17.10.09

CORTINAS ROTAS Crónica de un viaje

                                    23 agosto 2008
      Sábado
         Volamos en dirección a Helsinki, atravesando Europa cubierta por un mar de nubes, alternando con islas de tierra verde.
Abandonamos Barajas observando a través de los ventanucos de la enorme aeronave los restos de Boeing, aún humeante, que dos días antes se ha precipitado incapaz de remontar el vuelo. Nos tragamos nuestros miedos, mientras sobrevolamos y ascendemos hasta los 9.000 metros.
         Es un viaje, por lo demás, muy placentero en el que me dedico a mirar a través de la ventanilla mientras Carmen dormita o lee. Yo, incapaz, me levanto y paseo nervioso arriba y abajo observando a los demás pasajeros, todos como meta el mismo barco y a los mismos destinos. El Báltico, su mar y sus países, nos espera.
         Tres horas escasas después aterrizamos en un área apartada del aeropuerto de Helsinki. Por cierto, me llama la atención el calor que hace, pues si bien es verdad que estamos a mediados de agosto, siempre he relacionado Finlandia, como su nombre indica, con el Fin de la Tierra, confines donde, en mi imaginario, aún resuenan las sirenas de los balleneros apurando los últimos días de capturas ante el avance de los bancales de hielo haciendo absolutamente infranqueable a la navegación. Así, los puertos y los pueblos comenzarán a sumirse en un largo letargo sumido en la penumbra hasta la llegada del deshielo, mientras los pescadores dedican largas horas en calafatear y reparar redes.
         Y nada de eso. Autobuses, carteles y señales de tráfico escritos en la lengua suomi, nos dan la bienvenida a través de una excelente autopista que nos introduce en la capital, Helsinki, donde a duras penas podemos observar sus monumentos y sus calles. Los viandantes aprovechan el sol paseando. Jóvenes padres, rubios casi albinos, paseando a niños negros de pelo ensortijado, será una constante que no dejaré de observar durante la semana siguiente a través de los países que visitaremos.
         Mientras el bus atraviesa el centro de Helsinki, no puedo por menos de meditar los misterios de este mundo maravilloso, y reflexiono sobre las diferencias entre razas y culturas de uno y otro lado del océano. Desde el Caribe luminoso, musical, negro de chocolate y salsa, continuando por el milenario Egipto hasta la fría Noreuropa, acabando en la cultura mediterránea. Esos son mis conocimientos que me reafirman en mi voluntad de continuar conociendo este nuestro mundo.
         Por fin llegamos al magnífico puerto, a un tinglado decorado a la finesa, donde nos recibe la empresa de cruceros y tras un largo rato pasamos el control hasta llegar al magnífico buque, el Empress.
Llevamos mucha hambre aunque afortunadamente en el barco nos dan de comer, cosa que agradecemos.
         A la salida, vemos el anochecer la desde la cubierta superior cuando justamente el sol se pone detrás del horizonte.
         Entramos al interior del buque, nos aposentamos en nuestro camarote y nos dedicamos a recorrerlo hasta la hora de la cena. La singladura, atravesando en mar Báltico se desarrolla durante nuestro sueño.
             24 agosto, domingo
         A la mañana siguiente, al ir a desayunar, a través de los ventanales, podemos observar la que va a ser la estrella de nuestra semana de vacaciones: San Petersburgo, la exsoviética exLeningrado, la que hasta entonces permanecía en mi subconsciente (los viajes, en realidad, se encargan de desmontar los mitos) como una ciudad mártir, rodeada por poderosas divisiones del ejercito nazi, intentando doblegarla para acercarse y cercar Moscú, tomar el poder, y desde ahí, el mundo. Pero San Petersburgo, luego lo confirmaría, posee el más firme aliado como permanente guardián, capaz de desanimar al mejor de los ejércitos, ya sean estos napoleónicos o nacionalsocialistas: el invierno, el general Invierno que despliega la más temible de las armas: el frío.
A media mañana hacemos las obligatorias pruebas de emergencia que todo el mundo se las toma muy en serio. Cada cual con su chaleco salvavidas, y con su foto. Pero más vale tomarlo como un ensayo muy útil.
         San Petersburgo. Dispuesto a no perder detalle, como siempre hago en mis viajes, observo uno de los mas increíbles espectáculos que yo haya visto nunca: en la dársena se encuentra atracado, solitario, un submarino, ruso; y cómo no, a mi mente acuden las imágenes cinematográficas y novelescas de las mejores obras del genero negro, de espías: submarino ruso con bandera rusa con la ¡aún! hoz y martillo. En principio, quedo alucinado de la escena, y en aquellos momentos, tal y como atestiguan las fotos que “conseguí” traer, no me detengo a pensar en la extraña soledad del muelle. Me asombra que a unas decenas de metros, un barco como el nuestro, cargado con dos mil pasajeros, imagino que ávidos de nuevas sensaciones, no haya nadie fotografiándolo. Yo disparo mi cámara desde el barco, pero desde aquel mismo momento me propongo conseguir algunas más desde otros ángulos. Pero vayamos por partes.
         Ahora lo que toca es subir a los autocares que nos llevarían a uno de los mejores museos del mundo: El Hermitage.
