© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.

15.7.21

Carta para un desastre

Melilla, Protectorado del Rif, 21 de Julio de 1921 Mi muy amados padres: espero que al recibo de esta carta se encuentren bien de salud. Yo, qué quiere que les diga, estoy bien dentro de lo que cabe. Desde que llegamos es la primera vez que tengo un rato para escribirles esta carta y contar algo de estas tierras. Ahora ya sé, yo y todos mis compañeros, dónde estamos y para qué estamos aquí. No quiero preocuparles en demasía pero no puedo ocultar el gran sufrimiento que hemos padecido y que seguimos padeciendo. Me encuentro en el cuartel de Monte Arruit y no se lo puedo ocultar hasta cuando vuelva al pueblo, Dios lo quiera que sea pronto. Me han tenido que extirpar una vista. Me han operado de una esquirla de metralla en el ojo derecho y en el hospital de campaña los médicos militares, el teniente Pereiro, no me la pudieron salvar. Tuerto. Así es como me he quedado en esta maldita guerra. No sufran por mi, que los conozco. Usted, madre, rece a la Virgen de la Salud y usted, padre, cuide de la suya para mantener la finca en condiciones y que la cosecha de cerezas y peros sirva para mantenerlos durante el año con la matanza del cochino. Siempre es preferible tener con qué vivir, eso siempre, antes que malvender la finca para solamente librarme del servicio de las armas, mil pesetas es el precio de no morir, ya sabemos que las guerras son para los pobres. Los ricos se libran, así ha sido y así por desgracia parece que va a seguir siendo. Pero ya nos han dicho que estamos aquí para salvar el honor de la Patria y luchar por el Rey Don Alfonso. Pero esta guerra cada día, cada semana o cada mes se hace dolorosa y el amor por la patria se convierte en odio al mundo. Dios me perdone pero me siento así. Cuando veníamos desde la península, me di cuenta de la gradiosidad del mar, tan grande, tan inmenso me pareció, que aún no logro entender qué tenemos en común, nuestra tierra, nuestra sierra, nuestros valles y nuestros rios, qué tiene que ver Quitapesar del Valle con esta mala tierra de barrancos piojosos, escorpiones rastreros y avichuches avistando la carroña, y la chusma mora que brinca de risco en risco buscando nuestros gaznates para rebanarlos con sus gumías. Yo he visto muertos a cientos entre nuestras filas y toda clase de salvajadas en los cuerpos de nuestros compatriotas, cabezas seccionadas, tripas fuera, cadáveres pasto de alimañas sin nada que poder hacer, ni enterrarlos pudimos, padre, y bien que tuvimos que salir de naja los pocos que quedamos vivos con el miedo en nuestras almas. No me quito de las mientes cómo tuvimos que dejar el campamento que llaman de Annual que no tuvimos arrestos, ni mando, ni armas, ni cojones (perdone, madre) para defender. Se abalanzaron sobre nosotros los bereberes cobardes y apenas quedamos algunos para contarlo. Yo y otros como yo aprendimos a disparar nuestros fusiles mauser que pesan lo que no está en los escritos y hasta la mandíbula tengo dolorida del retroceso al disparar y disparar y disparar. Y mientras tanto oleadas de moros al mando de Abdelkrim aullando en su idioma, clamando a su dios de una forma que daba jindama nada más escucharlos. Y ni con gases de «iperita» fuimos capaces de detenerlos. Hoy, gracias a Dios, esto parece más tranquilo a la espera de llegar a Melilla y rehacernos. Me han comunicado que si me repongo me volverán a movilizar, esta vez en el Regimiento de Cazadores Alcántara núm. 14 que es lo que me han escrito en un papel oficial. Y volver a empezar. Mis muy amados padres, esta carta que guardaré en mi bolsillo de la guerrera no la pienso enviar. En todo caso, muy cerca del corazón la llevo para que si un dia puedo, hacérsela llegar en persona y sin temor y si no, alguien se la hará llegar. Recen por mi y malditos sean los politicuchos que han consentido esta matanza y este desastre. Que den recuerdos a Mariana que no sé decir si debe esperarme o buscarse otro novio. Los abrazo y pido a Dios que nos volvamos a ver, aunque sea con un solo ojo. Si bajan algún dia a Plasencia, no se olviden de saludar a Pelayo el de la barbería. Su hijo amantísimo desde África les despide con respeto y con todo el amor del mundo: Juan S. G. soldado

19.12.20

La muerte verde

Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suelo recalentado levantando una miriada de chispas que iluminaban el salón. Yo estaba sentado en una de las tajuelas y con un badil reunía los restos de brasas y las amontonaba en el centro del hogar. Mi tío seguía narrándome la última aventura mientras en mi mente iba anidando todas y cada una de las palabras de aquel viajero que me había invitado a pasar la tarde invernal a su casa de San Ginés, en Madrid.
Me contó cómo había llegado a bordo de un vapor, desembarcando en el puerto de Cádiz. Había sido, me contó, el viaje de su vida. El salto al Océano y ver con sus propios ojos un nuevo y desconocido mundo.

