Sábado
Volamos
en dirección a Helsinki, atravesando Europa cubierta por un mar de nubes, alternando
con islas de tierra verde.
Abandonamos Barajas observando
a través de los ventanucos de la enorme aeronave los restos de Boeing, aún
humeante, que dos días antes se ha precipitado incapaz de remontar el vuelo.
Nos tragamos nuestros miedos, mientras sobrevolamos y ascendemos hasta los 9.000
metros.
Es
un viaje, por lo demás, muy placentero en el que me dedico a mirar a través de
la ventanilla mientras Carmen dormita o lee. Yo, incapaz, me levanto y paseo
nervioso arriba y abajo observando a los demás pasajeros, todos como meta el
mismo barco y a los mismos destinos. El Báltico, su mar y sus países, nos
espera.
Tres
horas escasas después aterrizamos en un área apartada del aeropuerto de
Helsinki. Por cierto, me llama la atención el calor que hace, pues si bien es
verdad que estamos a mediados de agosto, siempre he relacionado Finlandia, como
su nombre indica, con el Fin de la
Tierra , confines donde, en mi imaginario, aún resuenan las
sirenas de los balleneros apurando los últimos días de capturas ante el avance
de los bancales de hielo haciendo absolutamente infranqueable a la navegación.
Así, los puertos y los pueblos comenzarán a sumirse en un largo letargo sumido
en la penumbra hasta la llegada del deshielo, mientras los pescadores dedican largas
horas en calafatear y reparar redes.
Y
nada de eso. Autobuses, carteles y señales de tráfico escritos en la lengua
suomi, nos dan la bienvenida a través de una excelente autopista que nos
introduce en la capital, Helsinki, donde a duras penas podemos observar sus
monumentos y sus calles. Los viandantes aprovechan el sol paseando. Jóvenes
padres, rubios casi albinos, paseando a niños negros de pelo ensortijado, será
una constante que no dejaré de observar durante la semana siguiente a través de
los países que visitaremos.
Mientras
el bus atraviesa el centro de Helsinki, no puedo por menos de meditar los
misterios de este mundo maravilloso, y reflexiono sobre las diferencias entre
razas y culturas de uno y otro lado del océano. Desde el Caribe luminoso,
musical, negro de chocolate y salsa, continuando por el milenario Egipto hasta
la fría Noreuropa, acabando en la cultura mediterránea. Esos son mis conocimientos
que me reafirman en mi voluntad de continuar conociendo este nuestro mundo.
Por
fin llegamos al magnífico puerto, a un tinglado decorado a la finesa, donde nos
recibe la empresa de cruceros y tras un largo rato pasamos el control hasta
llegar al magnífico buque, el Empress.
Llevamos mucha hambre
aunque afortunadamente en el barco nos dan de comer, cosa que agradecemos.
A
la salida, vemos el anochecer la desde la cubierta superior cuando justamente
el sol se pone detrás del horizonte.
Entramos
al interior del buque, nos aposentamos en nuestro camarote y nos dedicamos a
recorrerlo hasta la hora de la cena. La singladura, atravesando en mar Báltico
se desarrolla durante nuestro sueño.
A la mañana siguiente, al ir a
desayunar, a través de los ventanales, podemos observar la que va a ser la
estrella de nuestra semana de vacaciones: San Petersburgo, la exsoviética exLeningrado,
la que hasta entonces permanecía en mi subconsciente (los viajes, en realidad,
se encargan de desmontar los mitos) como una ciudad mártir, rodeada por poderosas
divisiones del ejercito nazi, intentando doblegarla para acercarse y cercar
Moscú, tomar el poder, y desde ahí, el mundo. Pero San Petersburgo, luego lo
confirmaría, posee el más firme aliado como permanente guardián, capaz de
desanimar al mejor de los ejércitos, ya sean estos napoleónicos o
nacionalsocialistas: el invierno, el general Invierno que despliega la más
temible de las armas: el frío.
A media mañana hacemos las
obligatorias pruebas de emergencia que todo el mundo se las toma muy en serio.
Cada cual con su chaleco salvavidas, y con su foto. Pero más vale tomarlo como
un ensayo muy útil.
San
Petersburgo. Dispuesto a no perder detalle, como siempre hago en mis viajes,
observo uno de los mas increíbles espectáculos que yo haya visto nunca: en la
dársena se encuentra atracado, solitario, un submarino, ruso; y cómo no, a mi
mente acuden las imágenes cinematográficas y novelescas de las mejores obras
del genero negro, de espías: submarino ruso con bandera rusa con la ¡aún! hoz y
martillo. En principio, quedo alucinado de la escena, y en aquellos momentos,
tal y como atestiguan las fotos que “conseguí” traer, no me detengo a pensar en
la extraña soledad del muelle. Me asombra que a unas decenas de metros, un
barco como el nuestro, cargado con dos mil pasajeros, imagino que ávidos de
nuevas sensaciones, no haya nadie fotografiándolo. Yo disparo mi cámara desde
el barco, pero desde aquel mismo momento me propongo conseguir algunas más
desde otros ángulos. Pero vayamos por partes.
