27.12.21

Del Ambroz al Orinoco


 —¡Papá, papá!¡Se me ha enganchado la cucharilla!
—No se te ha enganchado. Traes una. ¡Espera!
Se incorporó rápidamente, puso el cigarrillo en sus labios y se acercó. Le entregué la caña de pescar que me había dejado minutos antes —con nueve años no me estaba permitido tener licencia ni poseer mi propia caña—, y con certeros golpes de manivela del carrete fue ti- rando, jalando de la caña con las dos manos, unas veces su- biéndola y otras bajándola, como en una especie de pasos de baile, hasta casi tocar el agua. Poco a poco fue atrayéndola hacia sí hasta que, a dos o tres metros, la sacó fuera del agua.

Yo estaba maravillado. La había lanzado como lo había aprendido de él: liberando el finísimo hilo de ‘nylon’ del carrete tomándolo con el dedo índice a modo de gati- llo, y abriendo al mismo tiempo el dispositivo que lo mante- nía enrollado. Con un certero disparo, apuntando a la cabece- ra del charco, exactamente a la cascada, la pequeña cuchari- lla formada por tres minúsculos anzuelos unidos a una bri- llante placa dorada, que giraba sobre su eje, voló hacia el agua imitando el vuelo de las libélulas. De repente surgió, como un rayo, un pez que se abalanzó al encuentro del señuelo que llegaba, justo en ese momento, a unos centímetros por encima de la superficie del agua.

La caña, corta y ligera —plateada—, combada hasta casi formar un semicírculo completo, traía prendida una trucha que se revolvía con un alboroto tal, que fue imposible apreciar su tamaño hasta que mi padre la depositó cerca de mí, sobre la gran lancha de piedra en la que estábamos apos- tados. La agarró con fuerza entre sus manos, aunque le costó trabajo, pues la trucha continuaba dando latigazos con su cuerpo, tratando de soltar el mortífero bocado. Pero mi pa- dre, pescador experto, la asió con su mano izquierda y la su- jetó firmemente. Me acerqué con gran entusiasmo, pues era mi “bautismo de pescador”, aunque sabía que me había faltado hacer lo más complicado: atraerla hacia mí con tiento, con tacto, casi con mimo, ora tirando, ora ‘dando carrete’ para evitar que se liberase y asustar al resto de las truchas del charco. Pero todo se andaría, pensé.

—Hay que devolverla, Alfonso Carlos, no tie- ne la medida reglamentaria.

—Pero papá... —protesté mientras mi padre, Eutimio, con todo cuidado, extraía el minúsculo arpón de una de las agallas. El salmónido movía las aletas y su cola con furia, boqueando y mostrando dos filas de puntiagudos y dimi- nutos dientes en busca del oxígeno que ya le empezaba a faltar.

—Quieta, bruta, si te voy a soltar...
—Papá, no la sueltes —supliqué.

—Nada, Alfonso Carlos; no quiero líos con la Guardia Civil. Está prohibido pescar truchas de menos de diez centímetros y sanseacabó —aseveró—. Mira, están ciegas de rabia. Debe ser que barruntan más calor. Tiene prendido el

anzuelo en el fondo de la agalla. ¡Qué bárbaro!
Yo miraba por última vez la pequeña trucha, de color gris oscuro, con pintas negras; el abdomen, casi blan- co, brillaba al darle los últimos rayos del sol filtrándose entre las ramas de los árboles de los márgenes del río. A mí también me daba pena de mi “trofeo”. Así que mi padre dijo:

—¡Hala!, al agua de nuevo; el año que viene nos volve- remos a ver.

Y soltó el pequeño pez sumergiéndolo en las frías aguas del Ambroz, comenzando a aletear, casi de costado, hasta que consiguió recuperar la vertical y dirigirse ve- lozmente hacia el centro del pequeño charco, en busca de la tronera, al lado de la pequeña cascada donde había sido capturada.

—Venga, Alfonso Carlos —mi padre nunca me llamaba Fonsi, como lo hacían mi madre y mis hermanos—, vamos a merendar.

