© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.

31.1.25

Hispania, más imperio que provincia

 HISPANIA, MÁS IMPERIO QUE PROVINCIA

Marco Atilio, el siervo, vertió vino en las copas de su señor. Cuando lo hubo escanciado, se mantuvo tras el triclinium del patricio, cónsul de Roma en la provincia de Hispania. El sol recalentaba los muros de la villa y el buen vino hispano corría con alegría por las gargantas resecas. El cónsul Lucio Cornelio Galba se recostó dejando la copa vacía sobre la mesa aún repleta de viandas, hizo un leve gesto invitando a su invitado para que continuara relatando los planes. El enviado de Roma miraba a uno y otro lado del amplio atrium pero Lucio Cornelio Galba lo tranquilizó; de aquella casa no iba a salir ni una sola palabra de aquella conversación. Todo el servicio de la casa era fiel al cónsul de Roma y el comensal podría estar tranquilo. La conjura iba a ponerse en marcha cuando el consul lo decidiera. Ya habría tiempo de dar la sorpresa al divino Cesar Augusto proclamando la separación de Hispania de la órbita imperial. Los nuevos nombres de la magistratura hispana, la organización del nuevo estado, las fronteras con la Galia y Lusitania, el paso del Estrecho con la provincia Mauritania. Las guarniciones y despliegue de las legiones -sobre todo la IX Hispana y la VII Gemina- hasta su disolución. Y el control de las ciudades y villorrios a lo largo y ancho de la inmensa provincia, joya de la corona imperial, paraiso de los dioses, campos de trigo infinitos, rios caudalosos, abundancia de bosques y toda clase de animales mayores y menores. Mares ahítos de pescado, minas refulgentes de preciosos minerales y de oscuro carbón. Un clima bonancible sin grandes frios ni grandes calores. Y la gente, diversa, dura, tenaz, amante de sus tierras particulares, a quienes había que convencer de que Roma robaba. Que Roma no quería otra cosa que la riqueza de la provincia de Hispania y sus divisiones de Beticae, Tarraconensis y Lusitania.

El comensal hablaba pero sobre todo escuchaba lo que el cónsul pretendía. La conjura se puso en marcha, el legatus partiría en una trirreme desde Tarraco Augusta y advertiría al emperador de las pretensiones hispanas. Regresaría con la respuesta. Pero esta, fuera la que fuese, no sería otra cosa que la consigna del levantamiento hispano. La conjura y la traición, así como las lealtades, el patriotismo y el espíritu de sacrificio harían de la provincia díscola un nuevo territorio que se gobernaría por si sola.
El cónsul de Roma Lucio Cornelio Galba sabía que su papel era comprometido. Entre la espada y la pared. Entre Roma e Hispania. Entre la lealtad y la traición. Entre la gloria y el vilipendio. Entre el triunfo y la muerte. La suerte estaba echada.
Tras el triclinio imperial el esclavo Marco Atilio se dispuso a reponer por enésima vez las copas con el dulce nectar de las viñas hispanas de Tarraco. La bolsita con unos gramos de mandrágora permaneció colgada de su pecho decidiendo que valían más las palabras -que estaban desvelando el destino de una provincia imperial- que una muerte... o dos. No había perdido una sola palabra de la conversación entre su amo el cónsul Galba y el desconocido legado de Roma. Pero las palabras recogidas por sus abiertos oídos ya tenían un destinatario que le había prometido a Marco Atilio la libertad a cambio de información sobre aquél maremagnum de datos y objetivos... La conjura estaba en marcha aunque, pensó mientras se retiraba sumiso tras la mesa, nada es fácil en esta vida ¡por Jupiter!

Tesis (fragmento) Universidad de Michoacan, México: "Hispania, más imperio que provincia."
Teresa de Jesús S. F. sobresaliente Cum Laude
(https://repositorio.unam.mx/)