Ahora
lo que toca es subir a los autocares que nos llevarían a uno de los mejores museos
del mundo: El Hermitage.
La
guía, una chavala llamada Patricia nos introduce durante un par de horas en uno
de los templos del arte mundial. A través de sus salas, escaleras, pasajes y
pasillos vamos descubriendo la historia del arte que los zares de Rusia, Pedro
I y Caterina la Grande ,
fueron acumulando. Sus salas cargadas y recargadas de obras magnas de arte van
desfilando por mis retinas hasta notar algo que nunca antes había sentido: los
síntomas del síndrome de Stendhal. Picasso, Van Gogh, Gauguin, así como los
Goya, Velázquez, el Renacimiento italiano, y los maestros holandeses forman un
torbellino en mi cabeza que está a punto de llevarme al desmayo.
Al
salir y vislumbrar el enorme recodo del río, cuando ya es imposible dar marcha
a tras e ingresar de nuevo y proseguir la visita, es cuando caigo en la cuenta de
que volver a admirar todas las obras de arte es absolutamente imposible. He
tenido la oportunidad unos minutos antes y en ese instante mismo sé en que consiste
el mal de Stendhal, he recorrido cada una de las estancias aunque en ciertos momentos
no tuve constancia de que los tenía delante de mi vista.
Cuando
regresamos al barco, pasamos por una galería donde se almacenaban miles de
matrioshas, para cargamos y así cumplir con los compromisillos de todo viaje,
que si los familiares, que si los compañeros, que si… en fin.
Al
regreso, atravesamos nuevamente el “chekpoint” de la policía rusa, al igual que
al salir: pasaporte, fotografía, inspección y visado del documento. Siempre me
ha llamado la atención el paso de las fronteras, pero nunca he sido “víctima”
de un proceso como este.
Antes
de entrar al barco veo de nuevo el submarino, atracado apaciblemente a pocos
metros. Antes de embarcar, puede observar que en el mismo muelle hay una valla
parecida a las que se ven en nuestras ciudades y que se encuentra abierta, expedita
y nadie impidiendo el paso, tal vez porque nadie curiosea y no se cree necesario
poner vigilancia. Pero yo sí, apareció el “cocinilla” que siempre he sido, la curiosidad
puede conmigo y no quiero desaprovechar la oportunidad de acercarme un poco más
y tirar, a ser posible, alguna foto más de cerca. Que nadie me hablara del zoom
que mi nueva cámara tiene. Me da lo mismo.
Después
de comer en el lujoso comedor con vistas al horizonte de San Petersburgo,
aprovecho para disparar desde la cubierta hacia las cúpulas de oro de la Catedral , Pedro y Pablo y
San Isaac.
Por
la noche, nos arreglamos y nos vestimos exquisitos porque tenemos una cita en
el teatro Tovstonogov (la
ciudad cuenta con cuarenta teatros), para disfrutar El lago de los cisnes. La
verdad es que nunca hubiera gastado dos horas y media de mi vida en ver una
obra de ballet por mucho Tchaikovsky de que se tratara, pero hacerlo en el
mismo San Petersburgo no nos defrauda y podemos apreciar lo que debieron ser
las decadentes sesiones de teatro en tiempo de los zares.
La
primera sorpresa es que el teatro se llena, y es que en Rusia se llenan todos los
acontecimientos culturales y artísticos cualquier día que sea y se pertenezca a
la clase que se pertenezca. Todo un espectáculo que jamás olvidaremos. En el
entreacto degustamos una copa de champán y hasta hago un robado fotográfico ─algo absolutamente prohibido por las
orondas y malhumoradas acomodadoras rusas que posiblemente sean veteranas de la
Gran Guerra Patria─, en plena actuación
del ballet cuando Odette y Sigfrido mueren de amor. Se me escapa el
flash (pido perdón al dios de la
Comedia , Apolo, por el sacrilegio), y se lleva la monumental bronca
un señor que un par de filas más adelante está ensimismado con su minicámara
camuflada en el hombro del espectador de la fila de adelante. A eso se llama hacerle
comer mi marrón a otro. Pero bueno, pienso, la vida en Rusia es dura y mañana
me puede tocar a mí.
Después
del ballet nos llevan a cenar a una mansión reconvertida en restaurante: salas
inmensas, escaleras imperiales y circunspectos camareros atentos a cualquier
deseo del visitante.
Por primera vez tomamos vodka en los
entrantes de la cena. Qué digo, la primera vez que pruebo el brebaje. Es un
simple chupito, pero tomado con la tapita de caviar de salmón, la verdad es que
resulta una noche inolvidable. De regreso al Empress podemos apreciar la
belleza de esta enorme ciudad reflejada en el río Neva. Todavía se puede intuir
entre las sombras de la noche el fragor de las masas a la toma de los cuarteles
de invierno.
