Bloc abierto de par en par

© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.

18.3.25

Vienen los júngaros

—¡Que vienen los júngaros! ¡Los júngaros! ¡Que vienen!

El Miguel recorría las calles advirtiendo de la noticia que de vez en cuando se extendía por la población infantil de Hervás.
Era la voz de alarma que nos hacía sacudir los aburrimientos y las rutinas.
Ya nos cuidábamos de no frecuentar los descampados que los visitantes elegían para acampar. Prohibido acercarse en doscientos metros a la redonda y procurar hacernos invisibles a aquellos seres misteriosos que se instalaban en los alrededores del pueblo.
Cierta tarde, a la caída del sol, no pude resistir el acercarme a escondidas y observar a aquellos personajes que a su sola mención nos alertaba y ponía en guardia.
Me lo pensé, pero me armé de valor y antes de la noche me acerqué escondiéndome tras los olmos de los cercados de San Romedio Ermitaño. Según iba aproximándome, nervioso y a punto de sucumbir al miedo, logré sobreponerme y esconderme tras una pared desde la que pude observar un minúsculo campamento que consistía en un carromato sin los dos mulos que ramoneaban cerca. Una fogata de alegres llamas proyectaba sombras ganándole en luz a la de la tarde que acababa definitivamente dando paso a una inquietante y hermosa luna en cuarto creciente.
Un olor penetrante a carne y pimentón fluía de un perol al borde del fuego. De pronto saltó del carro un hombre portando un instrumento que yo jamás había visto. De tez morena y facciones fibrosas, lucía un mostacho negro y florido. Se sentó al amor del fuego y sin mirar a la mujer que trasteaba por los alrededores se lo colocó entre la oreja y el cuello, y con una especie de vara con una cuerda finísima, comenzó a rasgar aquel instrumento del que surgían notas muy tristes. La mujer dejó sus tareas e hizo una señal a una muchacha que yo no había visto antes. No tendría más de doce o trece años, pero a pesar de mi bisoñez, de mi inocencia, me di cuenta de la belleza de la chica.
El hombre del instrumento rasgaba las cuerdas de la pequeña guitarra con la madera y la cuerda. Los sones lentos y tristes fueron convirtiéndose en alegres y rápidos, rítmicos sones de una música parecida al órgano del convento trinitario. Yo era un niño de apenas once años y sentí que aquellas notas no pertenecían a la música que hasta entonces yo conociera. La muchacha se descalzó y comenzó a bailar al ritmo de la música. Daba vueltas, alrededor del fuego… y su falda se levantaba mostrando unas bellas piernas al ritmo acelerado de la música; ella iba dando vueltas y vueltas levantando los brazos, el izquierdo señalando al horizonte y el derecho señalando las estrellas nacientes, a la luna de la noche de Hervás… y giraba y giraba y giraba…
Me costó dormir aquella noche con sensación de culpabilidad, por haber roto la promesa de recogerme pronto cuando llegasen los «júngaros», pero al mismo tiempo excitado de haber descubierto un mundo desconocido.
—Abuelo Amadeo, ¿de dónde vienen los “júngaros”? —mi abuelo se volvió a mirarme y por una vez lo noté serio y tenso— di, ¿de dónde vienen?
—Hijo mío, me haces preguntas muy difíciles y yo no sé tanto como tú crees; solo te puedo decir que vienen de muy lejos, de una nación en la que mandan los comunistas —en ese momento bajó la voz— pero que según dice el parte, quisieron echarlos y muchos de ellos han tenido que huir. Esos son los húngaros… Húngaros, Jose. De Hungría, cerca de Rusia. Y ya no te puedo decir más, que me va a oír tu madre y no quiero que crea que te meto historias y chismes en la cabeza.
—Don Matías —el maestro se puso las manos en la espalda, el único de la escuela que no llevaba regla y que por ese importante detalle se había ganado mi confianza. Me miró esperando a ver qué quería—, Don Matías, ¿adónde van los júnga… digo los húngaros?
Don Matías me sonrió, bonachón, y me miró con ojos muy abiertos; siempre que podía nos hablaba de viajes y de historias…
—Ni júngaros, ni húngaros, Jose, son seres humanos que de vez en cuando aparecen por el pueblo, proceden de las entrañas de Europa, y son ¡zíngaros! Lo más pobre y desarraigado de aquellos lejanos países. Pero, no hay que equivocarse, son felices a su manera. Me has preguntado adónde van y eso deberías preguntárselo a ellos —Miraba arrobado a Don Matías que siempre me decía la verdad—. Solo sé que no los detiene ninguna frontera, ni guerras, ni ríos ni montañas, ni fríos ni calores. Es un pueblo que camina con sus propias leyes y sus propias reglas y costumbres. Parece que huyen, pero no quieren refugio. Se conforman con vivir e ir de un lado a otro…
—Gracias, don Matías —salí corriendo del patio de la escuela y me dirigí de nuevo hasta el pequeño campamento. Cuando llegué solo unos rescoldos humeantes quedaba del paso zíngaro. Me sentí decepcionado y triste. Miré hacia la carretera y a lo lejos, iniciando la subida al Alto de Castilla, el viejo carromato levantaba una pequeña nube de polvo de la cuneta. Los mulos tiraban trabajosamente de aquel pequeño universo, de aquella minúscula célula familiar. El padre caminaba con un látigo arreando de las bestias; la mujer, a su lado. Y la muchacha, en la trasera del carro, sentada y balanceando sus piernas. Levanté la mano por si me veía, con ansias desconocidas de cruzar tan solo una palabra con aquella niña, pero creo que no, solo me quedó la imagen de ella girando, girando, girando, danzando y mostrando su bello cuerpo a las estrellas y al creciente de luna que me quitó el sueño durante varios días. Ellos no tenían fronteras, según me contó don Matías, y ya por desgracia habían —había— cruzado la mía para siempre.

