SEIS Y MEDIA DE LA MAÑANA
Hoy, 11 de octubre de 2016, 9 Tishri, 5777, comienza en todo el mundo judío una de las principales fiestas del calendario, diez días después de la celebración de Rosh ha-Shaná, el año nuevo.
Marco el 3-0-1-2, número del teléfono de tu habitación. Tardas en responder, pero al fin te decides, al tiempo que, seguro, te desperezas.
—Buenos días. Es Yom Kippur, y aunque no seamos demasiado creyentes, sí es obligado que, por una vez, acudamos a la sinagoga, y asistamos al viejo rito de arrepentimiento por todas las “faltillas” cometidas durante el año, y después, aprovechando que nos encontramos en Israel, y aunque la agencia de viaje no nos ha preparado ningún programa para hoy, vamos tú y yo a recorrer la ciudad vieja de Jerusalén. Ya sé que será un poco cansado, pero creo que merecerá la pena.
Como estamos alojados en el King David Hotel (*****), lo primero será acudir a una de las sinagogas que hay por los alrededores —hoy por desgracia estarán custodiadas por aguerridos y bellas soldados del ejército de Israel, ya que ayer una intolerante terrorista se “inmoló” arrasando y segando la vida de varias personas.
Después de desayunar un buen café turco bien cargado y una “pita” —pan árabe relleno de salpicón de carne y sésamo—, de orar un ratito, cada uno en el sitio asignado, en la sinagoga atestada de gente que estará todo el día rezando, escuchando viejos textos y ayunando, aprovecharemos las solitarias calles para pasear por los rincones de la vieja ciudad, recorreremos la explanada de las Mezquitas, donde radica el alma de tres pueblos: sobre unos escasos metros cuadrados la esencia de la filosofía de sus vidas, pero también por desgracia, el núcleo de uno de los conflictos más largos y sangrientos de la historia del ser humano sobre la faz de la tierra. Allí se encuentra la Iglesia del Santo Sepulcro, la más sagrada del mundo cristiano, más anhelada incluso que la basílica mayor de Roma, vigilada por la iglesia ortodoxa griega, que se niega a ceder la custodia a las otras confesiones cristianas; más allá está erigida la Mezquita de Omar, desde la que según otros jerosolimitanos, Abraham estuvo a punto de inmolar a su hijo Isaac y desde donde Mahoma, dicen, subió al cielo. Ahí fue donde el primer ministro Ariel Sharom se dio un paseo cargado de provocación que coadyuvó a hacer de esta, una guerra interminable. Y por fin, en el rincón sur de la explanada, te mostraré lo que queda del viejo templo de Salomón, destruido y redestruido por Nabucodonosor y Tito, los restos por el que han suspirado y suspiran millones de judíos allá donde estuvieran o estén: en las diásporas; en los exilios; en las huidas; en los destierros; en las celdas de los campos de exterminio a la espera de los crematorios donde las esperanzas de volver se desvanecieron; en los más recónditos lugares del mundo; en las aljamas medievales de la antigua Sefarad o en los despachos de Manhattan. Desde hace dos mil años, suspiran por apoyar su frente y musitar una oración. Te hablo del Kotel, del Muro de las Lamentaciones, allí pararemos, tú a un lugar del murallón y yo a otro, como marcan las reglas judaicas. Yo me colocaré la kippá —las tienen de cartón para turistas como nosotros—, y realizaré por fin lo que he ansiado toda mi vida: depositar en cualquier resquicio de los bloques de granito un rollito de papel donde estarán escritas mis peticiones más queridas e íntimas, y allí las dejaré hasta que el efecto del tiempo lo desintegre, pero con la convicción de que el espíritu de mis peticiones, junto a los de millones de creyentes, permanecerá formando una argamasa capaz de sujetar por los siglos de los siglos el Muro para que el pueblo de Israel continúe depositando sus oraciones y sus esperanzas hasta el fin de los tiempos.
Si nos dejan pasar los controles en la calles —no te dejes el bolso en ningún sitio, si no quieres que en menos de diez minutos estén los artificieros del ejército haciéndolo volar en mil pedazos—, pasearemos por Vía Dolorosa, compraremos algún recuerdo para turistas (a saber: varias estrellitas de David, una mezuzah para la puerta del apartamento de la playa, algunas ramitas de olivo del Huerto, camisetas con la minorah estampada, Sefer Torá de plástico made in Taiwán, velas y un candelabro de sabatt y dos calendarios judíos) en los puestos de los árabes israelíes.
Dejaremos a un lado la subida por donde se accede al Getsemaní y al Monte de los Olivos, y tomaremos un taxi para ir a comer a la calle Ben Yehuda, cerca de la catedral de Rusia, en cualquier puestecillo de comida kasher, cocinada según los ritos judíos, ya que no estaremos obligados al ayuno.
Por la tarde, daremos un paseo por la avenida Ha-Melekh hasta Me’a Shearim, el barrio donde viven los ultraortodoxos de largos tirabuzones, gruesos caftanes y gorros de piel, intentando conservar estrictamente, intolerantes, hasta sus últimas consecuencias, las reglas del judaísmo. Así que cuídate de tapar entonces esos bonitos hombros.
La visita al museo del Holocausto —hoy, cerrado— la dejaremos para pasado mañana, y allí conoceremos el homenaje de Israel a los mártires de los campos de exterminio.
Al atardecer, subiremos andando hasta el Molino de Montefiore, al lado de la tumba de David, y veremos cómo las murallas van adquiriendo distintas tonalidades de color según el sol va cayendo.
De retorno al hotel, seguramente escucharemos el tañido del Sofár, el cuerno de carnero de bronco sonido, que indica el final del ayuno de Yom Kippur. Cenaremos en la terraza del hotel, y brindaremos con vino judío por la paz, y por nosotros.
Seguro que a esas horas estaremos cansados, pero habremos visitado y vivido la tres veces santa ciudad de JERUSALEM, o sea, CIUDAD DE LA PAZ.
Así que, venga, levántate que son las siete de la mañana. Te espero en el hall de entrada. Después del rollo, no sé si sigues a la escucha o te has vuelto a dormir… ¡Holaaa!
Es Yom Kippur.
Shalom!!
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