Me gustaría que las echaras un vistazo y si las comentas para alabarlas o criticarlas... pues mejor!
© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.
7.1.16
8.12.15
El anillo de los ocho Anj (relato completo)
Cien años. Ese es el tiempo que la fotografía, asepiada por efecto del tiempo, presidió la estancia de la vieja casona donde habito, y cincuenta y dos el periodo que me acompañó y que comprende desde mi nacimiento hasta el día de la fecha. En cualquier caso, toda una vida.
La fotografía formaba parte del decorado doméstico perdiendo, de tanto mirarla, su significado, por lo que un día, hace pocos años, sin saber el porqué, me detuve delante, alcé las manos y la toqué ladeándola hacia mí para evitar los reflejos de la luz que entraba por el ventanal y así poder leer por enésima vez la breve leyenda que en su parte inferior se distinguía:
fino bigote, y de rostro afilado, con una sonrisa apenas perfilada en unos finos labios, de baja estatura, y sujetándose el sombrero intentando evitar que saliera volando, mirando serio a la cámara que en ese preciso instante disparaba la lámpara de magnesio para inmortalizarlo. Detrás, una estatua ecuestre sobre un enorme pedestal de un caballero de uniforme militar en disposición de desenvainar su sable mientras el caballo está apoyado firmemente sobre sus patas, en un sobreesfuerzo para soportar el peso del jinete y su leyenda.
—Tu bisabuelo tenía metido en la sangre el veneno de irse a hacer las Américas —me decía mi abuela siempre que me sorprendía mientras yo miraba ensimismado la foto— y mira si hizo lo que más deseaba… se marchó.
Dejando a un lado su labor me contaba una pequeña historia, que como una cantinela me repetía tristemente para, según ella, no dejar morir los recuerdos… aunque la verdad es que no conseguí arrancar de los suyos
más que el bisabuelo Sebastián se marchó y pasado un tiempo retornó, falleciendo poco después de forma extraña.
Así, poco a poco se fue fraguando una especie de leyenda mítica sobre mi antepasado, que observaba el acontecer de la familia desde su atalaya fotográfica.
Durante años su figura fue aposentándose en mi imaginación, de forma permanente, desde aquella estampa disparada un Doce de Octubre, recién comenzado el siglo XX.
El caso es que, cierto día, considerando el centenario un periodo de tiempo prudencial como para
indagar en dicho asunto, puesto que mi abuela nunca me había permitido ni tan siquiera tocar aquel icono representación de su padre, y ella había fallecido no existiendo nadie que pudiera impedírmelo, opté por descolgar el cuadro de donde siempre había estado, a salvo de limpiezas generales, encalados, cambios de muebles, y del periodo vital de mis familiares —Sebastián, protagonista de esta historia, y su esposa; mis abuelos paternos: ella, Graciela Fornel, quien no cesó de narrarme historias hasta su muerte, cuando yo contaba quince años, así como mis padres Juan Wing Fornel y Ana Martínez, desinteresados de “chismes”
familiares. Todos, por desgracia, ya fallecidos—, y por fin librando aquella reliquia del más nefasto mal: el olvido. Cien años, suficientes como para evitar peticiones de autorizaciones a fin de remover recuerdos aunque al hacerlo no pudiera evita sentirme como violando trozos sagrados de
espacio y de tiempo, inmiscuyéndome en territorios accesibles pero prohibidos, como si de Howard Carter ante la puerta sellada de la tumba de Tutankamón se tratase.
Pesaba bastante el marco, que más parecía una caja. Del reverso desprendí a trozos una lámina de mica, dura como el pedernal, de tal forma que al extraerla pude acceder a la estampa fijada sobre un basto cartón. Al fin, después de cincuenta y dos años de mi vida mirando la imagen, pude tocarla con mis manos. El corazón comenzó a latirme aceleradamente.
Estaba sorprendido de lo que apareció: una treintena de folios de papel cebolla. Un mensaje —pensé—, porque así podía denominarse algo que había permanecido oculto sin que nadie hubiese tenido la ocurrencia de abrir aquel cuadro, en lugar de haber dejado pasar el tiempo con elucubraciones y haber sido educado en aquel ambiente de secretismo, en lugar de descubrir y desentrañar el contenido de aquella especie de cofre maravilloso.
He aquí, transcrito sin más, lo que me pareció un diario o crónica sobre los avatares de mi bisabuelo en América.
Sebastián Fornel
Día de la Raza
1902
Un joven de veintipocos años, posando, endomingado a la moda de principios de siglo, luciendo unDía de la Raza
1902
fino bigote, y de rostro afilado, con una sonrisa apenas perfilada en unos finos labios, de baja estatura, y sujetándose el sombrero intentando evitar que saliera volando, mirando serio a la cámara que en ese preciso instante disparaba la lámpara de magnesio para inmortalizarlo. Detrás, una estatua ecuestre sobre un enorme pedestal de un caballero de uniforme militar en disposición de desenvainar su sable mientras el caballo está apoyado firmemente sobre sus patas, en un sobreesfuerzo para soportar el peso del jinete y su leyenda.
—Tu bisabuelo tenía metido en la sangre el veneno de irse a hacer las Américas —me decía mi abuela siempre que me sorprendía mientras yo miraba ensimismado la foto— y mira si hizo lo que más deseaba… se marchó.
Dejando a un lado su labor me contaba una pequeña historia, que como una cantinela me repetía tristemente para, según ella, no dejar morir los recuerdos… aunque la verdad es que no conseguí arrancar de los suyos
más que el bisabuelo Sebastián se marchó y pasado un tiempo retornó, falleciendo poco después de forma extraña.
Así, poco a poco se fue fraguando una especie de leyenda mítica sobre mi antepasado, que observaba el acontecer de la familia desde su atalaya fotográfica.
Durante años su figura fue aposentándose en mi imaginación, de forma permanente, desde aquella estampa disparada un Doce de Octubre, recién comenzado el siglo XX.
El caso es que, cierto día, considerando el centenario un periodo de tiempo prudencial como para
indagar en dicho asunto, puesto que mi abuela nunca me había permitido ni tan siquiera tocar aquel icono representación de su padre, y ella había fallecido no existiendo nadie que pudiera impedírmelo, opté por descolgar el cuadro de donde siempre había estado, a salvo de limpiezas generales, encalados, cambios de muebles, y del periodo vital de mis familiares —Sebastián, protagonista de esta historia, y su esposa; mis abuelos paternos: ella, Graciela Fornel, quien no cesó de narrarme historias hasta su muerte, cuando yo contaba quince años, así como mis padres Juan Wing Fornel y Ana Martínez, desinteresados de “chismes”
familiares. Todos, por desgracia, ya fallecidos—, y por fin librando aquella reliquia del más nefasto mal: el olvido. Cien años, suficientes como para evitar peticiones de autorizaciones a fin de remover recuerdos aunque al hacerlo no pudiera evita sentirme como violando trozos sagrados de
espacio y de tiempo, inmiscuyéndome en territorios accesibles pero prohibidos, como si de Howard Carter ante la puerta sellada de la tumba de Tutankamón se tratase.
Pesaba bastante el marco, que más parecía una caja. Del reverso desprendí a trozos una lámina de mica, dura como el pedernal, de tal forma que al extraerla pude acceder a la estampa fijada sobre un basto cartón. Al fin, después de cincuenta y dos años de mi vida mirando la imagen, pude tocarla con mis manos. El corazón comenzó a latirme aceleradamente.
Estaba sorprendido de lo que apareció: una treintena de folios de papel cebolla. Un mensaje —pensé—, porque así podía denominarse algo que había permanecido oculto sin que nadie hubiese tenido la ocurrencia de abrir aquel cuadro, en lugar de haber dejado pasar el tiempo con elucubraciones y haber sido educado en aquel ambiente de secretismo, en lugar de descubrir y desentrañar el contenido de aquella especie de cofre maravilloso.
He aquí, transcrito sin más, lo que me pareció un diario o crónica sobre los avatares de mi bisabuelo en América.