1.3.25

La muerte verde

 Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suelo recalentado levantando una miriada de chispas que iluminaban el salón. Yo estaba sentado en una de las tajuelas y con un badil reunía los restos de brasas y las amontonaba en el centro del hogar. Mi tío seguía narrándome la última aventura mientras en mi mente iba anidando todas y cada una de las palabras de aquel viajero que me había invitado a pasar la tarde invernal a su casa de San Ginés, en Madrid.
Me contó cómo había llegado a bordo de un vapor, desembarcando en el puerto de Cádiz. Había sido, me contó, el viaje de su vida. El salto al Océano y ver con sus propios ojos un nuevo y desconocido mundo.
España, Portugal y Francia se le habían quedado pequeñas comparadas con aquel vasto, enorme, infinito continente con los rios más caudalosos, las montañas más altas y los habitantes de todos los colores y culturas habidas y por haber. Yo lo escuchaba mientras enredaba con las brasas y él, mi tio Tomás, hermano de mi madre, me contaba retazos de su última aventura por el equinoccio americano.
—Jose, no te puedes hacer una idea de las aventuras que he vivido —chupaba una extraña cachimba hecha de madera de ébano donde a menudo introducía un montoncito de tabaco antillano, esparciendo un olor que se me quedó en mi interior y que a la larga haría de mi un gran fumador. Mi tío sujetaba la cachimba en su comisura derecha mientras por la izquierda soltaba una nube blanca y espesa de humo que se apoderaba de la habitación.
—Cuéntame lo de los indios otra vez, tío —yo sabía que no necesitaría insistir para hacer que mi tio lo narrara de nuevo.
—Nada que no sepas ya te puedo contar, Jose, a no ser que me repita —mi tio Tomás se dejaba querer y yo sabía que adornaría un poco más las historias que me contaba.— las aventuras que viví las tienes en alguna revista donde las publicaron en 1930 pero bueno, si quieres te lo repito...
—Gracias, tío, otra vez... —yo dejaba el badil a un lado y callaba mientras él sin saberlo, abonaba mi mente inquieta.
—En uno de los recodos del gran Orinoco, en plena selva, donde no llega nada de nuestra civilización, me encontré entre dos tribus, enemigas entre ellas. Yo estaba descansando en un bohío cuando me encontré con unos individuos casi desnudos y algunos armados con arcos y flechas. Todos llevaban cerbatanas con unos dardos untados con curare, un veneno mortal con el que cazaban. Me sanaron los pies que los tenía infectados de niguas, unos insectos que se meten entre la piel de los dedos. La verdad es que se portaron muy bien conmigo. Me invitaron a su aldea donde conviví durante un mes mientras me reponía. Y no podrás creer lo que vi...
—Qué, qué... —interrumpí a mi tio para azuzarle y que contara con pelos y señales
