© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.

10.5.16

Tharvas

THARVAS
R
ob y Mar conocían de sobra la prohibición expresa de la tía Emiliana. No había bastado, sin embargo, para que los dos primos, conociendo la ausencia de la tía que aquella tarde había acudido al pueblo a comprar provisiones, no lo dudaran un instante, sobre todo Rob, que sabiéndose mayor, corrió hasta la vieja cancela oxidada, enterrada entre grandes matas de enredaderas, y, apar­tándolas, nervioso, dejó al descubierto el objeto prohibido: ni acercarse siquiera so pena de ser blanco de las iras de la tía y víctimas de un severo castigo. Casi sin aliento, fruto del miedo y del remordimiento de estar haciendo algo mal, Rob aflojó un gran candado firmemente agarrado a la puerta. Empujaron, entre los dos, con gran fuerza, cuando la puerta herrumbrosa comenzó a abrirse en medio de un más que siniestro chirrido, que a buen seguro lo hubiera escu­chado su tía o cualquiera de sus padres —Antonino y Anada y Victoriano y Alada, respectivamente—, que también se encontraban ausentes de la casa. La puerta se abrió, dejando una marca en la tierra del jardín. Los goznes se que­jaron como si aquella puerta no se hubiera abierto en siglos. Y así había sido, en efecto.
Rob y Mar eran primos hermanos, y vivían en dos casas contiguas, con la tía Emiliana, como tutora, mientras los padres trabajaban, ellas en las labores del campo, y en la construcción ellos.
Rob era, en el momento de ocurrir estos hechos, un chaval de siete años, rubio, de escaso pelo, sus ojos eran de un color entre castaño y verdoso, del color del monte en otoño, y con unos mofletes que su tío Victoriano siempre se empeñaba en pellizcar, cariñosamente, hasta hacerle verdadero daño. Vestía pantalones bombachos, confeccionados por la tía Emiliana a la moda de los años de Maricastaña, pero a pesar de ello le gustaban.
Mar, por el contrario, era morena, casi de la misma edad, con unos rizos que le bajaban por las sienes, de ojos color de la miel; le gustaba lucir un vestido de tul, con mucho vuelo que también la tía Emiliana, cómo no, le había confeccionado a la moda de la Mariquita Pérez del año cincuenta del siglo XX. Los dos eran vivarachos y listos como los ratones, quizá porque habían na­cido y se habían educado en el campo.
La puerta estaba entreabierta. A punto estuvieron de volverse para atrás, pero ya no había remedio. Lo que apareció delante de sus ojos fue el espectáculo más bello que nunca habían visto: la luz era com­pletamente distinta a la que ya estaban acostumbrados; como si el sol que alumbraba tuviera otro reflejo distinto. Una luminosidad tenue, como si pasara por el filtro de una nube brumosa, proporcionando un halo rosáceo a todo lo que se representaba ante ellos. Un pueblo de casas de planta baja, de calles perfec­tamente alineadas que iban a dar a plazas con fuentes y parterres de flores. Rodeado por un lado de bellas montañas y frondosos bosques; y por el otro, en la llanura, una extensión de terreno de tonos rosáceos. Era la misma estampa que habían visto en alguna película de dibujos animados. Extasiados, asombrados por aquel bello espectáculo de película, detrás de ellos escucharon una voz ronca, un vozarrón que nunca habían escuchado antes.
—Ah… ¿así que os habéis atrevido a traspasar la puerta?
El susto que se llevaron fue de órdago. Detrás de ellos había un hombre­cillo, que asustó a los niños por su aspecto: bajito, rechoncho, con una cabeza de enorme tamaño que cubría con un gorro ajustado, y por donde le caían, a ambos lados hasta casi rozar el suelo, unos bordones. Las orejas, puntiagudas,  parecidas a las hojas de los cerezos. Su boca era ancha, grande como un buzón de correos; las manos inmensas; y unos pies enormes cubiertos con calzas de colorines. Diríase un enano, pero no era tal: todos sus miembros eran enormes, pero Rob y Mar se dieron cuenta de que no infundía ningún temor, ni mucho menos. Además, sonreía de un modo especial, y se dirigió a ellos con gesto amistoso:
—Por fin… alguien se decide a visitarnos. Sed bienvenidos al po­blado.
