No se lo digas a nadie, fueron sus últimas palabras. Era su favorito, quien lo
atrapaba con sus palabras, con sus enseñanzas, con quien era capaz de apartar la
vista de los cristales de la clase y atender sus explicaciones. A veces Luis se
quedaba antes de salir al patio y le preguntaba cualquier cosa que ampliara sus
enseñanzas al margen de la clase oficial, y entonces era cuando don Eutimio se
encontraba en su verdadera salsa. No había materia que no dominara, la
Aritmética y la Geometría, pero también la Historia, la Geografía y la
Literatura. Don Eutimio era una verdadera enciclopedia. Eso, maestro de todo,
era lo que Luis quería ser de mayor. De barba algo rala, tez morena y bigotillo
con las guías apuntando hacia su barbilla. Una sempiterna chaqueta de punto, con
dos curiosas coderas le proporcionaba un aspecto juvenil a pesar de sus casi
cuarenta años, todo lo contrario que el avejentado claustro de maestros que lo
miraban de soslayo y que lo marginaban como más tarde, mucho más tarde,
descubrió Luis un «rabo de lagartija» este, inquieto y canijo de cuerpo pero
curioso de espíritu pues escuela, juegos, casa, juegos, calles, amigos, más
juegos… era el decorado y el escenario de Luis. Un leve soplo de aire fresco
quería entrar en aquellas aulas de pupitre corroído por las termitas y en aquel
ambiente de muchedumbre de alumnos por un lado y de alumnas por otro, separados
por una frontera imaginaria pero muy real de patio polvoriento… A la pregunta de
quién se apuntaba voluntario a una clase práctica de Ciencias Naturales —algo
insólito en aquel antediluviano sistema educativo— el dedo de Luis fue el único
que se levantó en la clase. Nadie había escuchado nunca esa extrañas palabras en
el reino de la memoria y el Catón. Don Eutimio sonrió a Luis y anotó la cita…
Aquella misma noche Luis se fue a dormir mucho más temprano. Apagó la tristona
luz de la mesilla y la claridad de la calle entró por la ventana. Cerró los
ojos. Puntual, tal y como don Eutimio era, por medio de un corto silbido Luis se
levantó de la cama, se vistió rápidamente, se calzó y con mucho cuidado, para no
turbar el silencio de la casa, se encaramó a la ventana. Debajo, pegado a la
pared mirando para arriba y con sus brazos extendidos el maestro esperó a que
Luis fuese descendiendo aquel pequeño tramo de pared hasta poner sus pies en los
hombros. Era un pequeño salto sin peligro pero se trataba —Luis era consciente—,
de un gran salto en su vida: iba a transgredir por primera vez las normas de los
abuelos que hacían las veces de padres que la muerte se los había arrebatado en
un trágico accidente que no hace al caso en esta narración. Con la emoción Luis
iba poco abrigado, pero el corazón le latía con fuerza cuando subió en el
soportín de la vieja bicicleta de don Eutimio. Recorrieron las calles vacías,
muertas, en penumbra, silenciosas mientras algún perro a los lejos hacía sentir
su presencia o el sereno daba la hora: las onceee… y sérenooo… El sonido sordo y
rítmico de la dinamo rozando la rueda delantera de la bicicleta parecía un
trueno en aquella noche silenciosa de Hervás, que parecía despertar a todo el
pueblo desbaratando en su nacimiento aquella lección nocturna. La curiosidad y
el gusto por el riesgo superaron al miedo que Luis sentía mientras el joven
maestro pedaleaba dejando atrás las últimas Casas Baratas jadeando, con la
respiración entrecortada por el esfuerzo de la subida al monte. Un poco más allá
del Puente se detuvo. —Este también es buen sitio, cerca de Los Campillares —el
maestro retiró la bici sobre un canchal de la cuneta y entre escobones y
pedruscos llenos de liquen y musgo otoñal subieron unos metros más alejándose de
la carretera—. Aquí nos quedamos, no hay cielo como el de Hervás para admirarlo.
