—Que vienen los júngaros! ¡Los júngaros! ¡Que vienen!
El Joaquín recorría las calles advirtiendo de la noticia que de tanto en tanto se extendía por la población infantil de Hervás.
Era la voz de alarma que nos hacía sacudir nuestros aburrimientos y rutinas diarias.
Ya sabíamos y nos cuidábamos de no frecuentar las campas que los visitantes elegían de forma casi unánime para acampar. Prohibido acercarse en doscientos metros a la redonda y hacernos invsible a aquellos seres misteriosos que acampaban en los alrededores del pueblo.
Pero yo, aquella tarde, a la caída del sol, no pude resistir de acercarme a escondidas y observar a aquellos personajes que a su sola mención, nos alertaba y nos ponía en guardia.
Me lo pensé pero me armé de valor y antes de la noche cerrada me acerqué escondiéndome tras los negrillos de las campas de San Antón. Según iba acercándome, nervioso y a punto de sucumbir al miedo, logré sobreponerme y me situé tras una pared desde la que pude observar un minúsculo campamento que consistía en un carromato sin los dos mulos que pastaban cerca. Una fogata de alegres llamas proyectaban sombras ganándole en luz a la de la tarde que acababa definitivamente. Un olor penetrante a carne y pimentón salía de un perol cercano al fuego. De pronto salió del carro un hombre portando un instrumento que jamás había visto en mi vida. De tez morena y facciones fibrosas, lucía un mostacho. Se sentó al lado del fuego y sin mirar a la mujer que trasteaba por los alrededores, se lo colocó en la cara, y con una especie de vara con una cuerda finísima, comenzó a rasgar aquel instrumento del que surgían notas tristísimas. La mujer dejó sus tareas e hizo una señal a una muchacha que yo no había visto. No tendría más de doce o trece años, pero a pesar de mi bisoñez, de mi inocencia, me dí cuenta de la belleza de la muchacha. El hombre del instrumento rascaba las cuerdas de la especie de pequeña guitarra con la madera y la cuerda. Los sones lentos y tristes fueron conviertiéndose en alegres y rapidos, rítmicos sones de una música parecida al órgano del convento trinitario. Yo era un niño de apenas once años y sentí que aquellos sones no podían pertenecer a la música que hasta entonces yo conociera. La muchacha se descalzó y comenzó a bailar al ritmo de la música. Daba vueltas, alrededor del fuego… su falda se levantaba mostrando unas bellas piernas y al ritmo acelerado de la música, ella iba dando vueltas y vueltas levantando los brazos, el izquierdo señalando al horizonte y el derecho señalando a las estrellas nacientes de la noche de Hervás… y giraba y giraba y giraba…
Me costó dormir aquella noche con la sensación de culpabilidad, por haber roto la promesa de recogerme pronto cuando llegasen los “júngaros”, pero al mismo tiempo de haber descubierto un mundo desconocido para mi. Pero lo iba a solucionar
—Abuelo Amadeo, ¿de dónde vienen los “júngaros”? —mi abuelo se volvió a mirarme y por una vez lo noté serio y tenso— di, ¿de dónde vienen?
—Hijo mío, me haces preguntas muy difíciles y yo no sé tanto como tú crees— solo te puedo decir que vienen de muy lejos, de una nación en la que mandan los comunitas —en este mundo bajó la voz— pero que según dice el parte, quisieron echarlos y muchos de ellos han tenido que huir. Esos son los húngaros… Húngaros, Jose. De Hungría, cerca de Rusia. Y ya no te puedo decir más que me va a oir tu madre y no quiero que crea que te meto historias en la cabeza.
El Joaquín recorría las calles advirtiendo de la noticia que de tanto en tanto se extendía por la población infantil de Hervás.
Era la voz de alarma que nos hacía sacudir nuestros aburrimientos y rutinas diarias.
Ya sabíamos y nos cuidábamos de no frecuentar las campas que los visitantes elegían de forma casi unánime para acampar. Prohibido acercarse en doscientos metros a la redonda y hacernos invsible a aquellos seres misteriosos que acampaban en los alrededores del pueblo.
Pero yo, aquella tarde, a la caída del sol, no pude resistir de acercarme a escondidas y observar a aquellos personajes que a su sola mención, nos alertaba y nos ponía en guardia.