Embarqué, recién comenzado el nuevo siglo, en el puerto de Cádiz en busca de otro futuro, porque en Riotinto el mineral hay que extraerlo a golpe de barrenos, excavando las entrañas de la tierra, y el silencio y el miedo reinan sobre todas estas cuencas mineras desde un día ya lejano, cada vez más perdido en la memoria, cuando cientos de habitantes de la comarca fueron tiroteados por protestar contra las emanaciones letales de las numerosas teleras. Así, alguien me había hablado de lo fácil que era lograr el metal que todo lo puede, el oro. Sacarlo simplemente bateando las arenas de las escorrentías caudalosas de América del sur. Pero no me iba a resultar fácil a causa de los aconteceres que padecí, soportando mil calamidades: desembarqué en Venezuela; descendí por el Orinoco hasta las selvas de los afluentes del Amazonas cayendo enfermo por las picaduras de los insectos y de niguas; pretendí ser “garimpeiro”; comido por las fiebres, y gracias a la ayuda de algunos aborígenes, logré viajar hacia el sur a través de las ignotas selvas del Brasil; y trabajé en Bolivia, en todos los oficios habidos y por haber.
Durante varias semanas, menos oro, encontré de todo lo peor, así pues procuré la manera de dirigirme hacia territorio argentino, desde donde esperaba retornar escarmentado a España. Conseguí cruzar los Andes hasta llegar a Buenos Aires. En ciertos tugurios de los muelles, escuchando conversaciones acá y allá, deduje que existían lugares, al otro lado del Mar del Plata, poco menos que si de Eldorado se tratasen. Sin dudarlo, tomé un paquebote con rumbo a Montevideo.
En la capital del Uruguay entablé amistad con un italiano que había llegado desde La Spezia y tenía como destino una pequeña ciudad del interior; adonde se dirigía en busca de su familia emigrada tiempo atrás, y donde, me informó existían —confirmando mis noticias— yacimientos abandonados de metales preciosos.
Por desgracia, en lugar de aprovechar la oportunidad de regresar a casa, que ya añoraba, permanecí enfebrecido por el oro y no soportando retornar con los bolsillos vacíos, me adentré en aquel pequeño país. La región, jalonada de extensos campos de trigo y girasol mecidos al viento suave de la primavera austral, me recordaba a mi añorada provincia, a su serranía, a su campiña y bosques.
En pocas horas llegué a Minasconcepción, la ciudad que las indicaciones del italiano y el azar habían elegido para mí mismo. Me llamó la atención el contraste —por el escaso parecido a mi patria— lo cuidadoso de su configuración urbana con sus largas calles rectilíneas. Viejas casonas solariegas, huellas de su pasado colonial, ostentaban en sus fachadas blasones tallados en piedra. En algunos edificios ondeaban banderas nacionales, sobresaliendo en ellas medio sol teñido en oro parecido a un amanecer o tal vez a un ocaso. Esto me fascinó porque el sol y el oro me producían las mismas emociones, pareciéndome señales de buenos augurios.
Pronto trabé amistad con algunos compatriotas y comenzó mi obsesiva búsqueda en el cauce del San Francisco, un arroyo poco caudaloso, de frías aguas, bateando sus arenas. Ni las risitas disimuladas de mis amigos, cuando a la caída de la noche retornaba a Minasconcepción refugiándome en alguno de los cafetines de la ciudad, me hicieron desistir. Después de varias semanas, aquejado de artritis y reumas y, tras unos magros resultados, desistí y opté por buscar otro trabajo.
Por aquel entonces […] Minasconcepción hallábase bastante levantisca, debido a que era anhelo de su ciudadanía erigir un monumento al general Lavalleja, un héroe nacional del que todos los uruguayos, en especial los naturales de la ciudad, se sentían orgullosos. Y, aunque no conseguí comprender entonces el significado del asunto del que todo el mundo hablaba, pronto me percaté de que Minasconcepción le estaba echando un pulso al gobierno de la nación, remiso éste a aquel alarde de exaltación por parte de un reducido número de uruguayos que ni siquiera vivía en la capital del país, Montevideo, único escenario hasta entonces de cualquier manifestación patriótica. Entonces fue cuando acepté un empleo en una fundición metalúrgica, trabajando durante dos meses como ayudante en la colada de una estatua ecuestre del General.
Durante varias semanas, menos oro, encontré de todo lo peor, así pues procuré la manera de dirigirme hacia territorio argentino, desde donde esperaba retornar escarmentado a España. Conseguí cruzar los Andes hasta llegar a Buenos Aires. En ciertos tugurios de los muelles, escuchando conversaciones acá y allá, deduje que existían lugares, al otro lado del Mar del Plata, poco menos que si de Eldorado se tratasen. Sin dudarlo, tomé un paquebote con rumbo a Montevideo.
En la capital del Uruguay entablé amistad con un italiano que había llegado desde La Spezia y tenía como destino una pequeña ciudad del interior; adonde se dirigía en busca de su familia emigrada tiempo atrás, y donde, me informó existían —confirmando mis noticias— yacimientos abandonados de metales preciosos.
Por desgracia, en lugar de aprovechar la oportunidad de regresar a casa, que ya añoraba, permanecí enfebrecido por el oro y no soportando retornar con los bolsillos vacíos, me adentré en aquel pequeño país. La región, jalonada de extensos campos de trigo y girasol mecidos al viento suave de la primavera austral, me recordaba a mi añorada provincia, a su serranía, a su campiña y bosques.
En pocas horas llegué a Minasconcepción, la ciudad que las indicaciones del italiano y el azar habían elegido para mí mismo. Me llamó la atención el contraste —por el escaso parecido a mi patria— lo cuidadoso de su configuración urbana con sus largas calles rectilíneas. Viejas casonas solariegas, huellas de su pasado colonial, ostentaban en sus fachadas blasones tallados en piedra. En algunos edificios ondeaban banderas nacionales, sobresaliendo en ellas medio sol teñido en oro parecido a un amanecer o tal vez a un ocaso. Esto me fascinó porque el sol y el oro me producían las mismas emociones, pareciéndome señales de buenos augurios.
Pronto trabé amistad con algunos compatriotas y comenzó mi obsesiva búsqueda en el cauce del San Francisco, un arroyo poco caudaloso, de frías aguas, bateando sus arenas. Ni las risitas disimuladas de mis amigos, cuando a la caída de la noche retornaba a Minasconcepción refugiándome en alguno de los cafetines de la ciudad, me hicieron desistir. Después de varias semanas, aquejado de artritis y reumas y, tras unos magros resultados, desistí y opté por buscar otro trabajo.
Por aquel entonces […] Minasconcepción hallábase bastante levantisca, debido a que era anhelo de su ciudadanía erigir un monumento al general Lavalleja, un héroe nacional del que todos los uruguayos, en especial los naturales de la ciudad, se sentían orgullosos. Y, aunque no conseguí comprender entonces el significado del asunto del que todo el mundo hablaba, pronto me percaté de que Minasconcepción le estaba echando un pulso al gobierno de la nación, remiso éste a aquel alarde de exaltación por parte de un reducido número de uruguayos que ni siquiera vivía en la capital del país, Montevideo, único escenario hasta entonces de cualquier manifestación patriótica. Entonces fue cuando acepté un empleo en una fundición metalúrgica, trabajando durante dos meses como ayudante en la colada de una estatua ecuestre del General.
Hasta aquí, salvo algunos párrafos ilegibles, la crónica que mi bisabuelo dejó escrita en el mazo de folios.
Con tales datos no me resultó difícil documentarme yconstatar que el “Día de la Raza” de 1902, fue descubierta e inaugurada una estatua ecuestre del Brigadier General Juan Antonio Lavalleja, en la Plaza de La Libertad (otrora del Recreo) de Minas (no Minasconcepción como la denominaba el bisabuelo). El motivo de dicho homenaje era perpetuar la empresa del General, quien junto a otros treinta y dos patriotas inició, en 1825, el movimiento liberador de la provincia oriental del Brasil y su unión a las otras provincias del Río de la Plata, hasta la independencia total de lo que hoy es Uruguay.
En el reverso de la fotografía había un texto en caligrafía apretada que decía:
Con tales datos no me resultó difícil documentarme yconstatar que el “Día de la Raza” de 1902, fue descubierta e inaugurada una estatua ecuestre del Brigadier General Juan Antonio Lavalleja, en la Plaza de La Libertad (otrora del Recreo) de Minas (no Minasconcepción como la denominaba el bisabuelo). El motivo de dicho homenaje era perpetuar la empresa del General, quien junto a otros treinta y dos patriotas inició, en 1825, el movimiento liberador de la provincia oriental del Brasil y su unión a las otras provincias del Río de la Plata, hasta la independencia total de lo que hoy es Uruguay.