Al día siguiente, con un cielo plomizo,
iniciamos un maravilloso giro por toda la ciudad, Joyas de San Petersburgo, se
puede leer en el programa. En primer lugar nos dirigimos a uno de los grandes canales
del Neva y abordamos una lancha que nos lleva a hacer un recorrido por toda la
ciudad, viendo desde sus canales los palacios y residencias testigos de tantos
avatares de su historia. Cruzamos puentes y más puentes, siendo saludados por
un chaval que se recorre las grandes avenidas para saludarnos desde todos los pretiles.
Al final, una bien ganada propina, mientras observamos la cabaña de Pedro el
Grande y la Universidad
de donde han salido tantos y tantos intelectuales y artistas.
El Aurora, pacíficamente atracado, aún
parece cómo humean sus cañones luego de vomitar fuego sobre el Palacio de
Invierno, que inició uno, uno más, de los episodios que cambiarían la historia
de Europa allá por 1917.
En
la magnífica y muy rusa Catedral de la Sangre derramada, donde fue asesinado Alejandro
II, presenciamos una parte de un rito ortodoxo ruso, una ceremonia con cantos,
mientras el pope impregna el ambiente, recargado de iconos y pequeñas velitas,
con una densa nube de incienso. Los candelabros, las lámparas doradas,
inmensas, cercanas al suelo me impresionan sobremanera.
Comemos
en un restaurante ruso repitiendo el consabido vodka –“zakuski"– con los entremeses, y
a continuación blinis y cerveza, con la típica sopa de remolacha, llamada “borsch”
o algo así, mientras una señora, que bien puede llamarse Natasha, nos deleita
con una balalaika al son de una orquestina. Ya digo, todo muy, muy ruso.
De
regreso al barco, no dejamos de pasear un rato por la inmensa Plaza del Palacio
de Invierno y ver los atlantes en la calle Millionnaya, al lado mismo del
Hermitage.
Maravillosa
ciudad, una de las más bellas que conozco junto con Venecia, a la que comparan,
y Granada.
Al
llegar al puerto, cerca de los astilleros, pasamos el chekpoint de la policía
rusa y nos visan el pasaporte. Son las cuatro de la tarde y el día empieza a
declinar. Imagino lo que en invierno debe ser a las dos de la tarde. Alguien
comenta a mi lado que casi de noche, con apenas dos o tres horas de luz al día.
Cuando
pasamos el puesto fronterizo, una preciosa policía rusa, parecida a una muñeca
rusa, claro, de ballet de baile ruso, me sonríe al tiempo que nos tiende los
pasaportes. Yo le dedico la mejor de mis sonrisas.
Nos
acercamos a la escalera de acceso al barco y mi mujer me comenta que está
deseando llegar al camarote. Entonces le contesto que camine delante que yo voy
a tratar de acercarme al submarino para tirar algunas fotografías. Le entregó
mi pasaporte y el móvil, así como la cartera como el dinero para caminar
cómodamente.
Me
separo de la fila de pasajeros y atravieso la barrera que “impide” el paso.
Nadie me lo prohíbe, pues no hay nadie por los alrededores, ni guardias ni
curiosos. A mis espaldas dejo el crucero como un gigante en reposo.
Por
fin, apenas a cien metros a lo largo de la dársena, me encuentro ante el submarino
─que desde la cubierta del
barco me parecía minúsculo─,
pero cuando me encuentro ante él, a pocos pasos, me parece enorme, y siento la
misma angustia que sentía cuando veía pelis de submarinos en mi juventud. También
recuerdo el Kursk, el hermano gemelo, en las profundidades del mar con toda la
tripulación muerta, y siento una gran opresión y claustrofobia.
Miro
a mi alrededor y no diviso a nadie. La tarde está declinando, y sin pensarlo
dos veces comienzo a disparar mi cámara. La verdad es que es un espectáculo
impresionante. Ante mi objetivo tengo uno de esos míticos submarinos, acercando
y alejando el zoom para lograr captar los mínimos detalles de tan imponente
estructura. Estoy entusiasmado captando detalles que jamás había apreciado: los
ventanucos que en larga hilera recorren de proa a popa; las toberas de las
bombas de achique ─al menos es
lo que me parece─; las grandes
hélices que asoman en la popa del buque; y lo que desata mi imaginación, la
torre, en mitad del sumergible, donde emergen amenazantes media docena de
largos tubos y antenas. Es la torre de periscopios, saliendo desde las entrañas
del submarino, los ojos de la nave que hacen de esta una de las más temibles
armas por su capacidad de maniobra así como por su silencio y capacidad de introducción
bajo las líneas enemigas.
