8.12.15

El anillo de los ocho Anj (relato completo)

Cien años. Ese es el tiempo que la fotografía, asepiada por efecto del tiempo, presidió la estancia de la vieja casona donde habito, y cincuenta y dos el periodo que me acompañó y que comprende desde mi nacimiento hasta el día de la fecha. En cualquier caso, toda una vida.
La fotografía formaba parte del decorado doméstico perdiendo, de tanto mirarla, su significado, por lo que un día, hace pocos años, sin saber el porqué, me detuve delante, alcé las manos y la toqué ladeándola hacia mí para evitar los reflejos de la luz que entraba por el ventanal y así poder leer por enésima vez la breve leyenda que en su parte inferior se distinguía:
Sebastián Fornel
Día de la Raza
1902
Un joven de veintipocos años, posando, endomingado a la moda de principios de siglo, luciendo un
fino bigote, y de rostro afilado, con una sonrisa apenas perfilada en unos finos labios, de baja estatura, y sujetándose el sombrero intentando evitar que saliera volando, mirando serio a la cámara que en ese preciso instante disparaba la lámpara de magnesio para inmortalizarlo. Detrás, una estatua ecuestre sobre un enorme pedestal de un caballero de uniforme militar en disposición de desenvainar su sable mientras el caballo está apoyado firmemente sobre sus patas, en un sobreesfuerzo para soportar el peso del jinete y su leyenda.
—Tu bisabuelo tenía metido en la sangre el veneno de irse a hacer las Américas —me decía mi abuela siempre que me sorprendía mientras yo miraba ensimismado la foto— y mira si hizo lo que más deseaba… se marchó.
Dejando a un lado su labor me contaba una pequeña historia, que como una cantinela me repetía tristemente para, según ella, no dejar morir los recuerdos… aunque la verdad es que no conseguí arrancar de los suyos
más que el bisabuelo Sebastián se marchó y pasado un tiempo retornó, falleciendo poco después de forma extraña.
Así, poco a poco se fue fraguando una especie de leyenda mítica sobre mi antepasado, que observaba el acontecer de la familia desde su atalaya fotográfica.
Durante años su figura fue aposentándose en mi imaginación, de forma permanente, desde aquella estampa disparada un Doce de Octubre, recién comenzado el siglo XX.
El caso es que, cierto día, considerando el centenario un periodo de tiempo prudencial como para
indagar en dicho asunto, puesto que mi abuela nunca me había permitido ni tan siquiera tocar aquel icono representación de su padre, y ella había fallecido no existiendo nadie que pudiera impedírmelo, opté por descolgar el cuadro de donde siempre había estado, a salvo de limpiezas generales, encalados, cambios de muebles, y del periodo vital de mis familiares —Sebastián, protagonista de esta historia, y su esposa; mis abuelos paternos: ella, Graciela Fornel, quien no cesó de narrarme historias hasta su muerte, cuando yo contaba quince años, así como mis padres Juan Wing Fornel y Ana Martínez, desinteresados de “chismes”
familiares. Todos, por desgracia, ya fallecidos—, y por fin librando aquella reliquia del más nefasto mal: el olvido. Cien años, suficientes como para evitar peticiones de autorizaciones a fin de remover recuerdos aunque al hacerlo no pudiera evita sentirme como violando trozos sagrados de
espacio y de tiempo, inmiscuyéndome en territorios accesibles pero prohibidos, como si de Howard Carter ante la puerta sellada de la tumba de Tutankamón se tratase.
Pesaba bastante el marco, que más parecía una caja. Del reverso desprendí a trozos una lámina de mica, dura como el pedernal, de tal forma que al extraerla pude acceder a la estampa fijada sobre un basto cartón. Al fin, después de cincuenta y dos años de mi vida mirando la imagen, pude tocarla con mis manos. El corazón comenzó a latirme aceleradamente.
Estaba sorprendido de lo que apareció: una treintena de folios de papel cebolla. Un mensaje —pensé—, porque así podía denominarse algo que había permanecido oculto sin que nadie hubiese tenido la ocurrencia de abrir aquel cuadro, en lugar de haber dejado pasar el tiempo con elucubraciones y haber sido educado en aquel ambiente de secretismo, en lugar de descubrir y desentrañar el contenido de aquella especie de cofre maravilloso.
He aquí, transcrito sin más, lo que me pareció un diario o crónica sobre los avatares de mi bisabuelo en América.