España, Portugal y Francia se le habían quedado pequeñas comparadas con aquel vasto, enorme, infinito continente con los rios más caudalosos, las montañas más altas y los habitantes de todos los colores y culturas habidas y por haber. Yo lo escuchaba mientras enredaba con las brasas y él, mi tio Tomás, hermano de mi madre, me contaba retazos de su última aventura por el equinoccio americano.
—Jose, no te puedes hacer una idea de las aventuras que he vivido —chupaba una extraña cachimba hecha de madera de ébano donde a menudo introducía un montoncito de tabaco antillano, esparciendo un olor que se me quedó en mi interior y que a la larga haría de mi un gran fumador. Mi tío sujetaba la cachimba en su comisura derecha mientras por la izquierda soltaba una nube blanca y espesa de humo que se apoderaba de la habitación.
—Cuéntame lo de los indios otra vez, tío —yo sabía que no necesitaría insistir para hacer que mi tio lo narrara de nuevo.
—Nada que no sepas ya te puedo contar, Jose, a no ser que me repita —mi tio Tomás se dejaba querer y yo sabía que adornaría un poco más las historias que me contaba.— las aventuras que viví las tienes en alguna revista donde las publicaron en 1930 pero bueno, si quieres te lo repito...
—Gracias, tío, otra vez... —yo dejaba el badil a un lado y callaba mientras él sin saberlo, abonaba mi mente inquieta.
—En uno de los recodos del gran Orinoco, en plena selva, donde no llega nada de nuestra civilización, me encontré entre dos tribus, enemigas entre ellas. Yo estaba descansando en un bohío cuando me encontré con unos individuos casi desnudos y algunos armados con arcos y flechas. Todos llevaban cerbatanas con unos dardos untados con curare, un veneno mortal con el que cazaban. Me sanaron los pies que los tenía infectados de niguas, unos insectos que se meten entre la piel de los dedos de los pies. La verdad es que se portaron muy bien conmigo. Me invitaron a su aldea donde conviví durante un mes mientras me reponía. Y no podrás creer lo que vi...
—Qué, qué... —interrumpí a mi tio para azuzarle y que contara con pelos y señales
—Pues que aparte de otras costumbres que ya te contaré, tenían otra muy curiosa y consistía en que «encatumar» a los viejos, metiéndolos en una red de cáñamo que llevaban a unos remansos del rio, y la colgaban de las ramas de los árboles sobre el agua mientras el pobre viejo hecho un ovillo como un feto, sin poderse mover, miraba abajo comprendiendo lo que él a buen seguro había hecho a sus antecesores. Y allí lo dejaban abandonado durante dos meses. Trascurrido ese tiempo, regresaban...
—¿Y qué encontraban, tío? — era la pregunta que yo, siempre que tenía ocasión hacía, sabiendo que la respuesta era una y otra vez distinta a gusto de la imaginación de mi tio Tomás.
—Imagínalo tú esta vez, Jose —mi tio chupaba la cachimba y miraba como hipnotizado las lenguas de fuego que subían por la chimenea. Yo me quedaba en silencio dejando volar mi mente infantil e imaginando cómo encontrarían a los pobres viejos «encatumarados» en aquella remota tribu de las riberas del Orinoco.
—Pero eso no es nada, mocito —mi tio Tomás se quitaba la cachimba y me miraba— porque, esto que sigue ¡y es la primera vez que te lo cuento! yo no lo vi pero me lo aseguraron los «indios panares» y es que en la tribu de al lado, los «curubayari» simplemente los llevaban a la plaza del poblado y a aquellos ancianos, o simplemente enfermos, lisiados o que ya no servían para trabajar, los molían a palos hasta que morían... —mi tio Tomás, viajero acostumbrado a las más insólitas costumbres, se detenía en la narración no por dramatizar sus relatos que de sobra sabía cómo me gustaban, sino porque la voz le temblaba y buscaba las palabras pausadamente, con sumo cuidado para que en mi mente anidara con exactitud qué me estaba relatando, cómo me lo estaba contando, parecido a confesar un terrible acontecimiento. —sí, Jose, así me lo contaron... los mataban porque ya estorbaban.
Nos quedamos los dos en silencio y en la habitación llena de recuerdos de sus viajes solo se sentía el crepitar del fuego. Aquellos minutos posteriores se echaron pesadamente sobre los dos, a mi aplastándome. En las paredes con múltiples recuerdos de otros paises del mundo se reflejaban las sombras que el fuego dibujaba. Sobre un armario, cerrado con llave, una figura parecía burlarse de mi. Él me había dicho que era un trofeo de guerra de la tribu «shuar» pero nunca supe si aquella cabeza del tamaño de una naranja era una cabeza jibarizada o era una simple imitación.
—Pues ya sabes, sobrino —Mi tio Tomás llenaba su pipa de tabaco y bebía un brebaje que él llamaba mate. —que sepas que el mundo es hermoso, inmenso, dadivoso tanto que da lo que nosotros necesitamos... pero también es cruel al máximo. Esto que te he contado es solo una parte de lo que he vivido. Escucha y aprende, sobrino.
—Gracias, tío, yo también quiero conocer mundo como tú. —once años contaba yo entonces y lo de atizar las brasas me pareció ya una tontería que abandoné. Así que dejé el badil a un lado.
Y mi tio me miraba complacido y señalaba con la cachimba los objetos de adornaban la pared de su estancia llena de recuerdos de su viaje por las cuencas del Amazonas y del Orinoco en América del Sur donde habita la muerte verde.

