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5.1.25

CINCO DE ENERO 55 Y 25

ENERO, CINCO DE 55 Y DE 25

Todo el día anduvo nervioso como rabo de jagartija. No corrían las horas y este que os escribe entraba y salía, corría hasta el Risco de los Aparecidos en las afueras del pueblo donde creía atisbar, al otro lado del río, entre huertas y veredas de blanco, alguna cabalgadura que le hiciera renacer la esperanza de tener por fin una bicicleta conque saciar sus ansias de libertad. Las horas, ya digo, no corrían y el dia se le hacía eterno a pesar de la escasa duración entre picos y montes. Desde el fondo del valle corría un ligero viento que barría la superficie de la tierra adormecida y por el rio bajaba un rumor de agua heladora. A media tarde el viento encalmó y el valle se cubrió de nubes de extrañas formas aborregadas, panzudas, plomizas tras la que apareció en un agujero la estrella del ocaso, que luego supo Venus. El sol se ocultó ya tras el manto y la noche cayó, pero no calló. La temperatura templó. Las calles y plazas de Tracastilla se fueron inundando de gente saliendo de sus casas. Todo estaba aún con la nieve caida los días anteriores. La plaza se fue llenando de familias, pero sobre todo de niños, de la chiquillería haciendo fila ordenada, alineada según Josué el viejo policía con la vara arreando con suavidad en las desnudas piernas para que guardaran la compostura. Josué ese día siempre sonreía, los padres sonreían y los niños se carcajeaban sabiendo que ese día el buen municipal lo hacía todo más humano.
La temperatura era suave pero los copos, grandes, blancos y leves como bolas de algodón caían con más y más intensidad. Ya la temperatura descendió de forma vertiginosa pero allí estaba la chiquillería; los ricos y los pobres, los altos y los bajos. Todos, el listo, el torpe, el hijo del albañil o del agricultor, o los hijos del funcionario, los del médico y los del practicante, los hijos del maestro, de los vendedores, de los agricultores. Los hijos de la derecha y los de la izquierda. Todos, esperando, abrigados —un servidor con una bisera de hule con orejeras de borreguito que me había traido mi tío Amós ¡de Madrid! comprada en Sederías Carretas—. Cada cuál iba pertrechado lo suficiente para combatir el frío que se abatía en forma de «nevazo», cubriendo inclusive el espumillón y las bombillas del pino erigido en medio de la Plaza de los Soportales, árbol de moda en Madrid.
De pronto se desató la pequeña histeria infantil, al fondo, por la calle Presente Jose Antonio Primo de Rivera, un resplandor y una gran humareda nos indicó que el día —¡qué digo el día!; la única, la genuina y verdadera, la reina de todas las del año: el Noche de los Reyes Magos del Día Cinco de Enero— había llegado y que todas las inclemencias meteorológicas en la memoria de un servidor habían hecho aparición sin faltar una sola vez en sus siete años; lluvia, aire de ventarrón, tormenta abatida sobre el gran circo de montañas, nieve, nieve, pero sobre todo frío para dar y tomar que ni unos guantes podían paliar los sabañones en los nudillos de las manos.
Pasaron los tres, a lomos de caballos, sonriendo y saludando con las manos a los niños de Tracastilla sin distinción alguna, aunque yo intuía que a unos los echaban mejores cosas que a otros...
Pasaron con rapidez bajando hasta el viejo Gueto Judío y yo corrí, de la mano de mis padres, a casa. Ni cené, me acosté y con cinco mantas en lo alto logré a duras penas conciliar el sueño. La nieve seguía y seguía cayendo, dejando casi medio metro de nieve aquella exclusiva Madrugada de reyes a pelo.
El cinco de enero había pasado, por fortuna. Ningún día como ese, de espera, de nervios, de saber que eran puntuales —ni antes ni después— y que el Seis, el 6, era otra historia.
Bienvenido, rey negro Baltasar, el del hablar del desierto, el negro negro de verdad; el que entre sueños, sueño o duermevela qué más da, me decía al oido, muy quedo, siempre en la madrugada del seis de enero, mediada la década cincuentera: —«Al-ḥamdu lillāh, habibi» —palabras sagradas que siempre guardo en mi memoria y que me recuerdan a mi padre, al negro rey Baltasar, a ilusión, a esperanza que nunca se va, a peticiones.
La febrícula no me deja y ya siento tras la ventana entreabierta el clarear del dia.
Unos, otra vez, zapatos Gorila con una pel

ota verde y unos odiosos Juegos Reunidos. Otro año más a suplicarle al Talo que me deje dar la vuelta a la plaza en su bici.
Hace un frio que pela y la sierra nevada se delimita con el azul del cielo. Tracastilla —entre Castillas— se despereza y no hay ya rastro de cabalgata. El viejo muncipal Josué recorre las calles y en la plaza el Coche-correo sale como siempre...
(Dedicado a Maria Luisa que me abraza amistosamente cuando me enfado)

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