Embarqué, recién comenzado el nuevo siglo, en el puerto de Cádiz en busca de otro futuro, porque en Riotinto el mineral hay que extraerlo a golpe de barrenos, excavando las entrañas de la tierra, y el silencio y el miedo reinan sobre todas estas cuencas mineras desde un día ya lejano, cada vez más perdido en la memoria, cuando cientos de habitantes de la comarca fueron tiroteados por protestar contra las emanaciones letales de las numerosas teleras. Así, alguien me había hablado de lo fácil que era lograr el metal que todo lo puede, el oro. Sacarlo simplemente bateando las arenas de las escorrentías caudalosas de América del sur. Pero no me iba a resultar fácil a causa de los aconteceres que padecí, soportando mil calamidades: desembarqué en Venezuela; descendí por el Orinoco hasta las selvas de los afluentes del Amazonas cayendo enfermo por las picaduras de los insectos y de niguas; pretendí ser “garimpeiro”; comido por las fiebres, y gracias a la ayuda de algunos aborígenes, logré viajar hacia el sur a través de las ignotas selvas del Brasil; y trabajé en Bolivia, en todos los oficios habidos y por haber.
Durante varias semanas, menos oro, encontré de todo lo peor, así pues procuré la manera de dirigirme hacia territorio argentino, desde donde esperaba retornar escarmentado a España. Conseguí cruzar los Andes hasta llegar a Buenos Aires. En ciertos tugurios de los muelles, escuchando conversaciones acá y allá, deduje que existían lugares, al otro lado del Mar del Plata, poco menos que si de Eldorado se tratasen. Sin dudarlo, tomé un paquebote con rumbo a Montevideo.
En la capital del Uruguay entablé amistad con un italiano que había llegado desde La Spezia y tenía como destino una pequeña ciudad del interior; adonde se dirigía en busca de su familia emigrada tiempo atrás, y donde, me informó existían —confirmando mis noticias— yacimientos abandonados de metales preciosos.
Por desgracia, en lugar de aprovechar la oportunidad de regresar a casa, que ya añoraba, permanecí enfebrecido por el oro y no soportando retornar con los bolsillos vacíos, me adentré en aquel pequeño país. La región, jalonada de extensos campos de trigo y girasol mecidos al viento suave de la primavera austral, me recordaba a mi añorada provincia, a su serranía, a su campiña y bosques.
En pocas horas llegué a Minasconcepción, la ciudad que las indicaciones del italiano y el azar habían elegido para mí mismo. Me llamó la atención el contraste —por el escaso parecido a mi patria— lo cuidadoso de su configuración urbana con sus largas calles rectilíneas. Viejas casonas solariegas, huellas de su pasado colonial, ostentaban en sus fachadas blasones tallados en piedra. En algunos edificios ondeaban banderas nacionales, sobresaliendo en ellas medio sol teñido en oro parecido a un amanecer o tal vez a un ocaso. Esto me fascinó porque el sol y el oro me producían las mismas emociones, pareciéndome señales de buenos augurios.
Pronto trabé amistad con algunos compatriotas y comenzó mi obsesiva búsqueda en el cauce del San Francisco, un arroyo poco caudaloso, de frías aguas, bateando sus arenas. Ni las risitas disimuladas de mis amigos, cuando a la caída de la noche retornaba a Minasconcepción refugiándome en alguno de los cafetines de la ciudad, me hicieron desistir. Después de varias semanas, aquejado de artritis y reumas y, tras unos magros resultados, desistí y opté por buscar otro trabajo.
Por aquel entonces […] Minasconcepción hallábase bastante levantisca, debido a que era anhelo de su ciudadanía erigir un monumento al general Lavalleja, un héroe nacional del que todos los uruguayos, en especial los naturales de la ciudad, se sentían orgullosos. Y, aunque no conseguí comprender entonces el significado del asunto del que todo el mundo hablaba, pronto me percaté de que Minasconcepción le estaba echando un pulso al gobierno de la nación, remiso éste a aquel alarde de exaltación por parte de un reducido número de uruguayos que ni siquiera vivía en la capital del país, Montevideo, único escenario hasta entonces de cualquier manifestación patriótica. Entonces fue cuando acepté un empleo en una fundición metalúrgica, trabajando durante dos meses como ayudante en la colada de una estatua ecuestre del General.
Hasta aquí, salvo algunos párrafos ilegibles, la crónica que mi bisabuelo dejó escrita en el mazo de folios.