(Transcripción libre, real, de «La muerte verde,
aventuras del dibujante, cineasta y viajero español
Amós López Bejarano»
Revista Estampa. Madrid 1932)





2.12.20

Consuelo Dominguez, historiadora


 Al fin nos hemos citado para charlar. Era algo que teníamos pendiente y no había lugar ni ocasión para ello. Pero para el entrevistador era algo ineludible. Fui dando vueltas y preparando la entrevista y el destino, como sí podía ser de otra manera, nos ha reunido a las cinco de la tarde de una brumosa tarde de noviembre del año 0 de la pandemia. La cita fue en una moderna cafetería sobre la Ría de Huelva pero amablemente nos invitaron a desalojar a mitad de la entrevista... 

Consuelo Domínguez es Doctora en Historia (aparte de Maestra y Licenciada en Ciencias de la Educación), ejerció como maestra y desarrolló tareas en el Museo de Huelva como Coordinadora de los Gabinetes Pedagógicos de Bellas Artes. Posteriormente se incorporó a la Universidad como Profesora Titular. Ahora, ya, felizmente jubilada pero no por ello inactiva. Y sobre todo, amiga.

P—Consuelo, dinos si tu lugar de nacimiento influyó en la elección de tu carrera y de tu especialización.

R—No sé bien hasta qué punto el lugar en el que se nace o en el que se vive determinan o condicionan en parte los intereses y las inquietudes sentidas, pero en mi caso haber nacido y vivido durante mi niñez y juventud en la Cuenca Minera de Riotinto (yo nací en El Campillo, uno de los pueblos mineros de dicha cuenca). 

P—Supongo que tus recuerdos de la niñez serán de paisajes áridos, sonidos de barrenos y todo lo que supone una zona minera...

R—Así es. Las primeras experiencias vividas en la infancia se van almacenando en la memoria, mi niñez todavía conservo con gran lucidez la impresión que me causaba ese paisaje que yo describo al comienzo de mi libro sobre Hugh M. Matheson en donde aparecen las vivencias de mi infancia y juventud que vuelven a cobrar vida a través de un caleidoscopio lleno de imágenes de una tierra tornasolada por el cromatismo de sus piritas ferrocobrizas, del sonido de los barrenos perforando la tierra, de la bucólica visión de unos serpenteantes trenes ávido por llegar a su destino, de una arquitectura atípica poblada de elementos eclécticos entre británicos y andaluces, de algunos modismos lingüísticos ingleses integrados en nuestro léxico y de la refrescante estampa de los parques y jardines de Riotinto que contrastaban con el paisaje yermo y calcinado de los alrededores.

P—Consuelo, ¡me dan ganas de saltarme el estado de alarma e irme a pasar un finde a las minas de turisteo!

Sonríe Consuelo mientras abandonamos la terraza del bar y decidimos sobre la marcha dónde continuar. Y si había algo que pudiera dar más «ambiente» hemos terminado la entrevista en un lugar muy apropiado... 

R— Creo que mis palabras, mis descripciones, pueden servir para despertar la curiosidad de visitar y conocer la historia de esta comarca que, aunque transformada por el tiempo y la mano del hombre, sigue ofreciendo un gran atractivo en cuanto al patrimonio histórico que acumula.

P—Díme, cómo llegaste a la Historia, a la investigación

R—Yo creo que fue inevitable el paso de la docencia general a la investigación y a la Historia con mayúscula. El interés por desgranar la historia de mi comarca hace unos años se canalizó en un tema que siempre ha suscitado un gran interés para mí, el de la última morada... o dicho de otra forma, los cementerios. Así que para decirlo claramente, entre el ambiente y los archivos me llevaron a mi pasión. Y comencé a viajar.

P— A ver, enumera paises y cementerios

Ahora somos los dos sonriendo a la vez

R—En cada viaje que he realizado la visita al cementerio correspondiente ocupaba un lugar destacado en mi agenda de viaje y entre ellos, imposible citarlos a todos, hay algunos muy importantes y destacados como el de Arlington en Virginia (EE.UU), el cementerio judío de Praga, el mausoleo donde reposan las cenizas de Gandhi en Delhi, las Pirámides, auténticos templos funerarios de Egipto, y dos de los más conocidos y apreciados por mí, el cementerio de Père Lachaise y el de Montparnasse en París. 

Dentro de nuestro país, he de señalar la visita a los cementerios británicos de Bilbao, Santander, Málaga; Tenerife y Sevilla además de los que conservamos en Huelva, Riotinto y Tharsis. 


P—Como sé que quieres hablar de tu último libro, informanos antes quién fue Matheson. 

R— Mi interés por Hugh M. Matheson es debido a que este señor de la época victoriana fue durante veinticinco años presidente de la Rio Tinto Company (libro pubicado por la Universidad de Huelva) con todo lo que este cargo conlleva y el legado que su presidencia dejó en la Cuenca Minera de Huelva. Así que visité el cementerio de Highgate en Londres y el South Leith Parish Church en Edimburgo donde están los padres. 

P—¿Y otras obras tuyas? 

R— Mi primera obra fue «In Loving Memory» donde echo una exhaustiva mirada a nuestro pasado minero y los cementerios británicos de la provincia de Huelva.

P—¿Qué nos enseñan los cementerios? 