—Pues que aparte de otras costumbres que ya te contaré, tenían otra muy curiosa y consistía en «encatumar» a los viejos, metiéndolos en una red de cáñamo que llevaban a unos remansos del rio, y la colgaban de las ramas de los árboles sobre el agua mientras el pobre viejo hecho un ovillo como un feto, sin poderse mover, miraba abajo comprendiendo lo que él a buen seguro había hecho a sus antecesores. Y allí lo dejaban abandonado durante dos meses. Trascurrido ese tiempo, regresaban...
—¿Y qué encontraban, tío? — era la pregunta que yo, siempre que tenía ocasión hacía, sabiendo que la respuesta era una y otra vez distinta a gusto de la imaginación de mi tio Tomás.
—Imagínalo tú esta vez, Jose —mi tio chupaba la cachimba y miraba como hipnotizado las lenguas de fuego que subían por la chimenea. Yo me quedaba en silencio dejando volar mi mente infantil e imaginando cómo encontrarían a los pobres viejos «encatumarados» en aquella remota tribu de las riberas del Orinoco.
—Pero eso no es nada, mocito —mi tio Tomás se quitaba la cachimba y me miraba— porque, esto que sigue ¡y es la primera vez que te lo cuento! yo no lo vi pero me lo aseguraron los «indios panares» y es que en la tribu de al lado, los «curubayari» simplemente los llevaban a la plaza del poblado y a aquellos ancianos, o simplemente enfermos, lisiados o que ya no servían para trabajar, los molían a palos hasta que morían... —mi tio Tomás, viajero acostumbrado a las más insólitas costumbres, se detenía en la narración no por dramatizar sus relatos que de sobra sabía cómo me gustaban, sino porque la voz le temblaba y buscaba las palabras pausadamente, con sumo cuidado para que en mi mente anidara con exactitud qué me estaba relatando, cómo me lo estaba contando, parecido a confesar un terrible acontecimiento. —sí, Jose, así me lo contaron... los mataban porque ya estorbaban.
Nos quedamos los dos en silencio y en la habitación llena de recuerdos de sus viajes solo se sentía el crepitar del fuego. Aquellos minutos posteriores se echaron pesadamente sobre los dos, a mi aplastándome. En las paredes con múltiples recuerdos de otros paises del mundo se reflejaban las sombras que el fuego dibujaba. Sobre un armario, cerrado con llave, una figura parecía burlarse de mi. Él me había dicho que era un trofeo de guerra de la tribu «shuar» pero nunca supe si aquella cabeza del tamaño de una naranja era una cabeza jibarizada o era una simple imitación.
—Pues ya sabes, sobrino —Mi tio Tomás llenaba su pipa de tabaco y bebía un brebaje que él llamaba mate. —que sepas que el mundo es hermoso, inmenso, dadivoso tanto que da lo que nosotros necesitamos... pero también es cruel al máximo. Esto que te he contado es solo una parte de lo que he vivido. Escucha y aprende, sobrino.
—Gracias, tío, yo también quiero conocer mundo como tú. —once años contaba yo entonces y lo de atizar las brasas me pareció ya una tontería que abandoné. Así que dejé el badil a un lado.
Y mi tio me miraba complacido y señalaba con la cachimba los objetos de adornaban la pared de su estancia llena de recuerdos de su viaje por las cuencas del Amazonas y del Orinoco en América del Sur donde habita la muerte verde.