Me lo pensé pero me armé de valor y antes de la noche cerrada me acerqué escondiéndome tras los negrillos de las campas de San Antón. Según iba acercándome, nervioso y a punto de sucumbir al miedo, logré sobreponerme y me situé tras una pared desde la que pude observar un minúsculo campamento que consistía en un carromato sin los dos mulos que pastaban cerca. Una fogata de alegres llamas proyectaban sombras ganándole en luz a la de la tarde que acababa definitivamente. Un olor penetrante a carne y pimentón salía de un perol cercano al fuego. De pronto salió del carro un hombre portando un instrumento que jamás había visto en mi vida. De tez morena y facciones fibrosas, lucía un mostacho. Se sentó al lado del fuego y sin mirar a la mujer que trasteaba por los alrededores, se lo colocó en la cara, y con una especie de vara con una cuerda finísima, comenzó a rasgar aquel instrumento del que surgían notas tristísimas. La mujer dejó sus tareas e hizo una señal a una muchacha que yo no había visto. No tendría más de doce o trece años, pero a pesar de mi bisoñez, de mi inocencia, me dí cuenta de la belleza de la muchacha. El hombre del instrumento rascaba las cuerdas de la especie de pequeña guitarra con la madera y la cuerda. Los sones lentos y tristes fueron conviertiéndose en alegres y rapidos, rítmicos sones de una música parecida al órgano del convento trinitario. Yo era un niño de apenas once años y sentí que aquellos sones no podían pertenecer a la música que hasta entonces yo conociera. La muchacha se descalzó y comenzó a bailar al ritmo de la música. Daba vueltas, alrededor del fuego… su falda se levantaba mostrando unas bellas piernas y al ritmo acelerado de la música, ella iba dando vueltas y vueltas levantando los brazos, el izquierdo señalando al horizonte y el derecho señalando a las estrellas nacientes de la noche de Hervás… y giraba y giraba y giraba…
Me costó dormir aquella noche con la sensación de culpabilidad, por haber roto la promesa de recogerme pronto cuando llegasen los “júngaros”, pero al mismo tiempo de haber descubierto un mundo desconocido para mi. Pero lo iba a solucionar
—Abuelo Amadeo, ¿de dónde vienen los “júngaros”? —mi abuelo se volvió a mirarme y por una vez lo noté serio y tenso— di, ¿de dónde vienen?
—Hijo mío, me haces preguntas muy difíciles y yo no sé tanto como tú crees— solo te puedo decir que vienen de muy lejos, de una nación en la que mandan los comunitas —en este mundo bajó la voz— pero que según dice el parte, quisieron echarlos y muchos de ellos han tenido que huir. Esos son los húngaros… Húngaros, Jose. De Hungría, cerca de Rusia. Y ya no te puedo decir más que me va a oir tu madre y no quiero que crea que te meto historias en la cabeza.
—Don Matías — el maestro se puso las manos en la espalda, el único maestro de la escuela que no llevaba regla y que por ese importante detalle se había ganado mi confianza. Me miró esperando a ver qué quería —Don Matías, ¿adónde van los júnga… digo los húngaros?
Don Matías me sonrió, bonachón, y me miró con ojos muy abiertos, siempre que podía nos hablaba de viajes y de historias…
—Ni júngaros, ni húngaros, Jose, esos seres humanos que de vez en cuando aparecen por el pueblo, proceden de las entrañas de Europa, y son zíngaros. Lo más pobre y desarraigado de aquellos pueblos. Pero, no hay que equivocarse, son felices a su manera. Me has preguntado a dónde van y eso deberías preguntárselo a ellos. Solo sé que no les para ninguna frontera, ni guerras, ni ríos ni montañas, ni frios ni calores. Es un pueblo que camina con sus propias leyes y sus propias reglas y costumbres. Que parece que huyen, pero que no quieren refugio. Se conforman con vivir…
—Gracias, don Matías —salí corriendo del patio de la escuela y me dirigí de nuevo hasta el pequeño campamento. Cuando llegué solo unos rescoldos humeantes quedaba del campamento júngaro. Me encontraba decepcionado y triste. Miré hacia la carretera y a lo lejos, iniciando la subida al Alto de las palomas el viejo carromato levantaba una pequeña nube de polvo de cuneta. Los mulos tiraban trabajosamente de aquel pequeño universo. El padre músico caminaba con un látigo arreando de las bestias, la mujer caminaba a su lado. Y la muchacha, en la trasera del carro, sentada y balanceando sus piernas. Levanté la mano por si me veía, pero creo que no. Ellos no tenían fronteras, según me contó don Matías, y ya habían cruzado la mía…
Don Matías me sonrió, bonachón, y me miró con ojos muy abiertos, siempre que podía nos hablaba de viajes y de historias…
—Ni júngaros, ni húngaros, Jose, esos seres humanos que de vez en cuando aparecen por el pueblo, proceden de las entrañas de Europa, y son zíngaros. Lo más pobre y desarraigado de aquellos pueblos. Pero, no hay que equivocarse, son felices a su manera. Me has preguntado a dónde van y eso deberías preguntárselo a ellos. Solo sé que no les para ninguna frontera, ni guerras, ni ríos ni montañas, ni frios ni calores. Es un pueblo que camina con sus propias leyes y sus propias reglas y costumbres. Que parece que huyen, pero que no quieren refugio. Se conforman con vivir…
—Gracias, don Matías —salí corriendo del patio de la escuela y me dirigí de nuevo hasta el pequeño campamento. Cuando llegué solo unos rescoldos humeantes quedaba del campamento júngaro. Me encontraba decepcionado y triste. Miré hacia la carretera y a lo lejos, iniciando la subida al Alto de las palomas el viejo carromato levantaba una pequeña nube de polvo de cuneta. Los mulos tiraban trabajosamente de aquel pequeño universo. El padre músico caminaba con un látigo arreando de las bestias, la mujer caminaba a su lado. Y la muchacha, en la trasera del carro, sentada y balanceando sus piernas. Levanté la mano por si me veía, pero creo que no. Ellos no tenían fronteras, según me contó don Matías, y ya habían cruzado la mía…
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