         La guía, una chavala llamada Patricia nos introduce durante un par de horas en uno de los templos del arte mundial. A través de sus salas, escaleras, pasajes y pasillos vamos descubriendo la historia del arte que los zares de Rusia, Pedro I y Caterina la Grande, fueron acumulando. Sus salas cargadas y recargadas de obras magnas de arte van desfilando por mis retinas hasta notar algo que nunca antes había sentido: los síntomas del síndrome de Stendhal. Picasso, Van Gogh, Gauguin, así como los Goya, Velázquez, el Renacimiento italiano, y los maestros holandeses forman un torbellino en mi cabeza que está a punto de llevarme al desmayo.
         Al salir y vislumbrar el enorme recodo del río, cuando ya es imposible dar marcha a tras e ingresar de nuevo y proseguir la visita, es cuando caigo en la cuenta de que volver a admirar todas las obras de arte es absolutamente imposible. He tenido la oportunidad unos minutos antes y en ese instante mismo sé en que consiste el mal de Stendhal, he recorrido cada una de las estancias aunque en ciertos momentos no tuve constancia de que los tenía delante de mi vista.
         Cuando regresamos al barco, pasamos por una galería donde se almacenaban miles de matrioshas, para cargamos y así cumplir con los compromisillos de todo viaje, que si los familiares, que si los compañeros, que si… en fin.
         Al regreso, atravesamos nuevamente el “chekpoint” de la policía rusa, al igual que al salir: pasaporte, fotografía, inspección y visado del documento. Siempre me ha llamado la atención el paso de las fronteras, pero nunca he sido “víctima” de un proceso como este.
         Antes de entrar al barco veo de nuevo el submarino, atracado apaciblemente a pocos metros. Antes de embarcar, puede observar que en el mismo muelle hay una valla parecida a las que se ven en nuestras ciudades y que se encuentra abierta, expedita y nadie impidiendo el paso, tal vez porque nadie curiosea y no se cree necesario poner vigilancia. Pero yo sí, apareció el “cocinilla” que siempre he sido, la curiosidad puede conmigo y no quiero desaprovechar la oportunidad de acercarme un poco más y tirar, a ser posible, alguna foto más de cerca. Que nadie me hablara del zoom que mi nueva cámara tiene. Me da lo mismo.
         Después de comer en el lujoso comedor con vistas al horizonte de San Petersburgo, aprovecho para disparar desde la cubierta hacia las cúpulas de oro de la Catedral, Pedro y Pablo y San Isaac.
         Por la noche, nos arreglamos y nos vestimos exquisitos porque tenemos una cita en el teatro Tovstonogov (la ciudad cuenta con cuarenta teatros), para disfrutar El lago de los cisnes. La verdad es que nunca hubiera gastado dos horas y media de mi vida en ver una obra de ballet por mucho Tchaikovsky de que se tratara, pero hacerlo en el mismo San Petersburgo no nos defrauda y podemos apreciar lo que debieron ser las decadentes sesiones de teatro en tiempo de los zares.
         La primera sorpresa es que el teatro se llena, y es que en Rusia se llenan todos los acontecimientos culturales y artísticos cualquier día que sea y se pertenezca a la clase que se pertenezca. Todo un espectáculo que jamás olvidaremos. En el entreacto degustamos una copa de champán y hasta hago un robado fotográfico ─algo absolutamente prohibido por las orondas y malhumoradas acomodadoras rusas que posiblemente sean veteranas de la Gran Guerra Patria─, en plena actuación del ballet cuando Odette y Sigfrido mueren de amor. Se me escapa el flash (pido perdón al dios de la Comedia, Apolo, por el sacrilegio), y se lleva la monumental bronca un señor que un par de filas más adelante está ensimismado con su minicámara camuflada en el hombro del espectador de la fila de adelante. A eso se llama hacerle comer mi marrón a otro. Pero bueno, pienso, la vida en Rusia es dura y mañana me puede tocar a mí.
Después del ballet nos llevan a cenar a una mansión reconvertida en restaurante: salas inmensas, escaleras imperiales y circunspectos camareros atentos a cualquier deseo del visitante.
         Por primera vez tomamos vodka en los entrantes de la cena. Qué digo, la primera vez que pruebo el brebaje. Es un simple chupito, pero tomado con la tapita de caviar de salmón, la verdad es que resulta una noche inolvidable. De regreso al Empress podemos apreciar la belleza de esta enorme ciudad reflejada en el río Neva. Todavía se puede intuir entre las sombras de la noche el fragor de las masas a la toma de los cuarteles de invierno.
                25 agosto, lunes
         Al día siguiente, con un cielo plomizo, iniciamos un maravilloso giro por toda la ciudad, Joyas de San Petersburgo, se puede leer en el programa. En primer lugar nos dirigimos a uno de los grandes canales del Neva y abordamos una lancha que nos lleva a hacer un recorrido por toda la ciudad, viendo desde sus canales los palacios y residencias testigos de tantos avatares de su historia. Cruzamos puentes y más puentes, siendo saludados por un chaval que se recorre las grandes avenidas para saludarnos desde todos los pretiles. Al final, una bien ganada propina, mientras observamos la cabaña de Pedro el Grande y la Universidad de donde han salido tantos y tantos intelectuales y artistas.
         El Aurora, pacíficamente atracado, aún parece cómo humean sus cañones luego de vomitar fuego sobre el Palacio de Invierno, que inició uno, uno más, de los episodios que cambiarían la historia de Europa allá por 1917.
