Aquella mañana del catorce de noviembre amaneció en medio de una neblina fría y desapacible que se agarraba inclemente al barro y a los escombros. La noche había transcurrido oscura a causa de la luna nueva que hacían más espectaculares los fogonazos de los morteros a uno y otro lado de las trincheras. Era la belleza de la muerte en los resplandores de la brutal batalla que se estaba desarrollando en los arrabales. En el Barrio de la Bombilla fue donde se dieron cita jugándose los dos la vida. En medio de un breve periodo parecido a un armisticio, fue donde el falangista y la miliciana -acordándolo previamente por medios que no vienen al caso- se vieron y sin apenas tiempo para más, se miraron, se acariciaron, se dijeron palabras de amor y acabaron juramentándose amor eterno sabiendo ambos que sería la última vez que se vieran. No hicieron el amor. El amor era, sobre todo, el acto de valentía para, por encima de cadenas de mando, romperlas, y romper todos los convencionalismos, dogmatismos y enarbolar la bandera de la tolerancia. Aquello era Amor por encima de las trincheras en las que se había convertido aquella desgraciada, desventurada, orgullosa y terrible España.
Amanecía sobre el Madrid sitiado y se dieron un largo beso, el último de sus vidas, cuando les avisaron de que era imprescindible acabar de inmediato aquella cita de amor en el pequeño trozo de tierra de nadie en los aledaños de la gran ciudad que se desperezaba oyendo el zumbido de los obuses. No se dijeron nada al despedirse. Él, falangista sin nombre, madrileño, encuadrado en las columnas sitiadoras del general Varela, se dirige hacia su unidad a punto de conquistar el cerro Garabitas, para tratar de atenazar, doblegar y entrar en su Madrid.
Ella, miliciana sin nombre, madrileña, defensora de su ciudad que se dabatía entre la consigna del No pasarán y el ardiente deseo de dejar pasar al amor único de su vida, se dirigió presurosa hacia el interior de la capital de España. La esperaban en el asilo de Santa Cristina donde estaba encuadrada a las órdenes de Durruti.
Nunca se volvieron a ver el falangista y la miliciana. Truncado un amor que no pudo ser... Culpable: la guerra.
Madrid, justo hoy ochenta años.
© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.
20.11.16
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