Dejó la caña sobre la lancha y abrió la cos- tera mientras tanto, en cuclillas, yo me lavaba las manos en el charco. La tarde caía acentuando los colores verdes de la foresta de castaños, punteados de erizos todavía encerrando el preciado fruto. El azul del cielo, intensificado debido a la altitud en la que nos encontrábamos; abajo, en el valle se veía el pueblo —Sangervasio— donde sobresalía la iglesia de la Virgen del Lirio y la silueta inquietante de la Abadía Trinitaria. En el horizonte el pantano, como una colosal man- cha plateada, a modo de gigantesco espejo, reflejando los úl- timos rayos del sol de aquel día de comienzo de verano. Sólo se oía el rumor del agua serpenteando por entre los cancha- les, formando cascadas y remansos de aguas increíblemente cristalinas, pudiéndose ver con toda claridad, aumentado como por una gran lente de aumento, el fondo pedregoso.

Por encima de nosotros, al pie del nacimien- to del río, el picacho Pinzarrón se erguía majestuoso, mos- trando unos perfiles distintos a la familiar silueta que, desde miles de años atrás, preside la vida del valle. Y el silencio, acentuado por la brisa que comenzaba a refrescar la tarde de aquel caluroso día, moviendo las hojas de los ali- sos, chopos y castaños formando un frondoso túnel sobre el río Ambroz.

—Toma, Alfonso Carlos— dijo ofreciéndome un pequeño bocadillo con dos onzas de chocolate.

Se había desprendido de las botas de pescar de color gris que le llegaban hasta la cintura, sujetadas con unas correas, y extrajo de la costera un pequeño artilugio que me maravillaba: un diminuto infiernillo del que se des- prendía un trípode y se adaptaba convenientemente a fin de colocar encima el recipiente para calentar su contenido. Em- butida en el pequeño cuerpo del “hogar” —mi padre lo llamaba ‘chumino’— sobresalía una pequeña mecha empapada en alcohol de quemar. Yo siempre observaba, absorto, el ritual que cele- braba cada vez que pretendía tomar café. Aplicó, encendido, el mechero de martillo, y una pequeña llama azulada surgió de repente. Tomó agua del charco con el vaso y lo colocó sobre el trípode, encima de la llama.

            —Papá.
            —¿Qué ocurre?

—Cuéntame algo del tío Amós.
—¿Qué quieres que te cuente? —dijo con un leve tono de fastidio—. Te he contado todo lo que sé de él.

—¿Por qué se fue a América? —pregunté, dispuesto a sonsacarle.


—No lo sé. Era un poco “bala” —contestó enco- giéndose de hombros—. Pero buena persona y un gran dibujante

—puntualizó rápidamente.
»Era un aventurero al que España se le quedó chica. Se empeñó en ir a vivir con los caucheros surameri- canos, y se marchó, ¡vaya si se marchó!, en los años veinte, comenzando su aventura desde Ciudad Bolívar, en Venezuela, remontando el río Orinoco y desviándose, más tarde, por el Caura, uno de sus afluentes y recorrer la selva hasta llegar a Manaos, en Brasil, para remontar el Amazonas y bajando, re- gresar de nuevo al Delta del Orinoco.

                   —¿Y dónde está ahora?

—Cualquiera lo sabe. Cuando entré en Ma- drid, con la columna Yagüe, en el 39, fui a buscarlo a su última dirección conocida, en San Ginés, pero no estaba. Si lo hubiera localizado, me habría quedado con él, pues tenía otros proyectos de viajes. Me da la impresión de que tomó el camino a Valencia, cuando intuyó la que se le podía venir encima. Si vive..., ¡qué sé yo!, lo mismo puede estar viviendo en los antros de Calcuta o alojado en el palacio del Negus de Abisinia, o... ¿porqué no?, invitado de honor en algún rancho de Tejas, o quizá en la dacha de algún gerifalte de Moscú.

Era capaz de todo.

»No he vuelto a saber de él. Me hizo lle- gar, durante la guerra, un par de ejemplares de la revis- ta “Siluetas” donde venían transcritas, y dibujadas por él mismo, sus aventuras. Veintitrés años ya. —Mi padre emitió un profundo suspiro, mientras se daba intensos masajes en las

piernas, disimulando lo que me pareció un rictus de dolor.
El agua estaba ya a punto de hervir y ex- trajo otra de sus maravillas: un vaso metálico plegable, “recuerdo”, dijo casi de carrerilla, “del capitán Montero, que me lo prestó minutos antes de caer acribillado por una grana- da a las puertas de la Escuela de Ingenieros en la Ciudad

Universitaria, el quince de noviembre del treinta y seis”. Abrió un pequeño bote de Nescafé del que tomó dos cucharadas, añadió azúcar y lo vertió todo en el agua. Removió la infusión y se la acercó a los labios soplando y bebiendo al mismo tiempo, en un gesto casi imposible.