Rob y Mar, una vez repuestos del susto, aceptaron la invitación y accedie­ron a visitar lo que el extraño ser llamaba “el poblado”.
Cuando se adentraron, junto con el personaje que los recibió, se les acercó otro completamente distinto: este era de aspecto angelical, y digo bien, sí, de aspecto angelical porque además de unas agradables y bellas faccio­nes, el juvenil cuerpo cubierto por una falda de tul que dejaba traslucir sus for­mas femeninas, tenía en las espaldas un par de diminutas alas que agitaba a una velocidad de vértigo: la cara, de una belleza increíble; sus facciones, perfectas; la boca y la nariz, proporcionadas, aun­que los ojos eran grandes, muy abiertos, glaucos, como llenos de agua, de un color imposible de describir, porque carecían de pu­pilas. Y lo más asombroso, sus pies rozaban apenas el suelo, sino que flotaban, sin llegar a volar.
—Niños, nos vamos a presentar —les dijo el primer personaje que los re­cibió—. Me llamo Filonorte; soy de la raza de los trasgos y me dedico, como ya comprobaréis, a trabajar en la mina. Ella —continuó diciendo, mientras señalaba a su acompañante— se llama Fontaliso, y habéis de saber que es un hada, y que estas conviven con nosotros, los trasgos. Ellas se dedican a trabajar en el bosque.
El hada, junto a los niños, sonreía y hacía agitar sus alas en señal de asentimiento y de contento.
Rob y Mar observaron que Fontaliso no podía hablar, que ninguna de las hadas que habitaban el poblado lo podía hacer, aunque pronto se darían cuenta de que no les haría falta porque con el batir de sus alas les era suficiente para hacerse entender.
Así pues, los cuatro se adentraron en aquel poblado que a la entrada lucía un  gran letrero con el enigmático nombre de THARVAS.
Se dirigieron, en primer lugar, a un parque infantil que contaba con toda clase de juegos. Tiovivos que subían y bajaban, dando vueltas, con la particularidad de que los caballitos eran de verdad, verdaderos caballitos que parecían muy, muy felices, no como en las ferias de Madhu, que a los ponis —pensaban los niños— se los ve siempre tris­tes; columpios que se balanceaban suavemente, sin sobresaltos; y un laberinto donde se introducían los pequeños quienes, entre risas, se per­dían en las intrincadas calles formadas por hermosos parterres, donde nadie se perdía de verdad, porque un sistema de altavoces indicaba la salida si alguien se despistaba. Rob y Mar nunca se hubieran marchado si Filonorte y Fontaliso no hubieran comenzado a meterles prisa ya que les quedaba mucho por recorrer.
El siguiente lugar que visitaron fue la escuela, y al entrar vieron que en aquellas aulas donde se entremezclaban los trasgos y las hadas se enseñaban las mismas materias que también se estudiaban en Madhu: Aritmética, Geografía, Lenguas e Idiomas, Historia, y lo más interesante: todos los oficios y profesiones que existían en el mundo. Era la escuela más impresio­nante que jamás habían visto, con profesores y profesoras, ancianos, que im­partían su sabiduría y su experiencia, mientras los profes más jóvenes enseña­ban nuevos métodos a los alumnos, que atendían con respeto lo que los sabios enseñaban. Aquello no era la “eso” ni la “lose”, ni siquiera la “egebé”: era la Enseñanza de Tharvas, y —remachó Filonorte— ya está dicho todo.
Continuaron el camino por aquel pueblo peculiar, y entraron a casi todos los lugares más interesantes que comprendía Tharvas: a un jardín con las especies más exóticas y extrañas que imagi­narse pudiera; a una piscina con agua que no mojaba, que no estaba ni muy fría ni muy caliente y en la que los bañistas flotaban si así lo querían, o, porqué no, buceaban sin necesidad de escafandras ni trajes de buceo. La piscina era inmensa, porque Tharvas, les dijo Filonorte, carecía de mar, por eso habían procurado hacer algo para que los trasgos (las hadas no podían bañarse por motivos obvios) sintieran las mismas sensaciones que en el mar de Madhu que tan bien describían los maestros en la escuela.
Llegaron a una plaza donde se ubicaba un edificio enorme. En un gran cartel se veía escrito: Iglesia, Sinagoga, Mezquita, Pagoda. De allí, trasgos y hadas, salían de orar en cualquiera de los ritos como cristianismo, judaísmo, islamismo, bu­dismo, shintoismo, vudú, hinduismo, masai, taoismo, y así hasta varias decenas de nombres a cual más extraños pertenecientes a las religiones de cualquier parte del mundo.
