Aturdida. Así es cómo se encontraba la familia Cohen Levi mientras el rabí les explicaba el significado del decreto que acababa de llegar a los concellus de las Polas. Corría el año de 1510 y ya no tenían otra opción si querían seguir viviendo en la aljama de Siero. La Inquisición perseguía sin dar tregua a los pocos judíos que habían optado por permanecer haciendo caso omiso del Mandato que dieciocho años antes los había obligado a abjurar de su religión. Eso es lo que subrepticiamente, disimulando, habían hecho, pero les había quedado por hacer algo que nunca pensaron tener que llevar a cabo: Cambiar, también, de identidad.
Es decir, no sólo ocultar que su día sagrado era el Shabbat, que su libro era la Torá, que su luz era el candelabro menorah y que todos los alimentos que ingerían eran conformes a las reglas de Moisés. También les exigían renunciar a los nombres y apellidos que de generación en generación habían ostentado, perpetuando de esta manera la memoria de los que les precedieron desde la Tierra Prometida hasta las bravías tierras de la por siempre bienamada Sefarad.
Así pues el ferrallista de Siero, Samuel Cohen y Sara Levi su esposa, decidieron buscar urgentemente nuevos nombres para autoimponérselos como muestra de conversión a una nueva religión inequívocamente cristiana, y que no diera lugar a malentendidos.
Samuel lo tuvo claro: en adelante en su cédula aparecería como Pedro, en memoria del primer Papa; de apellido se decidió por Fernández, en recuerdo del Rey Nuestro Señor Fernando, primer firmante del Edicto.
Sara lo pensó un poco más: no estaba dispuesta, como su marido, a hacer concesiones a la difunta Reina Isabel de Castilla, así pues, decidió mantener su nombre, aun a riesgo de ser sospechosa de falsa conversa. De apellido adoptó el de Díaz, en recuerdo del defensor del cristianismo el Cid Rodrigo, de Vivar.
Para Miriam, su única hija, la de ojos del color de la miel, y por la que estaban más preocupados, nacida en un indeterminado mes del noventa y dos años transcurrido el milcuatrocientos, comprendido entre la Toma de Granada y la Singladura a las Indias Occidentales, que sólo pensaba en estar en compañía de su amigo Luis María (antes Yehudá) paseando por las callejuelas de la judería, buscaron y encontraron el nombre de la actual reina de Castilla —hija de Fernando e Isabel—, dolorosamente enferma de amor, recluida para siempre en Santa Clara de Tordesillas, y que imaginaban leal al pueblo judío.
Miriam asintió, aunque le costó trabajo acostumbrarse a su nuevo nombre, pues el suyo propio y verdadero lo llevaba orgullosa desde su Simjat Bar (presentación de las niñas recién nacidas en la Sinagoga) dieciocho años antes, que sus padres valientemente le habían impuesto a sabiendas de los riesgos que corrían.
Al rabino de Pola (que ejercía como tal en secreto) le pareció bien la decisión tomada por la familia y se despidió de ellos. En adelante les resultaría más y más complicado cumplir los ritos a toda la comunidad “conversa” por lo que les aconsejó que tuviesen mucho cuidado, confiando que con los nombres cristianos les sería más fácil pasar desapercibido. Eso sí, deberían bautizarse en San Félix. Cuanto antes, mejor.
Miriam —ya, Joana—, no entendía muy bien aquel obligado cambio en sus costumbres más íntimas y arraigadas, aunque no tuvo otro remedio que amoldarse a todo aquello, identidad, tradiciones, religión, ritos, etc. Se rebeló sin embargo en lo único que nada ni nadie podría arrebatarle. En venganza, se prometió a sí misma, continuaría acudiendo cada viernes al atardecer a las afueras de la Pola, y tal y como hacía desde que era una niña, esperaría ver aparecer la primera estrella que surgiese en el cielo anunciando el comienzo del Shabbat, y en voz baja cantaría la vieja canción judeosefardí que su abuela le enseñara para saludar la aparecida del primer lucero del ocaso: Estrella, mi buena estrella // quisiera ojalá pudiera // pedirte un deseo // y me lo concedieras.
Prometió que lo haría en cada comienzo del sábado hasta el final de sus días. Para no olvidar.
Fin
Historia rescatada del Archivo Histórico de la Fundación Principado de Asturias, con el agradecimiento al Excmo. Sr.D. Raimundo García Hontiyuelas, Archivero y Cuidador Real.
2 comentarios:
José Antonio, ¿eres judio, tu familia es de ese origen? Sólo por curiosidad.
Y Joana ¿es tu hija, nieta, mujer?
Más besos
Joana es una mujer con los ojos de color de la miel de la llanura de Jericó. Y su cabello, del color de los cedros de las montañas de Líbano.
Y su piel, del color de la piedras de Masada cuando cae el sol... o del color de los muros de Jerusalem.
Joana... es Eretz Israel.
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