Hola Joana: como te comenté esta mañana, he salido después de comer y aprovechar la magnífica tarde que la estación nos regala: el otoño se resiste a entrar pero ya los árboles de las alamedas dejan caer sus hojas amarillentas y ocres cubriendo el suelo de un mullido manto por el que ruedo hollando el suelo, virgen de pisadas. Soy el único paseante por la solitaria avenida si no es porque cerca, en unos bancos, unos enamorados se miran sin decirse nada... y más allá el que parece ser un indigente dormitando deja caer su cabeza sobre sus rodillas. A su lado un perro lo mira fiel, moviendo sus orejas. También dormita a la espera de que su dueño vuelva a dar señales de vida.
Entro al fin en la ruta verde que recorre un maravilloso paraje. La marea está comenzando a subir y los barcos atracados en la orilla se mecen al ritmo que la luna y los vientos marcan a las aguas, de un verde esmeralda.
Cruzo las salinas y una palas enormes se afanan en recolectar la cosecha de sales que pronto se convertirán en otros productos químicos y con ello ayudar al progreso. Cerca de las enormes balsas, casi vacías, a la espera de nuevas mareas que cristalicen, unas garzas y flamencos de color rosado introducen sus largos picos en las aguas ricas en pececillos y crustáceos que a su vez buscan microorganismos de artemias. Pedaleo, miro, observo, recapacito, sonrío para mis adentros y recuerdo algo que tengo presente a cada momento: He aquí el ciclo de la vida. De la vida y de la muerte.
Me voy adentrando en la larga y solitaria carretera que busca los esteros y las playas de las marismas, y me detengo en lo más alto de un puente. Por debajo pasa perezosa una pequeña embarcación dejando tras de sí una estela de espuma y de redes. Las gaviotas y algún cormorán piratean las anchovas o lisas que acuden al paso del barco.
Pescadores somnolientos, dos moteros a tumba abierta, un coche con la sombrilla en la baca, chimeneas a lo lejos. Un avión a diez mil pies dejando una kilométrica estela de vapor. El sol me deslumbra y comienzo a tener sed. Tiro un par de fotos.
Regreso. A lo lejos la ciudad se va desperezando, y las terrazas se llenan de gente ociosa. Pedaleo calle Rábida arriba y retorno por la alameda. Los enamorados están separados, callados, y el indigente se ha echado cuan largo es en el banco. El perro sigue enroscado. Los paseantes llenan el bulevar. Todo sigue igual; mejor dicho, no, las hojas amarillentas y ocres están ya pisoteadas. Pero han de caer más. Seguramente.
Un beso
1 comentario:
Sinceramente te lo digo: que estilo. Puedo imaginar cada detalle, cada escena, incluso a Joana leyendo.
Me encantas
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