Con tales datos no me resultó difícil documentarme yconstatar que el “Día de la Raza” de 1902, fue descubierta e inaugurada una estatua ecuestre del Brigadier General Juan Antonio Lavalleja, en la Plaza de La Libertad (otrora del Recreo) de Minas (no Minasconcepción como la denominaba el bisabuelo). El motivo de dicho homenaje era perpetuar la empresa del General, quien junto a otros treinta y dos patriotas inició, en 1825, el movimiento liberador de la provincia oriental del Brasil y su unión a las otras provincias del Río de la Plata, hasta la independencia total de lo que hoy es Uruguay.
En el reverso de la fotografía había un texto en caligrafía apretada que decía:
Hechos acaecidos en la ciudad de Minasconcepción, departamento Lavalleja de la República Oriental del Uruguay, a aquellos que quieran saber:
Yo, Sebastián Fornel Toledano, natural del Reino de España, provincia de Huelva, tengo que manifestar:
Un servidor, presente en el retrato, fui contratado, haciendo valer mi condición minera, como ayudante para la realización de una estatua ecuestre. Dicha obra, mandada por el Intendente de Minas, por encargo de la autoridad, consistente en la mezcla así como el vaciado de la estatua,
fue efectuada siguiendo las indicaciones del maestro fundidor en el mes Agosto de 1902. Encontrándome en dicho cometido —siendo la primera escultura en bronce realizada en la
República Oriental— fui impelido a jurar en el nombre de Dios para que lo que iba a presenciar, por ser mis servicios de manera y forma indispensables e indiscutibles, hubiera de ser un secreto a guardar el resto de mi vida: habiéndoseme hecho entrega de una caja con un número de piezas de oro, entre barras y discos, procedí, en absoluta soledad, a calentar el crisol conteniendo la totalidad del oro a una temperatura de mil sesenta y cuatro grados Celsius hasta su fusión. En el punto culminante del rellenado de los moldes, en que la colada estaba a mil grados, temperatura requerida según la
composición del bronce, el oro en forma líquida fue agregado a dicha colada aleándose para siempre.
A continuación fue vaciada al molde de la cabeza del caballo; y ya fría se aplicó una pátina de “vitriolo azul”, para disimular dichas manipulaciones.
Una vez colocada la obra de tres mil kilos, sobre su pedestal, en el lugar de la Antigua Plaza del Recreo de Minas, e inaugurada una mañana de fuertes vientos el Día de la Raza del año 1902, con gran boato por las autoridades del departamento y de la República y grandes festejos del buen
pueblo de Minas, me fue recordado el juramento, mientras la luz de magnesio de un fotógrafo me cegaba inmortalizando el momento.
He de confesar que del cajón de donde tomé las piezas de oro sustraje un documento donde se viene a certificar que dicho noble metal estaba destinado a ser enviado en 1718 por el Alto Virrey del Perú, con destino a España.
Al poco tiempo comencé a sentirme angustiado de vivir con el cargo de dudar a quién pertenecía el oro. Hallándome sumido en una vorágine de gran confusión sobre su legítima propiedad, y el silencio a que estaba obligado, decidí salir del país y denunciar los hechos acaecidos a las autoridades del otro lado del estuario del río de La Plata. Embarqué en Montevideo, arribando a la Madre Patria por el puerto de Vigo. Sin más tardanza, viajé a mi pueblo de Riotinto y volví a la mina a sentir el olor acre de los últimos hornos, desmantelados gracias al sacrificio colectivo de la cuenca. También contraje matrimonio, dándome mi esposa una hija como fruto. Una vez desvelado el secreto, libremente lo describo, así como el lugar y forma de desenmascarar las anomalías, poniéndolas de manifiesto porque no es mi deseo llevarme a la tumba algo que he sido forzado a guardar, y sintiéndome culpable de haber olvidado la denuncia que tenía la intención de formular.
Dios me perdone: ojalá que algún día este secreto, oculto tras mi imagen fotográfica a los pies del
caballo cargado de tan vil metal, pueda ser desvelado y revelado. 
                                                            Sebastián Fornel Toledano
Riotinto, a 24 Febrero de 1907
Cuando acabé la lectura de aquella grandilocuente narración, encabezada y firmada respectivamente en las dos Minas (Concepción y Riotinto), plagada de funestos augurios, descubrí en el mismo cuadro un pequeño legajo amarillento —prueba irrefutable de lo que denunciaba mi bisabuelo—, escrito ampulosamente, bajo un
gran sello con una corona real:
En nombre de Nuestro Señor el Rey de España
Y de los territorios de Ultramar
S.M. Felipe V
Recibo la cantidad de
3.300 onzas de su peso en oro del Cuzco.
