Cuando paseo estas riberas del Odiel a su paso por Gibraleón, me viene a la memoria, a pesar de las diferencias de pueblos y de rios -no se parecen en nada-, mi primer dia de vacaciones de la Escuela Elemental de mi pueblo de nacimiento, Hervás.
Por delante se presentaban tres largos meses que había que llenar fuera como fuese. Apretaba el calor pero sin excesos y todavía los ríos bajaban crecidos. Aquel primer día de vacaciones coincidió con el primo de mi madre, Ramón, que residía en Salamanca, y que había bajado a Hervás para comprar cerezas. "Asentador" fue la palabra que me dijo para definirme su oficio. Era de mediana edad y se le notaba la finura de la capital. Durante una dura mañana tratando con la cooperativa, había cerrado los tratos correspondientes y después de comer se empeñó en bañarse en las aguas del Ambroz y "apreciar in situ" las propiedades que hacían tener tanto éxito en el mercado de la Plaza Mayor salmantina las cerezas picotas del pueblo que en pocas horas estarían a la venta en los puestos. Mi madre me encargó acompañarlo y, no demasiado convecido, lo llevé hasta el único charco que por aquel entonces era el más accesible, el charco de la Palomas, una poza en la que el agua del deshielo de la montaña se acumulaba y se estancaba renovándose cada dos o tres horas. Una piscina horadada a base de miles y miles de años de corrientes de aguas bravías, de orillas de grandes lanchones graníticos que servían de trampolín, de solarium de morenos express, de secados a base de tiritonas, de lugar de juegos y de coqueteos...; en la orilla opuesta, las barrancas cubiertas de hierbas y espesa y verde vegetación. Más abajo una cascada escalonada salvaba el desnivel del río hasta llegar a las "simas" de los bajos prohibidos del Puente de hierro por donde discurrían los trenes de mercancías y de viajeros uniendo el norte y el sur de España. El charco era un auténtico cristal de aumento y mi afición preferida era tenderme en una lancha justo al borde del agua y así, inmovil, esperaba a que las truchas aparecieran desde sus troneras. Cuando intentaba meter muy despacio la mano, como un verdadero rayo desaparecían hasta la cascada de entrada al charco. Si acaso durante un segundo, me daba tiempo a ver las iriscencias de los lomos de las esquivas truchas del Ambroz.
Ensimismado, el primo Ramón se acercó y me dio una piedra del tamaño de un huevo de paloma y me pidió que la guardara, mientras él se lanzaba de cabeza al charco las Palomas. Las truchas desaparecieron definitivamente y el agua dejó de ser un cristal de aumento para convertirse en un cristal como de duralex. Ramón se cruzó dos veces el charco sin salir a respirar una sola vez y pensé que era un poco insconciente, propio de los de capital. Yo lo observaba y también pensaba si en el tren que atravesaba en ese momento dirección a la estación de Hervás, iría Toñi Salvador con su familia de Soria. No estaba seguro pero pronto, a la noche lo sabría. No podía ser posible que en un año hubiera olvidado el verano, nuestro verano anterior...
Ramón salió del agua y se puso a saltar para secarse y entrar en calor sobre el canchal como un masai en su tribu africana. Cuando me pidió la piedra que me había dejado en depósito, me di cuenta de que la había arrojado, o se me había caido, no pude asegurarlo, entre dos canchales y a buen seguro que se encontraba casi en el centro de la Tierra. El primo Ramón se me enfadó, y con razón pues recuerdo muy bien las vetas doradas que atravesaban aquel guijarro. No me volvió a mirar en toda la tarde no sin antes decirme no sé qué de material de alubión, de sedimentos auríferos, y de que cuando se lo contara a no sé quién orfebre de Salamanca no se lo creería. Cada vez que voy por las orillas del Odiel, me acuerdo de la presunta pepita de oro del Ambroz. En el Odiel casi se ven a simple vista, arrastradas por las corrientes desde las minas romanas.
Odiel y Ambroz, distintos pero de cuencas ricas en tesoros minerales y frutales respectivamente. Aquello no era oro, no. Era mi primer día de vacaciones y Ramón regresó a Salamanca con miles de pepitas de oro rojo comestible... Foto, Lola Gomez Dominguez