—¡Que vienen los júngaros! ¡Los júngaros! ¡Que vienen!
Bloc abierto de par en par
© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.
18.3.25
Vienen los júngaros
1.3.25
La muerte verde
Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suelo recalentado levantando una miriada de chispas que iluminaban el salón. Yo estaba sentado en una de las tajuelas y con un badil reunía los restos de brasas y las amontonaba en el centro del hogar. Mi tío seguía narrándome la última aventura mientras en mi mente iba anidando todas y cada una de las palabras de aquel viajero que me había invitado a pasar la tarde invernal a su casa de San Ginés, en Madrid.
Me contó cómo había llegado a bordo de un vapor, desembarcando en el puerto de Cádiz. Había sido, me contó, el viaje de su vida. El salto al Océano y ver con sus propios ojos un nuevo y desconocido mundo.
España, Portugal y Francia se le habían quedado pequeñas comparadas con aquel vasto, enorme, infinito continente con los rios más caudalosos, las montañas más altas y los habitantes de todos los colores y culturas habidas y por haber. Yo lo escuchaba mientras enredaba con las brasas y él, mi tio Tomás, hermano de mi madre, me contaba retazos de su última aventura por el equinoccio americano.
—Jose, no te puedes hacer una idea de las aventuras que he vivido —chupaba una extraña cachimba hecha de madera de ébano donde a menudo introducía un montoncito de tabaco antillano, esparciendo un olor que se me quedó en mi interior y que a la larga haría de mi un gran fumador. Mi tío sujetaba la cachimba en su comisura derecha mientras por la izquierda soltaba una nube blanca y espesa de humo que se apoderaba de la habitación.
—Cuéntame lo de los indios otra vez, tío —yo sabía que no necesitaría insistir para hacer que mi tio lo narrara de nuevo.
—Nada que no sepas ya te puedo contar, Jose, a no ser que me repita —mi tio Tomás se dejaba querer y yo sabía que adornaría un poco más las historias que me contaba.— las aventuras que viví las tienes en alguna revista donde las publicaron en 1930 pero bueno, si quieres te lo repito...
—Gracias, tío, otra vez... —yo dejaba el badil a un lado y callaba mientras él sin saberlo, abonaba mi mente inquieta.
—En uno de los recodos del gran Orinoco, en plena selva, donde no llega nada de nuestra civilización, me encontré entre dos tribus, enemigas entre ellas. Yo estaba descansando en un bohío cuando me encontré con unos individuos casi desnudos y algunos armados con arcos y flechas. Todos llevaban cerbatanas con unos dardos untados con curare, un veneno mortal con el que cazaban. Me sanaron los pies que los tenía infectados de niguas, unos insectos que se meten entre la piel de los dedos. La verdad es que se portaron muy bien conmigo. Me invitaron a su aldea donde conviví durante un mes mientras me reponía. Y no podrás creer lo que vi...
—Qué, qué... —interrumpí a mi tio para azuzarle y que contara con pelos y señales
—Pues que aparte de otras costumbres que ya te contaré, tenían otra muy curiosa y consistía en «encatumar» a los viejos, metiéndolos en una red de cáñamo que llevaban a unos remansos del rio, y la colgaban de las ramas de los árboles sobre el agua mientras el pobre viejo hecho un ovillo como un feto, sin poderse mover, miraba abajo comprendiendo lo que él a buen seguro había hecho a sus antecesores. Y allí lo dejaban abandonado durante dos meses. Trascurrido ese tiempo, regresaban...
—¿Y qué encontraban, tío? — era la pregunta que yo, siempre que tenía ocasión hacía, sabiendo que la respuesta era una y otra vez distinta a gusto de la imaginación de mi tio Tomás.
—Imagínalo tú esta vez, Jose —mi tio chupaba la cachimba y miraba como hipnotizado las lenguas de fuego que subían por la chimenea. Yo me quedaba en silencio dejando volar mi mente infantil e imaginando cómo encontrarían a los pobres viejos «encatumarados» en aquella remota tribu de las riberas del Orinoco.