Mi
Sony α200 dispara sin pausa. Tengo ante mí un verdadero granero de buenas fotos
y ya degusto el éxito fardando de instantáneas maravillosas. La hélice apenas
sumergida, el timón y el puente, las escotillas y la torre de periscopios…
nada, nada queda sin capturar por el visor. En un momento en que me encuentro
en la parte posterior siento con mi sexto sentido como alguien, a mis espaldas,
me observa. En efecto, cuando vuelvo la cabeza veo unos ojos fríos como el
hielo, y una manaza que cae sobre mi hombro derecho. Ni media palabra. En un
instante, de su cazadora de paño azul marino, con las solapas subidas, extrae
lo que me parece un carnet. Deduzco inmediatamente que es uno de los policías
que deambulan normalmente entre los turistas del crucero. Me agarra con firmeza
por el brazo y me indica con la otra mano que le acompañe a una especie de
cobertizo que se ubica en el extremo opuesto del solitario muelle. No sé como
reaccionar, el caso es que sin darme cuenta, casi a rastras, casi sin tocar los
pies del hormigón del muelle, me arrastra literalmente introduciéndome en un
módulo.
En
un minúsculo despacho se encuentra un hombre que luce un uniforme que no logro
identificar, tal vez de faena. La enorme gorra, y esto sí lo identifico, es la clásica
militar del ejército ruso.
Me
mira y con un gesto me ordena tomar asiento, en tanto él se levanta y se sitúa
a mi lado. Al otro, mi captor se limita a mirarme.
Según
pasan los segundos me voy dando cuenta de qué es lo que ha ocurrido y me da un
vuelco el corazón, incluso las tripas, cuando comienza a hablarme. Deduzco, en
un mar de nervios, que está preguntándome por mi documentación, mientras a la
velocidad del rayo caigo en la cuenta, con estupor, que Carmen, escasamente un
cuarto de hora antes, había recogido mi pasaporte.
Balbuceo,
mientras me palpo los numerosos bolsillos de mi pantalón Coronel-tapioca en
busca de un inexistente documento de identidad ─por cualquiera (DNI, de conducir, VISA, o incluso el del Recre)
hubiera dado todo el oro del mundo─. Me los quedo mirando mientras una
oleada de terror en forma de ardor me sube hasta el rostro y musito tartamudeando
y tembloroso un “no tengo ningún pasaporte”, “está en el barco” señalando hacia
el exterior, por donde asoma la proa del Empress. En aquellos momentos pienso
en Carmen, quien seguramente está en el camarote, completamente ajena a lo que
me acontece.
Miro
compungido, azorado, angustiado, a mis interlocutores. Todo me da vueltas
mientras consigo ver como, en mitad del torbellino de imágenes, uno de los
militares habla por teléfono, mientras el otro toma de encima de la mesa mi
cámara fotográfica. Poco a poco soy consciente del lío en que estoy metido, y
sin necesidad de decírmelo en mi propio idioma, me doy cuenta de que está
relacionado con la cámara de fotos y el puto submarino[1].
A
través de la ventana percibo la caída de la tarde y la silueta del barco
recortándose sobre el cielo plomizo de San Petersburgo. Carmen, rezo por ello,
tal vez ya me habrá echado de menos y no quería imaginar que pensara que ya estaba
en el interior del barco. En aquel mismo momento me doy cuenta de que la
tarjeta magnética donde consta mi nombre
y el del barco la llevo conmigo y en un arranque de euforia me abalanzo sobre
la mesa blandiéndola. Algún trauma del pasado deben tener los tipos, el caso es
que instintivamente, hacen amago de defenderse llevándose las manos a la
sobaquera. En la pared, entremezclados en sus marcos respectivos, Putín y el
Zar de todas las Rusias así como una bandera nacional ostentando una insólita
hoz con su correspondiente martillo, presiden aquella escena más propia de
tiempos de la época comunista que de un país democrático. Ni por arte de magia soy capaz de convencer a mis guardianes de que yo
no soy más que un simple turista que ha tenido la ocurrencia de intentar saciar
su curiosidad. Comienzo a inquietarme cuando a los pocos minutos veo por el
muelle un coche que se dirige a toda velocidad, sin ningún distintivo que lo
identifique, del que se apea un individuo.
En
un español macarrónico se presenta como comandante Dimitrievo o algo así y
después de acusarme de “haber violado el territorio nacional y alterado el
orden estratégico de la Unión
rusa” me enumera los cargos en los que he incurrido aseverando el castigo que
las leyes militares rusas me pueden infligir.
Comienzo
a tiritar y a temblarme las piernas, viéndome por instantes en poder de la
enorme maquinaria del GULAG[2]
de la antigua URSS. Por mi mente pasan imágenes que creía borradas de mi mente:
automóviles Volga negros, inmensos edificios grises del KGB, trenes humeantes
en mitad de la noche a través de las estepas rusas y por fin, confinamiento en
el más miserable penal militar allá en los confines de Siberia. Mentalmente me
despido de todo lo que dejo atrás, de mi esposa que estará angustiada, de mi
familia, y por fin de mi querido país, y yo desaparecería para siempre.
El comandante se acerca a
un palmo de mi cara y me ordena que tome en mis manos la cámara fotográfica;
por medio de señas y de un mal español ─presumiblemente
cubano─ me indica que le haga
entrega del carrete. Me lo quedo mirando y por primera vez esbozo una timidísima
sonrisa pues no sé si habla en serio o de broma. Le indico que mi cámara es
digital, que ya no se usan los viejos carretes a los que se refiere.