En la magnífica y muy rusa Catedral de la Sangre derramada, donde fue asesinado Alejandro II, presenciamos una parte de un rito ortodoxo ruso, una ceremonia con cantos, mientras el pope impregna el ambiente, recargado de iconos y pequeñas velitas, con una densa nube de incienso. Los candelabros, las lámparas doradas, inmensas, cercanas al suelo me impresionan sobremanera.
Comemos en un restaurante ruso repitiendo el consabido vodka   –“zakuski"– con los entremeses, y a continuación blinis y cerveza, con la típica sopa de remolacha, llamada “borsch” o algo así, mientras una señora, que bien puede llamarse Natasha, nos deleita con una balalaika al son de una orquestina. Ya digo, todo muy, muy ruso.
         De regreso al barco, no dejamos de pasear un rato por la inmensa Plaza del Palacio de Invierno y ver los atlantes en la calle Millionnaya, al lado mismo del Hermitage.
         Maravillosa ciudad, una de las más bellas que conozco junto con Venecia, a la que comparan, y Granada.
         Al llegar al puerto, cerca de los astilleros, pasamos el chekpoint de la policía rusa y nos visan el pasaporte. Son las cuatro de la tarde y el día empieza a declinar. Imagino lo que en invierno debe ser a las dos de la tarde. Alguien comenta a mi lado que casi de noche, con apenas dos o tres horas de luz al día.
         Cuando pasamos el puesto fronterizo, una preciosa policía rusa, parecida a una muñeca rusa, claro, de ballet de baile ruso, me sonríe al tiempo que nos tiende los pasaportes. Yo le dedico la mejor de mis sonrisas.
         Nos acercamos a la escalera de acceso al barco y mi mujer me comenta que está deseando llegar al camarote. Entonces le contesto que camine delante que yo voy a tratar de acercarme al submarino para tirar algunas fotografías. Le entregó mi pasaporte y el móvil, así como la cartera como el dinero para caminar cómodamente.
         Me separo de la fila de pasajeros y atravieso la barrera que “impide” el paso. Nadie me lo prohíbe, pues no hay nadie por los alrededores, ni guardias ni curiosos. A mis espaldas dejo el crucero como un gigante en reposo.
         Por fin, apenas a cien metros a lo largo de la dársena, me encuentro ante el submarino ─que desde la cubierta del barco me parecía minúsculo─, pero cuando me encuentro ante él, a pocos pasos, me parece enorme, y siento la misma angustia que sentía cuando veía pelis de submarinos en mi juventud. También recuerdo el Kursk, el hermano gemelo, en las profundidades del mar con toda la tripulación muerta, y siento una gran opresión y claustrofobia.
         Miro a mi alrededor y no diviso a nadie. La tarde está declinando, y sin pensarlo dos veces comienzo a disparar mi cámara. La verdad es que es un espectáculo impresionante. Ante mi objetivo tengo uno de esos míticos submarinos, acercando y alejando el zoom para lograr captar los mínimos detalles de tan imponente estructura. Estoy entusiasmado captando detalles que jamás había apreciado: los ventanucos que en larga hilera recorren de proa a popa; las toberas de las bombas de achique ─al menos es lo que me parece─; las grandes hélices que asoman en la popa del buque; y lo que desata mi imaginación, la torre, en mitad del sumergible, donde emergen amenazantes media docena de largos tubos y antenas. Es la torre de periscopios, saliendo desde las entrañas del submarino, los ojos de la nave que hacen de esta una de las más temibles armas por su capacidad de maniobra así como por su silencio y capacidad de introducción bajo las líneas enemigas.
         Mi Sony α200 dispara sin pausa. Tengo ante mí un verdadero granero de buenas fotos y ya degusto el éxito fardando de instantáneas maravillosas. La hélice apenas sumergida, el timón y el puente, las escotillas y la torre de periscopios… nada, nada queda sin capturar por el visor. En un momento en que me encuentro en la parte posterior siento con mi sexto sentido como alguien, a mis espaldas, me observa. En efecto, cuando vuelvo la cabeza veo unos ojos fríos como el hielo, y una manaza que cae sobre mi hombro derecho. Ni media palabra. En un instante, de su cazadora de paño azul marino, con las solapas subidas, extrae lo que me parece un carnet. Deduzco inmediatamente que es uno de los policías que deambulan normalmente entre los turistas del crucero. Me agarra con firmeza por el brazo y me indica con la otra mano que le acompañe a una especie de cobertizo que se ubica en el extremo opuesto del solitario muelle. No sé como reaccionar, el caso es que sin darme cuenta, casi a rastras, casi sin tocar los pies del hormigón del muelle, me arrastra literalmente introduciéndome en un módulo.
         En un minúsculo despacho se encuentra un hombre que luce un uniforme que no logro identificar, tal vez de faena. La enorme gorra, y esto sí lo identifico, es la clásica militar del ejército ruso.
         Me mira y con un gesto me ordena tomar asiento, en tanto él se levanta y se sitúa a mi lado. Al otro, mi captor se limita a mirarme.
         Según pasan los segundos me voy dando cuenta de qué es lo que ha ocurrido y me da un vuelco el corazón, incluso las tripas, cuando comienza a hablarme. Deduzco, en un mar de nervios, que está preguntándome por mi documentación, mientras a la velocidad del rayo caigo en la cuenta, con estupor, que Carmen, escasamente un cuarto de hora antes, había recogido mi pasaporte.