R—En nuestra cultura judeo-cristiana la muerte y los cementerios se asocian comúnmente con el osario y el lugar en el que se depositaban los cadáveres; por ese motivo ambos conceptos no están exentos de connotaciones tétricas pero en la actualidad, aunque todavía hay muchas personas que tienen horror al cementerio afortunadamente se va imponiendo la idea más intimista de considerarlos como un lugar histórico y también como campo de reposo, más parecido al significado de Campo Elíseo, el lugar reservado, según la mitología griega para los mortales elegidos por los dioses, los justos y los heroicos en el que permanecerían después de la muerte. 

P—¿Por qué ese temor a la muerte en nuestra sociedad actual?

R— A lo largo de la historia la muerte ha permanecido apegada tanto al sentido trascendente de la existencia como a una dimensión espiritual o religiosa y manteniendo una línea divisoria entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. En la actualidad los rituales que han acompañado a la muerte se han simplificado y el lugar para acompañar a los difuntos ya no es el cementerio sino el Tanatorio, en el que parece que hay una asepsia y distanciamiento mayor con el difunto y donde prima la funcionalidad al ser el lugar en que tiene cabida un ritual que, aunque muy antiguo, es el que hoy se va imponiendo, el de la cremación o incineración que tradicionalmente no se practicaba en nuestra cultura. En el cementerio no habrá ningún recuerdo del difunto, solo una pradera para esparcir las cenizas del finado o depositada en pequeños nichos. Ese parece ser el futuro.

P— ¿El temor a la muerte se debe a que no se muestra la Muerte en las escuelas, en los niños, a nuestra sociedad en general? 

R—Respecto al valor didáctico de llevar a los alumnos a un cementerio, como ejemplo te diré que yo la he practicado llevando a varios grupos de alumnos al cementerio de Moguer para leer algún poema ante la tumba de Juan Ramón Jiménez.  Integrar la muerte y la visita a los cementerios como materia curricular no lo veo fácil pero sí es bueno hablar de ello. Existe un par de obras clásicas, la de Louis-Vicent Thomas autor de Antropología de la muerte y Philippe Arìes autor de Historia de la muerte en Occidente, muy recomendables. 

Al final casi sin rumbo fijo, y con los bares cerrados hemos llegado al mejor de los lugares para acabar esta docta entrevista —a las respuestas me remito— en una tarde cayendo el sol de forma impactante entre grandes nubarrones, hundiéndose en el mar tras los esteros de la Ria de Huelva. 

P—¿Qué planes tienes respecto a tu pasión historiadora?

R— En estos momentos estoy centrada en estudiar la temática de la muerte y los cementerios, dos aspectos capitales en la vida y obra de Juan Ramón Jiménez, nuestro poeta universal. Un tema apasionante y unas palabras del moguereño para pensar:

 «La mujer, la obra y la muerte. Una vez más. Si se acaba, por desgracia la mujer, queda la obra. Si se acaba la obra por desgracia, queda la mujer. Si se acaban la mujer y la obra queda la muerte.»


...La verdad es que entre hablar y conversar con Consuelo Domínguez Dominguez, la tarde ha caido con rapidez. Estamos a las puertas de los cementerios de Huelva (municipal y británico) lugares de estudio de la doctora, maestra, escritora pero sobre todo mujer de trato agradable, de dulces sonrisa intuida y mirada. 

Constatamos la puerta cerrada del camposanto onubense y nos miramos cómplices sonriendo ante un cartel que resume la vida de los muertos y la muerte de los vivos:                                                  «MEDIDAS ANTICOVID: 2 METROS DE DISTANCIA»

Ya es noche cerrada y regresamos a la ciudad desierta. Pero no muerta. Gracias Consuelo por esta entrevista: me quedo con la sensación de que el tema da para mucho, mucho más.             


14.11.20

Peste de Almanzor

Muhammad Ibn Abi Amir, el futuro Al Mansur bi-llah, “el Victorioso por Allah”, más conocido por Almanzor, se encontraba en Medina Zahara cansado de guerrear. Los territorios cristianos habían sido debilitados pero no solo por las guerras que desde Cordoba se hacían sobre la periferia del gran al-Ándalus sino porque tras él, segundo califa, había dejado desvastado los campos yermos de Hispania. Llenos de escombros, ruinas, desolación.
Los grandes médicos cordobeses de la escuela de Medicina ya le habían advertido del peligro del placer por la guerra del Califa. No era solo la guerra y la destrucción sino algo intangible, invisible, silencioso pero tan cruel como la más terrible razzia de los Omeya sobre la tierra hispana de la Cristiandad.
Población diezmada, cadáveres abandonados en tierras y descampados. Aguas insalubres, la ponzoña se apoderaba de la población sin distingos de edades, sexo, clase o creencias religiosas. Las taifas eran víctimas del mas cruel enemigo. La peste.
Pues bien, envió emisarios por todos los reinos andalusíes ordenando que se dispusieran medidas contra la epidemia de peste. Los mejores médicos cordobeses, casi todos judíos, aconsejaron las medidas pertinentes a adoptar entre el pueblo villano. Los poderosos, los reyes, los funcionarios, las hetairas y las demás cortesanos fueron puestos a buen refugio dotandolos de alimentación y habitación sanas. Fue al-Mansur pródigo con los fuertes y poderosos pero remiso y miserable con las poblaciones de las futuras taifas que morían de fiebres y disentería. La peste campaba a sus anchas por al-Andalus y tan solo médicos y físicos por su propia cuenta y a su buen criterio, se preocupaban de atajar —muchas veces a ciegas— aquella maldición divina. El califa en su palacio de la campiña cordobesa