27.1.25

Exterminio

 80º Aniversario de la liberación de Auschwitz

© Jose Antonio Bejarano, 26 enero 2025

/.../Cuando salió de aquel infierno, le llegó a la memoria un pasaje del Libro de los Proverbios: “(...) porque hay un mañana, tu esperanza no será aniquilada”.
En el destino de Eliezer Baxano debía estar escrito que habría un mañana, aunque le resultó difícil de creer cuando fue destinado al campo III de Auschwitz, llamado Buna, y en donde vivió los meses más terribles que ningún ser humano pueda imaginar.
Desde el primer día fue destinado a trabajos forzados; al principio en una cantera cercana donde pasaban las horas, desde el alba al ocaso, arrancando piedras a golpe de pico y dinamita. Vio morir al pie del tajo a centenares de hombres desfallecidos por el esfuerzo, el hambre y la disentería.
Eliezer se salvó momentáneamente, pues se encontraba en relativa buena forma física y fue destinado al peor trabajo que hombre alguno se haya visto obligado a realizar jamás desde que el ser humano hoya la faz de la tierra: adscrito en el pabellón donde, en el más abyecto de los “proyectos científicos” jamás imaginado, eran puestos a prueba los más aberrantes ensayos médicos con toda clase de desventurados seres con alguna tara física o mental: lisiados, deformes y oligofrénicos eran sometidos a todo tipo de vejaciones para satisfacer las ansias de notoriedad de los sedicentes médicos en su loca búsqueda de la pureza de la raza aria.
Eliezer Baxano, con ayuda de sus recuerdos de los textos apenas retenidos del Talmud, fue capaz de aislarse mentalmente y salir de aquel infierno de horror. Junto a veinte judíos, estuvo aislado en un terrible pabellón asistiendo a los experimentos del doctor Mengele, aunque procuraban que los judíos no fuesen testigos de las operaciones más terribles: inyecciones de fenol-narcótico en el corazón de las víctimas, extracción de órganos sin anestesia, contagio premeditado de enfermedades, y las aberraciones que mente humana sea capaz de imaginar.
Durante cinco eternos meses tuvo que soportar las depravaciones que los monstruos, "bellamente" uniformados con cruces esvásticas, practicaban sobre aquellos desventurados. Eliezer y sus compañeros tenían como misión desvestir a las víctimas y clasificar las prendas de las que se despojaban por última vez.
Una semana antes de la liberación, aquellos hijos del Averno aplicaron a Eliezer y a otros de los prisioneros un infame tratamiento esterilizador.
El 26 de enero de 1945, cuando las fuerzas estaban a punto de desfallecer, los hornos crematorios al cien por cien, el olor de los cadáveres a medio carbonizar y el olor amargo a alumbres prúsicos del gas Cyclón B cianhídrico cubría el campo, las tropas del Ejercito Rojo entraron en el complejo de exterminio de Auschwitz, en su camino inexorable hacia Berlín, unos cientos de prisioneros exhaustos, recibieron sin ninguna emoción a aquellos que los habían liberado de la muerte, al menos de la física, porque prácticamente todos estaban muertos sicológicamente hacía mucho, mucho tiempo. /.../

13.1.25

La justicia divina


«Amenhotep I, el dios, había encontrado la forma idonea de impartir justicia en el pais de los dos rios, el Alto y el bajo Nilo.
Había consultado al visir y escribanos de la corte y se dispuso a llevar a cabo el sistema que le garantizaría la paz, la concordia y la justicia en su pueblo, con ello se aseguraba larga vida en el trono de las dos tierras de Egipto y vida eterna en el Más Allá.
A la puerta del templo ordenó construir lo que en adelante sería el oráculo en forma de estatua de dios, con todos sus atributos que le conferirian, a simple vista de los mortales, la capacidad de emitir leyes, perseguir determinados delitos, juzgar y sentenciar. Era una gran estatua esculpida en piedra extraida de la Gran Catarata; el rostro era a semejanza del Dios Amenofis; vestía y lucía todos y cada uno de los símbolos que encarnaban el anhelo divino de justicia, a saber:
La corona con la cobra; el cetro y el cayado; la barba postiza; y los demás atributos que encarnaban en la persona real, el orden, el poder y la justicia: la llave de la vida, un escarabajo, el ojo de Ra, y la pluma de Maat.
Así pues el pueblo, cuando necesitaba escuchar la Palabra Justa, acudía al Oráculo y le mostraba sus cuitas. En pocos días, el Oráculo hacía oir su voz que salía de la boca. De su interior salían las sentencias —por voz de los funcionarios de medio nivel, o por voz del mismísimo faraón cuando los presuntos delitos, delincuentes o víctimas así lo requerían— que el pueblo asentía y acogía con absoluto respeto. Era la voz de la justicia que emanaba del mismisimo dueño, señor y administrador del Reino de las Dos Tierras.
Así, estuvo el dios Amenhotep —por boca del oráculo hueco, conectado a través de un pasillo secreto con el templo del faraón— impartiendo justicia hasta que la ponzoña destilada de aquella administración parcial, injusta comenzó a corroer la capa de credulidad del adormecido pueblo de Egipto.
Amenhotep murió y ni la momificación como preludio del viaje al Más Allá impidió que su tumba fuera saqueada en una noche de noviluno sobre el Valle de los Reyes e incluso los ladrones que saquearon la tumba no dejaron nada por hurtar a la momia que recordara la voz falsa, impostada, adulterada, portadora de sentencias impropias e inapropiadas. El pueblo supo que había sido engañado cuando el rio comenzó a bajar turbio de sucio fango enlodado, estéril»
«Esplendor y ocaso de la Dinastía XVIII» (Eleanor Ashford, Royal Academy of Egipt. London)