Tembloroso, nervioso, con temor de equivocarme, puesto que yo apenas la sé
utilizar, comienzo a pasar las fotografías que había disparado hasta el momento.
Se las he de mostrar una a una a través del visor y él me va indicando las que
a su juicio han violado el statu quo de la Unión Rusa. Así pues,
bajo la luz de un viejo fluorescente, voy pasando las que una hora antes había
disparado al entorno del submarino ruso C189, a saber:
Dos fotos del submarino
cuando se abrió la escotilla de la torre de torpederos, apareciendo dos marineros.
La
bajada en un polipasto hacia el muelle, mientras se acercaba un camión y los
marineros accionaban los mandos e izaban un cajón (Serie de siete).
No
una foto ─en este momento el
comandante me dirigió una mirada de hielo─,
sino la foto donde los dos marineros, en compañía de dos oficiales del
submarino se hacían cargo de un cajón, con letras en caracteres cirílicos y pintado
con un enorme triangulo amarillo con una hélice de tres aspas negras como pictograma.
Y, por fin, la estrella de
la colección: los cuatro militares con la caja abierta y la punta de lo que me
pareció…
En aquel momento, al ir
eliminando las fotos que me va indicando el militar sé que mis sospechas eran
ciertas: Un pequeño misil nuclear estaba siendo embarcado en el submarino ruso
C189 que inocentemente estaba al costado de un indefenso crucero cargado de
turistas. En aquel momento se me hace la luz: Georgia y Osetia, y Rusia, y de
nuevo el precipicio ante el que los cuatro jinetes del Apocalipsis hacen equilibrios,
tal y como había visto en las informaciones de días anteriores antes de partir.
Al sur de Rusia se prepara la guerra.
Una
a una voy eliminando aquellas imágenes ante la mirada y la figura severa del agente.
Subrepticiamente escamoteo alguna de las fotos de aquel buque de guerra que
imagino surcando en pocas horas los mares del mundo y acudir al sur de aquella
enorme nación.
Consigo
mirar el reloj y me asusto al comprobar que apenas queda media hora para que el
Empress enfile la dársena del puerto de San Petersburgo sin mí. No estoy seguro
de que Carmen me haya echado de menos a
tiempo para recuperarme.
No
fue así. Justo a la media hora de separarnos comenzó a echarme en falta y, sin detenerse,
se fue hasta el acceso sin localizarme. No se separó del portón por el que
indefectiblemente debería de entrar. Media hora antes de soltar amarras el
Empress, cuando sonó mi nombre por la megafonía interna requiriéndome -era el
único pasajero que aún no había ingresado al buque-, se dirigió inmediatamente
hacia los responsables para dar la voz de alarma y comunicarles dónde, cómo y
cuándo nos habíamos separado.
En
el interior de la caseta del muelle, el individuo que me ha leído los cargos en
mi contra, me invita a levantarme y, después de entregarme la cámara
fotográfica me ordena salir. El trayecto hasta el barco al lado del comandante
Dimitrievo me resulta una mezcla de sensaciones. Por un lado, protagonista de
una pequeña aventura durante dos horas kafkaianas en un escenario que pienso
que solo posible en las viejas películas de la guerra fría, de espías y de paisajes
grises, escenarios de intercambios de espías entre uno y otro lado del Telón de
Acero. Sin embargo, en aquel momento siento cientos de miradas sobre mi, ya que
desde las cubiertas y ojos de buey de los camarotes del crucero, los pasajeros,
ávidos de emociones, no me quitan la vista de encima, sin querer perderse quién
ha sido el causante de aquella tardanza y sin cesar de reclamarme con mi nombre
y el numero de camarote: José Antonio Bejarano, camarote 3113.
Dimitrievo,
o como demonios se llame en realidad, me deja justo en la pasarela sin
pronunciar palabra: en mitad de un puente en el intercambio de espías por
rehenes de La cortina rasgada, de
Alfred Hitchcock. Carmen, que me espera junto al
portón, oculta de miradas indiscretas, me abraza sin poder contener las
lágrimas. Al tiempo corren la pasarela y cierran el portón a mis espaldas. El
barco se separa del muelle. Y mi aventura rusa acaba felizmente.
Por la noche, después de
malcenar, no me encuentro con ánimos de ver el espectáculo y nos vamos a
dormir. Necesito un Orfidal.
Al
día siguiente llegamos a Tallinn (Ciudad danesa, en estonio), una hermosa
ciudad capital de Estonia. Recorro con Carmen todo el centro medieval de la ciudad
aunque a mi no se me quita el susto del día anterior. He soñado y dormido muy
mal, a pesar del tranquilizante, con pesadillas en donde me veía engullido por
la maquinaria soviética e incluso el mismísimo Stalin me aplicaba la máxima
pena por traición al pueblo “rusoviético”.
