella mañana de verano del año 73 era la de “todos, muertos”.
Al atardecer, pasarían por todos los rincones de la fortaleza y acabarían con la vida de sus compatriotas que no lo hubiesen hecho. Después incendiarían todo el complejo, menos los abastecidos almacenes para demostrar que no había sido el hambre la cusa de la inmolación. Cuando no quedase ningún habitante vivo de Masada, él, por sorteo, debería llevar a cabo la eliminación de sus nueve compañeros ejecutores para, como conclusión, quitarse la vida. Así, de esta manera querían mostrar a los romanos cómo se las gastaba el patriota pueblo judío: muerto antes que rendido.
Se besaron cuando el sol comenzaba a declinar por el desierto. Besó también cariñosamente a su hija, dormida, que no había conseguido mejorar y a la que no había logrado que fuese una niña saludable, pues ni siquiera habían sido capaces de que consiguiera articular una sola palabra. Tenía tres años y medio.
Salió a la desierta explanada. Sólo se oía un sordo fragor en el exterior de la fortaleza de Masada. El viento soplaba con cierta fuerza y los escasos chaparros y matorrales que crecían en aquel duro clima se vencían a su favor. Diríase que la fortaleza estaba vacía, pero, lejos de ello, en pocos minutos comenzó a desarrollarse una de las más tremendas escenas de valor y determinación colectivos que hubieran visto los siglos. Los diez celotes entraron casa por casa, sin olvidar los dos antiguos palacios, la sinagoga, los baños, los almacenes, las habitaciones aledañas a la muralla, y en silencio dieron cumplida cuenta de la misión asumida. Eran conscientes del enorme acto que estaban efectuando. Sabían que las generaciones futuras de alguna manera tendrían que conocer algún día lo que allí estaba sucediendo. Y que serían juzgados por ello. Pero estaban dispuestos a someterse al veredicto humano y divino, por nefasto que fuese para ellos. Nunca, sin embargo, consentir el sometimiento, la sumisión, en suma, la resignación de ser esclavos en su propia tierra, la de Abraham, Isaac y Jacob. Estos nunca se lo perdonarían.
Levî llevó a cabo su misión. Para ello se había despojado de la cota de malla que había requisado al último legionario romano ejecutado por él en tiempos de la Rebelión. Se había alisado las guedejas que le caían por sus sienes, se había encomendado al Altísimo y desenvainando su daga sacrificó a la parte de sus hermanos que le había correspondido, así como a los  nueve ejecutores.
A continuación se dirigió a la casa, donde había pasado los últimos meses, escondida junto a la muralla. Entró, y con rapidez, sin cruzar una sola palabra, enloquecido por el odio a los enemigos y por el intenso amor que sentía en aquel momento por sus dos seres más queridos, las tomó, puso a su hija en los brazos de su madre, las colocó en el suelo con brusquedad y en unos breves segundos la daga convocó al Ángel de la Muerte ―majestuoso, inexorable, puntual a la cita― que sobrevoló los dos cuerpos abrazados, tomando para sí sus almas inocentes y llevándolas al Valle de Josafat donde los verdaderos verdugos serían juzgados por Dios.
Aunque había pensado en la posibilidad de quitarse la vida junto a su familia, en el último segundo cambió de opinión. Al salir, trastornado, tuvo la suficiente cordura para tapiar la pequeña puerta con dos lajas de piedra que encajaban perfectamente en la oquedad. Aquella ―pensó― sería la tumba de su familia y ni sus cadáveres encontrarían los tiranos.
Salió al exterior de la explanada: aquel monumento a la firmeza era ahora la tumba común de los resistentes. Era el último de los celotes supervivientes, y ya sólo le quedaba cumplir el último acto: inmolarse, dar su vida. Pero lo iba a hacer de una manera distinta[14]. Se dirigió hacia la parte de la muralla donde la rampa de acceso romana estaba a unos escasos centímetros de tocar la meta soñada, la base de la montaña.