no estaba muy lejos de saber que la peste iba a ser, entre otras calamidades, el final del brillante califato y los vastos territorios se iban a desangrar hasta la expiración final aunque habrían de pasar aún cuatro largos siglos, pero las aguas putrefactas, la alimentación insana, las medidas profilácticas inútiles acabarían con la España musulmana, hijastra de las huestes del creciente mahometano. Por el sur habían desembarcado y por el sur, llorando Boabdil, embarcarían de nuevo.
Muhammad Ibn Abi Amir Al Mansur bi-llah, llamado Almanzor, se movía nervioso por las terrazas ornadas de Medina Zahara sin comprender que sus razzias por las mesetas y las agrestes montañas no eran las que iban a desangrar y atomizar la todopoderosa, la esplendorosa, la biendicha tierra de al-Andalus sino la ola invisible del mal que campaba y campaba, sin remedio... Los muhecines llamaban a la oración desde los alminares de Hispania mora, y Almanzor en su soberbia, desoyó la llamada del humilde muhecin que desde la Gran Mezquita de Córdoba convocaba ensalzando la grandeza y la unicidad de Alàh y aseverando que Mahoma es su profeta. Almanzor se introdujo en su palacio y pidió, déspota, vino de la campiña cordobesa. Los dulces sonidos del harem despertaron en él otros apetitos, aparte del sexo, que lo arruinarían: el Poder.

5.11.20

Salama, hija del Emir


La noche se avecinaba con rapidez y las sombras caían sobre las callejas de la judería. Dos soldados escoltaban a Iosef Aboacar quien se hacía conjeturas sobre la responsabilidad que la real Casa estaría apunto de echar sobre sus espaldas. Asió con fuerza el zurrón de piel donde guardaba su escaso instrumental médico. Nada sabía sobre la identidad del paciente y menos aún la enfermedad de que se trataba. El palacio estaba en silencio y los candelabros ya comenzaban a ser encendidos. Un oficial le franqueó el paso acompañándolo y recorriendo juntos las majestuosas estancias del alcazar.





Recorrieron pasillos decorados con el gusto que se le atribuía al Gran Califa. El silencio se veía turbado con el paso de la pequeña comitiva que acompañaba al médico cordobés. Cuando llegaron a las estancias privadas lo dejaron solo hasta que fue llamado a acceder a un dormitorio. Allí se encontraban otros dos médicos a los pies de una cama. A un lado Lope Gascón vestido con sobriedad, con expresión asustadiza, que miraba a un lado y a otro incómodo, arrancado por fuerza de su Toledo e invitado a viajar a la capital del califato. Al otro lado del lecho Abdul Qasim, médico oficial de la Corte quien rehuía las miradas y buscaba nervioso la de quien yacía en la cama.  Sudorosa, con temblores, con un insano color cerúleo, una niña de espesa melena oscura y color de ojos extrañamente verdes, miraba sin ver, su cuerpo dejaba traslucir a simple vista los huesos de su cara y de sus hombros. Sin más preámbulo los tres galenos comenzaron a intercambiar opiniones mirando de vez en cuando a la enferma. A su lado el aya se afanaba en atender a la real paciente. Pronto comenzaron las disensiones entre los médicos: Abdul Qasim opinaba que los síntomas que presentaba Salama eran fiebres imposibles de atajar salvo con compresas de agua fría en la frente por un lado, y abrigo para preservar el calor por otro, y pedir por ella a Allâh el Clemente, Misericordioso. 

Lope Gascón opinaba que habría que descubrir el cuerpo de Salama a fin de poner una serie de sanguijuelas para depurarle la sangre malsana e imprescindible implorar a los santos. Los dos médicos se enzarzaron en una discusión debido la osadía pecaminosa de Lope al pretender desnudar y mirar el cuerpo de mujer. Abdul Qasim se mesaba los cabellos ante tamaño despropósito y Lope Gascón contrarrestó mofándose de la serie de ungüentos y aguas medicinales de innumerables plantas que el médico cortesano decía tener en la botica de palacio. Estaba a punto de llegar el padre de la muchacha y Iosef Aboacar, hasta el momento atónito ante aquella discusión médica cargada de envidias y prejuicios, calló ante la entrada del padre de la joven muchacha.

Se abrieron las puertas del dormitorio y un edecán anunció:  

—¡Humillaos y mostrad vuestros respetos besando la mano de Abd al-Rahman ibn Muhammad al-Nasir li-Din AllàhPrimer Califa de Córdoba y Príncipe de los creyentes!

Todos se inclinaron ante Abderramán III, el soberano del antiguo territorio hispano. De mediana estatura, entrado en carnes, mostrando parte del cabello pelirrojo bajo un turbante, caminaba retirándose su sencillo caftán. Aceptó los saludos de los convocados, ofreciendo su mano —aunque el judío simplemente hizo amago de besarla—, y a su señal le expusieron la situación de su hija. Iosef Aboacar retomó su diagnóstico consciente de que sus dos colegas habían discrepado sin la presencia del soberano. Ahora el Emir disponía de los tres pero Aboacar trató de no amilanarse ante el Poder del Gran Califa. 