(Transcripción libre, real, de «La muerte verde,
aventuras del dibujante, cineasta y viajero español
Amós López Bejarano»
Revista Estampa. Madrid 1932

27.2.25

De traiciones

 A LA TRAICIÓN POR LA VENGANZA


(Historia de la Expaña de Julián y su linda flor)
Maltratada, humillada, vejada y violada. Así, sin paliativos. Lloraba de vergüenza, destruida ante su padre que se mesaba los cabellos. Aquello era una afrenta que debía hacer pagar. Le habían arrebatado a su hija lo más preciado de cualquier mujer. Los ayes y lamentos de la hija, entremezclados con los juramentos e insultos del padre hacían un dramático cuadro en el palacio condal. Entre jardines y parterres, con fuentes y lagos dignos de cualquier casa señorial de Córdoba o de Damasco, don Julián juró vengarse de la afrenta a su hija Florinda.
Y no tardó en urdir un plan cuando le informaron sus tiralevitas sobre las intenciones de las tropas bereberes de asaltar los castillos y fortificaciones de la ciudad de Ceuta, hacerse con la ensenada, fletar barcos y atravesar el trozo de mar que separaba el reino de los alauitas, hijos del desierto, adoradores de Allàh... y la abrupta costa que se asomaba entre la bruma de la mañana, al otro lado, y que era el territorio del reino visigodo, una tierra bendecida por los dioses, hogar y morada de antiguos pueblos que habían formado parte del mismísimo imperio romano.
A don Julián se le había nublado la mente y ya su cabeza no era capaz de valorar, juzgar, discernir dónde estaban establecidos los límites entre lo público como comandante de la ciudad en nombre del rey... y como simple padre dolorido.Le dominaba el odio enfermizo. Sabía, o no, que su papel era comprometido pero lo tuvo claro en su cólera. Se vengaría del agresor de su hija Florinda llamada la Caba que no fue otro -no necesitó prueba fehaciente alguna más que el relato de su bella hija- que el rey Witiza. Y lo castigaría, vaya si lo castigaría, con un acto que lavaría su honra mancillada aunque costara el devenir y porvenir de las tierras cristianas.
En vano se le trató de hacerle ver su disparate, que era mejor vengarse del crimen del rey... ajusticiando y apuñalando al rey. Pero no. Su venganza tenía que ser definitiva y general. Dañina. Letal. Su buen nombre quedaría limpio aunque el de su hija en realidad le importaba bien poco.
Entregó las llaves de Ceuta a las mesnadas de Musa Ibn Nusair, le ayudó a atravesar el Estrecho y, enloquecido, proporcionó información primordial a los invasores del solar hispano. Sólo poco después se verían las terribles consecuencias de los actos del conde don Julián, felón, traidor a la patria hispana. Ya ni la historia sería capaz de lavar su nombre sino que pasaría a la leyenda la entrega de Hispania a los hijos del Islam por parte del Felón.
De don Julián el felón, nunca se supo nada más, ni cómo, ni dónde, ni cuándo -el fondo del mar hubiera sido su mejor tumba- desapareció de la faz de la tierra; quedó la ignominia, el rastro hediondo que siempre dejan los traidores, que usan la venganza como traición.

22.2.25

Ajedrez

     Era un tablero de ajedrez, el juego de moda, a punto del cambio de centuria en la tenebrosa frontera entre 1199 y 1200. Sobre el tablero, las piezas colocadas en sus lugares correspondientes: Alfonso IX de León; Alfonso VIII de Castilla; Sancho VII de Navarra, y Pedro II de Aragón. Reyes con sus respectivas damas. Enfrente, el enemigo común aunque todo hay que decirlo, para unos más que para otros: al sur del reino almohade, asentado en la feraz orilla mediterránea liderando la tierra conquistada por sus antepasados, Muhamad an-Nasir, el califa de al-Andalus, de Marruecos y de Orán, Príncipe y Comendador de los Creyentes.


