En mi último viaje a la India, hace cuatro años, recuerdo una anécdota que me ocurrió en Mathura, la ciudad sagrada donde nació el dios Krisna.
Ya casi acababan mis vacaciones, y antes de regresar, decidí comprar para mi mujer un chal de seda y algodón de Pashmina. De paso pude admirar tapices y alfombras de Cachemira. Pude echar un vistazo a la plata de Rajasthán, a las filigranas de Orissa, a los lapislázulis, zafirostrellas, piedraslunas, aguamarinas y falsos diamantes, frascos de agua de rosas del Annapurna y hojas del árbol de Buda. Así que estuve comprando algunas cosas, pagando con mi Visa.
Pero justo al lado de este bien abastecido zoco, observé un destartalado tenderete atendido por un hombrecillo. Le compré algunas piezas de lo único que vendía: baratijas de lino del valle de Lahual. Cuando hube acabado, le pagué con un euro, porque en la agencia de viajes me habían dicho que los aceptaban. El vendedor, que se tocaba con un sucinto “dotis” y un turbante color azafrán, me dio la vuelta con un montón de curiosas monedas, que yo quise rehusar, dejándoselas como propina. El hombre, con voz serena, me dijo que no podía aceptar un dinero que no había trabajado, que el que me daba como vuelta, a pesar de su humildad, tenían el don, si me decidía a mezclarlas en mis bolsillos con mis orgullosas monedas, de transmitirlas el don de la dignidad y de la conciencia. Que los humildes “paise” —fracción centésima de una rupia— que me devolvía, los mezclara con mis euromonedas porque mientras estuviesen en contacto, estarían éstas bendecidas con el esplendor de las cosas sencillas, dado que los "paise" habían estado sumergidos durante una noche de plenilunio en la aguas del sagrado río Yamuna (afluente del Ganges) y estaban impregnadas, por siempre, de la misericordia y de la paz, del equilibrio y de la salud, de la armonía y de la energía positiva —Karma lo llaman ellos— que las riquezas deberían proporcionar.
Al despedirse, el hombre, pobre en dineros pero rico en sabiduría, me saludó llevándose sus manos juntas hacia la frente, al tiempo que me hacía una breve reverencia. Yo, torpemente, le correspondí, despidiéndome en su idioma.
Y así es como tuve que admitir aquellas monedas de “paise” de las que traje unas pocas, que he ido prestando a fondo perdido a mis amigos con objeto de compartir con todos ellos sus dones benéficos.
Llevo en mi monedero, como amuleto, el último paise que me queda —espero que por mucho tiempo—.
Ahora, ya, me despido de la misma forma que del comerciante de Mat-hura:
—¡Namasté!
1 rupia india (RS)= 2 céntimos de euro(c€)
Ya casi acababan mis vacaciones, y antes de regresar, decidí comprar para mi mujer un chal de seda y algodón de Pashmina. De paso pude admirar tapices y alfombras de Cachemira. Pude echar un vistazo a la plata de Rajasthán, a las filigranas de Orissa, a los lapislázulis, zafirostrellas, piedraslunas, aguamarinas y falsos diamantes, frascos de agua de rosas del Annapurna y hojas del árbol de Buda. Así que estuve comprando algunas cosas, pagando con mi Visa.
Pero justo al lado de este bien abastecido zoco, observé un destartalado tenderete atendido por un hombrecillo. Le compré algunas piezas de lo único que vendía: baratijas de lino del valle de Lahual. Cuando hube acabado, le pagué con un euro, porque en la agencia de viajes me habían dicho que los aceptaban. El vendedor, que se tocaba con un sucinto “dotis” y un turbante color azafrán, me dio la vuelta con un montón de curiosas monedas, que yo quise rehusar, dejándoselas como propina. El hombre, con voz serena, me dijo que no podía aceptar un dinero que no había trabajado, que el que me daba como vuelta, a pesar de su humildad, tenían el don, si me decidía a mezclarlas en mis bolsillos con mis orgullosas monedas, de transmitirlas el don de la dignidad y de la conciencia. Que los humildes “paise” —fracción centésima de una rupia— que me devolvía, los mezclara con mis euromonedas porque mientras estuviesen en contacto, estarían éstas bendecidas con el esplendor de las cosas sencillas, dado que los "paise" habían estado sumergidos durante una noche de plenilunio en la aguas del sagrado río Yamuna (afluente del Ganges) y estaban impregnadas, por siempre, de la misericordia y de la paz, del equilibrio y de la salud, de la armonía y de la energía positiva —Karma lo llaman ellos— que las riquezas deberían proporcionar.
Al despedirse, el hombre, pobre en dineros pero rico en sabiduría, me saludó llevándose sus manos juntas hacia la frente, al tiempo que me hacía una breve reverencia. Yo, torpemente, le correspondí, despidiéndome en su idioma.
Y así es como tuve que admitir aquellas monedas de “paise” de las que traje unas pocas, que he ido prestando a fondo perdido a mis amigos con objeto de compartir con todos ellos sus dones benéficos.
Llevo en mi monedero, como amuleto, el último paise que me queda —espero que por mucho tiempo—.
Ahora, ya, me despido de la misma forma que del comerciante de Mat-hura:
—¡Namasté!
3 comentarios:
Bonita historia
Muy interesante.
La honestidad y humildad de algunos seres, en estos países, nos choca a nosotros.
Que la mayor de las veces, andamos entre vándalos de todo tipo, léase, políticos, banqueros, usureros, etc.
Que hermosa anécdota y sobre todo aleccionadora. GRacias José antonio
Besitos
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