5.1.25

CINCO DE ENERO 55 Y 25

ENERO, CINCO DE 55 Y DE 25

Todo el día anduvo nervioso como rabo de jagartija. No corrían las horas y este que os escribe entraba y salía, corría hasta el Risco de los Aparecidos en las afueras del pueblo donde creía atisbar, al otro lado del río, entre huertas y veredas de blanco, alguna cabalgadura que le hiciera renacer la esperanza de tener por fin una bicicleta conque saciar sus ansias de libertad. Las horas, ya digo, no corrían y el dia se le hacía eterno a pesar de la escasa duración entre picos y montes. Desde el fondo del valle corría un ligero viento que barría la superficie de la tierra adormecida y por el rio bajaba un rumor de agua heladora. A media tarde el viento encalmó y el valle se cubrió de nubes de extrañas formas aborregadas, panzudas, plomizas tras la que apareció en un agujero la estrella del ocaso, que luego supo Venus. El sol se ocultó ya tras el manto y la noche cayó, pero no calló. La temperatura templó. Las calles y plazas de Tracastilla se fueron inundando de gente saliendo de sus casas. Todo estaba aún con la nieve caida los días anteriores. La plaza se fue llenando de familias, pero sobre todo de niños, de la chiquillería haciendo fila ordenada, alineada según Josué el viejo policía con la vara arreando con suavidad en las desnudas piernas para que guardaran la compostura. Josué ese día siempre sonreía, los padres sonreían y los niños se carcajeaban sabiendo que ese día el buen municipal lo hacía todo más humano.
La temperatura era suave pero los copos, grandes, blancos y leves como bolas de algodón caían con más y más intensidad. Ya la temperatura descendió de forma vertiginosa pero allí estaba la chiquillería; los ricos y los pobres, los altos y los bajos. Todos, el listo, el torpe, el hijo del albañil o del agricultor, o los hijos del funcionario, los del médico y los del practicante, los hijos del maestro, de los vendedores, de los agricultores. Los hijos de la derecha y los de la izquierda. Todos, esperando, abrigados —un servidor con una bisera de hule con orejeras de borreguito que me había traido mi tío Amós ¡de Madrid! comprada en Sederías Carretas—. Cada cuál iba pertrechado lo suficiente para combatir el frío que se abatía en forma de «nevazo», cubriendo inclusive el espumillón y las bombillas del pino erigido en medio de la Plaza de los Soportales, árbol de moda en Madrid.
De pronto se desató la pequeña histeria infantil, al fondo, por la calle Presente Jose Antonio Primo de Rivera, un resplandor y una gran humareda nos indicó que el día —¡qué digo el día!; la única, la genuina y verdadera, la reina de todas las del año: el Noche de los Reyes Magos del Día Cinco de Enero— había llegado y que todas las inclemencias meteorológicas en la memoria de un servidor habían hecho aparición sin faltar una sola vez en sus siete años; lluvia, aire de ventarrón, tormenta abatida sobre el gran circo de montañas, nieve, nieve, pero sobre todo frío para dar y tomar que ni unos guantes podían paliar los sabañones en los nudillos de las manos.
Pasaron los tres, a lomos de caballos, sonriendo y saludando con las manos a los niños de Tracastilla sin distinción alguna, aunque yo intuía que a unos los echaban mejores cosas que a otros...
Pasaron con rapidez bajando hasta el viejo Gueto Judío y yo corrí, de la mano de mis padres, a casa. Ni cené, me acosté y con cinco mantas en lo alto logré a duras penas conciliar el sueño. La nieve seguía y seguía cayendo, dejando casi medio metro de nieve aquella exclusiva Madrugada de reyes a pelo.
El cinco de enero había pasado, por fortuna. Ningún día como ese, de espera, de nervios, de saber que eran puntuales —ni antes ni después— y que el Seis, el 6, era otra historia.
Bienvenido, rey negro Baltasar, el del hablar del desierto, el negro negro de verdad; el que entre sueños, sueño o duermevela qué más da, me decía al oido, muy quedo, siempre en la madrugada del seis de enero, mediada la década cincuentera: —«Al-ḥamdu lillāh, habibi» —palabras sagradas que siempre guardo en mi memoria y que me recuerdan a mi padre, al negro rey Baltasar, a ilusión, a esperanza que nunca se va, a peticiones.
La febrícula no me deja y ya siento tras la ventana entreabierta el clarear del dia.
Unos, otra vez, zapatos Gorila con una pel