    Alfonso VIII de Castilla quería reanudar la reconquista de la península y arrebatarla a los hijos del Profeta y de la Media Luna. Aun así había reinos que no veían con buenos ojos dicha política y no dudaron en guerrear entre ellos, en el campo de batalla y en el campo del honor familiar. Berenguela fue casada con el rey de León, Alfonso IX. Los señoríos vascones se decantaron por los reyes y reinados convenientes y de interés, pero el rey de Castilla dio un puñetazo sobre la mesa. Necesitaba armas, castillos, avituallamiento y sobre todo hombres con que reiniciar el proceso de expulsar a la morisma de Hispania, la vieja tierra visigoda. Leonor animaba a su real esposo Alfonso a meditar los pasos a seguir en aquella crucial partida de ajedrez donde la astucia, la audacia, la previsión y la provisión, además de la paciencia y la crueldad jugarían un papel crucial.

    En Roma Inocencio III había otorgado el "Hágase en Nombre de la Cristiandad" la conquista de los reinos cristianos usurpados, por tanto Alfonso convocó a los reyes en su castillo toledano de la frontera a fin de recabar el concurso de todos los hijos de Dios. Finalmente, excepto el leonés, se unieron y acordaron reiniciar la campaña contra el invasor.

    En Orán se encontraba Miramamolín -que así era llamado el califa en las tierras cristianas- de barba pelirroja y ojos garzos gustando y solazándose de los placeres del hammam, acicalado por eunucos y efebos reales con aguas frescas de oasis y ungido su cuerpo con aceites de Baena, gimiendo de placer y emitiendo ayes con su media lengua, delicia ésta proporcionada por ellos y ellas, dejó en manos del fiel Al-Mansur los cuidados de las marcas fronterizas del norte en el lejano Aragón. No sabía que cerca del alcázar toledano, ya en manos cristianas, Alfonso disponía sus piezas para avanzar hacia el sur.
La partida de la guerra iba a comenzar, augurando los estrategas reales que sería larga y dolorosa. Unos, comandados por Castilla -Aragón, Navarra, las huestes de Portugal y de otros reinos de más allá de los Pirineos, los señoríos vascos y las Órdenes militares- y enfrente, el enemigo sarraceno.
El tablero estaba dispuesto. Cristo y Mahoma; la Cruz y el Creciente; La Meca y Roma; occidente y Oriente; la espada y la cimitarra, Allàh y Dios, Dios Y Allàh. A un lado y a otro, blancas y negras.
La Cristiandad y el Islam se miran retadores. El mundo se la juega.
La partida comienza con un gambito a la espera del enroque rey-torre...
    Por el camino campanas castellanas tañen llamando a Misa y más allá, los muhecines de los villorrios andalusíes llaman a la oración salmodiando que no hay más dios que Allàh y que su profeta es Mahoma.
    El reloj se pone en marcha siendo respectivamente febrero de 1200 año del Señor Jesucristo y Rabbi Al-Awwal año 596 de la Hégira de Mahoma.

31.1.25

Hispania, más imperio que provincia

 HISPANIA, MÁS IMPERIO QUE PROVINCIA

Marco Atilio, el siervo, vertió vino en las copas de su señor. Cuando lo hubo escanciado, se mantuvo tras el triclinium del patricio, cónsul de Roma en la provincia de Hispania. El sol recalentaba los muros de la villa y el buen vino hispano corría con alegría por las gargantas resecas. El cónsul Lucio Cornelio Galba se recostó dejando la copa vacía sobre la mesa aún repleta de viandas, hizo un leve gesto invitando a su invitado para que continuara relatando los planes. El enviado de Roma miraba a uno y otro lado del amplio atrium pero Lucio Cornelio Galba lo tranquilizó; de aquella casa no iba a salir ni una sola palabra de aquella conversación. Todo el servicio de la casa era fiel al cónsul de Roma y el comensal podría estar tranquilo. La conjura iba a ponerse en marcha cuando el consul lo decidiera. Ya habría tiempo de dar la sorpresa al divino Cesar Augusto proclamando la separación de Hispania de la órbita imperial. Los nuevos nombres de la magistratura hispana, la organización del nuevo estado, las fronteras con la Galia y Lusitania, el paso del Estrecho con la provincia Mauritania. Las guarniciones y despliegue de las legiones -sobre todo la IX Hispana y la VII Gemina- hasta su disolución. Y el control de las ciudades y villorrios a lo largo y ancho de la inmensa provincia, joya de la corona imperial, paraiso de los dioses, campos de trigo infinitos, rios caudalosos, abundancia de bosques y toda clase de animales mayores y menores. Mares ahítos de pescado, minas refulgentes de preciosos minerales y de oscuro carbón. Un clima bonancible sin grandes frios ni grandes calores. Y la gente, diversa, dura, tenaz, amante de sus tierras particulares, a quienes había que convencer de que Roma robaba. Que Roma no quería otra cosa que la riqueza de la provincia de Hispania y sus divisiones de Beticae, Tarraconensis y Lusitania.

