© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.

6.8.21

Gota fría en levante

Hoy mismo, recién llegados a casa mi marido y yo nos vamos a sentar y reflexionar sobre el camino a tomar en nuestro matrimonio. Han sido diez días de vacaciones, en los que ha ocurrido lo que hace escasamente quince ni se me hubiera pasado por la imaginación. 
He de decir que si no lo esperaba tal como se ha desarrollado, sí imaginaba que algo ocurriría: cuarenta y cinco años, veinte de matrimonio, dos hijos en el mundo —volando solos— con un empleo aceptable —jefa de sección en una empresa de componentes electrónicos— a cambio de un sueldo decente, y un piso, ya pagado, montado por todo lo alto pero el matrimonio haciendo agua por todas partes. 
 Y mira por donde, resulta que a mi querido esposo le entró de repente una depresión que es que no quiso ni que le ayudase ni nada, y es que resulta que tiene un negocio a medias, una especie de cartera de



valores, y aunque él juraba y perjuraba que todo estaba bien, no paraba de decirme el yuyu que le entraba leyendo la prensa; y yo, harta de decirle que acudiera a un psicólogo para que no continuase con ese sentimiento de culpa y que le ha repercutido en sus capacidades sexuales. Ha sido el colmo de la paciencia, y ésta se me ha agotado. 
A punto de salir de vacaciones, un día antes de la partida, me dijo que no podía ir, que debía continuar acudiendo a la oficina, a revisar toda la documentación acumulada durante los tres años que hacía que tenía la agencia de depósitos, porque quería estar seguro de que todo estaba en regla. Estás loco, traté de calmarlo, ¿cómo vas a andar revisando todo, a estas alturas, si has actuado con la ley en la mano, los depósitos de los clientes los inviertes y pagas religiosa y puntualmente los intereses acordados? Olvídate y relájate, le dije por activa y por pasiva, encárgalo a tu socio —en ese momento puso cara de asombro y enarcó exageradamente las cejas—. Es más, te prometo que al regreso, yo misma te ayudo: nos metemos en la oficina y revisamos todo hasta quedar completamente convencido de tu honestidad y transparencia. Pido excedencia en mi trabajo para ayudarte, cariño, pero vámonos de vacaciones como teníamos programado. No hubo manera. 
Con las maletas preparadas y el mapa —nosotros somos de los de «carretera, manta y Visa»—, el frigorífico lleno de alimentos para los niños —18 y 19—, y comida para “Perki” nuestro gato siamés, allí estaba yo como una tonta, en mitad del pasillo, rodeada de maletas, y mi maridito en plena crisis de histerismo maníacodepresivo, viéndose, ya, bajando la rampa y entrando en la Audiencia Nacional, para salir camino de la prisión Ocaña II, procesado por estafa monumental. Les puedo prometer que no he visto la película, ni sé con absoluta certeza de qué trata, pero les aseguro que la imagen de Thelma y Luise, a bordo de un automóvil, cruzando los Estados Unidos, pasó por mi mente. Convoqué a mi marido y se lo planteé: tú te metes en la oficina asegurándote de no estar cometiendo ningún delito y yo, si no te importa, me voy, según lo previsto, sola, a pasar unos días de descanso tal y como teníamos planeado. Se le iluminó la cara por un instante. Sonrió y me dio un beso, me dijo que me fuera tranquila, que pasase los diez días lo mejor que pudiera, que no me preocupase por nada, y que me llamaría al móvil, caso de que hubiese solucionado todo. Yo quedé en que le llamaría regularmente para que supiese por dónde andaba. 


Así que, dicho y hecho: en menos de media hora me encontraba conduciendo por la circunvalación M40 en busca de la salida de la ciudad, y aunque no lo tenía muy claro, decidí salir zumbando hacia la costa, por lo que, en cuanto enfilé la nacional III, me arrellané en el asiento y apreté el acelerador, procurando alejar los pensamientos que, sin querer, habían anidado en mi cerebro. Al cuerno, me dije, si mi marido tiene complejos de culpabilidad yo no voy a caer en ellos así que, adelante. 
 Los kilómetros y la carretera pasaban y casi sin darme cuenta, me encontré con una bifurcación, e inmediatamente tomé la decisión de evitar las aglomeraciones y opté por desviarme más hacia el sur, por ejemplo, Alicante. Paré a repostar gasolina y, de paso, entré en un restaurante de carretera para almorzar. Dejé a medias el gazpacho y la trucha rellena que me pusieron como plato del día. Primera llamada a la oficina y en pocas palabras mi marido me dio largas; estaba enfrascado, y le comuniqué cuál era mi ruta. 
A medida que discurrían los kilómetros me pregunté si habría hecho bien en dejarlo solo cuando, quizá, más me necesitaba. De acuerdo que las informaciones de los últimos días respecto a la estafa del siglo, como empezaba a denominar la prensa la desaparición de treinta mil millones de la agencia de valores Mascartera, era para ponerse las barbas a remojar y atarse bien los machos, pero la Mascartinver, la empresa que dirigía mi marido, era de toda solvencia y en la Bolsa era todo de una gran claridad, con una lista de inversionistas —pequeña— pero de absoluta confianza, como tantas veces había escuchado comentar a mi marido, aunque cada vez que hablaba de su socio y consejero delegado, a mi marido se le ponía un mohín que me resultaba sospechoso. En fin, a lo hecho, pecho, porque yo me vaya sola de viaje tampoco se va a hundir el mundo. Me considero una mujer liberada, y había llegado el momento de demostrármelo a mi misma. Sola, joven —bueno, madurita—, de economía autosuficiente, ¿por qué no unas pequeñas vacaciones?. 
Dejé atrás sin darme cuenta, Albacete donde decidí dejar la autopista e internarme por el pequeño laberinto de carreteras nacionales y autonómicas. Me sentía satisfecha, pues por vez primera en veinte años de matrimonio, era la primera vez que, en algo tan simple como viajar en automóvil, yo misma era la que tomaba las decisiones: cuándo y por dónde desviarse; dónde parar y dónde comer o dormir. Y no como hasta entonces que sólo le servía a mi marido para encenderle los cigarrillos cuando conducía, echar un vistazo al mapa de carreteras y preguntar en los hoteles si había habitación. Y ahora era todo de mi absoluta responsabilidad. Como en mi trabajo. 
La carretera serpenteante, de pronto se vio invadida por automóviles que se cruzaban o me precedían y seguían. El paisaje comenzó a llenarse de urbanizaciones que aparecían y desaparecían entre los pinares que llenan las escarpadas crestas de la cadena mediterránea. El aire, a través de la ventanilla, me traía aromas a naturaleza y a mar. Estaba absorta en la vista del paisaje, largamente añorado durante todo el año, cuando un chirrido agudo de neumáticos me hizo volver a la realidad. Llegó a mis oídos, luego a mi cerebro y en una fracción de segundo vi que el coche que iba delante estaba parado. Sólo pude pisar a fondo el pedal del freno y el coche también se quejó: lanzó un largo y agudo grito en forma de rodada sobre el asfalto. Me quedé a una cuarta del coche delantero. Incluso pude ver los ojos del conductor que se clavaban en los míos, a través de su espejo retrovisor. El corazón se me subió a la garganta, pensando en lo que había estado a punto de ocurrir. 
Cuando el semáforo cambió al verde, el primero que veía desde que salí de Madrid, me abroché el cinturón de seguridad, aunque a los pocos minutos de continuas bajadas y curvas me encontré frente a un espectáculo conmovedor: Sobre la playa, en la lejanía, resaltando el horizonte del mar, una inmensa mole calcárea, elevándose 400 ó 500 metros y con unos colores y contraluces producidos por los rayos del sol, cayendo casi en horizontal, dando un aspecto totémico, dominando el mundo a sus pies. Continué descendiendo las pendientes de Aitana, atravesando rotondas, mientras leía los numerosos anuncios de urbanizaciones y negocios, escritos en varios idiomas predominando el alemán. Había ocurrido lo previsto; como en una ruleta, la fuerza centrífuga había cesado llegando al final de mi destino. 
Frené junto al acerado de las primeras casas del pueblo ante un panel informativo. Hoteles, hoteles y hoteles. Sin dudarlo, me dirigí hacia el puerto mientras el Peñón de Ifach iba agigantándose y perdiendo la perspectiva que había advertido desde la lejanía. Ahora el «peñal» lo dominaba todo y mirando a su cumbre, desde sus mismos pies, me sentí como una hormiga, a su capricho. En el puerto de Calpe estacioné el coche y encontré un hotel —el Nuevas Hébridas—, donde conseguí la única habitación libre, con vistas a la bahía desde el 8º piso. 
Decidí comunicarlo a mi esposo, aunque, como hacía a menudo, preferí escribir un mensaje a su móvil, con los datos del alojamiento. Algunos barcos pesqueros entraban por la bocana, y en la playa, situada a poniente, algunos bañistas apuraban la última hora de la caída del sol, mientras un socorrista de la Cruz Roja arriaba una pequeña bandera roja.