ota verde y unos odiosos Juegos Reunidos. Otro año más a suplicarle al Talo que me deje dar la vuelta a la plaza en su bici.
Hace un frio que pela y la sierra nevada se delimita con el azul del cielo. Tracastilla —entre Castillas— se despereza y no hay ya rastro de cabalgata. El viejo muncipal Josué recorre las calles y en la plaza el Coche-correo sale como siempre...
(Dedicado a Maria Luisa que me abraza amistosamente cuando me enfado)

30.12.24

Años y años

    Rememoro con nostalgia la última nochevieja que pasé con mis abuelos, y aún siento el regazo tibio, acogedor de ella, sentándome en sus rodillas, colocando los troncos de leña de castaño en la lumbre cuando me hizo una confesión que en aquel entonces no di importancia, y a la que contesté con una mirada a sus llorosos ojos.
    ―Hijo mío, soy mayor y me gustaría que cuando yo no esté, recuerdes algo que te voy a decir: nunca he salido del pueblo, jamás he traspasado los límites de La Linde.― Mi abuela comenzaba a mecerme mientras yo escuchaba su relato entremezclado con el crepitar de los troncos devorados por el fuego― Tu abuelo ha estado siempre tan ocupado que nunca ha encontrado un momento para llevarme a conocer la capital, donde dicen que hay todas las maravillas inimaginables. ―Poco a poco el calor del fuego se expandía por toda la estancia mientras sonaba la voz queda de la abuela Agustina― que las casas tienen calefacción sin necesidad de encender lumbre en la chimenea, y que hay muchos coches y gente, y comercios donde exponen todas las comodidades en los escaparates.
    Nunca lo he conocido y nunca, nunca... ―llegado a este punto aquella inconfundible voz algo nasal que le caracterizaba, parecía quebrarse― ...lo conoceré. Tampoco conozco algo que solo he visto pintado en el cuadro del salón de Don Anselmo el maestro, que él llama "marina" y que está lleno de una inmensidad de agua azul, con grandes olas de espuma blanca que chocan contra un gran barco con unas grandes velas amarillentas desplegadas. Y se ven unos pájaros enormes de alas abiertas que él me dijo que eran gavilanes o algo así, que ya no me acuerdo. Y eso, hijo mío, si no he conseguido ver la capital, a un día de viaje, pues eso, lo del cuadro, que está muchísimo más lejos, eso, el mar, ya he perdido la esperanza de verlo. Por eso quiero que a ti no te pase lo mismo, y que cuando seas mayor, pero no tanto como yo, salgas de La Linde y no pares hasta conocer todo el mundo, que debe ser muy, muy grande. ¿Me lo prometes, hijo mío?
    Y yo, en el regazo de aquella venerable abuela, no supe hacer otra cosa que mirarle a sus ojos llorosos, y responderla con mi mejor sonrisa. Me besó, y con ella mirando cómo se consumían los troncos en la lumbre, pasé la última noche, atragantándonos con las uvas pasas al compás de las diez campanadas del reloj de Santa María siendo la de aquel año de mil novecientos cincuenta y poco...
    La historia es una gran boca que todo lo engulle y que tarde o temprano acaba por devolver los recuerdos.
    Mi abuela Agustina nos dejó sin conocer el movimiento de las olas de la "marina" del salón de Don Anselmo... y ahora, siempre, ya digo, siempre, la recuerdo cada vez que estoy ante el mar, mi mar, mis más cercanos mares, siempre se me representa aquel gran galeón marinero escorado, con todo su inmenso velamen desplegado, luchando contra las enormes olas que chocan contra el vetusto casco de madera mientras las enorme gaviotas (los "gavilanes") y majestuosos alcatraces revoloteando por encima de aquel barco, aparentemente a merced de la mar.
    Pero no, allá, sobre la cubierta de aquel mi imaginario barco, sobre mi imaginario mar, veo siempre la figura de aquella mujer, mi abuela, a la que nunca olvidaré, que me pidió conocer el mundo, y el mar, que ella nunca tuvo la oportunidad de conocer.Yo lo hago ya por ti, abuela del alma, desde fuera de La Linde, tal y como te prometí con la mejor de mis sonrisas. Estoy escuchando las impresionantes notas de     Así hablaba Zarathustra al recordar en la triste tarde del penúltimo día de este malaventurado 2024.

