«Amenhotep I, el dios, había encontrado la forma idonea de impartir justicia en el pais de los dos rios, el Alto y el bajo Nilo.
Había consultado al visir y escribanos de la corte y se dispuso a llevar a cabo el sistema que le garantizaría la paz, la concordia y la justicia en su pueblo, con ello se aseguraba larga vida en el trono de las dos tierras de Egipto y vida eterna en el Más Allá.
A la puerta del templo ordenó construir lo que en adelante sería el oráculo en forma de estatua de dios, con todos sus atributos que le conferirian, a simple vista de los mortales, la capacidad de emitir leyes, perseguir determinados delitos, juzgar y sentenciar. Era una gran estatua esculpida en piedra extraida de la Gran Catarata; el rostro era a semejanza del Dios Amenofis; vestía y lucía todos y cada uno de los símbolos que encarnaban el anhelo divino de justicia, a saber:
La corona con la cobra; el cetro y el cayado; la barba postiza; y los demás atributos que encarnaban en la persona real, el orden, el poder y la justicia: la llave de la vida, un escarabajo, el ojo de Ra, y la pluma de Maat.
Así pues el pueblo, cuando necesitaba escuchar la Palabra Justa, acudía al Oráculo y le mostraba sus cuitas. En pocos días, el Oráculo hacía oir su voz que salía de la boca. De su interior salían las sentencias —por voz de los funcionarios de medio nivel, o por voz del mismísimo faraón cuando los presuntos delitos, delincuentes o víctimas así lo requerían— que el pueblo asentía y acogía con absoluto respeto. Era la voz de la justicia que emanaba del mismisimo dueño, señor y administrador del Reino de las Dos Tierras.
Así, estuvo el dios Amenhotep —por boca del oráculo hueco, conectado a través de un pasillo secreto con el templo del faraón— impartiendo justicia hasta que la ponzoña destilada de aquella administración parcial, injusta comenzó a corroer la capa de credulidad del adormecido pueblo de Egipto.
Amenhotep murió y ni la momificación como preludio del viaje al Más Allá impidió que su tumba fuera saqueada en una noche de noviluno sobre el Valle de los Reyes e incluso los ladrones que saquearon la tumba no dejaron nada por hurtar a la momia que recordara la voz falsa, impostada, adulterada, portadora de sentencias impropias e inapropiadas. El pueblo supo que había sido engañado cuando el rio comenzó a bajar turbio de sucio fango enlodado, estéril»
«Esplendor y ocaso de la Dinastía XVIII» (Eleanor Ashford, Royal Academy of Egipt. London)
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