El comensal hablaba pero sobre todo escuchaba lo que el cónsul pretendía. La conjura se puso en marcha, el legatus partiría en una trirreme desde Tarraco Augusta y advertiría al emperador de las pretensiones hispanas. Regresaría con la respuesta. Pero esta, fuera la que fuese, no sería otra cosa que la consigna del levantamiento hispano. La conjura y la traición, así como las lealtades, el patriotismo y el espíritu de sacrificio harían de la provincia díscola un nuevo territorio que se gobernaría por si sola.
El cónsul de Roma Lucio Cornelio Galba sabía que su papel era comprometido. Entre la espada y la pared. Entre Roma e Hispania. Entre la lealtad y la traición. Entre la gloria y el vilipendio. Entre el triunfo y la muerte. La suerte estaba echada.
Tras el triclinio imperial el esclavo Marco Atilio se dispuso a reponer por enésima vez las copas con el dulce nectar de las viñas hispanas de Tarraco. La bolsita con unos gramos de mandrágora permaneció colgada de su pecho decidiendo que valían más las palabras -que estaban desvelando el destino de una provincia imperial- que una muerte... o dos. No había perdido una sola palabra de la conversación entre su amo el cónsul Galba y el desconocido legado de Roma. Pero las palabras recogidas por sus abiertos oídos ya tenían un destinatario que le había prometido a Marco Atilio la libertad a cambio de información sobre aquél maremagnum de datos y objetivos... La conjura estaba en marcha aunque, pensó mientras se retiraba sumiso tras la mesa, nada es fácil en esta vida ¡por Jupiter!

Tesis (fragmento) Universidad de Michoacan, México: "Hispania, más imperio que provincia."
Teresa de Jesús S. F. sobresaliente Cum Laude
(https://repositorio.unam.mx/)

27.1.25

Exterminio

 80º Aniversario de la liberación de Auschwitz

© Jose Antonio Bejarano, 26 enero 2025

/.../Cuando salió de aquel infierno, le llegó a la memoria un pasaje del Libro de los Proverbios: “(...) porque hay un mañana, tu esperanza no será aniquilada”.
En el destino de Eliezer Baxano debía estar escrito que habría un mañana, aunque le resultó difícil de creer cuando fue destinado al campo III de Auschwitz, llamado Buna, y en donde vivió los meses más terribles que ningún ser humano pueda imaginar.
Desde el primer día fue destinado a trabajos forzados; al principio en una cantera cercana donde pasaban las horas, desde el alba al ocaso, arrancando piedras a golpe de pico y dinamita. Vio morir al pie del tajo a centenares de hombres desfallecidos por el esfuerzo, el hambre y la disentería.
Eliezer se salvó momentáneamente, pues se encontraba en relativa buena forma física y fue destinado al peor trabajo que hombre alguno se haya visto obligado a realizar jamás desde que el ser humano hoya la faz de la tierra: adscrito en el pabellón donde, en el más abyecto de los “proyectos científicos” jamás imaginado, eran puestos a prueba los más aberrantes ensayos médicos con toda clase de desventurados seres con alguna tara física o mental: lisiados, deformes y oligofrénicos eran sometidos a todo tipo de vejaciones para satisfacer las ansias de notoriedad de los sedicentes médicos en su loca búsqueda de la pureza de la raza aria.
Eliezer Baxano, con ayuda de sus recuerdos de los textos apenas retenidos del Talmud, fue capaz de aislarse mentalmente y salir de aquel infierno de horror. Junto a veinte judíos, estuvo aislado en un terrible pabellón asistiendo a los experimentos del doctor Mengele, aunque procuraban que los judíos no fuesen testigos de las operaciones más terribles: inyecciones de fenol-narcótico en el corazón de las víctimas, extracción de órganos sin anestesia, contagio premeditado de enfermedades, y las aberraciones que mente humana sea capaz de imaginar.
Durante cinco eternos meses tuvo que soportar las depravaciones que los monstruos, "bellamente" uniformados con cruces esvásticas, practicaban sobre aquellos desventurados. Eliezer y sus compañeros tenían como misión desvestir a las víctimas y clasificar las prendas de las que se despojaban por última vez.
Una semana antes de la liberación, aquellos hijos del Averno aplicaron a Eliezer y a otros de los prisioneros un infame tratamiento esterilizador.
El 26 de enero de 1945, cuando las fuerzas estaban a punto de desfallecer, los hornos crematorios al cien por cien, el olor de los cadáveres a medio carbonizar y el olor amargo a alumbres prúsicos del gas Cyclón B cianhídrico cubría el campo, las tropas del Ejercito Rojo entraron en el complejo de exterminio de Auschwitz, en su camino inexorable hacia Berlín, unos cientos de prisioneros exhaustos, recibieron sin ninguna emoción a aquellos que los habían liberado de la muerte, al menos de la física, porque prácticamente todos estaban muertos sicológicamente hacía mucho, mucho tiempo. /.../