 
Sin dudarlo, me desnudé y me puse el biquini que me había comprado un par de días antes. En la bolsa de playa metí lo normal: las cremas y filtros solares, la toalla, el tabaco y una gorrita de mi marido. Dudé un instante pero, finalmente, decidí dejar el móvil recargando en la habitación. El recepcionista me saludó y miró su reloj. Comenzaba a declinar la tarde y no podía desaprovechar un minuto. Atravesé la calle y a través de una pasarela de madera sobre la playa me dirigí hasta la misma orilla. Las olas se estrellaban contra la arena. A mí me parecieron pequeñas, en comparación con las olas del Cantábrico, y deduje que la bandera de prohibición habría ondeado por cualquier otra causa. Dejé los bártulos sobre la arena y me sumergí en el agua. 
Un año soñando con aquel momento. El agua estaba templada; las olas me arrastraron para dentro, y entonces fue cuando me di cuenta del peligro que alertaban con las banderas. No me ocurrió nada pero tuve conciencia de que yo era de tierra adentro y de que al mar hay que tratarlo con respeto. Estuve nadando un buen rato, haciendo pie en todo momento hasta que me di cuenta de que la playa se estaba quedando vacía, así que decidí salir. Lo hice y cogí la toalla con la que estuve secándome aunque el viento de levante era cálido y no sentí la menor sensación de frío. 
Estaba restregándome la espalda que me picaba por el salitre y entonces fue cuando nuestras miradas se cruzaron. Estaba echado sobre una gran toalla y me ruboricé pues el descarado no apartaba su mirada. Hice memoria pues aquella misma mirada la había visto antes. Claro, era la del automovilista con quien estuve a punto de tener un choque en la bajada de la sierra de Aitana. El caso es que en las décimas de segundo que lo observé, pude apreciar la figura de su cuerpo, en una posición tal que parecía estar completamente desnudo. Era de constitución atlética, aunque sin exagerar, acostado sobre la toalla y su cabeza ladeada, apoyada en su antebrazo derecho. Se notaba que no era su primer día de playa. Bronceado, el pelo negro, y con uni bañador minúsculo que se le introducía entre sus glúteos, de ahí que me pareciera, en principio, que estaba desnudo. Yo continué secándome, aunque el corazón parecía salírseme por la garganta. Parecía mentira que aquella mínima cantidad de tela de su bañador —azul— marcase la diferencia entre la desnudez total y el traje de baño políticamente correcto. Acabé de secarme y recoger las cosas; no sabía si sentarme e iniciar un pequeño escarceo —por qué no, si tenía todas las “quejas” de mi marido al respecto—, o salir de allí y dirigirme al hotel. 
Yo no me considero una mujer ligera, o casquivana, qué va, todo lo contrario, incluso tengo fama de puritana, me he considerado siempre una mujer con la cabeza sobre los hombros, con mucho contacto profesional con hombres en mi trabajo, y jamás he sentido la menor intención de tontear con nadie. Pero aquello era diferente. Desde el dichoso asunto de Mascartera, mi marido estaba lo que se dice «missing», pasaba olímpicamente de mí, y lo peor es que yo había intentado animarlo, pero él lo había evitado, por no decir despreciado. Y ahora yo, allí, sola, en una playa también solitaria, rodeada de bloques de apartamentos, y un tipo, por qué no decirlo, cachas mirándome fijamente. Lo observé de soslayo al tiempo que se incorporaba de un salto. Yo también me quedé mirándolo y vi que lo que me parecía un escandaloso tanga o un mínimo triángulo de tela cubriendo también lo mínimo indispensable, no era sino un bañador de lo más modoso que en aquel momento se lo desenrollaba triangularmente por la parte delantera desde las mismas ingles. Me dio tiempo a observar lo dotado que estaba. A continuación se lo extrajo de su trasero y sin que me diera cuenta estaba a dos pasos escasos de mí, sonriendo y tendiéndome su mano, que dejé en el aire mientras le miraba extasiada sus pectorales, brazos y piernas completamente desprovistos de vello. 
—Hola, me llamo… 
—No me interesa —acerté a contestar, intuyendo que no me había reconocido. 
—Bueno mujer, no te pongas así. Te he visto salir del hotel —era un poco más alto que yo y el salitre se le había cristalizado en su cara dándole un aspecto de niño travieso—. Así que somos vecinos, porque también me alojo allí. 
—Pues qué guai —me estaba saliendo la actitud sarcástica que tan bien me iba, aunque mi corazón latía con violencia. Comencé a caminar hasta la zona de chiringuitos, mientras él recogía sus escasas pertenencias —toalla, cajetilla de tabaco y poco más— y noté que, en un santiamén, se colocó de nuevo a mi lado. Por primera vez me sentí indefensa ante un hombre de no más de veintiocho años—. Pero he de dejarte pues quiero continuar sola —mentí, pudiendo haberlo alejado con sólo mencionar a mi marido. Pero no lo hice. En el ascensor me dijo su nombre, y yo le dije el mío. 
 —Te espero a las diez en punto en la puerta. Te invito a una mariscada —dijo mientras salía del ascensor en el 4º piso, sin darme tiempo a reaccionar y declinar el ofrecimiento. 
En mi habitación, mientras dejaba caer el agua de la ducha, justamente tibia, sobre mi cuerpo, no dejaba de darle vueltas a aquel pequeño incidente que, lejos de molestarme, me agradaba, con una sensación de pequeña aventura en ciernes, pero con el firme propósito de ir caminando siempre sobre lugar seguro. De ello me encargaría yo. Qué demonios, la cosa no era tan grave. De la maleta extraje un vestido verde, el más llamativo que tenía. Me dejé el pelo suelto —previo toque de gomina— y me puse zapatos de tacón. Me miré en el espejo de la habitación y hube de estirarme el vestido que me llegaba escasamente hasta la mitad de mis muslos. La verdad es que no aparentaba los cuarenta y cinco años que especificaba mi «denei», y mis pechos podían competir en turgencia y firmeza con cualquiera de las chavalas que pululaban por playas y ciudades, así que decidí dejar el sujetador «olvidado» en la maleta. A las diez y cinco, con calculada impuntualidad, bajé al vestíbulo con la esperanza de que no estuviera allí, pero con el deseo y la sensación de que no estaría mal cenar con alguien conocido. Allí estaba, cuidadamente despeinado, tejanos desgastados y camisa «polo» azul claro pegada a su torso resaltándolo con provocación. Me sonrió luciendo una dentadura perfecta, y yo le contesté de la misma manera. Entregué la llave a la recepcionista. Durante unos segundos nos quedamos uno frente al otro sin decir palabra, como si se tratara de la primera vez que nos veíamos después de mucho tiempo. —Te voy a llevar a cenar a un sitio que te va a gustar.¿De acuerdo? —Vale, debo estar loca de remate —dije espontánea mientras esbozaba la mejor y más pícara de mis sonrisas. La verdad es que no hacíamos mala pareja, aunque se notaba que él era más joven que yo aunque no lo suficiente para ser mi hijo ni lo suficientemente mayor para resultar una pareja convencional. Me asaltó la idea de sensación de ridículo al venir a mi mente la palabra «gigoló», que era lo que me parecía. O que alguno de mis subordinados, habituales de aquel lugar de vacaciones, me viese. En fin, sumida en estos pensamientos, entramos en un restaurante, sospechosamente vacío, alejado de las marisquerías portuarias repletas de veraneantes. El camarero nos colocó en el extremo del comedor más cercano al agua del mar con una espléndida vista del Peñón de Ifach. 
 —Es impresionante, ¿verdad? —Cierto. Me ha dejado alucinada cuando llegué esta tarde. El camarero, a nuestro lado, encendió una vela en el centro de la mesa y nos preguntó qué íbamos a cenar. Yo miré a mi acompañante y le pedí tomar la decisión por mí. 