En el reverso de la fotografía había un texto en caligrafía apretada que decía:
Hechos acaecidos en la ciudad de Minasconcepción, departamento Lavalleja de la República Oriental del Uruguay, a aquellos que quieran saber:
Yo, Sebastián Fornel Toledano, natural del Reino de España, provincia de Huelva, tengo que manifestar:
Un servidor, presente en el retrato, fui contratado, haciendo valer mi condición minera, como ayudante para la realización de una estatua ecuestre. Dicha obra, mandada por el Intendente de Minas, por encargo de la autoridad, consistente en la mezcla así como el vaciado de la estatua,
fue efectuada siguiendo las indicaciones del maestro fundidor en el mes Agosto de 1902. Encontrándome en dicho cometido —siendo la primera escultura en bronce realizada en la
República Oriental— fui impelido a jurar en el nombre de Dios para que lo que iba a presenciar, por ser mis servicios de manera y forma indispensables e indiscutibles, hubiera de ser un secreto a guardar el resto de mi vida: habiéndoseme hecho entrega de una caja con un número de piezas de oro, entre barras y discos, procedí, en absoluta soledad, a calentar el crisol conteniendo la totalidad del oro a una temperatura de mil sesenta y cuatro grados Celsius hasta su fusión. En el punto culminante del rellenado de los moldes, en que la colada estaba a mil grados, temperatura requerida según la
composición del bronce, el oro en forma líquida fue agregado a dicha colada aleándose para siempre.
A continuación fue vaciada al molde de la cabeza del caballo; y ya fría se aplicó una pátina de “vitriolo azul”, para disimular dichas manipulaciones.
Una vez colocada la obra de tres mil kilos, sobre su pedestal, en el lugar de la Antigua Plaza del Recreo de Minas, e inaugurada una mañana de fuertes vientos el Día de la Raza del año 1902, con gran boato por las autoridades del departamento y de la República y grandes festejos del buen
pueblo de Minas, me fue recordado el juramento, mientras la luz de magnesio de un fotógrafo me cegaba inmortalizando el momento.
He de confesar que del cajón de donde tomé las piezas de oro sustraje un documento donde se viene a certificar que dicho noble metal estaba destinado a ser enviado en 1718 por el Alto Virrey del Perú, con destino a España.
Al poco tiempo comencé a sentirme angustiado de vivir con el cargo de dudar a quién pertenecía el oro. Hallándome sumido en una vorágine de gran confusión sobre su legítima propiedad, y el silencio a que estaba obligado, decidí salir del país y denunciar los hechos acaecidos a las autoridades del otro lado del estuario del río de La Plata. Embarqué en Montevideo, arribando a la Madre Patria por el puerto de Vigo. Sin más tardanza, viajé a mi pueblo de Riotinto y volví a la mina a sentir el olor acre de los últimos hornos, desmantelados gracias al sacrificio colectivo de la cuenca. También contraje matrimonio, dándome mi esposa una hija como fruto. Una vez desvelado el secreto, libremente lo describo, así como el lugar y forma de desenmascarar las anomalías, poniéndolas de manifiesto porque no es mi deseo llevarme a la tumba algo que he sido forzado a guardar, y sintiéndome culpable de haber olvidado la denuncia que tenía la intención de formular.
Dios me perdone: ojalá que algún día este secreto, oculto tras mi imagen fotográfica a los pies del
caballo cargado de tan vil metal, pueda ser desvelado y revelado.
Yo, Sebastián Fornel Toledano, natural del Reino de España, provincia de Huelva, tengo que manifestar:
Un servidor, presente en el retrato, fui contratado, haciendo valer mi condición minera, como ayudante para la realización de una estatua ecuestre. Dicha obra, mandada por el Intendente de Minas, por encargo de la autoridad, consistente en la mezcla así como el vaciado de la estatua,
fue efectuada siguiendo las indicaciones del maestro fundidor en el mes Agosto de 1902. Encontrándome en dicho cometido —siendo la primera escultura en bronce realizada en la
República Oriental— fui impelido a jurar en el nombre de Dios para que lo que iba a presenciar, por ser mis servicios de manera y forma indispensables e indiscutibles, hubiera de ser un secreto a guardar el resto de mi vida: habiéndoseme hecho entrega de una caja con un número de piezas de oro, entre barras y discos, procedí, en absoluta soledad, a calentar el crisol conteniendo la totalidad del oro a una temperatura de mil sesenta y cuatro grados Celsius hasta su fusión. En el punto culminante del rellenado de los moldes, en que la colada estaba a mil grados, temperatura requerida según la
composición del bronce, el oro en forma líquida fue agregado a dicha colada aleándose para siempre.
A continuación fue vaciada al molde de la cabeza del caballo; y ya fría se aplicó una pátina de “vitriolo azul”, para disimular dichas manipulaciones.
Una vez colocada la obra de tres mil kilos, sobre su pedestal, en el lugar de la Antigua Plaza del Recreo de Minas, e inaugurada una mañana de fuertes vientos el Día de la Raza del año 1902, con gran boato por las autoridades del departamento y de la República y grandes festejos del buen
pueblo de Minas, me fue recordado el juramento, mientras la luz de magnesio de un fotógrafo me cegaba inmortalizando el momento.
He de confesar que del cajón de donde tomé las piezas de oro sustraje un documento donde se viene a certificar que dicho noble metal estaba destinado a ser enviado en 1718 por el Alto Virrey del Perú, con destino a España.
Al poco tiempo comencé a sentirme angustiado de vivir con el cargo de dudar a quién pertenecía el oro. Hallándome sumido en una vorágine de gran confusión sobre su legítima propiedad, y el silencio a que estaba obligado, decidí salir del país y denunciar los hechos acaecidos a las autoridades del otro lado del estuario del río de La Plata. Embarqué en Montevideo, arribando a la Madre Patria por el puerto de Vigo. Sin más tardanza, viajé a mi pueblo de Riotinto y volví a la mina a sentir el olor acre de los últimos hornos, desmantelados gracias al sacrificio colectivo de la cuenca. También contraje matrimonio, dándome mi esposa una hija como fruto. Una vez desvelado el secreto, libremente lo describo, así como el lugar y forma de desenmascarar las anomalías, poniéndolas de manifiesto porque no es mi deseo llevarme a la tumba algo que he sido forzado a guardar, y sintiéndome culpable de haber olvidado la denuncia que tenía la intención de formular.
Dios me perdone: ojalá que algún día este secreto, oculto tras mi imagen fotográfica a los pies del
caballo cargado de tan vil metal, pueda ser desvelado y revelado.
Sebastián Fornel Toledano
Riotinto, a 24 Febrero de 1907
Cuando acabé la lectura de aquella grandilocuente narración, encabezada y firmada respectivamente en las dos Minas (Concepción y Riotinto), plagada de funestos augurios, descubrí en el mismo cuadro un pequeño legajo amarillento —prueba irrefutable de lo que denunciaba mi bisabuelo—, escrito ampulosamente, bajo un
gran sello con una corona real:
Se trataba, sin lugar a dudas, de la orden de embarque de una inusual, por minúscula, cantidad de oro de pura ley junto al Recibí: las mismas marcas de numeración, contrastes y leyes de las piezas aleadas. El cuadro escondía otras sorpresas: además de los datos técnicos tales como porcentajes de los componentes del bronce para la estatua, su peso y su volumen, con instrucciones precisas para erigirla, descubrí un envoltorio cosido que me apresuré a rasgar en la certeza de hallar un objeto en su interior. Se trataba de una lámina finísima, apenas unas décimas de onza de pan de oro, en forma de estrella de espuela de nueve puntas. Entonces recordé, a la vista de este objeto que conformaba definitivamente un enigma, que, según me contaron, cuando murió mi bisabuelo en 1907, su prematuro fallecimiento se recordaría durante algunos años. Aún en mi infancia escuchaba rumores sobre tan extraña muerte, ocurrida al cabo de pocos días de enfermedad. Mi abuela Graciela comentaba estar segura, por lo escuchado a su madre, de que el fallecimiento se había producido a raíz de comenzar a tomar infusiones hechas con mate que le habían regalado en América — incluidas la calabaza y la bombilla para prepararlas con todo su ritual de nostalgia de su etapa americana—, que esta yerba debía estar adulterada malintencionadamente con otras hierbas extrañas y desconocidas y en consecuencia las infusiones que tomadas al regreso lo habían enfermado hasta fallecer a los pocos días, aunque todos lo habían atribuido a la tisis producida por los humos de las teleras.