El Tiempo no vuela, navega



30 de diciembre de 2024Rememoro con cierta nostalgia la última nochevieja que pasé con mis abuelos, y aún siento el regazo tibio, acogedor de ella, sentándome en sus rodillas, colocando los troncos de leña de castaño en la lumbre cuando me hizo una confesión que en aquel entonces no di importancia, y a la que contesté con una mirada a sus llorosos ojos.
―Hijo mío, me gustaría que cuando yo no esté, recuerdes algo que te voy a decir: nunca he salido del pueblo, jamás he traspasado los límites de La Linde. ―Mi abuela comenzaba a mecerme mientras yo escuchaba su relato entremezclado con el crepitar de los troncos devorados por el fuego― Tu abuelo ha estado siempre tan ocupado que nunca ha encontrado un momento para llevarme a conocer la capital, donde dicen que hay todas las maravillas inimaginables. ―Poco a poco el calor del fuego se expandía por toda la estancia mientras sonaba la voz queda de la abuela Agustina― que las casas tienen calefacción sin necesidad de encender lumbre en la chimenea, y que hay muchos coches y gente, y comercios donde exponen todas las comodidades en los escaparates.
Nunca lo he conocido y nunca, nunca... ―llegado a este punto aquella inconfundible voz algo nasal que le caracterizaba, parecía quebrarse― ...lo conoceré. Tampoco conozco algo que solo he visto pintado en el cuadro del salón de Don Anselmo el maestro, que él llama "marina" y que está lleno de una inmensidad de agua azul, con grandes olas de espuma blanca que chocan contra un gran barco con unas grandes velas amarillentas desplegadas. Y se ven unos pájaros enormes de alas desplegadas que él me dijo que eran gavilanes o algo así, que ya no me acuerdo. Y eso, hijo mío, si no he conseguido ver la capital, a un día de viaje, pues eso, lo del cuadro, que está muchísimo más lejos, eso, el mar, ya he perdido la esperanza de verlo. Por eso quiero que a ti no te pase lo mismo, y que cuando seas mayor, pero no tanto como yo, salgas de La Linde y no pares hasta conocer todo el mundo, que debe ser muy, muy grande. ¿Me lo prometes, hijo mío?
Y yo, en el regazo de aquella venerable abuela, no supe hacer otra cosa que mirarle a sus ojos llorosos, y responderla con mi mejor sonrisa. Me besó, y con ella, mirando cómo se consumían los troncos en la lumbre, pasé la última noche, atragantándonos con las uvas pasas al compás de las diez campanadas del reloj de Santa María siendo la de aquel año de mil novecientos cincuenta y ocho...
La historia es una gran boca que todo lo engulle, que tarde o temprano acaba por devolver los recuerdos.
Mi abuela Agustina nos dejó sin conocer el movimiento de las olas de la "marina" del salón de Don Anselmo... y ahora, siempre, ya digo, siempre, la recuerdo cada vez que estoy ante el mar, mi mar, mis más cercanos mares, y siempre se me representa aquel gran galeón marinero escorado, con todo su inmenso velamen desplegado, luchando contra las olas que chocan contra el vetusto casco de madera mientras las enorme gaviotas (los "gavilanes") y majestuosos alcatraces revolotean por encima de aquel barco, aparentemente a merced de la mar.
Pero no, allá, sobre la cubierta de aquel mi imaginario barco, sobre mi imaginario mar, veo siempre la figura de aquella mujer, mi abuela, a la que nunca olvidaré, que me pidió conocer el mundo, y el mar, ya que ella nunca tuvo esa oportunidad.

22.12.24

Humanidad, Historia, Hombre.