En el museo vieron gran cantidad de obras de arte acumuladas a través de los millones de años que hacía que poblaban la tierra. Allí encon­traron las mayores obras ya desaparecidas del mundo y que tanto habían dado que hablar en Madhu. El tan buscado Arca de la Alianza; la manzana —sí, la manzana—­­ que Eva dio de comer a Adán; los verdaderos, estos sí, cáliz y cruz de la pasión de Jesús el judío; la tumba de Tutankamon y sus tesoros; las Tablas de la Ley judeocristiana; el árbol donde Buda alcanzó la iluminación; las carabelas que Colón fletó con destino a América así como las joyas expoliadas de la tumba del Señor inca de Sipán.
— ¡Y la Biblioteca de Alejandría, intacta! —puntualizó eufórica Fontaliso por me­dio de un zumbido de sus alas.
—Y también tenemos una fonoteca, una pinacoteca y una ludoteca, donde —les explicó Filonorte— están almacenados los libros y mapas de todos los confines de la tierra tal y como eran en la antigüedad; y cartas que los viejos astrónomos habían dibujado de los más recónditos lugares del uni­verso; y sonidos y músicas; y palabras; y pinturas; y juegos olvidados…y misterios resueltos, como las coordenadas exactas de dónde se encuentra el barco Struma, hundido en el mar Negro, con 767 judíos a bordo cuando iban en busca de su Hogar.
—Aquí nos hemos preocupado de recoger todo aquello que los hombres, los de vuestro pueblo, han perdido por empeñarse en andar enfrentados con guerras, o por falta de interés. Aquí está para vuestro provecho, para cuando estéis preparados para no volver a perderlo. Miradlo todo.
Y así hicieron, procurando ver todo para no perder detalle, mientras por el sistema de megafonía sonaba una triste y olvidada canción infantil:


Es la historia de don Paco jijijijajajaj
Es la historia de don Paco
Y os la vamos a contar
Jijijaja
Y os la vamos a contar:
Era un día de fiesta jijijijjajaja
Era un día de fiesta
Y tenían un convite
Y tenían un convite
Paco se sentó a la mesa
Jijijijajaja
Paco se sentó a la mesa
Y rompió todos los platos
Y rompió todos los platos
Y su padre que lo vio jijiji jajajaj
Y su padre que lo vio
Le metió en un cuarto oscuro
Le metió en un cuarto oscuro
Y los ratones decían
Jijijajajjaj
Y los ratones decían
No comeremos a Paco
No comeremos a Paco
¡Comeremos a su padre! jijiijijajajjaja
¡Comeremos a su padre!
Que ha sido quien le ha encerrado
Que ha sido quien le ha encerrado
Aquí termina la historia jijijaja
Aquí termina la historia
De Don Paco y su hijo Paco
De Don Paco y su hijo Paco
jijijaja
jijijaja


Así, casi sin darse cuenta, atravesaron un pasadizo que accedía direc­tamente a un salón donde Filonorte les dijo:
—Esta es la Casa del Tiempo Atrás. Aquí podréis revivir cualquier aconte­cimiento, o descifrar cualquiera de los grandes enigmas de la Humanidad que deseéis y de los que vosotros mismos podéis ser protagonistas. ¿Queréis probar?
Y vaya si querían probar a revivir los acontecimientos históricos. Aquella oportunidad no la iban a dejar pasar: eligieron, entre tantos y tantos hechos acaecidos en el mundo desde su creación, uno del que sus padres siempre les hablaban, aunque ellos no supieran entender muy bien de qué iba el tema. En un momento dado, el trasgo Filonorte tecleó unos dígitos y unas le­tras misteriosamente entremezclados que le indicó el hada Fontaliso: 3-H-1-E-3-R-1-V-4-A-9-S-2 tras lo cual aquella amplia estancia se convirtió, como por arte de magia, en una escena del tiempo pasado desarrollada en una calle estrecha, de ca­sas de adobe y maderos sujetando las fachadas. Y mujeres, hombres y niños, vistiendo jubones de color marrón, muchos de ellos luciendo pequeños gorritos —kippá— que le cubrían sus coronillas formaban un gran tumulto de gente co­rriendo de acá para allá, comentando y haciendo corrillos a lo largo del entramado de callejuelas, donde algunas fachadas lucían estrellas de David, y Mar y Rob se entristecieron, por el gran pesar que no­taban en todos al correr el rumor por las calles de Ambroza, que así era como se llamaba aquel pueblo.
