Cuando me he enterado de la efemérides no he podido evitar el recuerdo de una persona que hace sesenta años cedió parte de su sangre para dármela a mi.
Posiblemente la imagen hoy causaría risa pues la transfusión se realizó, parece ser, directamente, de vena a vena y siempre, hasta el final de sus días mi donante altruista, cada vez que me veía hacía alusión al hecho de que yo llevaba su sangre. Tanto me lo repitió que aquella escena, de la que no recuerdo realmente nada, está en mi mente como si hubiera ocurrido ayer mismo. No solo su sangre, que salvó mi vida y me curó del terrible mal que aquejaba a gran parte de la infancia de aquel entonces, sino que con su sangre también me trasfundieron, de corazón a corazón, sin mediar más que dos tristes agujas y un fino tubo, su gran caudal de parte de su bondad, de su señorío, de su prestancia -que bien poco supe aprovechar-; y de su cariño que me regaló a manos llenas cuando lo necesité.
Desde la distancia en el tiempo, mi homenaje cariñoso a quien me salvó y me quiso hasta sus últimos días.
Gracias, Isabel Hernández Bejarano, por tu generosidad.