         Balbuceo, mientras me palpo los numerosos bolsillos de mi pantalón Coronel-tapioca en busca de un inexistente documento de identidad ─por cualquiera (DNI, de conducir, VISA, o incluso el del Recre)  hubiera dado todo el oro del mundo─. Me los quedo mirando mientras una oleada de terror en forma de ardor me sube hasta el rostro y musito tartamudeando y tembloroso un “no tengo ningún pasaporte”, “está en el barco” señalando hacia el exterior, por donde asoma la proa del Empress. En aquellos momentos pienso en Carmen, quien seguramente está en el camarote, completamente ajena a lo que me acontece.
         Miro compungido, azorado, angustiado, a mis interlocutores. Todo me da vueltas mientras consigo ver como, en mitad del torbellino de imágenes, uno de los militares habla por teléfono, mientras el otro toma de encima de la mesa mi cámara fotográfica. Poco a poco soy consciente del lío en que estoy metido, y sin necesidad de decírmelo en mi propio idioma, me doy cuenta de que está relacionado con la cámara de fotos y el puto submarino[1].
         A través de la ventana percibo la caída de la tarde y la silueta del barco recortándose sobre el cielo plomizo de San Petersburgo. Carmen, rezo por ello, tal vez ya me habrá echado de menos y no quería imaginar que pensara que ya estaba en el interior del barco. En aquel mismo momento me doy cuenta de que la tarjeta magnética donde consta  mi nombre y el del barco la llevo conmigo y en un arranque de euforia me abalanzo sobre la mesa blandiéndola. Algún trauma del pasado deben tener los tipos, el caso es que instintivamente, hacen amago de defenderse llevándose las manos a la sobaquera. En la pared, entremezclados en sus marcos respectivos, Putín y el Zar de todas las Rusias así como una bandera nacional ostentando una insólita hoz con su correspondiente martillo, presiden aquella escena más propia de tiempos de la época comunista que de un país democrático. Ni por arte de magia soy  capaz de convencer a mis guardianes de que yo no soy más que un simple turista que ha tenido la ocurrencia de intentar saciar su curiosidad. Comienzo a inquietarme cuando a los pocos minutos veo por el muelle un coche que se dirige a toda velocidad, sin ningún distintivo que lo identifique, del que se apea un individuo.
         En un español macarrónico se presenta como comandante Dimitrievo o algo así y después de acusarme de “haber violado el territorio nacional y alterado el orden estratégico de la Unión rusa” me enumera los cargos en los que he incurrido aseverando el castigo que las leyes militares rusas me pueden infligir.
         Comienzo a tiritar y a temblarme las piernas, viéndome por instantes en poder de la enorme maquinaria del GULAG[2] de la antigua URSS. Por mi mente pasan imágenes que creía borradas de mi mente: automóviles Volga negros, inmensos edificios grises del KGB, trenes humeantes en mitad de la noche a través de las estepas rusas y por fin, confinamiento en el más miserable penal militar allá en los confines de Siberia. Mentalmente me despido de todo lo que dejo atrás, de mi esposa que estará angustiada, de mi familia, y por fin de mi querido país, y yo desaparecería para siempre.
El comandante se acerca a un palmo de mi cara y me ordena que tome en mis manos la cámara fotográfica; por medio de señas y de un mal español ─presumiblemente cubano─ me indica que le haga entrega del carrete. Me lo quedo mirando y por primera vez esbozo una timidísima sonrisa pues no sé si habla en serio o de broma. Le indico que mi cámara es digital, que ya no se usan los viejos carretes a los que se refiere. Tembloroso, nervioso, con temor de equivocarme, puesto que yo apenas la sé utilizar, comienzo a pasar las fotografías que había disparado hasta el momento. Se las he de mostrar una a una a través del visor y él me va indicando las que a su juicio han violado el statu quo de la Unión Rusa. Así pues, bajo la luz de un viejo fluorescente, voy pasando las que una hora antes había disparado al entorno del submarino ruso C189, a saber:
Dos fotos del submarino cuando se abrió la escotilla de la torre de torpederos, apareciendo dos marineros.
         La bajada en un polipasto hacia el muelle, mientras se acercaba un camión y los marineros accionaban los mandos e izaban un cajón (Serie de siete).
         No una foto ─en este momento el comandante me dirigió una mirada de hielo─, sino la foto donde los dos marineros, en compañía de dos oficiales del submarino se hacían cargo de un cajón, con letras en caracteres cirílicos y pintado con un enorme triangulo amarillo con una hélice de tres aspas negras como pictograma.
Y, por fin, la estrella de la colección: los cuatro militares con la caja abierta y la punta de lo que me pareció…
En aquel momento, al ir eliminando las fotos que me va indicando el militar sé que mis sospechas eran ciertas: Un pequeño misil nuclear estaba siendo embarcado en el submarino ruso C189 que inocentemente estaba al costado de un indefenso crucero cargado de turistas. En aquel momento se me hace la luz: Georgia y Osetia, y Rusia, y de nuevo el precipicio ante el que los cuatro jinetes del Apocalipsis hacen equilibrios, tal y como había visto en las informaciones de días anteriores antes de partir. Al sur de Rusia se prepara la guerra.