Ataviados de hebreos, se pudieron aproximar a un corrillo y lograron captar la noticia pregonada que corría de boca en boca: Deberían partir, en el plazo de tres meses, todos los que habitaban el barrio; que salieran para siempre del pueblo que les había visto nacer, dejando sus pertenencias, o se convirtieran a la religión de Cristo, olvidando los ritos de la suya judaica. El alguacil, con voz engolada, terminó aquel bando que leía con una sonrisita sardónica clamando: “Dado en esta ciudad de Granada siendo el treinta y uno día de marzo del año del Nuestro Señor Jesucristo de mil y cuatrocientos noventa y dos. Firmado, Yo el Rey, Yo la Reina”.
La desesperación, la frustración y la tristeza que se apoderó de aquel pueblo, en una escena tantas veces evocada por sus padres, dejaron a Rob y a Mar con mal sabor de boca, con las lágrimas a punto de brotar de sus ojos. Ahora entendían la pena con que tantas veces se lo habían narrado sus padres. Y estaba ocurriendo, exactamente igual, con los mismos detalles, que parecía que Antonino y Victoriano hubiesen vivido allí.
Salieron, aún entristecidos, de aquella fantástica casa del tiempo pasado, donde estaba toda la Historia del mundo, para entrar a la Casa del Tiempo Adelante donde era posible vivir cualquier tiempo por venir. A pesar del interés mostrado por Rob, Filonorte y el hada se negaron a dejarles activar la maquina introduciendo cualquier fe­cha que se pudiesen imaginar para trasladarse a otras épocas y lugares del futuro. Según ellos era demasiado arriesgado debido a que, en cierta ocasión, hacía trescientos años, un trasgo viajó al futuro en la máquina, y aún lo esta­ban esperando: desapareció sin dejar rastro.
Ya en el exterior, entraron en el Hospital, donde los trasgos y las hadas nacían, curaban sus enfermedades y también morían. Pudieron ver cómo se desarrollaban los tres estados de la vida de aquellos extraños seres —incluso pudieron ver, mientras Filonorte guiñaba un ojo y sonreía al explicarlo, la Sala de Reproducción donde los trasgos y las hadas se reunían saliendo todos con caras y sonrisas de alelados como de habérselo pasado muy bien, muy con­tentos, tras unirse y formar otros nuevos trasgos y hadas—, y también que al morir eran incinerados para que sus espíritus, en forma de humo primero, y bruma después, permaneciera por siempre sobre Tharvas.
—Es —explicó Filonorte— el recuerdo que cada uno de nosotros deja al abandonar nuestro mundo para siempre. Mientras exista esa bruma sobre el pueblo, significa que el recuerdo de los que nos precedieron permanece y per­manecerá eternamente.
Así siguieron, hasta que, ya casi al final del pueblo, se pararon los cuatro. En aquel punto se en­contraban las diversas características que diferenciaban a los habitantes de Tharvas. Mientras Fontaliso les señalaba hacia un lugar, Filonorte les señalaba hacia otro en sentido opuesto. Los dos tharveseños se separaron y los niños decidieron hacer lo mismo. Así, sin pensarlo, Mar se adentró con Fontaliso en el bosque y Rob siguió a Filonorte a la mina.
El bosque era una masa verde impresionante donde crecían toda clase de árboles y plantas: castaños, sobre todo, pero también álamos, chopos, encinas, enebros, pinos. Así como toda clase de frutales: albaricoqueros, almendros, avellanos, melocotoneros, membrilleros, cerezos, higueras, manzanos, nogales, pera­les y  gran número de árboles exóticos como caoba, teca, iroko, sapelli, ekki, bolondo, ayou, palisandro, obeche y okume, procedentes tanto de la sabana africana como de los cauchales del Amazonas, así como sequoias de los cañones americanos.
—Purifican el aire, protegen de los rayos del sol, proveen de alimen­tos, aíslan de ruidos —Fontaliso “hablaba” sin parar a base de batir sus alas—, proporcionan sombra, aire puro y vida. Protegen contra la erosión. Pro­ducen madera. Y hacen bello el paisaje. Aquí lo tienes —terminó de decir—.