—Mi señor, vuestra hija sufre una enfermedad muy grave, vistos los síntomas claros que hemos podido apreciar en ella —Abderraman III se adelantó y miró a su hija, bastarda pero no por ello menos querida; con un leve gesto de su mano invitó al médico judío a que continuar— mi señor, vuestra hija debe ser... desvestida y examinada. Me pregunto si es imprescindible, y mi opinión y la de mis ilustres colegas es que sí.

Lope Gascón y Abdul Qasim se miraron y asintieron con la inquietud reflejada en sus rostros ante la previsible reacción del Califa.  Abderraman III miró a los tres y dijo con sencillez:

—Sea. Yo acudiré a la mezquita porque Dios desea que Salama, mi muy querida hija, viva, Inshallah—. Y tal como había entrado, salió del dormitorio con sus ojos azules humedecidos en lágrimas.

Se inclinaron en reverencia los tres médicos y quedaron con sus propias responsabilidades ante la vida o la muerte, la salud o la enfermedad de Salama.

Con la ayuda del aya real, los tres pusieron en común sus conocimientos y estuvieron durante varias semanas tratando a Salama a pesar de las reticencias primeras, el diagnóstico, la cura y la convalecencia, a saber: 

Iosef Aboacar diagnosticó como «tisis» que remitía con fiebre, delgadez y toses acompañadas de esputos sanguinolentos de los pulmones. 

El tratamiento consistió en una mezcla de determinadas hierbas medicinales, preparada por el médico musulmán Abdul Qasim; una estricta dieta alimenticia a base de caldos, tisanas y pucheros, recomendada por Lope el médico cristiano; y por el examen corporal de la paciente, diagnóstico acertado y cambio en el modo de vida a cargo de Aboacar cuya ciencia consistía no en reponder tal como se veían obligados otros médicos, sino en preguntar y preguntarse de forma continua «por qué, desde cuándo, hasta cuándo, cuánto» ante los misterios del cuerpo humano, el dolor, la salud, el comienzo y el final de la vida. La receta consistió en la limpieza a fondo de la habitación con sales fumantes, el aseo personal diario de paciente y servicio con agua fresca exenta de aromas, ventilación y aireación, orientación del aposento real buscando el sol o la sombra, y aislamiento en Mdina Zhara, lejos de aglomeraciones urbanas. Todo ello, en conjunto, para que Salama se recuperase en pocos meses, se convirtiera en una bella adolescente y tuviera una larga vida como así fue. 

Al finalizar el proceso patológico de Salama, los informes redactados en árabe, latín y hebreo por los respectivos médicos contenían todos los detalles, fueron compilados y sirvieron de guia en la cura de las enfermedades que diezmaban a la población andalusí. Iosef Aboacar había observado de manera precisa los esputos y mucosidades sanguinolientas de la niña que los otros médicos rehuían relizar, había palpado todo el abdomen de la enferma, estudiaba, pensaba, discernía, consultaba tratados antiguos de Medicina y por fin escribía sus conclusiones, editando un extenso tratado sobre las enfermedades que asolaban los reinos y cómo estas eran enumeradas y estudiadas para su posible curación. 

El Califa de Córdoba, consciente del regalo que Dios le había hecho en forma de sabios galenos, creó la primera Escuela de Medicina de al-Andalus, centro del saber de grandes médicos y físicos para beneficio de los habitantes del reino nombrando, como agradecimiento, a Iosef Aboacar director y a Lope Gascón su segundo.

Pasados los meses Iosef Aboacar fue convocado nuevamente al palacio del Califa donde este le comunicó su deseo de verlo dirigir la gran Escuela de Medicina. Al salir rememoró las veladas y jornadas eternas velando por la salud de Salama. Ahora regresaba al exterior escoltado por una sección completa de la guardia personal del Emir y no pudo reprimir una sonrisa mezcla casi imposible de humidad y de orgullo, tan posible sin embargo como si la flor de la alheña y las aguas de las fuentes cordobesas se mezclaran en las calurosas  tardes de los patios de Mdina Zhara, allí donde convalece Salama, joven hija de Abderrahman III y de Mustaq, una de sus esposas recluida en el harem.

Córdoba de las tres culturas era grande y sin duda seguiría siéndolo.

 

                                                             