—Una mariscada extra, especial de la casa, para compartir —me dirigió una mirada cómplice y picarona—. Y para beber, blanco, Marqués de Alella, a no más de doce grados, por favor. 
 Me dejó admirada su seguridad, impropia de un hombre tan joven. Comenzó a contarme que era piloto de helicóptero, destinado en la base de Alicante, y que se dedicaba en verano al rescate de montañeros en apuros que no podían con el Peñón. Aquel día y el siguiente eran sus días de descanso. Me contó un montón de anécdotas de rescates —había perdido la cuenta en los que participó—, como cuando tuvieron que recoger a un excursionista que amenazaba con arrojarse desde la pared sur, a doscientos metros en vertical, si su novia, decía a voces en alemán, no volvía con él. Finalmente, en vista de que no recuperaba la cordura y la noche se echaba encima, lo rescataron inyectándolo un somnífero en plan «Selva del Orinoco», o sea, disparando una jeringuilla hipodérmica cargada de pentotal sódico con una cerbatana, desde el mismo helicóptero. Aquel jovencito me tenía deslumbrada. En veinticuatro horas una servidora había pasado de escuchar llantinas del «broker» de mi marido sobre inversiones, inversionistas, descapitalización y otros conceptos para mí absolutamente desconocidos en nuestro piso al lado del Manzanares, a estar dando buena cuenta de unos bogavantes, langostinos y «carabineros morunos» regados con un vino exquisito que no se notaba al entrar, acompañada de un pedazo de tío contando historias increíbles sobre el Peñón de Ifach, allí presente sobre nuestras cabezas. Era real. No tomamos postre. 
Pagó, empeñado en ello, y salimos a la brisa del paseo. Por una carretera solitaria, iluminada por unas farolas, nos encaminamos, en silencio, bordeando el mar, hasta que un cartel nos impidió continuar. Las olas chocaban rítmicamente contra las rocas, produciendo un sonido estruendoso. Los dos nos paramos y, con su ayuda, subí a las piedras de la escollera para mirar el espectacular paisaje nocturno. La luna, casi llena, en lo alto, se reflejaba sobre la ensenada. Y al fondo, a lo lejos, lo que me pareció Altea. A nuestras espaldas, el Peñón parecía precipitarse sobre nosotros. 
La cabeza comenzó a darme vueltas y sentí que caía suavemente sobre sus brazos. Por un instante nuestros rostros permanecieron a medio palmo durante cinco segundos exactamente. Me dejó suavemente de pie en el suelo y tomándome de la mano dijo: 
—Vamos, es tarde. 
Caminamos en silencio hacia el hotel, entramos y el recepcionista nocturno levantó la vista entregando nuestras respectivas llaves. Nos dio las buenas noches y entramos en el ascensor. No hubo palabras. Ni miradas. Pulsó el botón numero 8, y yo me dejé conducir como una chiquilla. Me encontraba eufórica por dentro. A la segunda, acerté con la llave. Ya no hubiera aceptado otra cosa. Los dos entramos en la habitación y de pie, uno frente al otro, me abrazó y buscó mi boca, ansiosamente, casi con violencia, con la suya. Yo la abrí y nuestras lenguas se fundieron durante largos segundos. Inmediatamente sentí cómo sus manos buscaban en mi espalda los tirantes del leve vestido que, sin esfuerzo ninguno, se deslizó hasta el suelo. Se arrodilló ante mí y buscó mis pechos con su boca. Creí enloquecer, mientras trataba de despojarlo de su camisa que no atinaba a sacarle por la cabeza. Se incorporó como un animal y me arrojó con violencia sobre la cama. De un manotazo me arrancó las bragas y de pie, despeinado, se despojó de los pantalones. Yo le miraba y me sorprendí a mi misma emitiendo un ronroneo que surgía de mi garganta. Estaba presta para todo lo que hiciera falta, había perdido la cabeza. Mañana sería tiempo para los arrepentimientos. Pero en esos momentos estaba dispuesta a deshacerme de todos los prejuicios acumulados en tantos años de matrimonio, vengándome con aquel cabrón que estaba dispuesto a abalanzarse sobre mí. Desnudo, parecido a una escultura griega, pleno en toda su belleza, lo vi dirigirse hacia la pequeña nevera y sacar un botellín de cava. En unos segundos lo descorchó y vertió un chorro a través de mis pechos, dejando que se deslizara hacia la concavidad del ombligo. Ni que decir tiene lo que hizo a continuación. Aquello era, no me cabía la menor duda, el séptimo cielo. 
 En el camino, casi llegando a la cima, sentí un pequeño zumbido que, al principio, sólo me desvió mínimamente la atención, pero después de varios segundos acabé por reaccionar y reconocer el sonido: el móvil estaba comenzando a emitir las notas machaconas del «No cambié, no cambié» de una cantante cutre que mi hija había instalado de coña en mi teléfono celular. Era medianoche, sonaba el móvil y yo estaba a punto de echar un polvo con un desconocido en la habitación de un hotel. A duras penas conseguí coger el maldito cacharro de la mesilla, donde estaba recargando. 
—Sí... —contesté con una débil voz que surgió de mi garganta, mientras mi macho continuaba su trabajo. 
 —¡Hola, cariño! —la voz de mi marido me hizo aterrizar—. ¡Buenas noticias!, no tengo de qué preocuparme. Está todo en orden en la Agencia. Esto no es un «chiringo financiero» y la Bolsa me ha comunicado que contamos con todas las bendiciones. Así que soy todo tuyo. 
 —Muy bien. Ya sabes dónde estoy —logré articular esforzándome en que no se notaran a través del auricular las cosas en las que estaba inmersa—. No vemos mañana, querido. 
 —¿Cómo que mañana? —la voz se agudizó y se elevó de tono—. Del alegrón que tengo, conseguí un billete de avión esta misma tarde. Y he llegado a Alicante, a Calpe y al Nuevas Hébridas. ¿Y sabes dónde me encuentro ahora?: enfrente de tu habitación, la 814. 
 En ese mismo momento sonó en la puerta un toque característico que yo conocía muy bien: “tiic-tic-tic-tic-tiic, toc-toc”, mientras yo me incorporaba dando un empujón al mamón que todavía consumía las últimas gotas de cava de la copa de mi ombligo. En fracciones de segundo, que son las que deciden el curso de la Historia, decidí pasar de la típica escena de película empujando al amante con un hatillo de ropa interior bajo el brazo, camino del cuarto de baño, de la terraza o del armario. En lugar de eso, puse en marcha el plan «paso adelante»: acaricié a mi «machito» en la espalda haciéndole un gesto de tranquilidad para que permaneciera en la cama. Susurró qué zorra eres. 
Desnuda, me dirigí a la puerta. Estaba a oscuras y, al abrir, descubrí a mi marido con una sonrisa de oreja a oreja. A su lado, un pequeño bolso de viaje. 
 —Hola, querido —le eché un vistazo de arriba abajo con una mirada que hacía tiempo que no tenía—. Mañana te lo puedo explicar todo. Si quieres, podemos tomar las mejores decisiones para los dos. Pero no quiero perder tiempo divagando. Estoy con un tío en la cama. Tú verás. Mi todavía marido se me quedó mirando fijamente. Esbozó una amplia sonrisa. 
 —Bueno, ya hablaremos —dijo con una voz ligeramente ronca—. ¿Me aceptáis ahora, ya? 
 Me aparté y entró. Sin encender la luz, hice las presentaciones. Aún quedaba cava en el frigorífico para brindar los tres... o lo que fuese menester. 
 Y esta es la historia. Recién llegados de vacaciones hoy mismo estamos pensando en los trámites de separación. La verdad es que no lo pasamos mal, el piloto nos puso en órbita a los dos, pero creo que mis sentimientos de culpabilidad no me dejan en paz. Mi marido regresará a su trabajo de la cartera de inversiones y está de acuerdo con el divorcio. Creemos que es lo mejor. Yo seguiré en la Compañía de microchips. Lo de Calpe fue una pasada. No hemos expresado el mínimo comentario. Y ustedes perdonen, pero les aseguro que soy una puritana. No les quepa la menor duda. «Perki» ya no quiere dormitar sobre mis piernas, y mis hijos han dejado el frigorífico vacío. 
(Continuará)

