Todo arte es
completamente inútil
(Oscar Wilde)
La chica miraba nerviosa, a través de los
ventanales del consultorio, cómo iba cayendo la corta tarde de diciembre.
Pensaba que no era para menos, dado lo que le había ocurrido veinticuatro horas
antes.
Viajaba todos los días desde su casa
hasta el Jewish Lower East Side, donde había conseguido un empleo en una de las
lavanderías de Manhattan, situada en un callejón de Eldridge St.
Sentada, esperaba el diagnóstico del
laboratorio de análisis clínico, y se propuso no dejar que los nervios la
atenazarán, así que dejó que los recuerdos fluyeran controlados en su mente.
No cabía duda, reconocía, que había
conseguido el empleo gracias a la influencia del rabino de su barrio, en el sur
del Bronx. De padres y abuelos judíos emigrantes, debía reconocer que aquel
trabajo, hasta veinticuatro horas antes, le gustaba.
Era la única empleada, y ya
comenzaba a conocer a los asiduos clientes, incluso Wooddy Allen entró en
varias ocasiones. Un anciano, asiduo, al
conocer cómo se llamaba, le contó la curiosa coincidencia entre su nombre y el
trabajo que tenía, aunque, en aquellos momentos, no le encontró la menor
gracia. El caso es que con el nombre que tenía disimulaba el carácter de judía,
aunque no sentía ningún complejo, dado que se encontraba en mitad del barrio
judío de Manhattan. Se consideraba una mujer guapa, en la plenitud de sus 27
años, pues tenía rasgos griegos inconfundibles y le había dado por hacerse una
cola con el pelo ondulado dándole a su silueta el aspecto de una hermosa cariátide.
Al salir de la lavandería, antes de
tomar la línea verde-cuatro del metro, se sentaba en una pequeña cafetería y
pedía, para no olvidar por completo, levivot y bagel
(pastel judío de salmón ahumado y queso), aunque prefería los que preparaba
su abuela por Janucá, cuando encendían la primera vela del candelabro de nueve
brazos para la fiesta de las luminarias, mientras el abuelo entonaba el Baruj ata Adonai
[...] lehadlik ner Jánuca (Bendito eres Tú, oh Eterno [...]
las luces de Jánuca). Y es que su padre, siempre se había sentido orgulloso de
su ascendencia simplemente griega, olvidando las raíces hebreas, y refunfuñaba
en cada fiesta judía por las, según él, excesivas influencias mosaicas que le
estaban inculcando los abuelos a la nieta. Tal vez, creía una pequeña venganza
de sus suegros por haberle impuesto a su hija aquel nombre totalmente gentil
para escándalo de la familia.
A veces la muchacha frecuentaba un
gimnasio de fitness, para intentar modelar aún más su cuerpo. El trabajo en la
lavandería la obligaba a permanecer largas horas de pie, y ello le estaba
produciendo molestias en las piernas.
El maldito día anterior, había entrado
un contenedor de ropa sucia de uno de los hospitales de Central Park Sur, y su
jefe le había pedido que sacrificase su hora de almuerzo. La avería en la
lavandería hospitalaria había supuesto una emergencia y sabía, desde el cada
vez más lejano 11 de Septiembre, que la solidaridad era una de las características
de la ciudad de Nueva York.. Y, maldita sea mil veces cuando (quizás pecando de
falta de previsión) hundió sus manos enguantadas en aquella bata que había
caído al suelo desde el contenedor y notó un dolor fino y profundo en la palma
de su mano izquierda. Un delgado hilillo de sangre le cruzaba transversalmente
las papilas de su mano.
Durante un segundo no se dio
cuenta, hasta que se percató de que aquella ropa era sucia, por tanto,
contaminada, y de que aquella pequeña hoja de acero, manchada de sangre,
provenía de uno de los bolsillos que algún sanitario irresponsable había dejado
olvidada.
El cliente anciano aficionado a la
Mitología le contó que Nausicaa, era hija del rey Alcinoo. Y cuando Ulises,
arrojado por la tempestad a la isla de los feacios, fue descubierto por
Nausicaa y sus compañeras, que estaban lavando la ropa, aquella le proporcionó
ropa limpia y seca y lo alojó en el
palacio de su padre.
La historia de su tocaya le hizo
gracia a Nausica (este era su nombre), y desde entonces lo llevó con orgullo,
pues siempre se había preguntado por qué ella no se llamaba Sara, Ester, Ruth,
Rebeca o cualquiera de los innumerables apelativos que la Biblia proporcionaba
a los judíos, y que lo ostentaban como
una de sus principales señas de identidad. Pero que su padre se empeñara en
aquel extraño nombre de la Mitología griega no lo había llegado a comprender nunca.
Cuando se accidentó, desconectó
la gigantesca Crolls, corrió al botiquín
y su jefe le dijo:
—Debes hacerte rápidamente una
analítica de sangre para detectar y prevenir cualquier infección. No quiero
disgustos.
En el dispensario, cuando le estaban
extrayendo una muestra de sangre estuvo a punto de desquiciarse y perder los nervios.
De repente volvió a revivir el lento proceso de su amigo Italo, gentil, desde
que le diagnosticaron el VIH. La constatación de que se había llegado con retraso;
el duro y penoso tratamiento; las largas y solitarias estancias en el hospital;
el inexorable deterioro físico y mental hasta la total degradación física,
inerme ante la más pequeña infección; y
lo peor, la lenta y dolorosa agonía, paliada a base de drogas, que le
conduciría a la muerte.