Carmen
trata de tranquilizarme, explicándome que si no trato de quitar esos
pensamientos negativos, puedo somatizar y pillar una depresión. Mientras me hace
fotos en una de las más antiguas farmacias de Europa, de 1422, y recorremos los
estrechos pasadizos de la zona medieval, me cuenta cuando me salvó de morir
ahogado en una paradisíaca playa del Caribe. Me río con ganas mientras
recordamos que tenemos una cita con el capitán del crucero en la cena de gala y
que, según mi mujer, tiene interés especial en saludarme teniendo en cuenta que
debieron proporcionarme una nueva tarjeta magnética.
Pasamos
el resto de la mañana zascandileando por Tallinn. Estonia me parece un país muy
culto y amante de su arte y de su patria, la ciudad transpira una placidez que
nos encanta, mezcla de medieval y modernidad. Entramos a una iglesia ortodoxa y
los efluvios de incienso, junto a las sombras y los murmullos de plegarias dan
una atmósfera misteriosa. No quiero marchar sin hacerme una foto junto a un
puesto de rosas, para Rosa, a quien un día prometí dedicarle un recuerdo desde
un bello lugar. Así pues mi pensamiento vuela a Jerez.
Por
la noche, el capitán Alburquerque me saluda muy amablemente al tiempo que me
facilita una nueva identificación interna. Me comenta que había tenido que
hablar con el cónsul de España en San Petersburgo y que durante veinte minutos
de mi “cautiverio” había sido la causa de un “cierto conflicto diplomático”. Le
pido disculpas por las molestias causadas y le encargo dar las gracias a los
que hicieron posible que el incidente no hubiera pasado a más. De hecho, nadie
en el barco supo el porqué de la tardanza del crucerista que llegó media hora
tarde. Iba a quedar sólo para mí y los implicados. Pero el caso es que, a la
vista de la poca importancia que parece darle el capitán del Empress, cierto es
que si bien me tranquiliza para no hacerme sentir culpa por el hecho de haber
puesto al mundo al borde de la guerra nuclear, la sensación que me quedó es que
ahora comenzaba a sentir algo peor: complejo de
“niño-curioso/travieso-cogido-en-falta”.
La
cena transcurre afablemente. Mi traje de gala me sienta muy, pero que muy bien…
Y la noche se presenta muy amena con el espectáculo que aquella noche se
representa en la sala de fiestas del crucero: Joan Gimeno y su estupendo humor
catalán.
Harto de reír, no necesito más
pastillas. A dormir y a madrugar.
Miércoles,
27 de agosto
Me
levanto a las cinco de la madrugada para no perderme la entrada a través del
estrecho paso hacia Estocolmo.
En
la cubierta, media docena de locos fotógrafos se acomoda para admirar y captar la
singladura de entrada al puerto de la capital de Suecia. La tenue luz del amanecer tamiza la atmósfera
con un halo de suave bruma. El barco avanza a través de la superficie del agua,
quieta y plácida como si de un espejo empañado se tratara.
En
las orillas, las casitas se dibujan en un entorno idílico, y por las carreteras
ribereñas se ven apenas algunos vehículos. Las señales marítimas van situando
al barco en posición correcta mientras a sus costados los transbordadores que
comunican unas islas con otras ceden el paso a nuestro enorme buque. Me siento
en un pescante de la cubierta y me
arrebujo en una manta que llevo conmigo desde el camarote. El frío es intenso
pero me siento a gusto arropado. Estoy observando como la luz va ganando a la
oscuridad. El silencio es total y la cubierta se ha quedado vacía.
Me encuentro relajado y sujetando
con fuerza mi cámara cuando inopinadamente siento que me llaman. Asustado miró
hacia atrás y me siento caer en un pozo sin fondo cuando descubro la silueta
del comandante Dimitrievo. Sin mediar palabra me coloca unas esposas que me hacen
mucho daño al tiempo que de un empujón me arroja al suelo.
El
vacío se hace en mí cuando zarandeado y empujado, me arroja de un empellón a
una celda cochambrosa. El infierno, extrañamente blanco, extrañamente dulce,
ante mí se abre, abandonándome en sus suaves brazos, al tiempo que unas grandes
voces me envuelven.
─Tranquilo, tranquilo ─siento una voz que me susurra al oído
mientras mis ojos vuelven a abrirse y otros, asustados, me devuelven su mirada
apenas a unos centímetros.─ ¿Te
encuentras bien?
La
chica que me mira recuerdo haberla visto minutos antes en la cubierta tirando
fotografías. Por fin la luz, literalmente en todos sus sentidos, se hace de nuevo.
Estoy helado y la chica me ayuda a incorporarme, sintiendo en ese mismo momento
la baja temperatura que me traspasa la poca ropa que tengo puesta. Comienzo a tiritar,
mientras me embozo en la manta y la chica, viendo mi estado, se ofrece a acompañarme
al bar donde los madrugadores toman el primer café del día. Le explico a la
amable muchacha, que me quedé dormido aunque más tarde Carmen me sacaría del
error asustándose porque ella conoce bien los síntomas de la hipotermia.