Desde el momento de contar con todos aquellos datos y pistas, más que aclarar mis ideas me surgieron una serie de dudas: ¿Cuáles fueron, realmente, las causas que desencadenaron la muerte prematura del bisabuelo Sebastián? ¿Por qué se impidió la estiba del oro en 1718? ¿Se escondió durante ciento ochenta y cuatro años, ya en el Perú ya en el Uruguay, para fundirlo, alearlo y depositarlo definitivamente en un predeterminada estatua, siempre lejos de los centros de poder de Montevideo? ¿Estaría la Masonería implicada puesto que treinta y tres fueron los expedicionarios al mando de Lavalleja, curiosamente casi
todos pertenecientes a cierta logia? ¿Se trataría, tal vez, de una trama o conjura para evitar, eludir, dicho claramente, escamotear el pago de aquel impuesto con destino a las arcas reales, aunque ante mis ojos tuviese el recibo firmado por el comandante del galeón? ¿Por qué —que yo conozca— no
hay reseñas históricas ni en el Uruguay ni en el Archivo de Indias? ¿Acaso se trató de una cortina de humo para encubrir un fraude mayor? ¿Qué puedo hacer siendo conocedor del secretode la estatua?, ¿desvelarlo?, ¿me tomarán por loco? Y si se trata de una conjura de siglos pasados, ¿debería hacerlo saber a las autoridades? En caso afirmativo, ¿a las del Perú, Uruguay, España?
Luego de hacerme todas estas preguntas e indagar de forma un tanto desordenada, descubrí algo ciertamente interesante: el galeón Sagrada Familia al mando del comandante Vera, en su primer viaje, partió el 31 de marzo de 1718 desde Acapulco rumbo a las Islas Filipinas a donde debió llegar en agosto, y retornar de nuevo hacia México; por lo tanto es harto improbable que el 20 de marzo estuviera en algún puerto rioplatense, Buenos Aires o Montevideo, a la espera de cargar, aparte de que el recién estrenado galeón no estaba destinado al transporte de los quintos reales sino al flete de mercaderías de otra índole: por tanto quedando a salvo la honorabilidad de los mandos del navío.
Recorté un modelo de la estrella de la espuela con sus medidas exactas. A la vista de la fotografía deduje que relacionando las medidas a escala, encajaba perfectamente con cualquiera de las dos espuelas que el prócer tenía ajustada a sus tobillos, aparte del parecido al emblemático sol charrúa. Hice comprobar su ley y procedencia. Ya sin sorpresa pude deducir que el oro camuflado en la cabeza del caballo procedía del pequeño cargamento del quinto real1, por coincidir con las leyes de las piezas que se distrajeron del flete fallido y posteriormente se fundieron y alearon con el bronce de la estatua.
Más complejo —de hecho no he indagado al respecto por pura y simple ignorancia— fue descubrir la
procedencia del pergamino datado en 1718 germinando en manos del abuelo el enigma alertándole sobre las irregularidades (presunto fraude a la Real Hacienda y tal vez presunta falsificación de documento público o presunta suplantación de la identidad del comandante del Sagrada Familia) y conjeturar cómo él, a su vez, distrajo poco más de tres gramos del oro con el que labró una réplica de una minúscula parte de la estatua con el objeto, tal vez, de dar
1 Quinto real: Proporción que sobre la explotación de las minas en
América percibía la Corona española, en concepto de participación
en los beneficios. (N. del A.)
prueba veraz de su denuncia, quién sabe si para acallar su conciencia, o como posible reparación del fraude del que fue testigo y colaborador involuntario, siendo un misterio por qué razón ocultó la pequeña joya, si tal vez como hacerse depositario único del parco beneficio de su periplo americano o como si de un simbólico acto de justicia se tratase trayendo una mínima parte del oro a España.
Así pues constataba que todos aquellos acontecimientos estaban relacionados, por lo que tuve que tomar una decisión, consciente de la trascendencia de lo que se me figuraba como un posible objeto de litigio. Decidí dejar girar el mundo y no hacer nada para alterar el orden y concierto de las cosas. Que el oro siguiera donde mi bisabuelo supuestamente lo depositó, de grado o por fuerza, hace cien años. En lo referente a su muerte, no era ya momento de investigar, al no saber por dónde empezar y verme abocado, con toda certeza, a un callejón sin salida. Así pues opté por enterrar el enigma para siempre, sin posibilidad de vuelta atrás.
Mejor, me dije, dejar las cosas como están, pues, ¿qué derecho tenía yo de irrumpir en la plácida vida de Minas en su acontecer diario en torno al egregio personaje? Era mi deseo respetar la placidez de la pequeña y bella ciudad, de vecinos aparentemente felices, paseando en las soleadas tardes de primavera. Así pues, que sus naturales, ya sean estos jubilados, estudiantes, amas de casa, obreros, niños correteando, parejas amándose mientras suenan las notas de un bandoneón en torno al monumento que tanto trabajo les costó erigir a los minuanos de cien años atrás, con un tesoro ante ellos durante cien años sin saberlo, continúen su mismoritmo de vida.
Lo dicho. Ante tantos datos técnicos referentes a los metales sin contrastar (fundición, unidades, etc.); interrogantes sobre el galeón sin resolver (derrotero, fletes programados, etc.); y por último la incertidumbre sobre la veracidad de la existencia del oro —cómo poner la mano en el fuego aun sin poner en cuestión el relato de mi bisabuelo— y, en consecuencia, la factibilidad de su recuperación no lo dudé: folios, placa de mica, fotografía, marco, “recibo real”, así como el vidrio y las finas cuartillas de papel cebolla, todo fue destruido a mediados de diciembre de 2002.
Sólo la réplica de la rodaja de la espuela de Lavalleja luce ahora en mi dedo, fundido y labrado como anillo con ocho Anj o llaves de la Vida. Ante un enigma y su solución he de decir, ahora, que prefiero aquél a esta; como elijo el camino a la meta; me apetece más el intentar que el conseguir; la búsqueda al encuentro, y por descontado las preguntas a las respuestas.
Aunque en este caso, cierto es que ojos que no ven… y ahora que he visto me arrepiento de no haber dejado el cuadro colgado de la oxidada alcayata. Mas para que sirva como descargo de mi mala
conciencia, a mis cincuenta y dos años, me viene como el anillo en mi dedo esta “confesión” para así, discretamente, lo reconozco, darlo a conocer en forma de relato, con todo lo que ello significa, y de esta forma curarme en salud por si en el futuro alguien trata de culpabilizarme de haberme llevado este secreto conmigo. Mi nombre es Sebas Wing Martínez, bisnieto de Sebastián Fornel Toledano, y me pregunto sobre la utilidad de haber pretendido desentrañar el secreto de la foto. Dios perdone mi curiosidad pero sobre todo mis figuraciones, que ojalá no sean más que eso. Pero nunca se sabe… aunque hayan trascurrido ya cien años...
gran sello con una corona real:
En nombre de Nuestro Señor el Rey de España
Y de los territorios de Ultramar
S.M. Felipe V
Recibo la cantidad de
3.300 onzas de su peso en oro del Cuzco.
Por orden
El Comandante de la Real Armada
Al mando del galeón Sagrada Familia
20 de Marzo del Año de 1718
(Sigue una firma y su rúbrica)
Y de los territorios de Ultramar
S.M. Felipe V
Recibo la cantidad de
3.300 onzas de su peso en oro del Cuzco.
Por orden
El Comandante de la Real Armada
Al mando del galeón Sagrada Familia
20 de Marzo del Año de 1718
(Sigue una firma y su rúbrica)
Se trataba, sin lugar a dudas, de la orden de embarque de una inusual, por minúscula, cantidad de oro de pura ley junto al Recibí: las mismas marcas de numeración, contrastes y leyes de las piezas aleadas. El cuadro escondía otras sorpresas: además de los datos técnicos tales como porcentajes de los componentes del bronce para la estatua, su peso y su volumen, con instrucciones precisas para erigirla, descubrí un envoltorio cosido que me apresuré a rasgar en la certeza de hallar un objeto en su interior. Se trataba de una lámina finísima, apenas unas décimas de onza de pan de oro, en forma de estrella de espuela de nueve puntas. Entonces recordé, a la vista de este objeto que conformaba definitivamente un enigma, que, según me contaron, cuando murió mi bisabuelo en 1907, su prematuro fallecimiento se recordaría durante algunos años. Aún en mi infancia escuchaba rumores sobre tan extraña muerte, ocurrida al cabo de pocos días de enfermedad. Mi abuela Graciela comentaba estar segura, por lo escuchado a su madre, de que el fallecimiento se había producido a raíz de comenzar a tomar infusiones hechas con mate que le habían regalado en América — incluidas la calabaza y la bombilla para prepararlas con todo su ritual de nostalgia de su etapa americana—, que esta yerba debía estar adulterada malintencionadamente con otras hierbas extrañas y desconocidas y en consecuencia las infusiones que tomadas al regreso lo habían enfermado hasta fallecer a los pocos días, aunque todos lo habían atribuido a la tisis producida por los humos de las teleras.