Pero no se lo digas a nadie. Vas a recibir una lección que espero no olvidarás
en mucho tiempo… Don Eutimio, Eutimio, se quitó la gabardina y la tendió sobre
un canchal que comenzaba a despedir humedad de la madrugada. La oscuridad era
total y solo la mitigaba una pequeña linterna que el maestro apretaba para que
la pequeña dinamo fuera generando un diminuto haz de luz, que proyectaba al
rostro del alumno, Luis, deslumbrándolo. Sentados sobre el gabán, Eutimio chistó
pidiendo silencio, mientras apagaba la linterna; Luis sintió alivio de aquel
molesto chorro de luz. —Pues bien, Luis: levanta tu vista, permanezcamos en
silencio unos minuto y luego… trataré de contarte la millonésima parte de lo que
podemos ver. Ahí tienes el Camino de Santiago que no es más ni menos que la
Galaxia, el camino de estrellas donde se encuentra nuestro diminuto mundo —Luís
pudo observar un manto blanquecino que atravesaba la bóveda del cielo sobre
Hervás, atravesando desde el orto al ocaso más allá del valle donde los ríos se
amansan y avenan. Una mancha de puntos de luz que parecía una alfombra, más que
estrellas—. Es como la leche derramada de los pechos de la diosa Hera para
alimentar a Hércules. Pero todo eso son leyendas y nada más alejado de la
realidad. La pura verdad es que este grandioso espectáculo es la representación
de la vida. Con miles de millones de actores que son las estrellas que no se
pueden contar. ¿Ves cómo forman figuras de nuestra Humanidad? —El maestro
Eutimio no dejaba de hablar y enumerar, dirigir su dedos hacia el firmamento
señalando mientras el alumno Luis a duras penas era capaz de asimilar tal
cantidad de información y de sabiduría—: La Osa Mayor y la Osa Menor… mira allí,
el planeta Marte ¡y ese grupo de estrellas forman una de las doce constelaciones
del Zodíaco! el que rige el destino y las encrucijadas de todos nosotros. Pero
no se lo digas a nadie… todo esto y más allá, detrás de la negritud del
firmamento hay más y más galaxias tal como dijeron en la antigüedad sabios que
fueron juzgados, sentenciados y ejecutados por quienes, intolerantes, se
empeñaban en mirar y culpar los dedos que indicaban, en lugar del más allá que
los sabios mostraban. La noche avanzaba y al fondo media docena de pálidas luces
de Hervás carecían de importancia ante aquel derroche inenarrable que Eutimio
descubrió a Luis, al que ya se le había olvidado el frio, ante aquel magno
espectáculo sobre sus cabezas. Planetas, constelaciones, estrellas, figuras
mitológicas, nombres que sonaron por vez primera en los oídos extasiados del
alumno Luis. Y el maestro Eutimio señalando y denominando a todo aquel ingente
conglomerado de puntos de luz. La luna, nueva, a punto del creciente, asomaba a
duras penas tras la cordillera circundante del valle del Ambroz sumido en
sombras. —Eutimio —Luis atinó a preguntarle la duda que le rondaba hacía rato—
¿y esto está también durante el día? —Durante el día sigue ahí, igual que ahora
pero nuestra estrella más cercana, el Sol, echa el velo de luz y lo tapa, pero
está ahí. No te quepa ninguna duda. —Eutimio sonrió por primera vez en aquella
magna noche… luego siguió enumerando los astros que iba identificando. Orión,
Sagitario, Cruz del Norte, Cruz del Sur, Constelación de la Lira, del Cisne…
nebulosas, agujeros negros, estrellas fugaces y cometas, y nombrando a excelsos
sabios como Galileo, Copérnico, Ptolomeo, Jorge Juan, Hipatia y tantos hombres y
mujeres que en el futuro Luis habría de rescatar de la memoria de aquella
inolvidable noche.
—El misterio radica en dónde está el final de esto. Pues lo que ves es solo una
minúscula parte del Universo. Tras la pared negra, hay más y más galaxias, tan
alejadas que aún su luz no ha llegado a nosotros… miles de millones de estrellas
en Galaxias, que no tiene fin ni quizá principio, amigo mío… pero es un misterio
sin resolver. La madrugada avanzaba y el frio bajaba del Pinajarro. Hervás
seguía en su sueño secular mientras Eutimio y Luis se empapaban de
conocimientos, uno hablando e impartiendo sabidurías, el otro escuchando y
contagiándose de amor por aquel maremágnum imposible de descifrar o explicar con
palabras. Pero también sembró la duda —«es buena, conveniente, diría yo» dijo el
maestro— que germinó en aquella mente infantil cuando le hizo la segunda y
última pregunta. —¿Dios? —contestó don Eutimio incorporándose de la piedra donde
habían estado sentados toda la noche— Dios… si quieres creerlo así, no tengo
ningún inconveniente, pero no se lo digas a nadie: cada cual tiene su dios,
distinto para cada uno. Cada hombre, su dios… ¡pero no lo digas nunca a nadie!