         Una a una voy eliminando aquellas imágenes ante la mirada y la figura severa del agente. Subrepticiamente escamoteo alguna de las fotos de aquel buque de guerra que imagino surcando en pocas horas los mares del mundo y acudir al sur de aquella enorme nación.
         Consigo mirar el reloj y me asusto al comprobar que apenas queda media hora para que el Empress enfile la dársena del puerto de San Petersburgo sin mí. No estoy seguro de que Carmen me haya echado de menos  a tiempo para recuperarme.
         No fue así. Justo a la media hora de separarnos comenzó a echarme en falta y, sin detenerse, se fue hasta el acceso sin localizarme. No se separó del portón por el que indefectiblemente debería de entrar. Media hora antes de soltar amarras el Empress, cuando sonó mi nombre por la megafonía interna requiriéndome -era el único pasajero que aún no había ingresado al buque-, se dirigió inmediatamente hacia los responsables para dar la voz de alarma y comunicarles dónde, cómo y cuándo nos habíamos separado.
         En el interior de la caseta del muelle, el individuo que me ha leído los cargos en mi contra, me invita a levantarme y, después de entregarme la cámara fotográfica me ordena salir. El trayecto hasta el barco al lado del comandante Dimitrievo me resulta una mezcla de sensaciones. Por un lado, protagonista de una pequeña aventura durante dos horas kafkaianas en un escenario que pienso que solo posible en las viejas películas de la guerra fría, de espías y de paisajes grises, escenarios de intercambios de espías entre uno y otro lado del Telón de Acero. Sin embargo, en aquel momento siento cientos de miradas sobre mi, ya que desde las cubiertas y ojos de buey de los camarotes del crucero, los pasajeros, ávidos de emociones, no me quitan la vista de encima, sin querer perderse quién ha sido el causante de aquella tardanza y sin cesar de reclamarme con mi nombre y el numero de camarote: José Antonio Bejarano, camarote 3113.
         Dimitrievo, o como demonios se llame en realidad, me deja justo en la pasarela sin pronunciar palabra: en mitad de un puente en el intercambio de espías por rehenes de La cortina rasgada, de Alfred Hitchcock. Carmen, que me espera junto al portón, oculta de miradas indiscretas, me abraza sin poder contener las lágrimas. Al tiempo corren la pasarela y cierran el portón a mis espaldas. El barco se separa del muelle. Y mi aventura rusa acaba felizmente.
Por la noche, después de malcenar, no me encuentro con ánimos de ver el espectáculo y nos vamos a dormir. Necesito un Orfidal.
 Martes, 26 agosto
         Al día siguiente llegamos a Tallinn (Ciudad danesa, en estonio), una hermosa ciudad capital de Estonia. Recorro con Carmen todo el centro medieval de la ciudad aunque a mi no se me quita el susto del día anterior. He soñado y dormido muy mal, a pesar del tranquilizante, con pesadillas en donde me veía engullido por la maquinaria soviética e incluso el mismísimo Stalin me aplicaba la máxima pena por traición al pueblo “rusoviético”.
         Carmen trata de tranquilizarme, explicándome que si no trato de quitar esos pensamientos negativos, puedo somatizar y pillar una depresión. Mientras me hace fotos en una de las más antiguas farmacias de Europa, de 1422, y recorremos los estrechos pasadizos de la zona medieval, me cuenta cuando me salvó de morir ahogado en una paradisíaca playa del Caribe. Me río con ganas mientras recordamos que tenemos una cita con el capitán del crucero en la cena de gala y que, según mi mujer, tiene interés especial en saludarme teniendo en cuenta que debieron proporcionarme una nueva tarjeta magnética.
         Pasamos el resto de la mañana zascandileando por Tallinn. Estonia me parece un país muy culto y amante de su arte y de su patria, la ciudad transpira una placidez que nos encanta, mezcla de medieval y modernidad. Entramos a una iglesia ortodoxa y los efluvios de incienso, junto a las sombras y los murmullos de plegarias dan una atmósfera misteriosa. No quiero marchar sin hacerme una foto junto a un puesto de rosas, para Rosa, a quien un día prometí dedicarle un recuerdo desde un bello lugar. Así pues mi pensamiento vuela a Jerez.
         Por la noche, el capitán Alburquerque me saluda muy amablemente al tiempo que me facilita una nueva identificación interna. Me comenta que había tenido que hablar con el cónsul de España en San Petersburgo y que durante veinte minutos de mi “cautiverio” había sido la causa de un “cierto conflicto diplomático”. Le pido disculpas por las molestias causadas y le encargo dar las gracias a los que hicieron posible que el incidente no hubiera pasado a más. De hecho, nadie en el barco supo el porqué de la tardanza del crucerista que llegó media hora tarde. Iba a quedar sólo para mí y los implicados. Pero el caso es que, a la vista de la poca importancia que parece darle el capitán del Empress, cierto es que si bien me tranquiliza para no hacerme sentir culpa por el hecho de haber puesto al mundo al borde de la guerra nuclear, la sensación que me quedó es que ahora comenzaba a sentir algo peor: complejo de “niño-curioso/travieso-cogido-en-falta”.
         La cena transcurre afablemente. Mi traje de gala me sienta muy, pero que muy bien… Y la noche se presenta muy amena con el espectáculo que aquella noche se representa en la sala de fiestas del crucero: Joan Gimeno y su estupendo humor catalán.
Harto de reír, no necesito más pastillas. A dormir y a madrugar.
                           