Desde el momento de contar con todos aquellos datos y pistas, más que aclarar mis ideas me surgieron una serie de dudas: ¿Cuáles fueron, realmente, las causas que desencadenaron la muerte prematura del bisabuelo Sebastián? ¿Por qué se impidió la estiba del oro en 1718? ¿Se escondió durante ciento ochenta y cuatro años, ya en el Perú ya en el Uruguay, para fundirlo, alearlo y depositarlo definitivamente en un predeterminada estatua, siempre lejos de los centros de poder de Montevideo? ¿Estaría la Masonería implicada puesto que treinta y tres fueron los expedicionarios al mando de Lavalleja, curiosamente casi
todos pertenecientes a cierta logia? ¿Se trataría, tal vez, de una trama o conjura para evitar, eludir, dicho claramente, escamotear el pago de aquel impuesto con destino a las arcas reales, aunque ante mis ojos tuviese el recibo firmado por el comandante del galeón? ¿Por qué —que yo conozca— no
hay reseñas históricas ni en el Uruguay ni en el Archivo de Indias? ¿Acaso se trató de una cortina de humo para encubrir un fraude mayor? ¿Qué puedo hacer siendo conocedor del secretode la estatua?, ¿desvelarlo?, ¿me tomarán por loco? Y si se trata de una conjura de siglos pasados, ¿debería hacerlo saber a las autoridades? En caso afirmativo, ¿a las del Perú, Uruguay, España?
Luego de hacerme todas estas preguntas e indagar de forma un tanto desordenada, descubrí algo ciertamente interesante: el galeón Sagrada Familia al mando del comandante Vera, en su primer viaje, partió el 31 de marzo de 1718 desde Acapulco rumbo a las Islas Filipinas a donde debió llegar en agosto, y retornar de nuevo hacia México; por lo tanto es harto improbable que el 20 de marzo estuviera en algún puerto rioplatense, Buenos Aires o Montevideo, a la espera de cargar, aparte de que el recién estrenado galeón no estaba destinado al transporte de los quintos reales sino al flete de mercaderías de otra índole: por tanto quedando a salvo la honorabilidad de los mandos del navío.
Recorté un modelo de la estrella de la espuela con sus medidas exactas. A la vista de la fotografía deduje que relacionando las medidas a escala, encajaba perfectamente con cualquiera de las dos espuelas que el prócer tenía ajustada a sus tobillos, aparte del parecido al emblemático sol charrúa. Hice comprobar su ley y procedencia. Ya sin sorpresa pude deducir que el oro camuflado en la cabeza del caballo procedía del pequeño cargamento del quinto real1, por coincidir con las leyes de las piezas que se distrajeron del flete fallido y posteriormente se fundieron y alearon con el bronce de la estatua.
Más complejo —de hecho no he indagado al respecto por pura y simple ignorancia— fue descubrir la
procedencia del pergamino datado en 1718 germinando en manos del abuelo el enigma alertándole sobre las irregularidades (presunto fraude a la Real Hacienda y tal vez presunta falsificación de documento público o presunta suplantación de la identidad del comandante del Sagrada Familia) y conjeturar cómo él, a su vez, distrajo poco más de tres gramos del oro con el que labró una réplica de una minúscula parte de la estatua con el objeto, tal vez, de dar
1 Quinto real: Proporción que sobre la explotación de las minas en
América percibía la Corona española, en concepto de participación
en los beneficios. (N. del A.)
prueba veraz de su denuncia, quién sabe si para acallar su conciencia, o como posible reparación del fraude del que fue testigo y colaborador involuntario, siendo un misterio por qué razón ocultó la pequeña joya, si tal vez como hacerse depositario único del parco beneficio de su periplo americano o como si de un simbólico acto de justicia se tratase trayendo una mínima parte del oro a España.
Así pues constataba que todos aquellos acontecimientos estaban relacionados, por lo que tuve que tomar una decisión, consciente de la trascendencia de lo que se me figuraba como un posible objeto de litigio. Decidí dejar girar el mundo y no hacer nada para alterar el orden y concierto de las cosas. Que el oro siguiera donde mi bisabuelo supuestamente lo depositó, de grado o por fuerza, hace cien años. En lo referente a su muerte, no era ya momento de investigar, al no saber por dónde empezar y verme abocado, con toda certeza, a un callejón sin salida. Así pues opté por enterrar el enigma para siempre, sin posibilidad de vuelta atrás.
Mejor, me dije, dejar las cosas como están, pues, ¿qué derecho tenía yo de irrumpir en la plácida vida de Minas en su acontecer diario en torno al egregio personaje? Era mi deseo respetar la placidez de la pequeña y bella ciudad, de vecinos aparentemente felices, paseando en las soleadas tardes de primavera. Así pues, que sus naturales, ya sean estos jubilados, estudiantes, amas de casa, obreros, niños correteando, parejas amándose mientras suenan las notas de un bandoneón en torno al monumento que tanto trabajo les costó erigir a los minuanos de cien años atrás, con un tesoro ante ellos durante cien años sin saberlo, continúen su mismoritmo de vida.
Lo dicho. Ante tantos datos técnicos referentes a los metales sin contrastar (fundición, unidades, etc.); interrogantes sobre el galeón sin resolver (derrotero, fletes programados, etc.); y por último la incertidumbre sobre la veracidad de la existencia del oro —cómo poner la mano en el fuego aun sin poner en cuestión el relato de mi bisabuelo— y, en consecuencia, la factibilidad de su recuperación no lo dudé: folios, placa de mica, fotografía, marco, “recibo real”, así como el vidrio y las finas cuartillas de papel cebolla, todo fue destruido a mediados de diciembre de 2002.
Sólo la réplica de la rodaja de la espuela de Lavalleja luce ahora en mi dedo, fundido y labrado como anillo con ocho Anj o llaves de la Vida. Ante un enigma y su solución he de decir, ahora, que prefiero aquél a esta; como elijo el camino a la meta; me apetece más el intentar que el conseguir; la búsqueda al encuentro, y por descontado las preguntas a las respuestas.
Aunque en este caso, cierto es que ojos que no ven… y ahora que he visto me arrepiento de no haber dejado el cuadro colgado de la oxidada alcayata. Mas para que sirva como descargo de mi mala
conciencia, a mis cincuenta y dos años, me viene como el anillo en mi dedo esta “confesión” para así, discretamente, lo reconozco, darlo a conocer en forma de relato, con todo lo que ello significa, y de esta forma curarme en salud por si en el futuro alguien trata de culpabilizarme de haberme llevado este secreto conmigo. Mi nombre es Sebas Wing Martínez, bisnieto de Sebastián Fornel Toledano, y me pregunto sobre la utilidad de haber pretendido desentrañar el secreto de la foto. Dios perdone mi curiosidad pero sobre todo mis figuraciones, que ojalá no sean más que eso. Pero nunca se sabe… aunque hayan trascurrido ya cien años...
F I N
13.11.15
Noviembre en Madrid
Aquella mañana del catorce de noviembre amaneció en medio de una neblina fría y desapacible que se agarraba inclemente al barro y a los escombros. La noche había trascurrido oscura a causa de la luna nueva que hacían más espectaculares los fogonazos de los morteros a uno y otro lado de las trincheras. Era la belleza de la muerte en los resplandores de la brutal batalla que se estaba desarrollando en los arrabales. En el Barrio de la Bombilla fue donde se dieron cita jugándose los dos la vida. En medio de un breve periodo parecido a un armisticio, fue donde el falangista y la miliciana -acordándolo previamente por medios que no vienen al caso- se vieron y sin apenas tiempo para más, se miraron, se acariciaron, se dijeron palabras de amor y acabaron juramentándose amor eterno sabiendo ambos que sería la última vez que se vieran. No hicieron el amor. El amor era, por encima de todo, el acto de valentía para, por encima de cadenas de mando, romperlas, y romper todos los convencionalismos, dogmatismos y enarbolar la bandera de la tolerancia. Aquello era Amor por encima de las trincheras en las que se había convertido aquella desgraciada, desventurada, orgullosa y terrible España. Amanecía sobre el Madrid sitiado y se dieron un largo beso, el último de sus vidas, cuando les avisaron de que era imprescindible acabar de inmediato aquella cita de amor en el pequeño trozo de tierra de nadie en los aledaños de la gran ciudad que se desperezaba oyendo el zumbido de los obuses. No se dijeron nada al despedirse. Él, falangista sin nombre, madrileño, encuadrado en las columnas sitiadoras del general Varela, se dirige hacia su unidad a punto de conquistar el cerro Garabitas, para tratar de atenazar, doblegar y entrar en su Madrid.
