Salió al balcón de la Casa Rosada y Evita sintió en su piel nacarada el bálsamo del clamor del pueblo que se mataba, que estaba dispuesto al sacrificio por aquella mujer pequeña, delicada cual flor de la primavera austral. Allí Eva, Evita, abrazaba con aquellos brazos ya tocados con el dedo de la Muerte, pero incorruptos por siempre. Los descamisados bramaban en la gran alameda de la Plaza de Mayo a su Evita para siempre. A su lado Juan Domingo miraba embelesado por la esposa de la Pampa desde el rio de la Plata hasta la Patagonia. (De mi hemeroteca mental, personal, imaginada, mitificada, apócrifa)
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