         De lo más intrincado del bosque surgían miríadas de hadas, encargadas  de la tala de madera y de la recolección de los frutos que allí se daban, tales como aguacates, bananitos, carambolas, chirimo­yas, cocos, frutos de la pasión, limas, litchis, mangos, piñas, papayas. E incluso cazaban pequeños animales atrapados en trampas por las mismas hadas como ardillas, corzos, gamos, garcetas, zorros, tejones, comadrejas, nutria, jinetas, gatos monteses, jabalíes, ciervos, liebres... etc. Junto al bosque estaba la fac­toría, donde convertían las maderas en muebles y pasta de papel; y los frutos que escogían y envasaban saliendo, por medio de cintas transportadoras, hacia el exterior.
Rob, mientras tanto, había seguido a Filonorte al otro extremo de Tharvas. Lo que este le mostró al niño fue uno de los más bellos espectáculos que se hayan visto jamás. En la llanura, ante ellos, apareció un fabuloso agujero horadado en la tie­rra en forma de embudo, y una enorme escalera de caracol descendiendo hasta que la vista se perdía en un agujero así de pequeñito en el fondo como si llegara hasta el mismísimo centro de la tierra. En aquel agujero negro, refulgían unos destellos como si de estrellas en la noche se tratara.
—Eso que ves brillar allá —Filonorte le indicó señalando con su gran dedo índice hacia el fondo— son vetas donde se esconden las más bellas gemas que ser humano haya visto jamás. Ahí sólo bajan los trasgos autorizados para extraer lo que estrictamente necesitamos. Esmeraldas, topacios, jacintos de Compostela, ónice, jaspes sanguíneos, lapislázuli, ágata, siderita, obsidiana, zafi­ros aguamarinas, amatistas, ámbar, diamantes, ojos de gato, ópalos, piedra lunas, piedra soles, rubíes, turmalinas, malaquitas, turquesas, y muchos más... —Filonorte enumeraba aquellos extraños nombres mientras un brillo, parecido tal vez a aquellas piedras preciosas, le aparecía en los ojos—.
Rob miraba al fondo algo asustado: aquel siniestro agujero estaba preñado de las más bellas y valiosas joyas codiciadas por el ser humano. Allí estaban depositadas las piedras preciosas por la que muchos hombres habían muerto y habían matado.
—Esta tierra guarda vetas de los más diversos colores que revelan la pre­sencia de otros minerales —Filonorte se entusiasmaba a medida que iba enumerando lo que aquellos abismos contenían—, si no tan valiosos como las gemas refulgentes, sí más necesarios para la vida, como el alabastro, el azul Prusia, la caparrosa, la piritharvas —lo que más poseemos—, la dolomita, el estaño, la diaspora, la galena, el heliotropo, el iridio, la jordanita, el metal li­quido mercurial, el plomo, las tierras azules de hierro y el zircón que los tras­gos, especialistas en minería, extraemos para convertirlos en los más variados metales con los que fabricar: instrumentos de medicina, vehículos, barcos, casas, y todo aquello que en el Reino de Madhu disfrutáis.
Cuando acabaron las visitas al bosque y a la mina volvieron a reunirse los cuatro.
—Que los humanos den las gracias a los trasgos y a las hadas —Filonorte se puso muy serio cuando, dirigiéndose a los niños, se refirió a la gente mayor de Madhu—, porque en Tharvas tenemos todo lo que lo humanos necesitan, ya que  ellos no han sabido cuidar lo que la Naturaleza les ha dado.
—Cuando salgáis de Tharvas, os pedimos llevar este mensaje que os estamos transmitiendo para los habitantes de Madhu, vuestro pueblo: Cuidad el medio am­biente, creo que lo llamáis. No derrochéis lo que la Madre Naturaleza os ha re­galado. Aprovechad el Sol, los vientos, las olas del mar, la nieve y toda la ener­gía que desprenden. Plantad árboles por todas partes; y de la tierra, que es inmensamente rica, procurad extraer sólo lo que necesitéis. Aquí os se­guiremos proveyendo de lo que a vosotros os falta, pero debéis cuidaros por vosotros mismos.