Ella, miliciana sin nombre, madrileña, defensora de su ciudad que se dabatía entre la consigna del No pasarán y el ardiente deseo de dejar pasar al amor único de su vida se dirigió presurosa hacia el interior de la capital de España. La esperaban en el asilo de Santa Cristina donde estaba encuadrada a las órdenes de Durruti.
Nunca se volvieron a ver el falangista y la miliciana. Truncado un amor que no pudo ser... Culpable: la guerra.
Madrid, justo hoy setenta y cinco años.
Ella, miliciana sin nombre, madrileña, defensora de su ciudad que se dabatía entre la consigna del No pasarán y el ardiente deseo de dejar pasar al amor único de su vida se dirigió presurosa hacia el interior de la capital de España. La esperaban en el asilo de Santa Cristina donde estaba encuadrada a las órdenes de Durruti.
Nunca se volvieron a ver el falangista y la miliciana. Truncado un amor que no pudo ser... Culpable: la guerra.
Madrid, justo hoy setenta y cinco años.
10.11.15
Supuestamente, Alba
tfno.
0 1 6
Mujer...No pases ni una!!!
Sinceramente no acababa de entender si lo que estaba viendo era real o tal vez fruto de los espejismos producidos por el ventarrón de levante cargado de calor sahariano que desde hacía tres días había despoblado las playas y las calles de Portales. Desde la terraza de mi apartamento, donde me había refugiado en busca de una ducha fría con la que mitigar el tremendo calor pude observar, en uno de los pisos del edificio de enfrente, la figura de una pareja en actitud un tanto extraña. El caso es que, sin dudarlo un instante, hice algo que me cuesta reconocer, dado lo mal visto que está: tomé mis prismáticos Tasco 20x50 mm. y ajusté la distancia focal para poder observar una escena que me dejó preocupado pues fue más que suficiente para corroborar lo que yo estaba intuyendo. No soy amigo de husmear en vidas ajenas y menos aún en las de mis vecinos, aunque he de reconocer que desde principios de verano me había llamado la atención aquella mujer de mediana edad, tal vez 45 años, por su belleza, sus formas proporcionadas y sobre todo por el color de su piel, que siempre me había extrañado dado que las playas del sur, si por algo se caracterizan es por la fuerza con la que el sol “castiga”, a unos de forma graciosa, benevolente, bronceando justa y proporcionadamente, y a otros de manera inmisericorde, en forma de colores más parecidos a los de los salmonetes, cuando no quemaduras y escozores que obligan a veces a visitar los atestados servicios de urgencia de las playas (pero esto es otra historia).
El caso es que la mujer que tenía enfocada en los binoculares de mis prismáticos lucía una piel absolutamente blanca. Su pelo, por contra, era negro, de lo que se deducía que, aquella mujer de formas hermosas, con unos pechos firmes que se adivinaban bajo un sucinto suéter, simplemente no había tomado el sol en mucho tiempo, meses tal vez. Supuestamente.
El hombre, en bañador, agitaba los brazos desaforadamente, en tanto que ella se encogía de forma temerosa, en actitud autodefensiva. Él parecía gritar, aunque dada la distancia y a que quizá los cristales estuviesen corridos, el caso es que no se oía nada, y por lo que se deduce, nadie oía nada porque en todo el bloque de apartamentos nadie parecía inmutarse. Tal vez yo estaba imaginando cosas que no venían a cuento, pero daba la impresión de que aquella mujer estaba siendo, si no agredida físicamente, sí, cuanto menos, avasallada por el acompañante que a simple vista se estaba comportando como un energúmeno con toda la pinta de ser un “burraco”. Supuestamente.
En plena inspección ocular desaparecieron de mi campo visual, y aunque permanecí algunos minutos más escrutando las ventana del apartamento para ver cómo acababa la historia, opté por dejar mi “observación” por temor a que algún vecino me pillase en aquella sospechosa actitud y quedase en adelante con fama de “mirón con prismáticos” en busca de escenas morbosas ajenas.
Al fin, viendo que todo quedaba en calma aparente preferí entrar en mi casa, poner la tele y sumergirme en salsa putrefacta de tomate. Al menos olvidaría lo que había visto porque al fin y al cabo no me pareció más que una discusión matrimonial. Supuestamente. Todos la tenemos alguna que otra vez.
Trascurrieron algunos días y, al fin, el temporal de levante amainó y por tanto los veraneantes volvieron ―volvimos― a invadir el trozo de playa que correspondía a la urbanización. Nos empeñábamos en estar sobre la arena pegados unos a otros en lugar de caminar unos metros y disfrutar lo que la Naturaleza nos proporcionaba con generosidad, kilómetros de playas solitarias, pero se ve que somos de carácter gregario y que nos gusta estar en masa.
Pero bueno, sin divagar, el verano volvió a su normalidad y yo traté de olvidar el incidente, aunque no lo suficiente como para que cuando me encontraba en la playa no dejase de escudriñar en todas y cada una de las mujeres que paseaban; o bien a la hora del paseo, cuando la tarde cae, y la calle peatonal es un hervidero de gente y vendedores ambulantes. Y qué decir de que, cuando me encontraba en casa, mirase de soslayo el piso de enfrente en su busca. Pero nada, no la volví a ver desde el día de los prismáticos, aunque se adivinaba movimiento en la vivienda, dado que cuando caía la noche se dibujaban sombras tras las persianas corridas al filtrarse la luz.
Ahora mismo no recuerdo muy bien, pero creo que ocurrió un lunes. De buena mañana, me levanté y tal como hacía algunos días, me dispuse a realizar una de mis aficiones favoritas: pasear por la playa cuando a esa hora incierta el flujo y reflujo del mar toma un color plateado reflejando los primeros rayos del sol. Cuando la arena de la bajamar está absolutamente virgen de pisadas, y el sonido de las olas llega nítidamente.
Iba paseando, ensimismado en mis pensamientos, cuando de improviso la vi. Supe enseguida que era ella a pesar de estar sentada, abrazándose las piernas, encogida en postura fetal, mirando al horizonte, por su perfil inconfundible, por su melena suelta, por su color, incluso por su vestido inmaculadamente blanco, pero sobre todo por su belleza. Aunque sentí un momento de duda, no lo pensé demasiado: aquella hora intempestiva, su perfil frente al mar sobre la arena mojada, sobre la que estaba sentada, hierática, hizo que decidiera acercarme aun a riesgo de ser despedido de forma abrupta por entrometido. Supuestamente.
Cuando llegué a su altura, me detuve y nos miramos. Permanecí en actitud expectante, silencioso, esperando su reacción. Ella pareció reconocerme porque vi aparecer unas lágrimas en sus ojos negros. Parecían de súplica. Aquella mujer estaba pidiendo ayuda. Parecía esperarme, pensé. Me senté a su lado, y sin apenas presentarme, aseguró conocerme de vista, y comenzó a contarme una historia matrimonial plagada de violencia. La última vez, la noche anterior, cuando su marido había culminado la cadena de malos tratos que había comenzado la misma noche de bodas. Una vida carente de lo que ella más anhelaba: amor. Y ni siquiera, se lamentaba, había satisfecho a su marido —lo que él le recriminaba una y otra vez—, que no era capaz de parir, de “echar un hijo como una mujer como Dios manda”. Estas palabras las había llegado a hacer suyas de tal manera, tal grado de culpabilidad había alcanzado, que se sentía culpable cada hora, de cada día, de cada año desde que había tenido la malhadada idea de contraer matrimonio con él. Supuestamente.
No me atreví a interrumpir aquella serie de barbaridades que me dejaron impresionado, pues pensé que aquellas terribles historias eran sólo fruto de la imaginación de los medios de comunicación, empeñados en llenar programas basura.
La noche anterior salió al balcón en mi busca, porque sabía que yo estaba al tanto del drama que estaba sufriendo. Al no encontrarme, se armó de valor y decidió lo que hasta ese momento jamás se le habría pasado por la cabeza y que a buen seguro su marido, su verdugo, nunca le perdonaría: huir. Supuestamente.