                                          F I N

15.7.21

Carta para un desastre

Melilla, Protectorado del Rif, 21 de Julio de 1921 Mi muy amados padres: espero que al recibo de esta carta se encuentren bien de salud. Yo, qué quiere que les diga, estoy bien dentro de lo que cabe. Desde que llegamos es la primera vez que tengo un rato para escribirles esta carta y contar algo de estas tierras. Ahora ya sé, yo y todos mis compañeros, dónde estamos y para qué estamos aquí. No quiero preocuparles en demasía pero no puedo ocultar el gran sufrimiento que hemos padecido y que seguimos padeciendo. Me encuentro en el cuartel de Monte Arruit y no se lo puedo ocultar hasta cuando vuelva al pueblo, Dios lo quiera que sea pronto. Me han tenido que extirpar una vista. Me han operado de una esquirla de metralla en el ojo derecho y en el hospital de campaña los médicos militares, el teniente Pereiro, no me la pudieron salvar. Tuerto. Así es como me he quedado en esta maldita guerra. No sufran por mi, que los conozco. Usted, madre, rece a la Virgen de la Salud y usted, padre, cuide de la suya para mantener la finca en condiciones y que la cosecha de cerezas y peros sirva para mantenerlos durante el año con la matanza del cochino. Siempre es preferible tener con qué vivir, eso siempre, antes que malvender la finca para solamente librarme del servicio de las armas, mil pesetas es el precio de no morir, ya sabemos que las guerras son para los pobres. Los ricos se libran, así ha sido y así por desgracia parece que va a seguir siendo. Pero ya nos han dicho que estamos aquí para salvar el honor de la Patria y luchar por el Rey Don Alfonso. Pero esta guerra cada día, cada semana o cada mes se hace dolorosa y el amor por la patria se convierte en odio al mundo. Dios me perdone pero me siento así. Cuando veníamos desde la península, me di cuenta de la gradiosidad del mar, tan grande, tan inmenso me pareció, que aún no logro entender qué tenemos en común, nuestra tierra, nuestra sierra, nuestros valles y nuestros rios, qué tiene que ver Quitapesar del Valle con esta mala tierra de barrancos piojosos, escorpiones rastreros y avichuches avistando la carroña, y la chusma mora que brinca de risco en risco buscando nuestros gaznates para rebanarlos con sus gumías. Yo he visto muertos a cientos entre nuestras filas y toda clase de salvajadas en los cuerpos de nuestros compatriotas, cabezas seccionadas, tripas fuera, cadáveres pasto de alimañas sin nada que poder hacer, ni enterrarlos pudimos, padre, y bien que tuvimos que salir de naja los pocos que quedamos vivos con el miedo en nuestras almas. No me quito de las mientes cómo tuvimos que dejar el campamento que llaman de Annual que no tuvimos arrestos, ni mando, ni armas, ni cojones (perdone, madre) para defender. Se abalanzaron sobre nosotros los bereberes cobardes y apenas quedamos algunos para contarlo. Yo y otros como yo aprendimos a disparar nuestros fusiles mauser que pesan lo que no está en los escritos y hasta la mandíbula tengo dolorida del retroceso al disparar y disparar y disparar. Y mientras tanto oleadas de moros al mando de Abdelkrim aullando en su idioma, clamando a su dios de una forma que daba jindama nada más escucharlos. Y ni con gases de «iperita» fuimos capaces de detenerlos. Hoy, gracias a Dios, esto parece más tranquilo a la espera de llegar a Melilla y rehacernos. Me han comunicado que si me repongo me volverán a movilizar, esta vez en el Regimiento de Cazadores Alcántara núm. 14 que es lo que me han escrito en un papel oficial. Y volver a empezar. Mis muy amados padres, esta carta que guardaré en mi bolsillo de la guerrera no la pienso enviar. En todo caso, muy cerca del corazón la llevo para que si un dia puedo, hacérsela llegar en persona y sin temor y si no, alguien se la hará llegar. Recen por mi y malditos sean los politicuchos que han consentido esta matanza y este desastre. Que den recuerdos a Mariana que no sé decir si debe esperarme o buscarse otro novio. Los abrazo y pido a Dios que nos volvamos a ver, aunque sea con un solo ojo. Si bajan algún dia a Plasencia, no se olviden de saludar a Pelayo el de la barbería. Su hijo amantísimo desde África les despide con respeto y con todo el amor del mundo: Juan S. G. soldado

19.12.20

La muerte verde

Los leños crepitaban en la chimenea y poco a poco el fuego iba devorando el tronco hasta dividirse en dos. Esas partes caían sobre el suelo recalentado levantando una miriada de chispas que iluminaban el salón. Yo estaba sentado en una de las tajuelas y con un badil reunía los restos de brasas y las amontonaba en el centro del hogar. Mi tío seguía narrándome la última aventura mientras en mi mente iba anidando todas y cada una de las palabras de aquel viajero que me había invitado a pasar la tarde invernal a su casa de San Ginés, en Madrid.
Me contó cómo había llegado a bordo de un vapor, desembarcando en el puerto de Cádiz. Había sido, me contó, el viaje de su vida. El salto al Océano y ver con sus propios ojos un nuevo y desconocido mundo.