Por orden
El Comandante de la Real Armada
Al mando del galeón Sagrada Familia
20 de Marzo del Año de 1718
(Sigue una firma y su rúbrica)

Se trataba, sin lugar a dudas, de la orden de embarque de una inusual, por minúscula, cantidad de oro de pura ley junto al Recibí: las mismas marcas de numeración, contrastes y leyes de las piezas aleadas. El cuadro escondía otras sorpresas: además de los datos técnicos tales como porcentajes de los componentes del bronce para la estatua, su peso y su volumen, con instrucciones precisas para erigirla, descubrí un envoltorio cosido que me apresuré a rasgar en la certeza de hallar un objeto en su interior. Se trataba de una lámina finísima, apenas unas décimas de onza de pan de oro, en forma de estrella de espuela de nueve puntas. Entonces recordé, a la vista de este objeto que conformaba definitivamente un enigma, que, según me contaron, cuando murió mi bisabuelo en 1907, su prematuro fallecimiento se recordaría durante algunos años. Aún en mi infancia escuchaba rumores sobre tan extraña muerte, ocurrida al cabo de pocos días de  enfermedad. Mi abuela Graciela comentaba estar segura, por lo escuchado a su madre, de que el fallecimiento se había producido a raíz de comenzar a tomar infusiones hechas con mate que le habían regalado en América — incluidas la calabaza y la bombilla para prepararlas con todo su ritual de nostalgia de su etapa americana—, que esta yerba debía estar adulterada malintencionadamente con otras hierbas extrañas y desconocidas y en consecuencia las infusiones que tomadas al regreso lo habían enfermado hasta fallecer a los pocos días, aunque todos lo habían atribuido a la tisis producida por los humos de las teleras.
Desde el momento de contar con todos aquellos datos y pistas, más que aclarar mis ideas me surgieron una serie de dudas: ¿Cuáles fueron, realmente, las causas que desencadenaron la muerte prematura del bisabuelo Sebastián? ¿Por qué se impidió la estiba del oro en 1718? ¿Se escondió durante ciento ochenta y cuatro años, ya en el Perú ya en el Uruguay, para fundirlo, alearlo y depositarlo definitivamente en un predeterminada estatua, siempre lejos de los centros de poder de Montevideo? ¿Estaría la Masonería implicada puesto que treinta y tres fueron los expedicionarios al mando de Lavalleja, curiosamente casi
todos pertenecientes a cierta logia? ¿Se trataría, tal vez, de una trama o conjura para evitar, eludir, dicho claramente, escamotear el pago de aquel impuesto con destino a las arcas reales, aunque ante mis ojos tuviese el recibo firmado por el comandante del galeón? ¿Por qué —que yo conozca— no
hay reseñas históricas ni en el Uruguay ni en el Archivo de Indias? ¿Acaso se trató de una cortina de humo para encubrir un fraude mayor? ¿Qué puedo hacer siendo conocedor del secretode la estatua?, ¿desvelarlo?, ¿me tomarán por loco? Y si se trata de una conjura de siglos pasados, ¿debería hacerlo saber a las autoridades? En caso afirmativo, ¿a las del Perú, Uruguay, España?
Luego de hacerme todas estas preguntas e indagar de forma un tanto desordenada, descubrí algo ciertamente interesante: el galeón Sagrada Familia al mando del comandante Vera, en su primer viaje, partió el 31 de marzo de 1718 desde Acapulco rumbo a las Islas Filipinas a donde debió llegar en agosto, y retornar de nuevo hacia México; por lo tanto es harto improbable que el 20 de marzo estuviera en algún puerto rioplatense, Buenos Aires o Montevideo, a la espera de cargar, aparte de que el recién estrenado galeón no estaba destinado al transporte de los quintos reales sino al flete de mercaderías de otra índole: por tanto quedando a salvo la honorabilidad de los mandos del navío.
Recorté un modelo de la estrella de la espuela con sus medidas exactas. A la vista de la fotografía deduje que relacionando las medidas a escala, encajaba perfectamente con cualquiera de las dos espuelas que el prócer tenía ajustada a sus tobillos, aparte del parecido al emblemático sol charrúa. Hice comprobar su ley y procedencia. Ya sin sorpresa pude deducir que el oro camuflado en la cabeza del caballo procedía del pequeño cargamento del quinto real1, por coincidir con las leyes de las piezas que se distrajeron del flete fallido y posteriormente se fundieron y alearon con el bronce de la estatua.