Acabo el café y aún medio helado
me despido de la chica, mi salvadora pues, y me dirijo al camarote. Carmen
duerme, y aunque se remueve de disgusto al sentir mi cuerpo helado, la obligo a
que me sirva de refugio tibio y vuelvo a dormir hasta bien entrada la mañana
cuando las gaviotas vuelan sobre el barco atracado en el puerto de Estocolmo.
Salimos
aquella mañana dispuestos a conocer la capital de Suecia.
En
el Museo Vasa se encuentra un “pedazo” de nave ─el Vasa, claro─,
que, sin extrañarnos dado el aspecto mastodóntico del buque, atiborrado de
armamento ordenado por Adolfo II de Suecia, se hundió a la media hora de botarlo
en agosto de 1628, y en aquel momento me acuerdo de otro naufragio de una
carabela que se botó para la Expo
de 1992 y que le ocurrió algo parecido. Aprendemos del poderío naval sueco en siglos
pasados.
Pasamos
por la celebre Academia sueca y después visitamos el Ayuntamiento donde se
celebra la entrega de los premios Nobel. Me llama la atención, al explicarlo el
guía, que el patio del Ayuntamiento está siempre a disposición del pueblo para
allí poder celebrar cualquier acontecimiento. El pueblo es soberano, y dueño y
señor de aquella su casa. Me aflijo al ver la enorme diferencia con España
donde los políticos más parecen dueños absolutos del estatus que reciben del
pueblo y al que deben cuentas.
Nos
encanta la gente sueca, los niños cogidos de las manos camino de las
guarderías, el orden de sus calles, la limpieza y los espacios verdes. Después
de la foto con un guardia del Palacio Real, nos dirigimos a comer unos
excelentes bocadillos de pan de nueces en un bar. Después recorremos las calles
del centro y pasamos el resto del tiempo vagando por sus calles, husmeando en
sus comercios, admirando la ciudad desde la cima de una colina cercana. En la Academia sueca quisimos
rastrear, por encargo de Rocío, alguna pista del paso de Juan Ramón Jiménez,
pero está cerrado.
Salimos
en navegación del archipiélago de Estocolmo al atardecer y tenemos tiempo de ir
viendo como el barco va sorteando las numerosas islas que al amanecer había
observado, antes de mi “pesadilla” soviética. Tomamos un cóctel mientras el
barco nos deja en alta mar, en mitad del Báltico, con destino a Polonia. Me
asomo a la solitaria cubierta para dejar que el viento me azote en la cara.
Necesito despejarme. Encima de mi cabeza unas enormes gaviotas sobrevuelan
planeando, meciéndose en el viento de la tarde. Mis recuerdos, en la intimidad,
también remontan mares y vientos para volar lejos…
Por
la noche nos hacemos una foto con tres dragqueens ─una de ellas, de infarto─
que seguramente hará las delicias de mis compañeros, aunque a mi me deja
pensativo.
Durante
la noche el barco se mueve muchísimo pues el mar está embravecido, según la tripulación,
normal en aquellas latitudes.
Al mediodía arribamos a
Gydnia, en Polonia, y vamos a visitar Gdansk, una ciudad cargada de historia
por sus pasados, lejano y próximo. En el pasado como centro y blanco del
pasillo que abrieron y usaron las tropas del ejército del III Reich ─Pasillo de Danzig─ para entrar en el más grande bocado
que ningún pueblo imperialista haya ambicionado jamás: la
Gran Rusia. En el pasado más reciente por
ser la primera chispa que prendió en los talleres de los Astilleros de la
ciudad, un movimiento, Solidaridad, que desembocó en una huelga contra el sistema;
el gobierno hubo de claudicar, prendiendo así una mecha que desembocó en la
caída del Telón de acero.
Acertamos a ver la casa y
el lugar de trabajo del humilde electricista, líder de Solidarnosk que dejó KO
al viejo régimen comunista: Lech Walesa.
Gdansk pagó con su
sacrificio el estar situada en la entrada del vasto imperio de los soviets y
ahora es una ciudad reconstruida pero con el mismo sabor que debía tener en la
Edad Media donde su población se dedicaba a
la manufactura de sus materias próximas, entre ellas el ámbar. Visitamos una
enorme iglesia donde caben veintidós mil personas y paseamos por sus calles repletas
de comercios. Me parece entrever a la población judía que un día no muy lejano
debió vivir en esas calles hasta su exterminio.
Poco más que ver en
Polonia: grandes bloques de viviendas de viejo estilo soviético, ámbar
(aprendemos a identificar el auténtico del falso) y un país verde e industrioso.
En el barco, la noche
transcurre apaciblemente, aunque no deja de darme vueltas al incidente de
Rusia. Carmen trata de hacerme grata la travesía y no deja de halagarme y entretenerme
a fin de que me evada. Aquella noche vemos un espectáculo de magia, pero como
si nada.