A la espera del resultado de los
análisis rememoró Nausica los tiempos de su niñez, cuando su abuela le cantaba
“Eli
shelo igamer leolam”, una canción de cuna que habían traído de la amada Salónica.
Aquellas dulces palabras en hebreo siempre las recordaba Nausica, hasta que
descubrió que el pequeño mundo judío no acababa ante la puerta del apartamento
familiar del Bronx.
Cierto
día, unos años antes, le pidió a su abuela unos dólares para comprar una
bicicleta y “estrenarla el día de Yom Kippur”, para celebrar el Día del Perdón
igual que hacían los sabras descreídos de Tel-Aviv. Su padre sonrió y se
dio cuenta de que su hija estaba comenzando a asimilar el ser sólo una greco-americana
de verdad, por su nombre y por su aspecto de diosa helena. No volvió a entrar
Nausica en una sinagoga, ni volvió a entonar ningún canto de celebración, ni el
padre consintió que su hija observase las leyes del sabbath, o se alimentase exclusivamente
de alimentos khoser. Ahora, desde la lavandería, veía la imponente fachada de
una de las sinagogas de Manhattan por donde entraban muchos judíos neoyorquinos
a orar, leer, o simplemente descansar y meditar entonando el “Shema Israel, (escucha
Israel...)”.
Nausica aguardaba en la sala de espera
del ambulatorio. Llevaba un día completo sumida en un mar de confusiones; sin
embargo, aún le quedaba lo peor: comunicar la casi segura mala noticia a su padre
y abuelos, aunque sabía que la apoyarían en todo momento, cubriéndola de besos
y abrazos para que sobrellevara la terrible enfermedad.
Y a George, su
prometido desde hacia tres años. ¿Cómo decirle que era portadora del terrible virus?
¿Cómo hacerle participe de una vida y un proyecto trazado en común con aquel
terrible estigma? ¿Cómo lo afrontaría? ¿Tal vez huyendo para siempre de ella,
que por días se iría convirtiendo en una ruina física?. No quería ni pensar en
el momento en que tuviera que
comunicárselo. Pero el tiempo,
inexorable, se convertiría en el más aterrador aliado para transmitir su
enfermedad. Adiós al trabajo, adiós a las amistades, adiós a los paseos por la
5ª Avenida, adiós a las sesiones fitness para lograr poco a poco un cuerpo
escultural. Adiós, en fin, a la vida que, hasta aquel malhadado día, le había
sonreído.
Al
pasar a la consulta, Nausica sintió deseos de vomitar. La depresión y el estrés
estaban comenzado a dejar huella. Nunca hubiese creído que los nervios la
traicionarían de esa manera.
La
doctora le tendió la mano y la indicó que se sentara. Por la ventana del
aséptico ambulatorio se veía caer lentamente la tarde invernal.
La
doctora tomó una carpeta amarilla y extrajo un folio con los resultados
analíticos. Nausica se encontraba al borde de un “ataque de nervios.”
—Bueno,
veamos —dijo la médica. —Se le ha hecho una analítica completa y ya tenemos una conclusión,
¿Está cansada, suda mucho, bebe agua con frecuencia, orina a menudo?
Claro que estaba cansada —pensó
Nausica, sentada al borde de la silla, en actitud defensiva—, que sudaba y que
bebía abundantemente. ¿Qué quería decir aquella médico?
Ya se había preparado para recibir el
temible diagnóstico. Eran los síntomas que desde hacía 24 horas sentía, pero
faltaba que los análisis confirmasen lo que ya sospechaba.
—Bien, Nausica Aristhelos: los
lípidos, hormonas y linfocitos están dentro de los parámetros normales; así
como los niveles de cetonuria. Por tanto, queda descartado cualquier virus de
inmunodeficiencia humana. Tiene, sí, una leve diabetes congénita, de toda la
vida, que debe cuidar.
Nausica, aficionada a la lectura de
Robin Cook y sus aventuras de contaminantes de ántrax, botulismo, peste
bubónica, así como conjuras internacionales de guerras bacteriológicas y
atentados en masas quedó estupefacta, y, mirando fijamente a la médico, dijo:
—Así que... nada de contagio de
AIDS por la maldita punta de bisturí contaminada de sangre...
—¿Sangre? —interrumpió
rápidamente la doctora, mirando por encima de la montura de sus gafas. —Hemos
analizado la sustancia que manchaba el bisturí, y nada de sangre: simple tinta
roja de rotulador. Así que, Nausica, a descansar y mañana, de vuelta a su
trabajo. Ah, y por favor, la pequeña herida, destapada y que le dé el aire.
Nausica salió a la calle. Los coches
circulaban lentamente en dirección de los puentes y salidas de la isla,
despoblando la otrora jungla de Manhattan.
Miró la línea del cielo que se
perfilaba al final de Battery Park. Faltaban las torres gemelas. Mañana tendría
que madrugar. Y por la tarde, pensó, entraría un momento, por primera vez en
mucho tiempo, para completar el minyán (diez personas, como mínimo, para
iniciar las lecturas sagradas) en la sinagoga de Eldridge St.
—Gracias, Dios mío, y, como
dice una sentencia judeosefardí, “que la salud me pueda”— pensó. Se anudó al
cuello la “pasmina” comprada en los rastrillos del Pre-Harlem, resguardándose
del viento helado de la noche, y miró al
cielo antes de desaparecer por la boca de la línea verde-cuatro del metro de
Nueva York.
“Porque yo, sin ti, no soy
nada; qué no daría yo...”, la aterciopelada voz de Amaral salía de los buffles
del gigantesco compact de un latin-boy apostado en las escaleras del sub,
mientras miraba a Nausica.
FIN