Salió de casa cuando las calles estaban solitarias, y se dirigió a la playa. Se sentó sobre la arena, inerme, pasiva por si las olas se apiadaban de ella y definitivamente la arrastraban mar adentro donde el océano diluiría para siempre sus desgracias, así nadie la echaría de menos, y nadie preguntaría por ella, para que su historia fuese tragada por las profundidades.
La escuché en silencio, asustado tal y como estaba ella, porque sin pretenderlo me había hecho depositario de sus secretos más íntimos y terribles. Yo traté de tranquilizarla y de que se levantara de la húmeda arena. Temí que se resistiría a moverse de allí, pero me tendió su mano, pequeña, helada, y la ayudé a incorporarse. Alba, me dijo que se llamaba. Tenía el vestido completamente mojado, pegado a la piel. Le pregunté qué pensaba a hacer, y me dijo que nada, que en adelante se dedicaría “a vagar hasta que mi vida se reduzca a cero”. Sus palabras textuales me impresionaron y desde aquel momento creí mi obligación velar por aquella persona destruida.
Pude decidir en aquel momento tomar la actitud más cómoda en estos casos como olvidarme del asunto, dándole unas palmaditas en la espalda, animándola para que volviera a su casa diciéndole unas vacuas palabras de “que tengas suerte”, “que todo te vaya bien”, o algo por el estilo. Así que decidí mojarme: no habría marcha atrás.
Tomando a Alba por el brazo nos dirigimos al único chiringuito abierto de la playa donde desayunamos. No volvió a hablar, sólo me miraba tratando de escrutar y conocer a quien, según su confesión, me había captado como su salvador. Como es natural, por mucho que me repugnara la idea de meterme en un asunto tan espinoso, me reafirmé en que no debía cerrar los ojos, la boca y los oídos. El hematoma que lucía en su sien izquierda era la señal inequívoca de la triste verdad que me había descrito. Apenas probó unos sorbos de café. La dejé sentada en una mesa apartada, lejos de la entrada del local y me dirigí a mi apartamento. En el coche ―mi esposa aún no se había levantado― regresé a la playa, no sin antes echar un vistazo al exterior del apartamento de Alba: nada parecía haber sucedido allí. Las ventanas permanecían cerradas, y si alguien había en su interior parecía ajeno al drama. Supuestamente.
Cuando regresé al local de la playa, Alba permanecía sentada mirando al horizonte, y sus ojos, al acercarme, parecían haber despertado de un sueño. Su vestido se había secado, aunque yo le ofrecí uno que mi mujer había comprado el día anterior en un mercadillo de subsaharianos. Pero rehusó. Se levantó y la llevé en el coche hasta el cuartelillo de la Guardia Civil del puerto. Allí levantaron atestado de la denuncia y yo facilité mi identidad ―sólo como la persona que la había encontrado y trasladado al cuartelillo―. Las explicaciones a mi esposa las dejaría para más tarde, pero ante todo debería tratar de solucionar el problema de Alba.
En menos de media hora se puso en marcha un dispositivo que nunca imaginé en este país, consistente en una abogada de oficio, un asistente social, la directora de un centro de acogida de mujeres maltratadas, aparte la comunicación de la denuncia y previsible detención del sujeto ―de estos últimos datos preferí permanecer ignorante―.
Cuando nos despedimos, se encontraba tranquila aunque me dijo que temía el momento en que tuviera que enfrentarse cara a cara con su verdugo, que no estaba segura de soportarlo. Yo traté de animarla, y en un alarde de valentía que no sé de dónde salió, me ofrecí para lo que necesitara, incluso testificar en un juicio.
Se me quedó mirando devolviéndome con sus ojos una corriente de agradecimiento. Me tomó la mano, con aquella suya fina, helada, con la que trató en la playa de ocultar la tumefacción de su cara. Casi sin darme cuenta, esbozando una tímida sonrisa me besó, y yo deseé llevarla lejos de allí, borrar de su mente el calvario que estaba sufriendo, de inyectar en ella la dosis de autoestima que le habían hurtado, de hacerle comprender que probablemente la “sequedad” que, según el bestia la imposibilitaba de traer hijos al mundo, no era precisamente problema de ella… En fin, tantas y tantas cosas le podía decir que hubo un momento en que creí perder la cabeza, y eso era precisamente lo que no debía ocurrir. Me dio aquel inolvidable beso cuando yo casi terminaba mi estancia vacacional en la playa.
El caso es que la mujer que tenía enfocada en los binoculares de mis prismáticos lucía una piel absolutamente blanca. Su pelo, por contra, era negro, de lo que se deducía que, aquella mujer de formas hermosas, con unos pechos firmes que se adivinaban bajo un sucinto suéter, simplemente no había tomado el sol en mucho tiempo, meses tal vez. Supuestamente.
El hombre, en bañador, agitaba los brazos desaforadamente, en tanto que ella se encogía de forma temerosa, en actitud autodefensiva. Él parecía gritar, aunque dada la distancia y a que quizá los cristales estuviesen corridos, el caso es que no se oía nada, y por lo que se deduce, nadie oía nada porque en todo el bloque de apartamentos nadie parecía inmutarse. Tal vez yo estaba imaginando cosas que no venían a cuento, pero daba la impresión de que aquella mujer estaba siendo, si no agredida físicamente, sí, cuanto menos, avasallada por el acompañante que a simple vista se estaba comportando como un energúmeno con toda la pinta de ser un “burraco”. Supuestamente.
En plena inspección ocular desaparecieron de mi campo visual, y aunque permanecí algunos minutos más escrutando las ventana del apartamento para ver cómo acababa la historia, opté por dejar mi “observación” por temor a que algún vecino me pillase en aquella sospechosa actitud y quedase en adelante con fama de “mirón con prismáticos” en busca de escenas morbosas ajenas.
Al fin, viendo que todo quedaba en calma aparente preferí entrar en mi casa, poner la tele y sumergirme en salsa putrefacta de tomate. Al menos olvidaría lo que había visto porque al fin y al cabo no me pareció más que una discusión matrimonial. Supuestamente. Todos la tenemos alguna que otra vez.
Trascurrieron algunos días y, al fin, el temporal de levante amainó y por tanto los veraneantes volvieron ―volvimos― a invadir el trozo de playa que correspondía a la urbanización. Nos empeñábamos en estar sobre la arena pegados unos a otros en lugar de caminar unos metros y disfrutar lo que la Naturaleza nos proporcionaba con generosidad, kilómetros de playas solitarias, pero se ve que somos de carácter gregario y que nos gusta estar en masa.
Pero bueno, sin divagar, el verano volvió a su normalidad y yo traté de olvidar el incidente, aunque no lo suficiente como para que cuando me encontraba en la playa no dejase de escudriñar en todas y cada una de las mujeres que paseaban; o bien a la hora del paseo, cuando la tarde cae, y la calle peatonal es un hervidero de gente y vendedores ambulantes. Y qué decir de que, cuando me encontraba en casa, mirase de soslayo el piso de enfrente en su busca. Pero nada, no la volví a ver desde el día de los prismáticos, aunque se adivinaba movimiento en la vivienda, dado que cuando caía la noche se dibujaban sombras tras las persianas corridas al filtrarse la luz.
Ahora mismo no recuerdo muy bien, pero creo que ocurrió un lunes. De buena mañana, me levanté y tal como hacía algunos días, me dispuse a realizar una de mis aficiones favoritas: pasear por la playa cuando a esa hora incierta el flujo y reflujo del mar toma un color plateado reflejando los primeros rayos del sol. Cuando la arena de la bajamar está absolutamente virgen de pisadas, y el sonido de las olas llega nítidamente.
Iba paseando, ensimismado en mis pensamientos, cuando de improviso la vi. Supe enseguida que era ella a pesar de estar sentada, abrazándose las piernas, encogida en postura fetal, mirando al horizonte, por su perfil inconfundible, por su melena suelta, por su color, incluso por su vestido inmaculadamente blanco, pero sobre todo por su belleza. Aunque sentí un momento de duda, no lo pensé demasiado: aquella hora intempestiva, su perfil frente al mar sobre la arena mojada, sobre la que estaba sentada, hierática, hizo que decidiera acercarme aun a riesgo de ser despedido de forma abrupta por entrometido. Supuestamente.