>>Aprovechad el mar... ¡qué decir del mar! Inmensamente generoso en productos... pero yo no os puedo decir nada sobre ese elemento, aunque os puedo recomendar a Joana la sirena y a Merrows el tritón, que reinan sobre los mares, para que os lo enseñen. Por desgracia, Tharvas no tiene mar.
Filonorte dio media vuelta y les indicó que le siguieran hasta la salida, no sin antes dejar atrás otra gran puerta, también cerrada, llena de herrumbre y telarañas.
—Esa es la puerta que da acceso a Hersis, pero —Filonorte se paró un segundo para volver a hablar a los niños— nadie sin autorización puede traspasarla.
Y efectivamente, semicubierto de hiedra, un cartel lo indi­caba: REPÚBLICA DE HERSIS. PROHIBIDA LA ENTRADA.
Al retornar a Madhu, pasaron junto a algunas de las casas de los trasgos y de las hadas.
Dentro de una de ellas, una niña, mitad trasgo, mitad hada, de una be­lleza impresionante, aunque mal vista a los ojos de los demás por ser un caso único de  mestizaje, los vio pasar. Era la primera vez que veía a unos niños diferentes, pero Dhal, que así era como se llamaba la niña, estaba pensando en algo que ya había intentado anteriormente, pero que lo volvería a hacer: aunque estuviese prohibido acercarse a la Puerta de Hersis, ella lo haría, porque no quería pasar el resto de su vida en Tharvas y aunque ya había intentado abrir la puerta, quizás la próxima vez consiguiese entrar al territorio misterioso de Her­sis.
Rob y Mar ya habían llegado de nuevo a la entrada de Madhu, su verda­dero pueblo, donde a buen seguro les estarían esperando sus padres, y su tía que los habrían estado buscando. Ante la puerta, no pudieron reprimir una lágrima de emoción al despedirse de Filonorte y de Fontaliso.
Al salir, vieron que sólo habían pasado unos minutos desde que traspasa­ron la puerta, pues la tía aún estaba en el pueblo, y los papás de Rob y de Mar continuaban en sus tareas. Sin embargo, se dieron cuenta de que en Tharvas habían pasado todo un día, recorriéndolo. Así, cayeron en la cuenta, fiján­dose un poco y comparando con Tharvas, de lo feo que resultaba Madhu, lleno de escombreras, de ríos contaminados, escaso de árboles, y basura por todos los rincones. Y la falta de educación de los habitantes de Madhu comparando con los de Tharvas.
Cuando llegaron la tía y los padres, todo parecía en or­den, hasta que a Mar, que era como más lenguaraz, se le ocurrió decir:
—Mira, tía Emiliana, qué piedra tan bonita —y la tía bajándose las gafas hasta la punta de la nariz, cogió lo que Mar le mostraba.
La gema refulgía como diez soles juntos refractando una gama de colores de diversas tonalidades.
—Pero Mar ¿de dónde has sacado esto? —preguntó extasiada la tía Emi­liana.
—Tía —dijo la niña bajando la mirada—, me lo ha dado Filonorte, el trasgo de Tharvas.
—Pero si esto vale un perú— dijo la tía Emiliana, sonriendo de oreja a oreja—, esto nos va a servir para tapar algunos agujeros...
Y Rob y Mar pensaron que la tía se había vuelto majareta y que inme­diatamente iría a colocar aquel pedrusco en cualquiera de los agujeros que había en la casa de huerto. Pero qué va…lo de los agujeros, les corrigió la tía, era la hipoteca de la casa, una tele nueva, un Sonotone más potente para el Antonino….