España, Portugal y Francia se le habían quedado pequeñas comparadas con aquel vasto, enorme, infinito continente con los rios más caudalosos, las montañas más altas y los habitantes de todos los colores y culturas habidas y por haber. Yo lo escuchaba mientras enredaba con las brasas y él, mi tio Tomás, hermano de mi madre, me contaba retazos de su última aventura por el equinoccio americano.
—Jose, no te puedes hacer una idea de las aventuras que he vivido —chupaba una extraña cachimba hecha de madera de ébano donde a menudo introducía un montoncito de tabaco antillano, esparciendo un olor que se me quedó en mi interior y que a la larga haría de mi un gran fumador. Mi tío sujetaba la cachimba en su comisura derecha mientras por la izquierda soltaba una nube blanca y espesa de humo que se apoderaba de la habitación.
—Cuéntame lo de los indios otra vez, tío —yo sabía que no necesitaría insistir para hacer que mi tio lo narrara de nuevo.
—Nada que no sepas ya te puedo contar, Jose, a no ser que me repita —mi tio Tomás se dejaba querer y yo sabía que adornaría un poco más las historias que me contaba.— las aventuras que viví las tienes en alguna revista donde las publicaron en 1930 pero bueno, si quieres te lo repito...
—Gracias, tío, otra vez... —yo dejaba el badil a un lado y callaba mientras él sin saberlo, abonaba mi mente inquieta.
—En uno de los recodos del gran Orinoco, en plena selva, donde no llega nada de nuestra civilización, me encontré entre dos tribus, enemigas entre ellas. Yo estaba descansando en un bohío cuando me encontré con unos individuos casi desnudos y algunos armados con arcos y flechas. Todos llevaban cerbatanas con unos dardos untados con curare, un veneno mortal con el que cazaban. Me sanaron los pies que los tenía infectados de niguas, unos insectos que se meten entre la piel de los dedos de los pies. La verdad es que se portaron muy bien conmigo. Me invitaron a su aldea donde conviví durante un mes mientras me reponía. Y no podrás creer lo que vi...
—Qué, qué... —interrumpí a mi tio para azuzarle y que contara con pelos y señales
—Pues que aparte de otras costumbres que ya te contaré, tenían otra muy curiosa y consistía en que «encatumar» a los viejos, metiéndolos en una red de cáñamo que llevaban a unos remansos del rio, y la colgaban de las ramas de los árboles sobre el agua mientras el pobre viejo hecho un ovillo como un feto, sin poderse mover, miraba abajo comprendiendo lo que él a buen seguro había hecho a sus antecesores. Y allí lo dejaban abandonado durante dos meses. Trascurrido ese tiempo, regresaban...
—¿Y qué encontraban, tío? — era la pregunta que yo, siempre que tenía ocasión hacía, sabiendo que la respuesta era una y otra vez distinta a gusto de la imaginación de mi tio Tomás.
—Imagínalo tú esta vez, Jose —mi tio chupaba la cachimba y miraba como hipnotizado las lenguas de fuego que subían por la chimenea. Yo me quedaba en silencio dejando volar mi mente infantil e imaginando cómo encontrarían a los pobres viejos «encatumarados» en aquella remota tribu de las riberas del Orinoco.
—Pero eso no es nada, mocito —mi tio Tomás se quitaba la cachimba y me miraba— porque, esto que sigue ¡y es la primera vez que te lo cuento! yo no lo vi pero me lo aseguraron los «indios panares» y es que en la tribu de al lado, los «curubayari» simplemente los llevaban a la plaza del poblado y a aquellos ancianos, o simplemente enfermos, lisiados o que ya no servían para trabajar, los molían a palos hasta que morían... —mi tio Tomás, viajero acostumbrado a las más insólitas costumbres, se detenía en la narración no por dramatizar sus relatos que de sobra sabía cómo me gustaban, sino porque la voz le temblaba y buscaba las palabras pausadamente, con sumo cuidado para que en mi mente anidara con exactitud qué me estaba relatando, cómo me lo estaba contando, parecido a confesar un terrible acontecimiento. —sí, Jose, así me lo contaron... los mataban porque ya estorbaban.
Nos quedamos los dos en silencio y en la habitación llena de recuerdos de sus viajes solo se sentía el crepitar del fuego. Aquellos minutos posteriores se echaron pesadamente sobre los dos, a mi aplastándome. En las paredes con múltiples recuerdos de otros paises del mundo se reflejaban las sombras que el fuego dibujaba. Sobre un armario, cerrado con llave, una figura parecía burlarse de mi. Él me había dicho que era un trofeo de guerra de la tribu «shuar» pero nunca supe si aquella cabeza del tamaño de una naranja era una cabeza jibarizada o era una simple imitación.
—Pues ya sabes, sobrino —Mi tio Tomás llenaba su pipa de tabaco y bebía un brebaje que él llamaba mate. —que sepas que el mundo es hermoso, inmenso, dadivoso tanto que da lo que nosotros necesitamos... pero también es cruel al máximo. Esto que te he contado es solo una parte de lo que he vivido. Escucha y aprende, sobrino.
—Gracias, tío, yo también quiero conocer mundo como tú. —once años contaba yo entonces y lo de atizar las brasas me pareció ya una tontería que abandoné. Así que dejé el badil a un lado.
Y mi tio me miraba complacido y señalaba con la cachimba los objetos de adornaban la pared de su estancia llena de recuerdos de su viaje por las cuencas del Amazonas y del Orinoco en América del Sur donde habita la muerte verde.

(Transcripción libre, real, de «La muerte verde,
aventuras del dibujante, cineasta y viajero español
Amós López Bejarano»
Revista Estampa. Madrid 1932)





2.12.20

Consuelo Dominguez, historiadora


 Al fin nos hemos citado para charlar. Era algo que teníamos pendiente y no había lugar ni ocasión para ello. Pero para el entrevistador era algo ineludible. Fui dando vueltas y preparando la entrevista y el destino, como sí podía ser de otra manera, nos ha reunido a las cinco de la tarde de una brumosa tarde de noviembre del año 0 de la pandemia. La cita fue en una moderna cafetería sobre la Ría de Huelva pero amablemente nos invitaron a desalojar a mitad de la entrevista... 
Consuelo Domínguez es Doctora en Historia (aparte de Maestra y Licenciada en Ciencias de la Educación), ejerció como maestra y desarrolló tareas en el Museo de Huelva como Coordinadora de los Gabinetes Pedagógicos de Bellas Artes. Posteriormente se incorporó a la Universidad como Profesora Titular. Ahora, ya, felizmente jubilada pero no por ello inactiva. Y sobre todo, amiga.

P—Consuelo, dinos si tu lugar de nacimiento influyó en la elección de tu carrera y de tu especialización.

R—No sé bien hasta qué punto el lugar en el que se nace o en el que se vive determinan o condicionan en parte los intereses y las inquietudes sentidas, pero en mi caso haber nacido y vivido durante mi niñez y juventud en la Cuenca Minera de Riotinto (yo nací en El Campillo, uno de los pueblos mineros de dicha cuenca). 

P—Supongo que tus recuerdos de la niñez serán de paisajes áridos, sonidos de barrenos y todo lo que supone una zona minera...

R—Así es. Las primeras experiencias vividas en la infancia se van almacenando en la memoria, mi niñez todavía conservo con gran lucidez la impresión que me causaba ese paisaje que yo describo al comienzo de mi libro sobre Hugh M. Matheson en donde aparecen las vivencias de mi infancia y juventud que vuelven a cobrar vida a través de un caleidoscopio lleno de imágenes de una tierra tornasolada por el cromatismo de sus piritas ferrocobrizas, del sonido de los barrenos perforando la tierra, de la bucólica visión de unos serpenteantes trenes ávido por llegar a su destino, de una arquitectura atípica poblada de elementos eclécticos entre británicos y andaluces, de algunos modismos lingüísticos ingleses integrados en nuestro léxico y de la refrescante estampa de los parques y jardines de Riotinto que contrastaban con el paisaje yermo y calcinado de los alrededores.

