9.9.20

De momento, Memento

Mi nombre actual no viene al caso. Cuando aprendí a escribir me dispuse a dejar en esta tablilla lo que me aconteció hace varios años. Los dioses me protegieron y me protegen... y así lo narro:
Yo era Micius, y servía en la casa Cornelia. Era a la sazón primer esclavo a punto de ser liberado por el entonces mi señor Publio Cornelio Escipión, a quien llamaban y aún llaman Africanus. Fui por él elegido para acompañarlo en su desfile triunfal por las calles de Roma. Fui bendecido por su mano al señalarme para montar en el estribo de su carro triunfal. Yo fui el encargado de sostener sobre la magnífica cabeza del general Escipión la corona de laurel en oro. Y así lo hice. Antes, mucho antes de amanecer sobre la ciudad de Roma ya el victorioso general estaba preparado para subir al carro mientras tras él se situaba la familia –su esposa Emilia Tercia, su hermano Lucio, y sus hijos Publio y Lucio, y sus hijas las dos Cornelias, la Mayor y la dulce y a veces dura Cornelia Menor (oscuro, escondido, prohibido, soñado, quimérico objeto de mis locos sueños de deseo e imposible posesión— a la que yo serví desde el mismo dia de mi nacimiento.
Delante, abriendo el desfile que partió del Campo de Marte, las legiones sin armas y los botines y prisioneros de las guerras abrían aquel magnífico triunfal desfile. Las calles, desde la misma puerta de la ciudad, estaban abarrotadas por toda la población de ciudadanos de Roma y visitantes. Cuando el cortejo se puso en marcha yo me situé tras el general de generales, en un carruaje tirado por cuatro hermosos caballos blancos, poniendo cerca de su cabeza una corona de laurel de oro.
Publio Cornelio Escipión lucía sus galas de triunfador con toga púrpura bordada en oro hispano; y su cara, cubierta de pintura roja en honor a los dioses lo convertían en el primer General, Consul, Princeps Senatus de la Roma dueña del mundo. La plebe, el pueblo romano de todas las clases sociales, vitoreaba al general victorioso de la primera guerra púnica, vencedor del gran enemigo público de Roma, Anibal, vencedor sobre Cartago y por último, dominador de las rebeldes y anárquicas tribus de Hispania.
Mi obligación como esclavo por mandato senatorial era como digo sobreponer sin tocar su cabeza con la corona de laurel de oro pero también murmurarle al oido «Memento Mori. Respice post te! Hominem te esse memento!» 'Recuerda que vas a morir, que solo eres un hombre como los demás'. Pero el gran Africanus, Publio Cornelio Escipión, solo parecía tener oidos a la multitud que lo aclamaba. Yo, esclavo de la casa Cornelia, siervo del gran general, alcé mi voz y me acerqué un poco más a sus impresionantes y majestuosas espaldas y le repetí ¡MEMENTO MORI, MEMENTO MORI! pero me parecía estar hablando al vacío. Por qué habría de hacerme caso a mi, me pregunté, si es más hermoso atender a las aclamaciones de admiración y respeto. Por qué a mi. Pero no me di por vencido.

—¡MEMENTO MORI, MEMENTO MORI, RECUERDA MI SEÑOR, QUE TAMBIÉN ALGÚN DIA MORIRÁS!
—Calla, maldito, por Cástor y Pólux. ¿No oyes acaso el clamor del pueblo alabando a su primer general triunfante? Calla y escucha.
—Memento Mori, mi señor, Memento Mori. Baja del pedestal de la soberbia y recuerda que el triunfo acaba y el olvido permanece. —Aún hoy no estoy seguro de lo atinado de mis palabras, pero lo dicho por mi no cayó en el olvido de Publio Cornelio Escipión que me dirigió una mirada feroz un segundo antes de volverse al pueblo que lo aclamaba, entre los que se encontraban muchos de aquellos que en tiempos anteriores maldecían y denigraban en los lupanares y tabernas de Roma al según ellos, "perdedor de la batalla de Cannae", el mismo que hoy paseaba como gran general, ídolo de Roma.
Cuando acabó el desfile, entre el bullicio de los senadores y pueblo que rodeaba al gran Escipión, logré escabullirme y a través de la Cloaca Máxima, allá donde las aguas negras de la urbe se asimilan al gran Tiber, me refugié oculto de la luz solar y estuve varios dias oculto de las 'legio urbanae' que a buen seguro estarían buscándome para aplicarme el castigo de arrojarme al vacío desde la Roca Tarpeya cerca de la colina Capitolina. Gracias a unos proscritos como yo, pude huir y alejarme de Roma jugándome la vida; llegué al puerto de Ostia y por circusntancias que no vienen al caso, logré embarcar en una nave mercante que me alejó de la muerte segura.
Hoy, me siento libre a medias pues el brazo de Roma es muy largo y poderoso. Ruego a Júpiter Óptimo Máximo me libre de la justicia de mi antiguo señor Africanus, Publio Cornelio Escipión, en guerra victoriosa contra el mundo, mas seguramente en guerra perdida contra el peor de sus enemigos: él mismo.
¡Ave!
En algún lugar de la Cirenaica, Annus 571 Ab Urbe Condita, (desde la fundación de Roma).

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