Miércoles, 27 de agosto
         Me levanto a las cinco de la madrugada para no perderme la entrada a través del estrecho paso hacia Estocolmo.
         En la cubierta, media docena de locos fotógrafos se acomoda para admirar y captar la singladura de entrada al puerto de la capital de Suecia. La  tenue luz del amanecer tamiza la atmósfera con un halo de suave bruma. El barco avanza a través de la superficie del agua, quieta y plácida como si de un espejo empañado se tratara.
         En las orillas, las casitas se dibujan en un entorno idílico, y por las carreteras ribereñas se ven apenas algunos vehículos. Las señales marítimas van situando al barco en posición correcta mientras a sus costados los transbordadores que comunican unas islas con otras ceden el paso a nuestro enorme buque. Me siento en un pescante  de la cubierta y me arrebujo en una manta que llevo conmigo desde el camarote. El frío es intenso pero me siento a gusto arropado. Estoy observando como la luz va ganando a la oscuridad. El silencio es total y la cubierta se ha quedado vacía.
Me encuentro relajado y sujetando con fuerza mi cámara cuando inopinadamente siento que me llaman. Asustado miró hacia atrás y me siento caer en un pozo sin fondo cuando descubro la silueta del comandante Dimitrievo. Sin mediar palabra me coloca unas esposas que me hacen mucho daño al tiempo que de un empujón me arroja al suelo.
         El vacío se hace en mí cuando zarandeado y empujado, me arroja de un empellón a una celda cochambrosa. El infierno, extrañamente blanco, extrañamente dulce, ante mí se abre, abandonándome en sus suaves brazos, al tiempo que unas grandes voces me envuelven.
         ─Tranquilo, tranquilo ─siento una voz que me susurra al oído mientras mis ojos vuelven a abrirse y otros, asustados, me devuelven su mirada apenas a unos centímetros.─ ¿Te encuentras bien?
         La chica que me mira recuerdo haberla visto minutos antes en la cubierta tirando fotografías. Por fin la luz, literalmente en todos sus sentidos, se hace de nuevo. Estoy helado y la chica me ayuda a incorporarme, sintiendo en ese mismo momento la baja temperatura que me traspasa la poca ropa que tengo puesta. Comienzo a tiritar, mientras me embozo en la manta y la chica, viendo mi estado, se ofrece a acompañarme al bar donde los madrugadores toman el primer café del día. Le explico a la amable muchacha, que me quedé dormido aunque más tarde Carmen me sacaría del error asustándose porque ella conoce bien los síntomas de la hipotermia.
Acabo el café y aún medio helado me despido de la chica, mi salvadora pues, y me dirijo al camarote. Carmen duerme, y aunque se remueve de disgusto al sentir mi cuerpo helado, la obligo a que me sirva de refugio tibio y vuelvo a dormir hasta bien entrada la mañana cuando las gaviotas vuelan sobre el barco atracado en el puerto de Estocolmo.
         Salimos aquella mañana dispuestos a conocer la capital de Suecia.
         En el Museo Vasa se encuentra un “pedazo” de nave ─el Vasa, claro─, que, sin extrañarnos dado el aspecto mastodóntico del buque, atiborrado de armamento ordenado por Adolfo II de Suecia, se hundió a la media hora de botarlo en agosto de 1628, y en aquel momento me acuerdo de otro naufragio de una carabela que se botó para la Expo de 1992 y que le ocurrió algo parecido. Aprendemos del poderío naval sueco en siglos pasados.
         Pasamos por la celebre Academia sueca y después visitamos el Ayuntamiento donde se celebra la entrega de los premios Nobel. Me llama la atención, al explicarlo el guía, que el patio del Ayuntamiento está siempre a disposición del pueblo para allí poder celebrar cualquier acontecimiento. El pueblo es soberano, y dueño y señor de aquella su casa. Me aflijo al ver la enorme diferencia con España donde los políticos más parecen dueños absolutos del estatus que reciben del pueblo y al que deben cuentas.
         Nos encanta la gente sueca, los niños cogidos de las manos camino de las guarderías, el orden de sus calles, la limpieza y los espacios verdes. Después de la foto con un guardia del Palacio Real, nos dirigimos a comer unos excelentes bocadillos de pan de nueces en un bar. Después recorremos las calles del centro y pasamos el resto del tiempo vagando por sus calles, husmeando en sus comercios, admirando la ciudad desde la cima de una colina cercana. En la Academia sueca quisimos rastrear, por encargo de Rocío, alguna pista del paso de Juan Ramón Jiménez, pero está cerrado.
         Salimos en navegación del archipiélago de Estocolmo al atardecer y tenemos tiempo de ir viendo como el barco va sorteando las numerosas islas que al amanecer había observado, antes de mi “pesadilla” soviética. Tomamos un cóctel mientras el barco nos deja en alta mar, en mitad del Báltico, con destino a Polonia. Me asomo a la solitaria cubierta para dejar que el viento me azote en la cara. Necesito despejarme. Encima de mi cabeza unas enormes gaviotas sobrevuelan planeando, meciéndose en el viento de la tarde. Mis recuerdos, en la intimidad, también remontan mares y vientos para volar lejos…