P—Consuelo, ¡me dan ganas de saltarme el estado de alarma e irme a pasar un finde a las minas de turisteo!

Sonríe Consuelo mientras abandonamos la terraza del bar y decidimos sobre la marcha dónde continuar. Y si había algo que pudiera dar más «ambiente» hemos terminado la entrevista en un lugar muy apropiado... 

R— Creo que mis palabras, mis descripciones, pueden servir para despertar la curiosidad de visitar y conocer la historia de esta comarca que, aunque transformada por el tiempo y la mano del hombre, sigue ofreciendo un gran atractivo en cuanto al patrimonio histórico que acumula.

P—Díme, cómo llegaste a la Historia, a la investigación

R—Yo creo que fue inevitable el paso de la docencia general a la investigación y a la Historia con mayúscula. El interés por desgranar la historia de mi comarca hace unos años se canalizó en un tema que siempre ha suscitado un gran interés para mí, el de la última morada... o dicho de otra forma, los cementerios. Así que para decirlo claramente, entre el ambiente y los archivos me llevaron a mi pasión. Y comencé a viajar.

P— A ver, enumera paises y cementerios

Ahora somos los dos sonriendo a la vez

R—En cada viaje que he realizado la visita al cementerio correspondiente ocupaba un lugar destacado en mi agenda de viaje y entre ellos, imposible citarlos a todos, hay algunos muy importantes y destacados como el de Arlington en Virginia (EE.UU), el cementerio judío de Praga, el mausoleo donde reposan las cenizas de Gandhi en Delhi, las Pirámides, auténticos templos funerarios de Egipto, y dos de los más conocidos y apreciados por mí, el cementerio de Père Lachaise y el de Montparnasse en París. 

Dentro de nuestro país, he de señalar la visita a los cementerios británicos de Bilbao, Santander, Málaga; Tenerife y Sevilla además de los que conservamos en Huelva, Riotinto y Tharsis. 


P—Como sé que quieres hablar de tu último libro, informanos antes quién fue Matheson. 

R— Mi interés por Hugh M. Matheson es debido a que este señor de la época victoriana fue durante veinticinco años presidente de la Rio Tinto Company (libro pubicado por la Universidad de Huelva) con todo lo que este cargo conlleva y el legado que su presidencia dejó en la Cuenca Minera de Huelva. Así que visité el cementerio de Highgate en Londres y el South Leith Parish Church en Edimburgo donde están los padres. 

P—¿Y otras obras tuyas? 

R— Mi primera obra fue «In Loving Memory» donde echo una exhaustiva mirada a nuestro pasado minero y los cementerios británicos de la provincia de Huelva.

P—¿Qué nos enseñan los cementerios? 

R—En nuestra cultura judeo-cristiana la muerte y los cementerios se asocian comúnmente con el osario y el lugar en el que se depositaban los cadáveres; por ese motivo ambos conceptos no están exentos de connotaciones tétricas pero en la actualidad, aunque todavía hay muchas personas que tienen horror al cementerio afortunadamente se va imponiendo la idea más intimista de considerarlos como un lugar histórico y también como campo de reposo, más parecido al significado de Campo Elíseo, el lugar reservado, según la mitología griega para los mortales elegidos por los dioses, los justos y los heroicos en el que permanecerían después de la muerte. 

P—¿Por qué ese temor a la muerte en nuestra sociedad actual?

R— A lo largo de la historia la muerte ha permanecido apegada tanto al sentido trascendente de la existencia como a una dimensión espiritual o religiosa y manteniendo una línea divisoria entre dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. En la actualidad los rituales que han acompañado a la muerte se han simplificado y el lugar para acompañar a los difuntos ya no es el cementerio sino el Tanatorio, en el que parece que hay una asepsia y distanciamiento mayor con el difunto y donde prima la funcionalidad al ser el lugar en que tiene cabida un ritual que, aunque muy antiguo, es el que hoy se va imponiendo, el de la cremación o incineración que tradicionalmente no se practicaba en nuestra cultura. En el cementerio no habrá ningún recuerdo del difunto, solo una pradera para esparcir las cenizas del finado o depositada en pequeños nichos. Ese parece ser el futuro.

P— ¿El temor a la muerte se debe a que no se muestra la Muerte en las escuelas, en los niños, a nuestra sociedad en general? 

R—Respecto al valor didáctico de llevar a los alumnos a un cementerio, como ejemplo te diré que yo la he practicado llevando a varios grupos de alumnos al cementerio de Moguer para leer algún poema ante la tumba de Juan Ramón Jiménez.  Integrar la muerte y la visita a los cementerios como materia curricular no lo veo fácil pero sí es bueno hablar de ello. Existe un par de obras clásicas, la de Louis-Vicent Thomas autor de Antropología de la muerte y Philippe Arìes autor de Historia de la muerte en Occidente, muy recomendables. 

Al final casi sin rumbo fijo, y con los bares cerrados hemos llegado al mejor de los lugares para acabar esta docta entrevista —a las respuestas me remito— en una tarde cayendo el sol de forma impactante entre grandes nubarrones, hundiéndose en el mar tras los esteros de la Ria de Huelva. 

P—¿Qué planes tienes respecto a tu pasión historiadora?

R— En estos momentos estoy centrada en estudiar la temática de la muerte y los cementerios, dos aspectos capitales en la vida y obra de Juan Ramón Jiménez, nuestro poeta universal. Un tema apasionante y unas palabras del moguereño para pensar:

 «La mujer, la obra y la muerte. Una vez más. Si se acaba, por desgracia la mujer, queda la obra. Si se acaba la obra por desgracia, queda la mujer. Si se acaban la mujer y la obra queda la muerte.»


...La verdad es que entre hablar y conversar con Consuelo Domínguez Dominguez, la tarde ha caido con rapidez. Estamos a las puertas de los cementerios de Huelva (municipal y británico) lugares de estudio de la doctora, maestra, escritora pero sobre todo mujer de trato agradable, de dulces sonrisa intuida y mirada. 

Constatamos la puerta cerrada del camposanto onubense y nos miramos cómplices sonriendo ante un cartel que resume la vida de los muertos y la muerte de los vivos:                                                  «MEDIDAS ANTICOVID: 2 METROS DE DISTANCIA»

Ya es noche cerrada y regresamos a la ciudad desierta. Pero no muerta. Gracias Consuelo por esta entrevista: me quedo con la sensación de que el tema da para mucho, mucho más.             


14.11.20

Peste de Almanzor

Muhammad Ibn Abi Amir, el futuro Al Mansur bi-llah, “el Victorioso por Allah”, más conocido por Almanzor, se encontraba en Medina Zahara cansado de guerrear. Los territorios cristianos habían sido debilitados pero no solo por las guerras que desde Cordoba se hacían sobre la periferia del gran al-Ándalus sino porque tras él, segundo califa, había dejado desvastado los campos yermos de Hispania. Llenos de escombros, ruinas, desolación.
Los grandes médicos cordobeses de la escuela de Medicina ya le habían advertido del peligro del placer por la guerra del Califa. No era solo la guerra y la destrucción sino algo intangible, invisible, silencioso pero tan cruel como la más terrible razzia de los Omeya sobre la tierra hispana de la Cristiandad.
Población diezmada, cadáveres abandonados en tierras y descampados. Aguas insalubres, la ponzoña se apoderaba de la población sin distingos de edades, sexo, clase o creencias religiosas. Las taifas eran víctimas del mas cruel enemigo. La peste.
Pues bien, envió emisarios por todos los reinos andalusíes ordenando que se dispusieran medidas contra la epidemia de peste. Los mejores médicos cordobeses, casi todos judíos, aconsejaron las medidas pertinentes a adoptar entre el pueblo villano. Los poderosos, los reyes, los funcionarios, las hetairas y las demás cortesanos fueron puestos a buen refugio dotandolos de alimentación y habitación sanas. Fue al-Mansur pródigo con los fuertes y poderosos pero remiso y miserable con las poblaciones de las futuras taifas que morían de fiebres y disentería. La peste campaba a sus anchas por al-Andalus y tan solo médicos y físicos por su propia cuenta y a su buen criterio, se preocupaban de atajar —muchas veces a ciegas— aquella maldición divina. El califa en su palacio de la campiña cordobesa