—Cuéntame cuando el tío Amós salvó de morir a un viejo.

—¿Otra vez, Alfonso? Van no sé cuántas veces, y si tu madre me oye meterte historias en la cabeza, aunque sean reales... No quiero jaleos ni mandangas. 

»...Pues nada... que mi primo Amós caminaba por las orillas del Caura, al haber tenido que desembarcar del vapor en Maripa —mi padre, encendió otro cigarrillo y sorbió, haciendo un pequeño ruido al apurar el resto del café—, pero en la ruta hacia Soapure y el poblado de Las Trincheras se perdió pues su guía, un hombre malcarado llamado “El Mocho”, que le había orientado por la jungla hasta entonces, lo aban- donó antes de llegar, y Amós, extraviado, espantado por la soledad —aquella frase se me quedaría grabada para siempre— estuvo a punto de morir a causa de la gran cantidad de arañas y hormigas, caribes y serpientes, jaguares y mosquitos que poblaban aquellos parajes. Menos mal que podía comer fruta, aunque toda ella desconocida para él. ”Sólo hay que comer la que esté picada por los pájaros o roída por los monos. Esa no es venenosa”, le había enseñado el Mocho.

»Tan mal lo pasó que hubo de parar en mitad de un claro de la selva, porque el pobre estaba “enniguao”.

             —¿Y qué era eso?

—Que tenía niguas, unos insectos que penetran en las plantas de los pies y te los corroen. Bueno... pues re- sulta que se dio de bruces con cinco indios “panares” que llevaban a un pobre hombre hecho un ovillo, en postura fetal, metido en una red. Mi primo, que siempre se tuvo por un tío ‘bragao’, aunque no pasaba del metro y medio de estatura, en lugar de preguntar por la ruta que debía seguir para llegar a Soapure, se interesó adónde llevaban al anciano. Los indios, que llevaban taparrabo, le dijeron por señas que lo llevaban a “encatumarar”. Uno de ellos, de nombre Curubuyari, con la cara pintada, hablando algo de español, le explicó que en su tribu, a aquél que ya no podía trabajar, y estaba enfermo o ciego, le metían en una red y lo colgaban de la rama de un árbol, cerca del río. Pasados dos o tres meses, volvían a re- cogerlo.

Mi padre, llegado a este punto, siempre procura- ba hacer una larga pausa, como si quisiera que su relato surtiera el efecto debido, o sea, impresionarme. A mí, como tan- tas otras veces, aquella historia no dejaba de afectarme, pe- ro aquel día con la tarde declinando sobre el Ambroz, un leve escalofrío me recorrió la espina dorsal. Se había hecho un profundo silencio a lo largo del cauce, y mi padre me miraba y sonreía, continuando su relato.

—¡Qué bárbaro, chacho! Y lo peor de todo, el suplicio de tántalo: el pobre hombre sabiendo tan cerca el agua y la comida y sin poder alcanzarlo; sólo esperando el fin —reflexionaba mi padre, mientras yo miraba de reojo las ramas de los árboles que caían sobre los charcos del Ambroz—. ¿Te imaginas lo que encontraban cuando regresaban después de tanto tiempo?

                 —No, ¿qué encontraban? —preguntaba temiendo, como siempre, un final distinto, a cuál más truculento.

—Pues esta vez, nada. Porque Amós, que esta- ba bien documentado sobre las costumbres de los indígenas, sin más, comenzó a entonar la música de “La corte del faraón” y, con una letra improvisada pero apropiada, cantando con grandes aspavientos, amenazó a aquellos indios con la ira que desencadenaría el dios Mauari, protector de los ancianos panares.

>>Y mientras el pobre hombre, metido en la red, asistía ajeno a aquella escena, los indios, luego de parlamentar entre ellos, decidieron desistir de llevar a cabo la cruel ceremonia y regresar a la aldea, prometiendo al “do- torsito” Amós Giles Toledano, que erradicarían aquella cos- tumbre. Como era de esperar, el “joío” Amós no desaprovechó la ocasión, olvidó momentáneamente Soapure —la meta de aque- lla etapa—, y se internó con ellos en las profundidades de la selva bolivariana.