9.9.20

De momento, Memento

Mi nombre actual no viene al caso. Cuando aprendí a escribir me dispuse a dejar en esta tablilla lo que me aconteció hace varios años. Los dioses me protegieron y me protegen... y así lo narro:
Yo era Micius, y servía en la casa Cornelia. Era a la sazón primer esclavo a punto de ser liberado por el entonces mi señor Publio Cornelio Escipión, a quien llamaban y aún llaman Africanus. Fui por él elegido para acompañarlo en su desfile triunfal por las calles de Roma. Fui bendecido por su mano al señalarme para montar en el estribo de su carro triunfal. Yo fui el encargado de sostener sobre la magnífica cabeza del general Escipión la corona de laurel en oro. Y así lo hice. Antes, mucho antes de amanecer sobre la ciudad de Roma ya el victorioso general estaba preparado para subir al carro mientras tras él se situaba la familia –su esposa Emilia Tercia, su hermano Lucio, y sus hijos Publio y Lucio, y sus hijas las dos Cornelias, la Mayor y la dulce y a veces dura Cornelia Menor (oscuro, escondido, prohibido, soñado, quimérico objeto de mis locos sueños de deseo e imposible posesión— a la que yo serví desde el mismo dia de mi nacimiento.
Delante, abriendo el desfile que partió del Campo de Marte, las legiones sin armas y los botines y prisioneros de las guerras abrían aquel magnífico triunfal desfile. Las calles, desde la misma puerta de la ciudad, estaban abarrotadas por toda la población de ciudadanos de Roma y visitantes. Cuando el cortejo se puso en marcha yo me situé tras el general de generales, en un carruaje tirado por cuatro hermosos caballos blancos, poniendo cerca de su cabeza una corona de laurel de oro.
Publio Cornelio Escipión lucía sus galas de triunfador con toga púrpura bordada en oro hispano; y su cara, cubierta de pintura roja en honor a los dioses lo convertían en el primer General, Consul, Princeps Senatus de la Roma dueña del mundo. La plebe, el pueblo romano de todas las clases sociales, vitoreaba al general victorioso de la primera guerra púnica, vencedor del gran enemigo público de Roma, Anibal, vencedor sobre Cartago y por último, dominador de las rebeldes y anárquicas tribus de Hispania.
Mi obligación como esclavo por mandato senatorial era como digo sobreponer sin tocar su cabeza con la corona de laurel de oro pero también murmurarle al oido «Memento Mori. Respice post te! Hominem te esse memento!» 'Recuerda que vas a morir, que solo eres un hombre como los demás'. Pero el gran Africanus, Publio Cornelio Escipión, solo parecía tener oidos a la multitud que lo aclamaba. Yo, esclavo de la casa Cornelia, siervo del gran general, alcé mi voz y me acerqué un poco más a sus impresionantes y majestuosas espaldas y le repetí ¡MEMENTO MORI, MEMENTO MORI! pero me parecía estar hablando al vacío. Por qué habría de hacerme caso a mi, me pregunté, si es más hermoso atender a las aclamaciones de admiración y respeto. Por qué a mi. Pero no me di por vencido.

—¡MEMENTO MORI, MEMENTO MORI, RECUERDA MI SEÑOR, QUE TAMBIÉN ALGÚN DIA MORIRÁS!
—Calla, maldito, por Cástor y Pólux. ¿No oyes acaso el clamor del pueblo alabando a su primer general triunfante? Calla y escucha.
—Memento Mori, mi señor, Memento Mori. Baja del pedestal de la soberbia y recuerda que el triunfo acaba y el olvido permanece. —Aún hoy no estoy seguro de lo atinado de mis palabras, pero lo dicho por mi no cayó en el olvido de Publio Cornelio Escipión que me dirigió una mirada feroz un segundo antes de volverse al pueblo que lo aclamaba, entre los que se encontraban muchos de aquellos que en tiempos anteriores maldecían y denigraban en los lupanares y tabernas de Roma al según ellos, "perdedor de la batalla de Cannae", el mismo que hoy paseaba como gran general, ídolo de Roma.
Cuando acabó el desfile, entre el bullicio de los senadores y pueblo que rodeaba al gran Escipión, logré escabullirme y a través de la Cloaca Máxima, allá donde las aguas negras de la urbe se asimilan al gran Tiber, me refugié oculto de la luz solar y estuve varios dias oculto de las 'legio urbanae' que a buen seguro estarían buscándome para aplicarme el castigo de arrojarme al vacío desde la Roca Tarpeya cerca de la colina Capitolina. Gracias a unos proscritos como yo, pude huir y alejarme de Roma jugándome la vida; llegué al puerto de Ostia y por circusntancias que no vienen al caso, logré embarcar en una nave mercante que me alejó de la muerte segura.
Hoy, me siento libre a medias pues el brazo de Roma es muy largo y poderoso. Ruego a Júpiter Óptimo Máximo me libre de la justicia de mi antiguo señor Africanus, Publio Cornelio Escipión, en guerra victoriosa contra el mundo, mas seguramente en guerra perdida contra el peor de sus enemigos: él mismo.
¡Ave!
En algún lugar de la Cirenaica, Annus 571 Ab Urbe Condita, (desde la fundación de Roma).

3.9.20

Juan Ramón y Rocío

Finaliza agosto y comienza una nueva etapa. Estamos sentados en un bar que posiblemente en tiempos fue una casa de hospedaje o de comidas. Por Moguer pasan escasos viandantes con mascarilla bajo el sol que recalientan estas bellas calles. Las mismas que añoraba cuando murió el hombre y nació el mito, la gloria.
Tengo enfrente a una de las personas que más conocen del matrimonio que descansa a escasos doscientos metros en el blanco cementerio moguereño. Documentalista y coeditora, estudiosa de su obra. Conocedora como pocos, de ellos. Además, es mi hija Rocío Bejarano, que me recibe, más tarde, en su mesa de trabajo del Centro de Estudios Juanramonianos rodeada de objetos, libros, enseres domésticos, vestuario, pero sobre todo el espíritu de Juan Ramón y Zenobia que ella, y otros empleados, procura preservar para la posteridad.
P–Cuenta a todos los que nos lean quién eres
R–Soy Rocío Bejarano y trabajo desde hace 16 años en la Casa Museo Zenobia-JRJ de Moguer, en su Centro de Estudios.
–¿Qué puedes decir de Juan Ramón?
–Es uno de los grandes pensadores del siglo XX, al nivel de los grandes filósofos, además de un inmenso poeta cuyos muchos de sus libros aún son desconocidos para el gran público.
–¿Es actual Juan Ramón?
–Su obra es inagotable, y muchos de sus textos tratan de temáticas que están de plena actualidad como la solidaridad, las injusticias, el amor a la naturaleza y los animales, apreciar los momentos, etc., además, claro, de sus poemas dedicados a su gran amor, Zenobia Camprubí.
–¿Nos cuentas alguna anécdota sobre Juan Ramón?
–En los primeros días de la Guerra Civil, la Junta para la Protección de Menores le confiaron al matrimonio la custodia de doce niños que llegaron a Madrid huyendo de la sinrazón de la guerra. Habían perdido a sus padres, o se encontraban en el frente. Lo contó Zenobia en una carta:

Juan Ramón, joven
«Juan Ramón y yo hemos tomado un piso bajo en la calle Velázquez, hemos pedido a la Protección de Menores doce niños de cuatro a ocho años y nos hemos instalado con nuestra familia multiplicada en un día. Tenemos un hermoso jardín enfrente, en donde los niños juegan seis horas diarias y Juan Ramón los vigila la mayor parte del tiempo en el jardín. El jardinero los riega con la manguera por la mañana como si se tratara de doce plantasmás. A las doce tienen un apetito tan devorador, que, cuando seha terminado de servir el primer plato al que hace el número doce, el número uno ya clama para el segundo plato».
La manutención corrió a cargo del matrimonio, viéndose obligados a empeñar objetos de plata para sufragar los gastos. Al partir hacia el exilio, ella abrió una suscripción pública en el diario «La Prensa» de Nueva York, propiedad de su hermano, para recaudar fondos para ellos. Fueron evacuados primero a Alicante y después a un pueblo de Barcelona. Pudieron mantenerlos cuatro años más, gracias a las gestiones y empeño del matrimonio.
–¿Qué hubiera sido Juan Ramón sin Zenobia?
–Mientras Juan Ramón dedicaba todo su tiempo a escribir, Zenobia se ocupaba de los asuntos relacionados con los negocios y las cuestiones cotidianas de la vida diaria, con lo que facilitaba al poeta su tarea creadora eximiéndole de las cargas domésticas y económicas.
–Haznos un recorrido, muéstranos, la Casa Museo
–En la planta baja se encuentran la inmensa biblioteca personal del poeta y su esposa, y la colección de revistas, además de las primeras ediciones de Platero y yo así como el telegrama con la comunicación del premio Nobel. En la alta, los dormitorios, el salón y el despacho, con su máquina de escribir y diversos cuadros, entre los que destacan, además de los dibujados por el propio Juan Ramón, un dibujo de Salvador Dalí y un cuadro de Sorolla. Ya fuera, podemos disfrutar del patio y del corral donde estaba Platero, con lo cual podremos hacernos una foto con la escultura del burrillo.
–Recomiendanos una lectura sobre el poeta
–El libro "Eternidades", dedicado por primera vez «A mi mujer» que incluye su famoso lema: «Amor y Poesía cada día». Además, esconde algunos de los poemas más conocidos: «Inteligencia, dame el nombre exacto....»; «Vino, primero pura, vestida de inocencia...»; «No corras, ve despacio, que adonde tienes que ir es a ti solo!...»; «Yo no soy yo. Soy éste que va a mi lado sin yo verlo...»;
–¿Es Platero y yo un libro para niños?
–Decía Juan Ramón que Platero no es un libro escrito sino «’escojido’ para los niños». Aunque el argumento no es complejo, está lleno de crítica social y hay pasajes que pueden ser más complejos de entender. Por eso se recomienda la lectura a distintas edades. En cada relectura, se redescubrirán cosas nuevas y se entenderán mejor otras.
–¿A quiénes recomiendas vistar la casa?
–A todo el mundo que le apetezca pasar un buen rato en una casa preciosa, rodeado de arte, literatura y respirar entre los muros tal cual lo hizo nuestro poeta universal.
–¿Se debería enseñar a Juan Ramón en las escuelas?
–Es necesario no olvidarse de los escritores y ha de estar en los planes de estudios. Que nunca desaparezca. Además debería ser un orgullo, para mi lo es, que a través de sus textos se ha enseñado a leer español en muchas partes del mundo.
–¿Cuál es tu obra preferida de Juan Ramón?
–«Espacio y tiempo». Un poema en prosa que es una auténtica maravilla, y donde JRJ muestra su mayor profundidad pensadora.
–¿Se seguirá leyendo a Juan Ramón dentro cien años?
–Juan Ramón es inmortal. Seguro.
–Despídete con alguna frase del poeta
–«He soñado mi vida y he vivido mi sueño».
Dejo a Rocío entre papeles, el «océano de papeles» que tan bien definió al poeta y su inmenso legado (Rocío presume de descifrar la letra manuscrita de Juan Ramón como si fuera la suya propia). Desciendo las escaleras y el pozo en el patio interior aún exhala el murmullo del agua de la casa (hoy convertida en Museo) del Andaluz Universal. Digno de escuchar anécdotas de su vida, y digno de leerlo.
Gracias Rocío, y sigue manteniendo la casa y la obra del poeta abiertas de par en par.

Telepúfo

El subministro sonreía mirando desde su despacho. Por fin se iba a ganar el favor del Ministro 1 presentando el encargo del jefe corregido ...