—Luis no estaba preparado para esa teoría semiatea pero la escuchó extasiado. La
verdad del maestro se abría paso en la mente del alumno. —Esto que estamos
viendo… ¡mira! ya está saliendo la Estrella de la mañana… o Lucero del Alba,
como llaman a lo que no es ni más ni menos que Venus. Te iba diciendo y nos
vamos ya… quería decirte por último, y no se lo digas a nadie, esto que está
sobre nosotros, cubriendo la bóveda celeste tiene un autor, que no puede ser más
que un gran artífice que haya creado esta enorme y perfecta maquinaria en
movimiento aunque apenas lo notamos. Un Gran Arquitecto que todo, lo que vemos y
lo que no vemos ¡ni nunca veremos! ha creado y salido de sus excelsas manos e
infinita y todopoderosa inteligencia. Pero no solo lo ha creado, sino que a cada
componente de este gigantesco espectáculo le ha dado un papel, y cada cuerpo
celeste que ves en el cielo lo ha dotado de un movimiento durante su Tiempo en
su propio Espacio. Así desde el incierto principio de los tiempos y por toda la
eternidad Él ha dotado de movimiento eterno, y se sabe cuál es el ciclo de cada
cuerpo celeste, y las fases de la luna y el alineamiento de planetas con que los
agoreros proclaman el fin del mundo como si nuestro minúsculo mundo fuera algo
importante en el concierto celestial. Todo gira en tan perfecto movimiento que
nunca por los siglos habidos y por haber se han entorpecido entre ellos. El Gran
Arquitecto de la perfección… Luis, te agradezco que hayas venido y te pido que
de ahora en adelante pongas en duda lo que se diga sobre mi… soy un simple
aprendiz y solo creo en la fraternidad de todos los hombres —el relente se
precipitaba y Eutimio ayudó a incorporarse a Lusito—. Vamos que hay que madrugar
y se acerca el alba por detrás de la sierra, va a caer el telón . Toma esto y
guárdalo en señal de agradecimiento y de recuerdo —Luis tomó un pequeño paquete
con sus manos ya ateridas de frio. La bajada hasta Hervás fue rápida, sin
necesidad de mucho pedaleo. Ya no ladraba ningún perro, sino que a lo lejos, por
las huertas del cauce del Ambroz, un gallo anunciaba la mañana. La escultura del
Corazón de Jesús cumpliendo su papel de contraventana del vecino cantero fue
testigo de la escalada de Luis hasta el dormitorio. Cuando alcanzó la habitación
a oscuras, miró a la calle y Eutimio le sonrió y le recordó que no se lo dijera
a nadie mientras se llevaba su dedo índice a los labios. Le costó dormir a Luis
pero mucho más despertar. La vida continuaba… A los pocos días, de repente, un
nuevo maestro le sustituyó. Luis no tardó en saber que a don Eutimio lo habían
trasladado a Trasmonte. Entonces fue cuando no pudo aguantar y confesó a sus
abuelos, tía y hermano, rompiendo la promesa de no decir nada, toda la aventura
de la noche «del firmamento» sin omitir detalle alguno. Lo que más le dolió a
Luis fue la sonrisita sarcástica de su hermano Salustiano cuando le contestó que
de traslado, nada, que sabía de buena tinta que había sido llevado a Cáceres por
la secreta, juzgado por comunista y por masón, y que ya penaba en El Dueso. Y
que no desvariara Luis, que ya conocían sus historias, que tenía muchos
pajaritos en la cabeza, que él nunca se habría atrevido a salir ni a la puerta
de la calle, y menos en plena noche. Todos, menos la bondadosa abuela Encarna,
rieron las gracias de «Luis que se creía sus propias aventuras». —¡Lo has
soñado, Luisito!— fue la conclusión final. Aquella noche, lloró Luis de pena y
de humillación. De pena de no volver a ver a don Eutimio, como así fue… y de la
burla de su propia familia, aunque no se lo diría ya a nadie. Pero Luis poco a
poco, rememorando, fue hilvanando los recuerdos, los nombres, las oscuridades y
hasta el movimiento de los astros aprendidos aquella noche. Y empezó a leer, al
principio a escondidas, libros sobre Astronomía. Fue un veneno que se le inoculó
y ya no logró extraer de su mente. De vez en cuando le gustaba abrir la
caja-regalo del buen don Eutimio y tocar, acariciar aquellos preciosos
instrumentos plateados que seguramente habían sido propiedad del Gran
Arquitecto. Una escuadra y un compás, con los que seguramente había diseñado el
Camino de Santiago, o mejor, como una vez dijo don Eutimio, la Vía Láctea y
todas las infinitas Vías y Caminos del Universo. Y a él, Luis Santisteban
Martel, le señalaron otros caminos inescrutables, lejos de los cielos de Hervás
pero nunca perdió la costumbre de mirar cualquier otro, aunque nunca volvieran a
ser lo mismo. Don Eutimio, y ahora ya sí lo proclamaba Luis a los cuatro
vientos, debía andar en algún lugar de la Vía Láctea desempeñando el papel que
le correspondía… © Jose A. Bejarano
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