Lo que nunca dijeron a la tía es que habían hecho caso omiso de la prohibición de traspasar la puerta del fondo del jardín, y que habían visitado Tharvas, un paraíso, un lugar ideal que inexplicablemente había sido un destino prohibido y desconocido, pero ella, así como los padres de los dos primos, se quedaron sorprendidos y extrañados de la nueva actitud de los niños: desde el momento que regresaron de Tharvas comenzaron a preocuparse por cosas a las que nunca antes habían hecho el mínimo caso, comenzando por corregir las costumbres que ante­riormente tenían: apagaban las luces de la casa que no utilizaban; cerraban el grifo del agua cuando no la necesitaban; cerraban la puerta cuando hacía frío y la abrían de par en par cuando apretaba el calor; reciclaban y dejaban en los contenedores los residuos que no servían; y así cosas cada vez más útiles por seguir las instrucciones que Filonorte y Fontaliso los habían trasmitido, hasta convertirse en unos expertos en Medio Am­biente. Aquellas costumbres se las pasaron a sus pa­dres, que comenzaron a aplicar los consejos de los niños en las construcciones que iniciaban, utilizando en adelante las técnicas aprendidas: uso de placas so­lares, orientación adecuada de las casas para aprovechar el tibio sol del invierno y el escaso frescor del verano, uso de materiales resistentes al frío y al calor (aumentando las ganan­cias y creando puestos de trabajo y riqueza… debido al éxito) e incluso la tía Emiliana que pasaba un montón de todas aquellas “bobadas” como anteriormente las califi­caba, ahora se le veía también a ella transformada en una recicladora-ecologista, y había ideado un sistema para reconvertir los restos de comida sobrante y proporcionár­selos a las gallinas y a los otros animales del corral.

En fin, hasta aquí la historia de los dos primos que visitaron Tharvas, el enigmático pueblo que había —y hay— tras la puerta. De vez en cuando sienten ganas de volver, entre otras cosas porque añoran a Filonorte y a Fontaliso, que poco a poco les ha ido pareciendo un sueño y como que no hubiesen existido. Pero, misteriosamente, a pesar de que lo han intentado, han visto cómo la puerta se encuentra absolutamente cerrada, como si jamás nadie la hubiese traspasado. No hay manera, la puerta sigue cerrada mientras Rob y Mar crecen. Y nunca han olvidado el fa­buloso viaje, ni han olvidado las enseñanzas recibidas que quieren trasmitir a más y más gente, para que el mundo que les ha tocado habitar no se deteriore más y todas las riquezas sean repartidas y utilizadas para bien de todos.

24.2.16

Diez, cien, mil © Jose A.Bejarano (Relato histórico)




Cuando me llaman al-Qurtubî [el Cordobés], lo acepto con orgullo. Nací, sin embargo, en Umba [Huelva], en el año 404 de la Hégira. Soy Abũ ‘Ubayd’ Abdallāh al-Bakrī, hijo de Abd al Azīz al-Bakrī, de la familia de los Bakrīes, de muy alto linaje, cuyas raíces se hunden en esta tierra de al-Ándalus desde los tiempos del hayib [ministro] Muhammad ibn Abū Āmir,  llamado al-Mansur [Almanzor].
Deseo narrar la historia de la formación, apogeo y fin del efímero sueño de una de las coras [demarcaciones territoriales en que estaba 
dividido al-Ándalus
] gobernada por mi muy amado padre, rodeado de una corte de jeques y consejeros con miras a administrarla eficaz y sabiamente, la ta’ifa que pudo haber sido poderosa y quedó en el intento. Con ello rememorar las vicisitudes de un pequeño y modesto emirato, casi desapercibido al lado de los grandes. De lo que pudo haber sido y no lo dejaron ser: el Reino de Xaltis [Saltés].
Saltés en la actualidad
Me ceñiré en este relato, con palabras sencillas y claras, a unos hechos de los que, si bien no fui testigo directo ni poseo documentos o testimonios que lo avalen, sí tengo la suficiente información, por rumores que corrían, para discernir entre unas ideas a las que poner orden y dejar constancia de las causas por las que fue anexionado y oprimido como tal, el reino de Xaltis.
 Desentrañar las causas que provocaron aquellos tristes episodios es una tarea que me ha ocupado varios años. Desde que me exilié, el tiempo y la distancia me han ofrecido la oportunidad de llegar a ciertas conclusiones, que aunque no dejan de ser, en parte, producto de mi imaginación, no están reñidas con las certezas que me han ido dictando mi corazón y mi conciencia.
Mientras la luz del día se va difuminando más allá de las torres y minaretes de  Madinat az-Zahra [Medina Zahara], alzo la vista antes de mojar el cálamo en la tinta y comenzar a escribir sobre un buen papel de Sātiba, evitando el divagar a fin de reflexionar, ponderar y delimitar responsabilidades, sin pretender atribuirme papel de juez alguno, sino más bien ser simple fedatario de cómo ocurrieron aquellos acontecimientos…
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Olas suaves lamían entonces las costas del Reino de Xaltis. Allí se encuentran las cuatro millas de islas donde se asentaba su territorio rodeado por los de al-Garb [Algarve], Mārtulah [Mértola], Lebla [Niebla], Ishbiliya [Sevilla] y, al septentrión de todos ellos, otras tierras. Así, está resguardado entre dos grandes ríos, al oriente y al occidente, el Wadi al-Kibir [Guadalquivir] y el Wad-ana [Guadiana]. Al sur, baña sus playas el mismo mar del Reino de Fez en África.
