Hace unos días pasé casualmente por una céntrica avenida de la ciudad. Música, aplausos, rumbas flamencas, coros y los espectadores coreando y jaleando al cantante.
Permanecí un rato allí pues me pareció un bonito y curioso espectáculo. Al cabo de cinco minutos de observación me dí cuenta de que, con casi total probabilidad, era una reunión músico-religiosa.
El cantante hablaba de Dios, del Bien y del Mal, de los males que aquejan a nuestra sociedad, etc. y los asistentes asentían o disentían gritando SÍ! o NO! a las estrofas del cantante-predicador.
Al cabo de un rato, interrumpió mi expectación uno de los asistentes preguntándome dónde había un bar. Se lo indiqué, y dándome las gracias, yo me alejé mientras resonaban en mis oídos cada vez con más claridad -por efecto de la reverberación del sonido de la megafonía- las palabras que aquel imagino predicador expresaba a aquel grupo de un par de cientos de personas que alegremente escuchaba, y asentía o negaba, según.
No me importó que aquel espacio escénico, lugar público municipal, tal vez hubiera sido cedido a aquella Comunidad. Es más, espero que les hayan tratado exactamente igual como si de cualquier otro acontecimiento cívico, de los muchos que allí se celebran, se tratara. Sólo les presté mi atención el tiempo que el tráfago del bullicio de la ciudad engullía la megafonía del evento.
Nunca profesaría esa ni ninguna otra confesión pero -pensé- qué hermosa es la libertad de poder elegir, y libre de atender y seguir las consignas del predicador o como es mi caso, oir, escuchar, analizar, discernir... y en cualquier caso, siempre, respetar.
Permanecí un rato allí pues me pareció un bonito y curioso espectáculo. Al cabo de cinco minutos de observación me dí cuenta de que, con casi total probabilidad, era una reunión músico-religiosa.
El cantante hablaba de Dios, del Bien y del Mal, de los males que aquejan a nuestra sociedad, etc. y los asistentes asentían o disentían gritando SÍ! o NO! a las estrofas del cantante-predicador.
Al cabo de un rato, interrumpió mi expectación uno de los asistentes preguntándome dónde había un bar. Se lo indiqué, y dándome las gracias, yo me alejé mientras resonaban en mis oídos cada vez con más claridad -por efecto de la reverberación del sonido de la megafonía- las palabras que aquel imagino predicador expresaba a aquel grupo de un par de cientos de personas que alegremente escuchaba, y asentía o negaba, según.
No me importó que aquel espacio escénico, lugar público municipal, tal vez hubiera sido cedido a aquella Comunidad. Es más, espero que les hayan tratado exactamente igual como si de cualquier otro acontecimiento cívico, de los muchos que allí se celebran, se tratara. Sólo les presté mi atención el tiempo que el tráfago del bullicio de la ciudad engullía la megafonía del evento.
Nunca profesaría esa ni ninguna otra confesión pero -pensé- qué hermosa es la libertad de poder elegir, y libre de atender y seguir las consignas del predicador o como es mi caso, oir, escuchar, analizar, discernir... y en cualquier caso, siempre, respetar.