Cuando llegué a su altura, me detuve y nos miramos. Permanecí en actitud expectante, silencioso, esperando su reacción. Ella pareció reconocerme porque vi aparecer unas lágrimas en sus ojos negros. Parecían de súplica. Aquella mujer estaba pidiendo ayuda. Parecía esperarme, pensé. Me senté a su lado, y sin apenas presentarme, aseguró conocerme de vista, y comenzó a contarme una historia matrimonial plagada de violencia. La última vez, la noche anterior, cuando su marido había culminado la cadena de malos tratos que había comenzado la misma noche de bodas. Una vida carente de lo que ella más anhelaba: amor. Y ni siquiera, se lamentaba, había satisfecho a su marido —lo que él le recriminaba una y otra vez—, que no era capaz de parir, de “echar un hijo como una mujer como Dios manda”. Estas palabras las había llegado a hacer suyas de tal manera, tal grado de culpabilidad había alcanzado, que se sentía culpable cada hora, de cada día, de cada año desde que había tenido la malhadada idea de contraer matrimonio con él. Supuestamente.
No me atreví a interrumpir aquella serie de barbaridades que me dejaron impresionado, pues pensé que aquellas terribles historias eran sólo fruto de la imaginación de los medios de comunicación, empeñados en llenar programas basura.
La noche anterior salió al balcón en mi busca, porque sabía que yo estaba al tanto del drama que estaba sufriendo. Al no encontrarme, se armó de valor y decidió lo que hasta ese momento jamás se le habría pasado por la cabeza y que a buen seguro su marido, su verdugo, nunca le perdonaría: huir. Supuestamente.
Salió de casa cuando las calles estaban solitarias, y se dirigió a la playa. Se sentó sobre la arena, inerme, pasiva por si las olas se apiadaban de ella y definitivamente la arrastraban mar adentro donde el océano diluiría para siempre sus desgracias, así nadie la echaría de menos, y nadie preguntaría por ella, para que su historia fuese tragada por las profundidades.
La escuché en silencio, asustado tal y como estaba ella, porque sin pretenderlo me había hecho depositario de sus secretos más íntimos y terribles. Yo traté de tranquilizarla y de que se levantara de la húmeda arena. Temí que se resistiría a moverse de allí, pero me tendió su mano, pequeña, helada, y la ayudé a incorporarse. Alba, me dijo que se llamaba. Tenía el vestido completamente mojado, pegado a la piel. Le pregunté qué pensaba a hacer, y me dijo que nada, que en adelante se dedicaría “a vagar hasta que mi vida se reduzca a cero”. Sus palabras textuales me impresionaron y desde aquel momento creí mi obligación velar por aquella persona destruida.
Pude decidir en aquel momento tomar la actitud más cómoda en estos casos como olvidarme del asunto, dándole unas palmaditas en la espalda, animándola para que volviera a su casa diciéndole unas vacuas palabras de “que tengas suerte”, “que todo te vaya bien”, o algo por el estilo. Así que decidí mojarme: no habría marcha atrás.
Tomando a Alba por el brazo nos dirigimos al único chiringuito abierto de la playa donde desayunamos. No volvió a hablar, sólo me miraba tratando de escrutar y conocer a quien, según su confesión, me había captado como su salvador. Como es natural, por mucho que me repugnara la idea de meterme en un asunto tan espinoso, me reafirmé en que no debía cerrar los ojos, la boca y los oídos. El hematoma que lucía en su sien izquierda era la señal inequívoca de la triste verdad que me había descrito. Apenas probó unos sorbos de café. La dejé sentada en una mesa apartada, lejos de la entrada del local y me dirigí a mi apartamento. En el coche ―mi esposa aún no se había levantado― regresé a la playa, no sin antes echar un vistazo al exterior del apartamento de Alba: nada parecía haber sucedido allí. Las ventanas permanecían cerradas, y si alguien había en su interior parecía ajeno al drama. Supuestamente.
Cuando regresé al local de la playa, Alba permanecía sentada mirando al horizonte, y sus ojos, al acercarme, parecían haber despertado de un sueño. Su vestido se había secado, aunque yo le ofrecí uno que mi mujer había comprado el día anterior en un mercadillo de subsaharianos. Pero rehusó. Se levantó y la llevé en el coche hasta el cuartelillo de la Guardia Civil del puerto. Allí levantaron atestado de la denuncia y yo facilité mi identidad ―sólo como la persona que la había encontrado y trasladado al cuartelillo―. Las explicaciones a mi esposa las dejaría para más tarde, pero ante todo debería tratar de solucionar el problema de Alba.
En menos de media hora se puso en marcha un dispositivo que nunca imaginé en este país, consistente en una abogada de oficio, un asistente social, la directora de un centro de acogida de mujeres maltratadas, aparte la comunicación de la denuncia y previsible detención del sujeto ―de estos últimos datos preferí permanecer ignorante―.
Cuando nos despedimos, se encontraba tranquila aunque me dijo que temía el momento en que tuviera que enfrentarse cara a cara con su verdugo, que no estaba segura de soportarlo. Yo traté de animarla, y en un alarde de valentía que no sé de dónde salió, me ofrecí para lo que necesitara, incluso testificar en un juicio.
Se me quedó mirando devolviéndome con sus ojos una corriente de agradecimiento. Me tomó la mano, con aquella suya fina, helada, con la que trató en la playa de ocultar la tumefacción de su cara. Casi sin darme cuenta, esbozando una tímida sonrisa me besó, y yo deseé llevarla lejos de allí, borrar de su mente el calvario que estaba sufriendo, de inyectar en ella la dosis de autoestima que le habían hurtado, de hacerle comprender que probablemente la “sequedad” que, según el bestia la imposibilitaba de traer hijos al mundo, no era precisamente problema de ella… En fin, tantas y tantas cosas le podía decir que hubo un momento en que creí perder la cabeza, y eso era precisamente lo que no debía ocurrir. Me dio aquel inolvidable beso cuando yo casi terminaba mi estancia vacacional en la playa.
Hoy no sé qué habrá sido de ella ―nadie me ha requerido desde entonces―. Pero deseo fervientemente que Alba ―realmente, A. F. D.― haya reiniciado su camino sola; que el burraco del marido haya tenido su merecido, y que ella haya sabido afrontar nuevamente la vida con la ayuda de otras personas que la hayan protegido debidamente.
Por mi parte, termino este relato que estaba deseando escribir para dejar constancia de que nunca volveré al mismo apartamento de la playa porque temo encontrarme cara a cara con la bestia. Supuestamente. Pero tampoco deseo encontrarme con Alba, con su belleza deteriorada, con su mentalidad descolocada, Que encuentre la felicidad. Pero que no la vuelva a ver. No sabría decir, supuestamente, por qué.
3.11.15
28.10.15
Hervás, Otoño mágico
Hoy comienza el Otoño Mágico en el Valle del Ambroz.
Sus pueblos llenos de tipismo, sus calles, plazas y rincones muestran al visitante todo lo que encierran, incluido los halos del recuerdo de los que en el pasado, judíos y cristianos, han tenido la suerte de pisar esos mágicos lugares.
Hervás -el pueblo donde nací-, luce en otoño sus galas mostrando la enorme belleza cromática de sus parajes incomparables. Y es el pueblo que guarda en sus calles, en sus cantones y plazuelas, en sus caminos y veredas... algo de mí.
Y los que me precedieron descansan en la bendita tierra.
Desde la Andalucía a la que tanto amo y desde la Huelva que me acogió, vaya un recuerdo de amor a Hervás de uno de sus más humildes hijos de la diáspora.
HH UE ER LV VÁ AS
Texto y fotos: J.A.Bejarano Mártil
18.10.15
Haikus (de mi cosecha)
El haiku consiste en un poema breve de tres versos de cinco, siete y cinco sílabas respectivamente. Es una de las formas de poesía tradicional japonesa más extendidas.
Buscas la fama
Tradicionalmente el haiku busca describir los fenómenos naturales, el cambio de las estaciones, o la vida cotidiana de la gente. Muy influido por la filosofía y la estética del zen, su estilo se caracteriza por la naturalidad, la sencillez (no el simplismo), la sutileza, la austeridad, la aparente asimetría que sugiere la libertad y con ésta la eternidad.
Buscas la fama
te encuentras sí junto a mi
el frío me asusta
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Alma y perdición
canto cuando amanece
la luz dispersa
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Color índigo
siena de la Toscana
verano y vino
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Se precipitan
caen, se desploman impías
Noches que aplastan
(dedicado a Mar Solana)
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Mapa de puntos
el dedo señala uno
la ciudad vive
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Bajo de playa
Pie que eterniza la huella
Sol de gaviotas
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Aroma de mar
esfuerzo purificador
sabor de sudor
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Nubes de azúcar
presagian la tormenta
algodón de sol
(Dedicado a Marta Coloma)
©
Jose A. Bejarano
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Jose A. Bejarano
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