Era un modesto trabajador, él mismo sabia que con poco protagonismo aunque intuía —sin sospechar— haber tomado una importante decisión que determinaría, y mucho, el devenir de la Historia. Iba cavilando porque, eso sí, quería que su mujer y su hijo no corrieran ningún peligro. Sus conocimientos, aparte de trabajar la madera de cedro, eran muy básicos pero los suficientes para saber más corto el camino que conducía al lugar de nacimiento de su esposa, madre del niño que ésta acunaba en sus brazos, ambos a lomos de un asno comprado a última hora en el lugar donde había parido de cualquier manera la joven, «okupando» temporalmente una más que modesta casucha.
Había decidido el padre de familia caminar con mucho cuidado hacia el norte, cuidando de esquivar las patrullas de los prefectos imperiales que el largo brazo de Roma controlaba, aunque de sobra sabía por rumores, que eran aún peores los controles del tirano, rey-títere de la metrópoli. Eran 22 leguas romanas [100 km.] de caminos y veredas a través de rutas en el desierto y pobres tierras de labor entre Judea y Galilea. El carpintero no quería ya darle más vueltas a su cabeza sobre si no hubiera sido mejor tomar la ruta del sur y dirigirse a la antigua tierra egipcia de Moisés en demanda de asilo. La decisión había sido tomada... y sin marcha atrás; había soñado, o alguien le había puesto sobreaviso —no sabría decirlo con certeza, ni su esposa hacía la menor mención— que su familia estaba llamada a ejercer un papel fundamental en la Historia de la humanidad, y él, humilde artesano, no pensaba alterar los designios de Yaveh. Las tropas del rey y de la prefectura romana guardaban los cruces de los caminos exigiendo el padrón recién instaurado por los conquistadores imperiales y el reyezuelo. La desvalida caravana de desplazados no contaba con papel o documento alguno que les salvaguardara de la ley injusta decretada por el rey para deshacerse del nuevo mesías que habría nacido por aquellas fechas y por lo que había condenado a muerte a todos los niños nacidos dos años atrás, especulando criminalmente con un asegurado rango de tiempo y así asegurarse la eliminación y extinción de todos los varones. El tirano no podía permitir que ningún nacido en Judea le hiciera sombra tal y como tres reyes, llegados allende las fronteras, lo habían prevenido leyendo el camino de alguna estrella a través de los cielos nocturnos. Roma callaba y dejaba hacer al tonto útil y renegado reyezuelo Herodes, caricatura del rey David, el trabajo sucio de desembarazar a Roma de enemigos.
La familia poco a poco iba acercándose a la tierra de Galilea y pronto podrían practicar al neonato el Berit Milá o pacto de la circuncisión con Abraham.
El humilde y lento borrico portaba en sus lomos a una mujer de aspecto grácil, bella sin más, de mirada límpida y esbelta figura. Llevaba en su regazo, lejos de miradas indiscretas, al niño —niño como los demás—, aunque algo parecía sobresalir de aquel ser inocente que llamaba la atención del papá. No sabía qué era ello, una tenue irradiación salida como un reflejo de su aún escaso cabello infantil.
Atravesaron las tierras de los padres y profetas del pueblo de Israel Abraham, Isaac y Jacob. Sortearon y evitaron controles policiales y policíacos, caminos sinuosos y tierras heladas, quebradas e invernales, inhóspitas, así como aldeas sospechosas y muchas preguntas indiscretas cuando no insidiosas. Yosef conducía tomando del rabero al pollino, y Miriam con Jesuah ben Yosef en brazos quienes se dejaban guiar; Nazaret su destino y Belén su origen. Herodes llamado el Grande, un auténtico orate y déspota, enloquecía en su palacio de Jerusalén buscando a quien estaba llamado a suplantarlo, mientras Augusto imperator, en Roma, dejaba que la Historia se fuera escribiendo en aquella lejana provincia del Imperio. No sabían de qué manera se estaba comenzando a escribir...
Fue doloroso, y murieron numerosas inocentes criaturas de menos de dos añitos. Pero la historia, inexorable y memoriosa fue poniendo a cada uno en su lugar. A Yosef —José— le reservaba la Historia el papel de padre, actor secundario; a Miriam —María— como dadora de vida ¡sin mancha!; y a Jesuah ben Yosef —Jesús— como Mesías y Maestro, que iba a cambiar el mundo a base de Palabras y de Hechos.
«Las guerras de Judea»
(Flavio Ben-Hur, historiador)

Cada año, media Humanidad celebra aquella conjunción de acontecimientos que marcaron un antes y un después en el devenir del Tiempo.

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La muerte verde

  Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suel...