—Pero eso no es nada, mocito —mi tio Tomás se quitaba la cachimba y me miraba— porque, esto que sigue ¡y es la primera vez que te lo cuento! yo no lo vi pero me lo aseguraron los «indios panares» y es que en la tribu de al lado, los «curubayari» simplemente los llevaban a la plaza del poblado y a aquellos ancianos, o simplemente enfermos, lisiados o que ya no servían para trabajar, los molían a palos hasta que morían... —mi tio Tomás, viajero acostumbrado a las más insólitas costumbres, se detenía en la narración no por dramatizar sus relatos que de sobra sabía cómo me gustaban, sino porque la voz le temblaba y buscaba las palabras pausadamente, con sumo cuidado para que en mi mente anidara con exactitud qué me estaba relatando, cómo me lo estaba contando, parecido a confesar un terrible acontecimiento. —sí, Jose, así me lo contaron... los mataban porque ya estorbaban.
Nos quedamos los dos en silencio y en la habitación llena de recuerdos de sus viajes solo se sentía el crepitar del fuego. Aquellos minutos posteriores se echaron pesadamente sobre los dos, a mi aplastándome. En las paredes con múltiples recuerdos de otros paises del mundo se reflejaban las sombras que el fuego dibujaba. Sobre un armario, cerrado con llave, una figura parecía burlarse de mi. Él me había dicho que era un trofeo de guerra de la tribu «shuar» pero nunca supe si aquella cabeza del tamaño de una naranja era una cabeza jibarizada o era una simple imitación.
—Pues ya sabes, sobrino —Mi tio Tomás llenaba su pipa de tabaco y bebía un brebaje que él llamaba mate. —que sepas que el mundo es hermoso, inmenso, dadivoso tanto que da lo que nosotros necesitamos... pero también es cruel al máximo. Esto que te he contado es solo una parte de lo que he vivido. Escucha y aprende, sobrino.
—Gracias, tío, yo también quiero conocer mundo como tú. —once años contaba yo entonces y lo de atizar las brasas me pareció ya una tontería que abandoné. Así que dejé el badil a un lado.
Y mi tio me miraba complacido y señalaba con la cachimba los objetos de adornaban la pared de su estancia llena de recuerdos de su viaje por las cuencas del Amazonas y del Orinoco en América del Sur donde habita la muerte verde.
(Transcripción libre, real, de «La muerte verde,
aventuras del dibujante, cineasta y viajero español
Amós López Bejarano»
Revista Estampa. Madrid 1932
27.2.25
De traiciones
A LA TRAICIÓN POR LA VENGANZA
(Historia de la Expaña de Julián y su linda flor)
Maltratada, humillada, vejada y violada. Así, sin paliativos. Lloraba de vergüenza, destruida ante su padre que se mesaba los cabellos. Aquello era una afrenta que debía hacer pagar. Le habían arrebatado a su hija lo más preciado de cualquier mujer. Los ayes y lamentos de la hija, entremezclados con los juramentos e insultos del padre hacían un dramático cuadro en el palacio condal. Entre jardines y parterres, con fuentes y lagos dignos de cualquier casa señorial de Córdoba o de Damasco, don Julián juró vengarse de la afrenta a su hija Florinda.
Y no tardó en urdir un plan cuando le informaron sus tiralevitas sobre las intenciones de las tropas bereberes de asaltar los castillos y fortificaciones de la ciudad de Ceuta, hacerse con la ensenada, fletar barcos y atravesar el trozo de mar que separaba el reino de los alauitas, hijos del desierto, adoradores de Allàh... y la abrupta costa que se asomaba entre la bruma de la mañana, al otro lado, y que era el territorio del reino visigodo, una tierra bendecida por los dioses, hogar y morada de antiguos pueblos que habían formado parte del mismísimo imperio romano.
A don Julián se le había nublado la mente y ya su cabeza no era capaz de valorar, juzgar, discernir dónde estaban establecidos los límites entre lo público como comandante de la ciudad en nombre del rey... y como simple padre dolorido.Le dominaba el odio enfermizo. Sabía, o no, que su papel era comprometido pero lo tuvo claro en su cólera. Se vengaría del agresor de su hija Florinda llamada la Caba que no fue otro -no necesitó prueba fehaciente alguna más que el relato de su bella hija- que el rey Witiza. Y lo castigaría, vaya si lo castigaría, con un acto que lavaría su honra mancillada aunque costara el devenir y porvenir de las tierras cristianas.