Levî, el último celote, se encaramó en lo alto del muro, dirigió una última mirada hacia la fortaleza solitaria, y en medio de una lluvia de flechas y “pilum”[15] arrojada por los romanos, tomó impulso y se arrojó al vacío. Su cuerpo despedazado acabó en el fondo de unos peñascos, en territorio ocupado por la X Legión. Sería el único que lograrían recuperar, en territorio hollado por el Imperio Romano, a modo de rendición. A los demás los encontrarían horas más tarde, en territorio judío ―Masada―.
La luna fue, con seguridad, el único testigo.
FIN                                                                                                                                      JABejarano 2005




[1] Amós Vejarano, escribiente, dibujante, viajero y aventurero incansable, desapareció durante la guerra civil española, en 1.939. El padre del autor lo localizó en los años sesenta, ubicándolo en la U.R.S.S. sin más detalles. Cuándo, cómo y qué lograron comunicarse, es un secreto que ambos se llevaron para siempre.
(Ver Del Ambroz al Orinoco, de José A. Bejarano)
[2] Masada (en hebreo, fortaleza) se encuentra en la cima de un peñón de roca aislado en el extremo occidental del Desierto de Judea.
Herodes el Grande la construyó entre los años 37 y 31 (AdC) Setenta y cinco años después de su  muerte, al comienzo de la Rebelión Judía contra los romanos en el año 66 (EC), un grupo de judíos rebeldes dominó a la guarnición romana de Masada. Después de la caída de Jerusalén y la destrucción del Templo (70 EC) se unieron a ellos celotes y sus familias que habían huido de Jerusalén. Con Masada como base, hostigaron a los romanos durante dos años. Los romanos establecieron campamentos en la base de Masada, impusieron un asedio a la fortaleza y construyeron un muro de circunvalación. Luego construyeron una rampa de miles de toneladas de piedras y tierra en el acceso occidental de la fortaleza, y en la primavera del año 74 (EC) hicieron subir un ariete por la rampa y batieron las murallas de la fortaleza.

[3] La única fuente escrita sobre Masada aparece en La Guerra de los Judíos de Flavio Josefo. Nacido en el seno de una familia sacerdotal como Josef Ben Matitiahu, era un joven líder al comienzo de la Gran Rebelión Judía contra Roma (66 EC) cuando fue nombrado gobernador de la Galilea. Bajo el nombre de Flavio Josefo, se convirtió en ciudadano romano y fue un exitoso historiador. Dejando de lado los aspectos morales, sus relatos han demostrado ser muy exactos.
[4] Ostracon, concha o fragmento de cerámica usados en la antigüedad para escribir nombres o pintar bocetos.
[5] Muro de los Lamentos, en Jerusalén.
[6] El autor del relato —JAB—  se toma el atrevimiento de puntualizar el lenguaje políticamente correcto del profesor Yadin, considerando que la legión X  realizó un asalto en toda regla a la fortaleza. “Acceder”  parece un verbo excesivamente generoso en el caso que nos ocupa.
[7] Muertos en la explanada o muertos en cada rincón de Masada, he aquí uno de los varios puntos discordantes entre los historiadores antiguos y modernos.
[8] Líder de la resistencia judía a la ocupación romana de Palestina. Tío del líder de la resistencia en Masada.
[9] El autor —JAB— ha constatado el exquisito cuidado del profesor Yadin a la hora de definir las circunstancias de sus investigaciones. El “ejecutor” fue, sin dudar el esposo y padre de las víctimas.
[10] Israel fue, y aún continúa siendo, el único estado del mundo occidental de confesión religiosa determinada, en este caso judía. El peso específico del estamento religioso en la vida de Israel es primordial.
[11] Fiesta del perdón, de la expiación.
[12] Tierra de Israel, desde el  mar Mediterráneo al río Jordán.
[13] ¿Fue necesario el sacrificio de los habitantes de Masada, y  no digamos de los niños? El simple hecho de poder plantear este interrogante es suficiente motivo para la reflexión que pueda emanar de la lectura de este relato (nota del autor. 
[14] Las dudas sobre la forma de morir de los últimos resistentes permanecerán, aunque a juicio del autor, la versión de Flavio Josefo es verosímil.
[15] Lanzas con punta de hierro muy delgada, para evitar su reutilización.