A lo largo de la mañana
llegamos al puerto de Copenhagen, a través de un larguísimo puente sobre el mar
y cientos de torres de energía eólica sobre el agua, algo que me llama la
atención pues es la primera vez que los veo en un lugar en que no molestan a
nadie. He aquí la solución para un dilema que tenemos en España y que no queremos
o no sabemos dar solución; nadie quiere esas enormes aspas a la puerta de su
casa. Como siempre, la insolidaridad.
Por la tarde, desembarcamos
para conocer la ciudad desde sus bellos canales, bajos sus puentes, viendo en
un maravilloso atardecer la vida de esta apacible ciudad de ciudadanos felices.
Desde el agua podemos admirar sus bellos edificios a la luz del sol reflejando
en las limpias aguas de los canales. El edificio de la Ópera asomado vertiginosamente
sobre el agua y los barcos-vivienda donde habita toda clase de gente. Me
impresiona el silencio que se respira en esta hermosa ciudad repleta de miles
de bicicletas reinando sobre las calles. Siento envidia de un país así. Al
anochecer nos acercamos al patio de armas del palacio de Christianborg donde
mora la amada monarquía danesa y allí nos hacemos unas fotos con el antipático
guardia de puerta. Recorremos el centro y ya de noche, retornamos al barco
donde nos espera la última noche de crucero, barco y vacaciones. Antes de
marchar al camarote vemos el show de despedida. Admirable. Una copa y vuelta al
camarote donde hacemos las maletas ─bueno,
más bien Carmen, que saca la varita mágica para embutir el cargamento de
regalitos─ dejándolas en la
puerta para que ser recogidas y llevadas al aeropuerto.
Por la mañana nos disponemos
a completar la visita a la capital danesa, y para empezar nos llevan al Icebar,
que como su nombre indica es una mezcla de bar y de iceberg: un bar al que hay
que entrar con ropa ex profeso a cuatro grados bajo cero. Allí tomamos un coctel
en vasos de auténtico hielo y tiramos unas fotos disfrazados de esquimales para
poder soportar el frío. Muy curioso, la verdad.
Más tarde asistimos al
cambio de la guardia en el Palacio Real. El guardia que vimos la noche anterior
por fin se va a descansar.
Continuamos vagando y
visitamos la pequeñaja Sirenita,
y hacernos las consabidas fotos para, a continuación,
ir al aeropuerto de Copenhagen, comer unos bocatas, comprobar la falta de educación
de dos “señoras” compatriotas que tuvieron el cinismo de impedir sentarnos en
unos asientos reservados para sus supuestos maridos que nunca llegaron a ocupar.
Abordamos el avión. Volamos cuando Paris se ve allá abajo, a nuestros pies, hermoso,
aún desconocido. Y España.
Al llegar a Madrid, me propongo
narrar mi viaje, soslayando el asunto de San Petersburgo. He dejado pasar el
tiempo, pero aquí está, tal y como ocurrió.
Nunca lo olvidaré.
5 comentarios:
Amigo J. antonio. lo siento, pero no voy de viaje con tigo, ni a la Punta del Sebo.
No tienes tu peligro.
De todas formas, mil gracias. Me servira esta informacion, para el proximo que programamos para Junio a Rusia. Moscu y Sanpetesburgo.
Un cordial saludo.
Querido amigo Jose Antonio, acabo de llegar de realizar ese mismo viaje que tú has hecho con una sola diferencia, en lugar de Polonia visitamos Alemania. Y también me sorprendió encontrarme con el submarino C189 amarrado en el mismo muelle que el Empress. Pero lamento pincharte el globo, ese cascarón de nuez ni lleva armas nucleares ni siquiera una mala escopeta de feria ya que es un recuerdo de la segunda guerra mundial y lo tienen allí para sacarse unos rublos porque puedes visitarlo cuando quieras. Yo me harté de hacerle fotos por todas partes y a mí nadie me preguntó ni la hora. Además si te fijas bien en la torre de periscopios hay dos mástiles de madera simulando las antenas originales que llevaba. ¿Sabes el tamaño de un submarino que porta armas nucleares? ¿Crees que estaría allí amarrado como si fuera un velero? Ni siquiera tenía guardia montada, o sea, que el cacharro tiene tanto valor estratégico como una lata de conservas. De todos modos, ten en cuenta que por tu curiosidad casi se desencadena la tercera guerra mundial. Un saludo cordial.
Anónimo:
Gracias, gracias, por sacarme de mi error.
Si no llega a ser por ti, bien estaría pensando, a estas alturas, que lo que me ocurrió fue realidad y aún estaría asustado por haber estado a punto de desatar las iras del zar Putín (con acento en la i).
Qué cosas tengo...! mira que confundir una chalupa con ojos de buey y antenas de pega con un supersubmarino nuclear...
Mecachis...
Un saludo cordial, amigo, y reitero mi agradecimiento por desenmascarar mis lagunas imaginativas.
Acabo de visitarte siguiendo tu amable invitación. Me has hecho volver a recordar mi estancia en San Petesburgo, excepto por el tema del submarino. Gracias por ello y un saludo
Felipe
Gracias por tu visita. Me alegra haberte hecho rememorar tu visita a Rusia.
Un saludo, amigo
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