En vano se le trató de hacerle ver su disparate, que era mejor vengarse del crimen del rey... ajusticiando y apuñalando al rey. Pero no. Su venganza tenía que ser definitiva y general. Dañina. Letal. Su buen nombre quedaría limpio aunque el de su hija en realidad le importaba bien poco.
Entregó las llaves de Ceuta a las mesnadas de Musa Ibn Nusair, le ayudó a atravesar el Estrecho y, enloquecido, proporcionó información primordial a los invasores del solar hispano. Sólo poco después se verían las terribles consecuencias de los actos del conde don Julián, felón, traidor a la patria hispana. Ya ni la historia sería capaz de lavar su nombre sino que pasaría a la leyenda la entrega de Hispania a los hijos del Islam por parte del Felón.
De don Julián el felón, nunca se supo nada más, ni cómo, ni dónde, ni cuándo -el fondo del mar hubiera sido su mejor tumba- desapareció de la faz de la tierra; quedó la ignominia, el rastro hediondo que siempre dejan los traidores, que usan la venganza como traición.
22.2.25
Ajedrez
Era un tablero de ajedrez, el juego de moda, a punto del cambio de centuria en la tenebrosa frontera entre 1199 y 1200. Sobre el tablero, las piezas colocadas en sus lugares correspondientes: Alfonso IX de León; Alfonso VIII de Castilla; Sancho VII de Navarra, y Pedro II de Aragón. Reyes con sus respectivas damas. Enfrente, el enemigo común aunque todo hay que decirlo, para unos más que para otros: al sur del reino almohade, asentado en la feraz orilla mediterránea liderando la tierra conquistada por sus antepasados, Muhamad an-Nasir, el califa de al-Andalus, de Marruecos y de Orán, Príncipe y Comendador de los Creyentes.
Alfonso VIII de Castilla quería reanudar la reconquista de la península y arrebatarla a los hijos del Profeta y de la Media Luna. Aun así había reinos que no veían con buenos ojos dicha política y no dudaron en guerrear entre ellos, en el campo de batalla y en el campo del honor familiar. Berenguela fue casada con el rey de León, Alfonso IX. Los señoríos vascones se decantaron por los reyes y reinados convenientes y de interés, pero el rey de Castilla dio un puñetazo sobre la mesa. Necesitaba armas, castillos, avituallamiento y sobre todo hombres con que reiniciar el proceso de expulsar a la morisma de Hispania, la vieja tierra visigoda. Leonor animaba a su real esposo Alfonso a meditar los pasos a seguir en aquella crucial partida de ajedrez donde la astucia, la audacia, la previsión y la provisión, además de la paciencia y la crueldad jugarían un papel crucial.
En Roma Inocencio III había otorgado el "Hágase en Nombre de la Cristiandad" la conquista de los reinos cristianos usurpados, por tanto Alfonso convocó a los reyes en su castillo toledano de la frontera a fin de recabar el concurso de todos los hijos de Dios. Finalmente, excepto el leonés, se unieron y acordaron reiniciar la campaña contra el invasor.
31.1.25
Hispania, más imperio que provincia
HISPANIA, MÁS IMPERIO QUE PROVINCIA
Teresa de Jesús S. F. sobresaliente Cum Laude
(https://repositorio.unam.mx/)
27.1.25
Exterminio
80º Aniversario de la liberación de Auschwitz
13.1.25
La justicia divina
«Amenhotep I, el dios, había encontrado la forma idonea de impartir justicia en el pais de los dos rios, el Alto y el bajo Nilo.
Vienen los júngaros
—¡Que vienen los júngaros! ¡Los júngaros! ¡Que vienen! El Miguel recorría las calles advirtiendo de la noticia que de vez en cuando se exten...
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Pues sí: un destino de miles de turistas de todo el mundo (sobre todo hijos del país del Sol Naciente) y nosotros que lo tenemos a escasos...
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