         Por la noche nos hacemos una foto con tres dragqueens ─una de ellas, de infarto─ que seguramente hará las delicias de mis compañeros, aunque a mi me deja pensativo.
         Durante la noche el barco se mueve muchísimo pues el mar está embravecido, según la tripulación, normal en aquellas latitudes.
 Jueves, 28 agosto
Al mediodía arribamos a Gydnia, en Polonia, y vamos a visitar Gdansk, una ciudad cargada de historia por sus pasados, lejano y próximo. En el pasado como centro y blanco del pasillo que abrieron y usaron las tropas del ejército del III Reich ─Pasillo de Danzig─ para entrar en el más grande bocado que ningún pueblo imperialista haya ambicionado jamás: la Gran Rusia. En el pasado más reciente por ser la primera chispa que prendió en los talleres de los Astilleros de la ciudad, un movimiento, Solidaridad, que desembocó en una huelga contra el sistema; el gobierno hubo de claudicar, prendiendo así una mecha que desembocó en la caída del Telón de acero.
Acertamos a ver la casa y el lugar de trabajo del humilde electricista, líder de Solidarnosk que dejó KO al viejo régimen comunista: Lech Walesa.
Gdansk pagó con su sacrificio el estar situada en la entrada del vasto imperio de los soviets y ahora es una ciudad reconstruida pero con el mismo sabor que debía tener en la Edad Media donde su población se dedicaba a la manufactura de sus materias próximas, entre ellas el ámbar. Visitamos una enorme iglesia donde caben veintidós mil personas y paseamos por sus calles repletas de comercios. Me parece entrever a la población judía que un día no muy lejano debió vivir en esas calles hasta su exterminio.
Poco más que ver en Polonia: grandes bloques de viviendas de viejo estilo soviético, ámbar (aprendemos a identificar el auténtico del falso) y un país verde e industrioso.
En el barco, la noche transcurre apaciblemente, aunque no deja de darme vueltas al incidente de Rusia. Carmen trata de hacerme grata la travesía y no deja de halagarme y entretenerme a fin de que me evada. Aquella noche vemos un espectáculo de magia, pero como si nada.
Viernes, 29 agosto
A lo largo de la mañana llegamos al puerto de Copenhagen, a través de un larguísimo puente sobre el mar y cientos de torres de energía eólica sobre el agua, algo que me llama la atención pues es la primera vez que los veo en un lugar en que no molestan a nadie. He aquí la solución para un dilema que tenemos en España y que no queremos o no sabemos dar solución; nadie quiere esas enormes aspas a la puerta de su casa. Como siempre, la insolidaridad.
Por la tarde, desembarcamos para conocer la ciudad desde sus bellos canales, bajos sus puentes, viendo en un maravilloso atardecer la vida de esta apacible ciudad de ciudadanos felices. Desde el agua podemos admirar sus bellos edificios a la luz del sol reflejando en las limpias aguas de los canales. El edificio de la Ópera asomado vertiginosamente sobre el agua y los barcos-vivienda donde habita toda clase de gente. Me impresiona el silencio que se respira en esta hermosa ciudad repleta de miles de bicicletas reinando sobre las calles. Siento envidia de un país así. Al anochecer nos acercamos al patio de armas del palacio de Christianborg donde mora la amada monarquía danesa y allí nos hacemos unas fotos con el antipático guardia de puerta. Recorremos el centro y ya de noche, retornamos al barco donde nos espera la última noche de crucero, barco y vacaciones. Antes de marchar al camarote vemos el show de despedida. Admirable. Una copa y vuelta al camarote donde hacemos las maletas ─bueno, más bien Carmen, que saca la varita mágica para embutir el cargamento de regalitos─ dejándolas en la puerta para que ser recogidas y llevadas al aeropuerto.
Sábado, 30 agosto
Por la mañana nos disponemos a completar la visita a la capital danesa, y para empezar nos llevan al Icebar, que como su nombre indica es una mezcla de bar y de iceberg: un bar al que hay que entrar con ropa ex profeso a cuatro grados bajo cero. Allí tomamos un coctel en vasos de auténtico hielo y tiramos unas fotos disfrazados de esquimales para poder soportar el frío. Muy curioso, la verdad.
Más tarde asistimos al cambio de la guardia en el Palacio Real. El guardia que vimos la noche anterior por fin se va a descansar.
Continuamos vagando y visitamos la pequeñaja Sirenita,  y hacernos las consabidas fotos para, a continuación, ir al aeropuerto de Copenhagen, comer unos bocatas, comprobar la falta de educación de dos “señoras” compatriotas que tuvieron el cinismo de impedir sentarnos en unos asientos reservados para sus supuestos maridos que nunca llegaron a ocupar. Abordamos el avión. Volamos cuando Paris se ve allá abajo, a nuestros pies, hermoso, aún desconocido. Y España.
Al llegar a Madrid, me propongo narrar mi viaje, soslayando el asunto de San Petersburgo. He dejado pasar el tiempo, pero aquí está, tal y como ocurrió.
Nunca lo olvidaré.

