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22.12.24

Humanidad, Historia, Hombre.


Era un modesto trabajador, él mismo sabia que con poco protagonismo aunque intuía —sin sospechar— haber tomado una importante decisión que determinaría, y mucho, el devenir de la Historia. Iba cavilando porque, eso sí, quería que su mujer y su hijo no corrieran ningún peligro. Sus conocimientos, aparte de trabajar la madera de cedro, eran muy básicos pero los suficientes para saber más corto el camino que conducía al lugar de nacimiento de su esposa, madre del niño que ésta acunaba en sus brazos, ambos a lomos de un asno comprado a última hora en el lugar donde había parido de cualquier manera la joven, «okupando» temporalmente una más que modesta casucha.
Había decidido el padre de familia caminar con mucho cuidado hacia el norte, cuidando de esquivar las patrullas de los prefectos imperiales que el largo brazo de Roma controlaba, aunque de sobra sabía por rumores, que eran aún peores los controles del tirano, rey-títere de la metrópoli. Eran 22 leguas romanas [100 km.] de caminos y veredas a través de rutas en el desierto y pobres tierras de labor entre Judea y Galilea. El carpintero no quería ya darle más vueltas a su cabeza sobre si no hubiera sido mejor tomar la ruta del sur y dirigirse a la antigua tierra egipcia de Moisés en demanda de asilo. La decisión había sido tomada... y sin marcha atrás; había soñado, o alguien le había puesto sobreaviso —no sabría decirlo con certeza, ni su esposa hacía la menor mención— que su familia estaba llamada a ejercer un papel fundamental en la Historia de la humanidad, y él, humilde artesano, no pensaba alterar los designios de Yaveh. Las tropas del rey y de la prefectura romana guardaban los cruces de los caminos exigiendo el padrón recién instaurado por los conquistadores imperiales y el reyezuelo. La desvalida caravana de desplazados no contaba con papel o documento alguno que les salvaguardara de la ley injusta decretada por el rey para deshacerse del nuevo mesías que habría nacido por aquellas fechas y por lo que había condenado a muerte a todos los niños nacidos dos años atrás, especulando criminalmente con un asegurado rango de tiempo y así asegurarse la eliminación y extinción de todos los varones. El tirano no podía permitir que ningún nacido en Judea le hiciera sombra tal y como tres reyes, llegados allende las fronteras, lo habían prevenido leyendo el camino de alguna estrella a través de los cielos nocturnos. Roma callaba y dejaba hacer al tonto útil y renegado reyezuelo Herodes, caricatura del rey David, el trabajo sucio de desembarazar a Roma de enemigos.
La familia poco a poco iba acercándose a la tierra de Galilea y pronto podrían practicar al neonato el Berit Milá o pacto de la circuncisión con Abraham.
El humilde y lento borrico portaba en sus lomos a una mujer de aspecto grácil, bella sin más, de mirada límpida y esbelta figura. Llevaba en su regazo, lejos de miradas indiscretas, al niño —niño como los demás—, aunque algo parecía sobresalir de aquel ser inocente que llamaba la atención del papá. No sabía qué era ello, una tenue irradiación salida como un reflejo de su aún escaso cabello infantil.
Atravesaron las tierras de los padres y profetas del pueblo de Israel Abraham, Isaac y Jacob. Sortearon y evitaron controles policiales y policíacos, caminos sinuosos y tierras heladas, quebradas e invernales, inhóspitas, así como aldeas sospechosas y muchas preguntas indiscretas cuando no insidiosas. Yosef conducía tomando del rabero al pollino, y Miriam con Jesuah ben Yosef en brazos quienes se dejaban guiar; Nazaret su destino y Belén su origen. Herodes llamado el Grande, un auténtico orate y déspota, enloquecía en su palacio de Jerusalén buscando a quien estaba llamado a suplantarlo, mientras Augusto imperator, en Roma, dejaba que la Historia se fuera escribiendo en aquella lejana provincia del Imperio. No sabían de qué manera se estaba comenzando a escribir...
Fue doloroso, y murieron numerosas inocentes criaturas de menos de dos añitos. Pero la historia, inexorable y memoriosa fue poniendo a cada uno en su lugar. A Yosef —José— le reservaba la Historia el papel de padre, actor secundario; a Miriam —María— como dadora de vida ¡sin mancha!; y a Jesuah ben Yosef —Jesús— como Mesías y Maestro, que iba a cambiar el mundo a base de Palabras y de Hechos.
«Las guerras de Judea»
(Flavio Ben-Hur, historiador)

Cada año, media Humanidad celebra aquella conjunción de acontecimientos que marcaron un antes y un después en el devenir del Tiempo.

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Feliz Navidad deseamos mis historiadores y yo a los miles de seguidores y amigos de mi bloc abierto de par en par. Por sus innumerables muestras de apoyo a Mi Persona, gracias diez, gracias cien y gracias mil.

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