—Y fue padrino de un indiecito, ¿no, papá? —Sí. Amós asistió al bautizo de un niño en la misma tribu del anciano recién salvado. Lo alojaron en la cabaña de Curubuyari donde vivían, al menos, cincuenta o se- senta personas ya que los 'panares' tenían la costumbre de llevar a todos los hijos, cuando se casan, y a todos los ma- ridos y esposas, y a los hijos de éstos, a la cabaña de los padres. Así que, cuando llegó, entró en una enorme cabaña donde había unos postes clavados en el suelo, y de cada dos pendían una serie de chinchorros para los matrimonios y sus hijos.

»Cuando llegaron, Amós observó, sorpren- dido, cómo un indio con muchos collares y plumas en la cabe- za, con sumo cuidado y mimo, había tomado a un recién nacido entre sus manos y chupaba todo su cuerpo, cuidadosamente, co- mo limpiándolo “para sacar al Espíritu Malo”, le explicó Curubuyari. El niño era nieto de éste. Pero lo que más gracia le hizo a Amós fue que, en un chinchorro cercano, un indio, joven, daba grandes alaridos. “Es el padre y está así desde que nació el ‘barrigón’ hace cinco días; es que fue un parto difícil”, le justificaron. Resulta que, mientras la madre ya trajinaba dentro de la choza, el padre sufría los dolores del parto hasta el momento del bautizo.

»Así que el ‘chupador’, una vez realizada la misión de limpiar completamente al crío, y realizar algu- nos conjuros, se lo entregó a la madre. El padre, en aquel momento, dejó de aullar después de tantos días, se acercó al ‘barrigón’ y pintó con ayuda del curandero una especie de en- rejado, por todo su cuerpo, para evitar que el mal espíritu volviese a entrar en el niño. A continuación preguntaron a Amós por su ‘gracia’ (su nombre), que se la dijo, y todos los presentes repitieron: ‘Amós Giles Toledano’, ’Amós Giles To- ledano’ varias veces, porque ese fue el nombre que impusieron al chiquillo.

»Ya lo sabes: en la selva del Orinoco debe haber un indio, quizá ya sea abuelo, con nuestro mismo apellido —. Mi padre se me quedó mirando, con un gesto de ín- timo orgullo; sabía que sentía lo mismo que él, pues yo era el único que me interesaba por las historias del “tío” Amós en los cauchales del Amazonas.

—Bueno, ya está bien. Hoy no te puedes quejar. Te he contado historias de muerte y de vida, como real- mente ocurre en este dichoso mundo. Voy a tirar un par de ve- ces con la caña en ese charco, a ver si llevamos la cena. Anochece y tu madre se va a preocupar.

Regresamos a Sangervasio, bajando por el Camino de la Luz, en silencio. Yo caminaba un par de pasos detrás de mi padre, oyendo ladrar a los perros de las huertas colindantes a la vereda; el sol había desaparecido tras el embalse de Guriel-Talabán y las sombras lo iban envolviendo todo. Sangervasio, a lo lejos, con las primeras luces encen- didas, aparecía y desaparecía a cada recodo del sinuoso camino.

De vez en cuando aquel hombre, Eutimio, mi padre, paraba y de nuevo se daba masajes en la pierna izquierda. Una de las veces en que hicimos un alto junto a los castañarejos de la Umbría del Rey, abrió un bolsillo de su desgastada sa- hariana marrón, reconvertida en cazadora, y rebuscó. Jamás olvidaría, a mis nueve años, aquella escena de mi padre to- mando medicinas: desenroscó un frasco con una etiqueta amari- llenta, de letras negras y grandes: “DEPURATIVO RICHELET CON SALES HALÓGENAS DE MAGNESIO” y bebió un corto trago, casi por compromiso. Me miró fijamente y hube de prometerle no decir a mi madre que me había vuelto a contar la historia “del Amós”, que había fumado, y que había tomado Nescafé con azúcar.

Al cruzar el Pontón de Hierro, sobre el Ambroz, y tomar la calleja de la Abadía Trinitaria, diez lentas campa- nadas del reloj comenzaban a caer pausadas, solemnes, sobre las plazas y callejuelas de San Gervasio.

Aquella noche, muerto de sueño, cené la única trucha capturada rellena de torreznos de tocino frito. Once centímetros, aseguró mi padre —Eutimio Toledano—, medía.

FIN



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