[1] Proyecto 941 TYPHOON URSS. Los más grandes del mundo con 20 ICBM SS-N-20.
https://www.cia.gov/
[2] GULAG, conocido como el lugar -el sistema más bien- para encarcelar a presos políticos y como mecanismo de represión a la oposición política al antiguo régimen soviético.

5 comentarios:

  1. Amigo J. antonio. lo siento, pero no voy de viaje con tigo, ni a la Punta del Sebo.
    No tienes tu peligro.

    De todas formas, mil gracias. Me servira esta informacion, para el proximo que programamos para Junio a Rusia. Moscu y Sanpetesburgo.

    Un cordial saludo.

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  2. Querido amigo Jose Antonio, acabo de llegar de realizar ese mismo viaje que tú has hecho con una sola diferencia, en lugar de Polonia visitamos Alemania. Y también me sorprendió encontrarme con el submarino C189 amarrado en el mismo muelle que el Empress. Pero lamento pincharte el globo, ese cascarón de nuez ni lleva armas nucleares ni siquiera una mala escopeta de feria ya que es un recuerdo de la segunda guerra mundial y lo tienen allí para sacarse unos rublos porque puedes visitarlo cuando quieras. Yo me harté de hacerle fotos por todas partes y a mí nadie me preguntó ni la hora. Además si te fijas bien en la torre de periscopios hay dos mástiles de madera simulando las antenas originales que llevaba. ¿Sabes el tamaño de un submarino que porta armas nucleares? ¿Crees que estaría allí amarrado como si fuera un velero? Ni siquiera tenía guardia montada, o sea, que el cacharro tiene tanto valor estratégico como una lata de conservas. De todos modos, ten en cuenta que por tu curiosidad casi se desencadena la tercera guerra mundial. Un saludo cordial.

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  3. Anónimo:
    Gracias, gracias, por sacarme de mi error.
    Si no llega a ser por ti, bien estaría pensando, a estas alturas, que lo que me ocurrió fue realidad y aún estaría asustado por haber estado a punto de desatar las iras del zar Putín (con acento en la i).

    Qué cosas tengo...! mira que confundir una chalupa con ojos de buey y antenas de pega con un supersubmarino nuclear...
    Mecachis...

    Un saludo cordial, amigo, y reitero mi agradecimiento por desenmascarar mis lagunas imaginativas.

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  4. Acabo de visitarte siguiendo tu amable invitación. Me has hecho volver a recordar mi estancia en San Petesburgo, excepto por el tema del submarino. Gracias por ello y un saludo

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  5. Felipe
    Gracias por tu visita. Me alegra haberte hecho rememorar tu visita a Rusia.
    Un saludo, amigo

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