13.1.25

La justicia divina


«Amenhotep I, el dios, había encontrado la forma idonea de impartir justicia en el pais de los dos rios, el Alto y el bajo Nilo.
Había consultado al visir y escribanos de la corte y se dispuso a llevar a cabo el sistema que le garantizaría la paz, la concordia y la justicia en su pueblo, con ello se aseguraba larga vida en el trono de las dos tierras de Egipto y vida eterna en el Más Allá.
A la puerta del templo ordenó construir lo que en adelante sería el oráculo en forma de estatua de dios, con todos sus atributos que le conferirian, a simple vista de los mortales, la capacidad de emitir leyes, perseguir determinados delitos, juzgar y sentenciar. Era una gran estatua esculpida en piedra extraida de la Gran Catarata; el rostro era a semejanza del Dios Amenofis; vestía y lucía todos y cada uno de los símbolos que encarnaban el anhelo divino de justicia, a saber:
La corona con la cobra; el cetro y el cayado; la barba postiza; y los demás atributos que encarnaban en la persona real, el orden, el poder y la justicia: la llave de la vida, un escarabajo, el ojo de Ra, y la pluma de Maat.
Así pues el pueblo, cuando necesitaba escuchar la Palabra Justa, acudía al Oráculo y le mostraba sus cuitas. En pocos días, el Oráculo hacía oir su voz que salía de la boca. De su interior salían las sentencias —por voz de los funcionarios de medio nivel, o por voz del mismísimo faraón cuando los presuntos delitos, delincuentes o víctimas así lo requerían— que el pueblo asentía y acogía con absoluto respeto. Era la voz de la justicia que emanaba del mismisimo dueño, señor y administrador del Reino de las Dos Tierras.
Así, estuvo el dios Amenhotep —por boca del oráculo hueco, conectado a través de un pasillo secreto con el templo del faraón— impartiendo justicia hasta que la ponzoña destilada de aquella administración parcial, injusta comenzó a corroer la capa de credulidad del adormecido pueblo de Egipto.
Amenhotep murió y ni la momificación como preludio del viaje al Más Allá impidió que su tumba fuera saqueada en una noche de noviluno sobre el Valle de los Reyes e incluso los ladrones que saquearon la tumba no dejaron nada por hurtar a la momia que recordara la voz falsa, impostada, adulterada, portadora de sentencias impropias e inapropiadas. El pueblo supo que había sido engañado cuando el rio comenzó a bajar turbio de sucio fango enlodado, estéril»
«Esplendor y ocaso de la Dinastía XVIII» (Eleanor Ashford, Royal Academy of Egipt. London)

Vienen los júngaros

—¡Que vienen los júngaros! ¡Los júngaros! ¡Que vienen! El Miguel recorría las calles advirtiendo de la noticia que de vez en cuando se exten...