Aunque formaba parte del Senado, él era uno más entre aquella pequeña elite que gobernaba un imperio que iba agrandándose más y más cada día.
Él participó en la conjura pero en realidad sabía y conocía su cobardía. Había asistido a las reuniones donde se estaba incubando el magnicidio. Sentía un terror patológico al dolor, miedo paralizante a ser prendido y ejecutado como sólo Roma sabía pagar a sus traidores.
Se puede decir que aquellos primeros dias de marzo le fue imposible conciliar el sueño e incluso tentado estuvo de alejarse voluntariamente de la ciudad y ocultarse en el último rincón de cualquiera de las provincias del imperio. Tal vez Hispania, o la Galia.
Pero no lo hizo. Sentía pavor al ridículo, y acudió aquella mañana del 15 de marzo, cuando los Idus, al Senado. A su pesar, no había vuelta atrás.
Entre todos, por todas partes, los cuchillos atravesaron el cuerpo de César. También él, senador cobarde —Aurelio Scipio Numantinus era su nombre— quedó grabado como traidor por no saber decir no a aquel magnicidio. Su puñalada fue una más de las que acabaron con la vida del dictador Caius Cesar Augusto.
Los asesinos fueron pasados por las armas y arrojados a las turbias aguas del Tiber. La familia del cobarde traidor, secundón en la trama, no quiso reclamar el cadáver despedazado.
La deshonra había caido sobre la familia y esta hubo de abandonar la villa en la falda del Esquilino.
Roma paga a los traidores con la traición. Roma no olvida. Roma es vengativa además de justiciera. Roma es invencible.
Pero el objetivo se había cumplido con la traición...
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