no estaba muy lejos de saber que la peste iba a ser, entre otras calamidades, el final del brillante califato y los vastos territorios se iban a desangrar hasta la expiración final aunque habrían de pasar aún cuatro largos siglos, pero las aguas putrefactas, la alimentación insana, las medidas profilácticas inútiles acabarían con la España musulmana, hijastra de las huestes del creciente mahometano. Por el sur habían desembarcado y por el sur, llorando Boabdil, embarcarían de nuevo.
Muhammad Ibn Abi Amir Al Mansur bi-llah, llamado Almanzor, se movía nervioso por las terrazas ornadas de Medina Zahara sin comprender que sus razzias por las mesetas y las agrestes montañas no eran las que iban a desangrar y atomizar la todopoderosa, la esplendorosa, la biendicha tierra de al-Andalus sino la ola invisible del mal que campaba y campaba, sin remedio... Los muhecines llamaban a la oración desde los alminares de Hispania mora, y Almanzor en su soberbia, desoyó la llamada del humilde muhecin que desde la Gran Mezquita de Córdoba convocaba ensalzando la grandeza y la unicidad de Alàh y aseverando que Mahoma es su profeta. Almanzor se introdujo en su palacio y pidió, déspota, vino de la campiña cordobesa. Los dulces sonidos del harem despertaron en él otros apetitos, aparte del sexo, que lo arruinarían: el Poder.

5.11.20

Salama, hija del Emir


La noche se avecinaba con rapidez y las sombras caían sobre las callejas de la judería. Dos soldados escoltaban a Iosef Aboacar quien se hacía conjeturas sobre la responsabilidad que la real Casa estaría apunto de echar sobre sus espaldas. Asió con fuerza el zurrón de piel donde guardaba su escaso instrumental médico. Nada sabía sobre la identidad del paciente y menos aún la enfermedad de que se trataba. El palacio estaba en silencio y los candelabros ya comenzaban a ser encendidos. Un oficial le franqueó el paso acompañándolo y recorriendo juntos las majestuosas estancias del alcazar.





Recorrieron pasillos decorados con el gusto que se le atribuía al Gran Califa. El silencio se veía turbado con el paso de la pequeña comitiva que acompañaba al médico cordobés. Cuando llegaron a las estancias privadas lo dejaron solo hasta que fue llamado a acceder a un dormitorio. Allí se encontraban otros dos médicos a los pies de una cama. A un lado Lope Gascón vestido con sobriedad, con expresión asustadiza, que miraba a un lado y a otro incómodo, arrancado por fuerza de su Toledo e invitado a viajar a la capital del califato. Al otro lado del lecho Abdul Qasim, médico oficial de la Corte quien rehuía las miradas y buscaba nervioso la de quien yacía en la cama.  Sudorosa, con temblores, con un insano color cerúleo, una niña de espesa melena oscura y color de ojos extrañamente verdes, miraba sin ver, su cuerpo dejaba traslucir a simple vista los huesos de su cara y de sus hombros. Sin más preámbulo los tres galenos comenzaron a intercambiar opiniones mirando de vez en cuando a la enferma. A su lado el aya se afanaba en atender a la real paciente. Pronto comenzaron las disensiones entre los médicos: Abdul Qasim opinaba que los síntomas que presentaba Salama eran fiebres imposibles de atajar salvo con compresas de agua fría en la frente por un lado, y abrigo para preservar el calor por otro, y pedir por ella a Allâh el Clemente, Misericordioso. 

Lope Gascón opinaba que habría que descubrir el cuerpo de Salama a fin de poner una serie de sanguijuelas para depurarle la sangre malsana e imprescindible implorar a los santos. Los dos médicos se enzarzaron en una discusión debido la osadía pecaminosa de Lope al pretender desnudar y mirar el cuerpo de mujer. Abdul Qasim se mesaba los cabellos ante tamaño despropósito y Lope Gascón contrarrestó mofándose de la serie de ungüentos y aguas medicinales de innumerables plantas que el médico cortesano decía tener en la botica de palacio. Estaba a punto de llegar el padre de la muchacha y Iosef Aboacar, hasta el momento atónito ante aquella discusión médica cargada de envidias y prejuicios, calló ante la entrada del padre de la joven muchacha.

Se abrieron las puertas del dormitorio y un edecán anunció:  

—¡Humillaos y mostrad vuestros respetos besando la mano de Abd al-Rahman ibn Muhammad al-Nasir li-Din AllàhPrimer Califa de Córdoba y Príncipe de los creyentes!

Todos se inclinaron ante Abderramán III, el soberano del antiguo territorio hispano. De mediana estatura, entrado en carnes, mostrando parte del cabello pelirrojo bajo un turbante, caminaba retirándose su sencillo caftán. Aceptó los saludos de los convocados, ofreciendo su mano —aunque el judío simplemente hizo amago de besarla—, y a su señal le expusieron la situación de su hija. Iosef Aboacar retomó su diagnóstico consciente de que sus dos colegas habían discrepado sin la presencia del soberano. Ahora el Emir disponía de los tres pero Aboacar trató de no amilanarse ante el Poder del Gran Califa. 

—Mi señor, vuestra hija sufre una enfermedad muy grave, vistos los síntomas claros que hemos podido apreciar en ella —Abderraman III se adelantó y miró a su hija, bastarda pero no por ello menos querida; con un leve gesto de su mano invitó al médico judío a que continuar— mi señor, vuestra hija debe ser... desvestida y examinada. Me pregunto si es imprescindible, y mi opinión y la de mis ilustres colegas es que sí.

Lope Gascón y Abdul Qasim se miraron y asintieron con la inquietud reflejada en sus rostros ante la previsible reacción del Califa.  Abderraman III miró a los tres y dijo con sencillez:

—Sea. Yo acudiré a la mezquita porque Dios desea que Salama, mi muy querida hija, viva, Inshallah—. Y tal como había entrado, salió del dormitorio con sus ojos azules humedecidos en lágrimas.

Se inclinaron en reverencia los tres médicos y quedaron con sus propias responsabilidades ante la vida o la muerte, la salud o la enfermedad de Salama.

Con la ayuda del aya real, los tres pusieron en común sus conocimientos y estuvieron durante varias semanas tratando a Salama a pesar de las reticencias primeras, el diagnóstico, la cura y la convalecencia, a saber: 

Iosef Aboacar diagnosticó como «tisis» que remitía con fiebre, delgadez y toses acompañadas de esputos sanguinolentos de los pulmones. 

El tratamiento consistió en una mezcla de determinadas hierbas medicinales, preparada por el médico musulmán Abdul Qasim; una estricta dieta alimenticia a base de caldos, tisanas y pucheros, recomendada por Lope el médico cristiano; y por el examen corporal de la paciente, diagnóstico acertado y cambio en el modo de vida a cargo de Aboacar cuya ciencia consistía no en reponder tal como se veían obligados otros médicos, sino en preguntar y preguntarse de forma continua «por qué, desde cuándo, hasta cuándo, cuánto» ante los misterios del cuerpo humano, el dolor, la salud, el comienzo y el final de la vida. La receta consistió en la limpieza a fondo de la habitación con sales fumantes, el aseo personal diario de paciente y servicio con agua fresca exenta de aromas, ventilación y aireación, orientación del aposento real buscando el sol o la sombra, y aislamiento en Mdina Zhara, lejos de aglomeraciones urbanas. Todo ello, en conjunto, para que Salama se recuperase en pocos meses, se convirtiera en una bella adolescente y tuviera una larga vida como así fue. 