Más complejo —de hecho no he indagado al respecto por pura y simple ignorancia— fue descubrir la
procedencia del pergamino datado en 1718 germinando en manos del abuelo el enigma alertándole sobre las irregularidades (presunto fraude a la Real Hacienda y tal vez presunta falsificación de documento público o presunta suplantación de la identidad del comandante del Sagrada Familia) y conjeturar cómo él, a su vez, distrajo poco más de tres gramos del oro con el que labró una réplica de una minúscula parte de la estatua con el objeto, tal vez, de dar
1 Quinto real: Proporción que sobre la explotación de las minas en
América percibía la Corona española, en concepto de participación
en los beneficios. (N. del A.)
prueba veraz de su denuncia, quién sabe si para acallar su conciencia, o como posible reparación del fraude del que fue testigo y colaborador involuntario, siendo un misterio por qué razón ocultó la pequeña joya, si tal vez como hacerse depositario único del parco beneficio de su periplo americano o como si de un simbólico acto de justicia se tratase trayendo una mínima parte del oro a España.
Así pues constataba que todos aquellos acontecimientos estaban relacionados, por lo que tuve que tomar una decisión, consciente de la trascendencia de lo que se me figuraba como un posible objeto de litigio. Decidí dejar girar el mundo y no hacer nada para alterar el orden y concierto de las cosas. Que el oro siguiera donde mi bisabuelo supuestamente lo depositó, de grado o por fuerza, hace cien años. En lo referente a su muerte, no era ya momento de investigar, al no saber por dónde empezar y verme abocado, con toda certeza, a un callejón sin salida. Así pues opté por enterrar el enigma para siempre, sin posibilidad de vuelta atrás.
Mejor, me dije, dejar las cosas como están, pues, ¿qué derecho tenía yo de irrumpir en la plácida vida de Minas en su acontecer diario en torno al egregio personaje? Era mi deseo respetar la placidez de la pequeña y bella ciudad, de vecinos aparentemente felices, paseando en las soleadas tardes de primavera. Así pues, que sus naturales, ya sean estos jubilados, estudiantes, amas de casa, obreros, niños correteando, parejas amándose mientras suenan las notas de un bandoneón en torno al monumento que tanto trabajo les costó erigir a los minuanos de cien años atrás, con un tesoro ante ellos durante cien años sin saberlo, continúen su mismoritmo de vida.
Lo dicho. Ante tantos datos técnicos referentes a los metales sin contrastar (fundición, unidades, etc.); interrogantes sobre el galeón sin resolver (derrotero, fletes programados, etc.); y por último la incertidumbre sobre la veracidad de la existencia del oro —cómo poner la mano en el fuego aun sin poner en cuestión el relato de mi bisabuelo— y, en consecuencia, la factibilidad de su recuperación no lo dudé: folios, placa de mica, fotografía, marco, “recibo real”, así como el vidrio y las finas cuartillas de papel cebolla, todo fue destruido a mediados de diciembre de 2002.
Sólo la réplica de la rodaja de la espuela de Lavalleja luce ahora en mi dedo, fundido y labrado como anillo con ocho Anj o llaves de la Vida. Ante un enigma y su solución he de decir, ahora, que prefiero aquél a esta; como elijo el camino a la meta; me apetece más el intentar que el conseguir; la búsqueda al encuentro, y por descontado las preguntas a las respuestas.
Aunque en este caso, cierto es que ojos que no ven… y ahora que he visto me arrepiento de no haber dejado el cuadro colgado de la oxidada alcayata. Mas para que sirva como descargo de mi mala
conciencia, a mis cincuenta y dos años, me viene como el anillo en mi dedo esta “confesión” para así, discretamente, lo reconozco, darlo a conocer en forma de relato, con todo lo que ello significa, y de esta forma curarme en salud por si en el futuro alguien trata de culpabilizarme de haberme llevado este secreto conmigo. Mi nombre es Sebas Wing Martínez, bisnieto de Sebastián Fornel Toledano, y me pregunto sobre la utilidad de haber pretendido desentrañar el secreto de la foto. Dios perdone mi curiosidad pero sobre todo mis figuraciones, que ojalá no sean más que eso. Pero nunca se sabe… aunque hayan trascurrido ya cien años...
F I N