Al finalizar el proceso patológico de Salama, los informes redactados en árabe, latín y hebreo por los respectivos médicos contenían todos los detalles, fueron compilados y sirvieron de guia en la cura de las enfermedades que diezmaban a la población andalusí. Iosef Aboacar había observado de manera precisa los esputos y mucosidades sanguinolientas de la niña que los otros médicos rehuían relizar, había palpado todo el abdomen de la enferma, estudiaba, pensaba, discernía, consultaba tratados antiguos de Medicina y por fin escribía sus conclusiones, editando un extenso tratado sobre las enfermedades que asolaban los reinos y cómo estas eran enumeradas y estudiadas para su posible curación. 

El Califa de Córdoba, consciente del regalo que Dios le había hecho en forma de sabios galenos, creó la primera Escuela de Medicina de al-Andalus, centro del saber de grandes médicos y físicos para beneficio de los habitantes del reino nombrando, como agradecimiento, a Iosef Aboacar director y a Lope Gascón su segundo.

Pasados los meses Iosef Aboacar fue convocado nuevamente al palacio del Califa donde este le comunicó su deseo de verlo dirigir la gran Escuela de Medicina. Al salir rememoró las veladas y jornadas eternas velando por la salud de Salama. Ahora regresaba al exterior escoltado por una sección completa de la guardia personal del Emir y no pudo reprimir una sonrisa mezcla casi imposible de humidad y de orgullo, tan posible sin embargo como si la flor de la alheña y las aguas de las fuentes cordobesas se mezclaran en las calurosas  tardes de los patios de Mdina Zhara, allí donde convalece Salama, joven hija de Abderrahman III y de Mustaq, una de sus esposas recluida en el harem.

Córdoba de las tres culturas era grande y sin duda seguiría siéndolo.

 

                                                             


9.9.20

De momento, Memento

Mi nombre actual no viene al caso. Cuando aprendí a escribir me dispuse a dejar en esta tablilla lo que me aconteció hace varios años. Los dioses me protegieron y me protegen... y así lo narro:
Yo era Micius, y servía en la casa Cornelia. Era a la sazón primer esclavo a punto de ser liberado por el entonces mi señor Publio Cornelio Escipión, a quien llamaban y aún llaman Africanus. Fui por él elegido para acompañarlo en su desfile triunfal por las calles de Roma. Fui bendecido por su mano al señalarme para montar en el estribo de su carro triunfal. Yo fui el encargado de sostener sobre la magnífica cabeza del general Escipión la corona de laurel en oro. Y así lo hice. Antes, mucho antes de amanecer sobre la ciudad de Roma ya el victorioso general estaba preparado para subir al carro mientras tras él se situaba la familia –su esposa Emilia Tercia, su hermano Lucio, y sus hijos Publio y Lucio, y sus hijas las dos Cornelias, la Mayor y la dulce y a veces dura Cornelia Menor (oscuro, escondido, prohibido, soñado, quimérico objeto de mis locos sueños de deseo e imposible posesión— a la que yo serví desde el mismo dia de mi nacimiento.
Delante, abriendo el desfile que partió del Campo de Marte, las legiones sin armas y los botines y prisioneros de las guerras abrían aquel magnífico triunfal desfile. Las calles, desde la misma puerta de la ciudad, estaban abarrotadas por toda la población de ciudadanos de Roma y visitantes. Cuando el cortejo se puso en marcha yo me situé tras el general de generales, en un carruaje tirado por cuatro hermosos caballos blancos, poniendo cerca de su cabeza una corona de laurel de oro.
Publio Cornelio Escipión lucía sus galas de triunfador con toga púrpura bordada en oro hispano; y su cara, cubierta de pintura roja en honor a los dioses lo convertían en el primer General, Consul, Princeps Senatus de la Roma dueña del mundo. La plebe, el pueblo romano de todas las clases sociales, vitoreaba al general victorioso de la primera guerra púnica, vencedor del gran enemigo público de Roma, Anibal, vencedor sobre Cartago y por último, dominador de las rebeldes y anárquicas tribus de Hispania.
Mi obligación como esclavo por mandato senatorial era como digo sobreponer sin tocar su cabeza con la corona de laurel de oro pero también murmurarle al oido «Memento Mori. Respice post te! Hominem te esse memento!» 'Recuerda que vas a morir, que solo eres un hombre como los demás'. Pero el gran Africanus, Publio Cornelio Escipión, solo parecía tener oidos a la multitud que lo aclamaba. Yo, esclavo de la casa Cornelia, siervo del gran general, alcé mi voz y me acerqué un poco más a sus impresionantes y majestuosas espaldas y le repetí ¡MEMENTO MORI, MEMENTO MORI! pero me parecía estar hablando al vacío. Por qué habría de hacerme caso a mi, me pregunté, si es más hermoso atender a las aclamaciones de admiración y respeto. Por qué a mi. Pero no me di por vencido.

—¡MEMENTO MORI, MEMENTO MORI, RECUERDA MI SEÑOR, QUE TAMBIÉN ALGÚN DIA MORIRÁS!
—Calla, maldito, por Cástor y Pólux. ¿No oyes acaso el clamor del pueblo alabando a su primer general triunfante? Calla y escucha.
—Memento Mori, mi señor, Memento Mori. Baja del pedestal de la soberbia y recuerda que el triunfo acaba y el olvido permanece. —Aún hoy no estoy seguro de lo atinado de mis palabras, pero lo dicho por mi no cayó en el olvido de Publio Cornelio Escipión que me dirigió una mirada feroz un segundo antes de volverse al pueblo que lo aclamaba, entre los que se encontraban muchos de aquellos que en tiempos anteriores maldecían y denigraban en los lupanares y tabernas de Roma al según ellos, "perdedor de la batalla de Cannae", el mismo que hoy paseaba como gran general, ídolo de Roma.
Cuando acabó el desfile, entre el bullicio de los senadores y pueblo que rodeaba al gran Escipión, logré escabullirme y a través de la Cloaca Máxima, allá donde las aguas negras de la urbe se asimilan al gran Tiber, me refugié oculto de la luz solar y estuve varios dias oculto de las 'legio urbanae' que a buen seguro estarían buscándome para aplicarme el castigo de arrojarme al vacío desde la Roca Tarpeya cerca de la colina Capitolina. Gracias a unos proscritos como yo, pude huir y alejarme de Roma jugándome la vida; llegué al puerto de Ostia y por circusntancias que no vienen al caso, logré embarcar en una nave mercante que me alejó de la muerte segura.
Hoy, me siento libre a medias pues el brazo de Roma es muy largo y poderoso. Ruego a Júpiter Óptimo Máximo me libre de la justicia de mi antiguo señor Africanus, Publio Cornelio Escipión, en guerra victoriosa contra el mundo, mas seguramente en guerra perdida contra el peor de sus enemigos: él mismo.
¡Ave!
En algún lugar de la Cirenaica, Annus 571 Ab Urbe Condita, (desde la fundación de Roma).

Vienen los júngaros

—¡Que vienen los júngaros! ¡Los júngaros! ¡Que vienen! El Miguel recorría las calles advirtiendo de la noticia que de vez en cuando se exten...