Era Xaltis, echando mi vista minuciosa sobre aquel tiempo pasado, una ciudad principal que hacía justa competencia a la vecina Umba [Huelva]. En sus alrededores existía una gran actividad artesanal. Tenía, además de ricos y feraces huertos donde se cultivaban legumbres y flores, una atarazana, así como una alcazaba y algunos talleres de metalurgia donde se fundían el hierro y otros metales. La mezquita se erigía en el centro de la ciudad, donde sus habitantes oraban las cinco veces preceptivas del día.
Su puerto era refugio de numerosos navíos dedicados a las artes de la pesca, y a menudo se dirigían a Umba vadeando los numerosos caños y canales marismeños. Abrazando a las dos ciudades en sus desembocaduras, los ríos Saquía [Tinto] y Wadi-Wabru [Odiel].
            En sus campos costeros pacía el ganado lanar, y caballos y bueyes, y se cultivaba trigo y maíz entre cauces de aguas. En otros campos del interior, minas, aguas ―algunas salobres y muchas salubres― y numerosa fauna de los tres elementos. La tierra era fecunda. Y así, en este trozo del paraíso, siendo el 403 de la Hégira [Año 1012 de la Era cristiana], mi padre fue proclamado y elevado al trono de la ta’ifa, una vez consumada la fitna [crisis, disputa] del califato de Qurtuba...
Pasaron los años y en el 435 (H.), después de deliberaciones entre los consiliarios y el monarca, este decidió la acuñación de moneda propia, con objeto de ponerla en circulación para el uso de los habitantes, con la función de cobrar impuestos, insuflar confianza en el pueblo llano, pagar a los servidores del estado, mercadear e intercambiar tanto en el interior como tras las fronteras del reino y, por tanto, a largo plazo, fortalecerlo como protección de otros pueblos y reinos del norte, incluyendo los ejércitos infieles. Se encargó a uno de los talleres de metalurgia de Xaltis, el de Abdul, a que se convirtiera en sikka [ceca, Casa de la moneda] para acuñar dichas monedas, para lo cual encargó suficiente cobre de Granada, así como de la por entonces escasa plata.
Abdul dispuso los crisoles y reavivó los hornos para fundir los metales, y comenzó la acuñación de moneda dirheme siguiendo las instrucciones recibidas acerca de la ceca de Xaltis y su cuño, la marca de al-Bakrî, las inscripciones sobre la unicidad de Dios, los adornos florales así como el valor facial acordes con la aleación, peso y medidas justas, a fin de conseguir con cien dirhemes el equivalente a diez dinares de oro de los otros reinos, en cantidad exactamente calculada para no depreciar su valor. El encargado de vigilar que los deseos reales fueran realizados fue el jeque Galib Ibn Ahmed, quien rara vez abandonaba la ceca, pues además encontró momentos para poner su mirada en Nawar, la hija de Abdul, de ojos grandes y negros como el novilunio y hermosa como el reflejo de la luz en los bajíos de la playa. Su padre la tenía destinada a unir en matrimonio con algún rico mercader de África, tal vez del lejano imperio de Malí. Por ello, no era del agrado de Abdul saber a su hija lejos de los aposentos privados, pues no le habían pasado desapercibidas las atenciones con la que el encargado real dispensaba a la joven.
Abdul consideró una afrenta aquella situación en su propia casa. No podía, a pesar de los dictados de su corazón, hacérsela pagar al jeque en aquellos precisos momentos, no convenía a sus intereses actuar al instante, pues también debía atender los asuntos del negocio. En mala hora pensó en urdir una estratagema mientras miraba absorto cómo los crisoles vertían en chorros fundidos el cobre y la plata. Una idea se le fue ocurriendo: según acuñase la moneda, iría cumpliendo los compromisos adquiridos pero a su manera, no dudando para ello hacer valer sus influencias.
“Rey y Emir de Xaltis”, leyó el sayrafi [cambista] en el reverso, dando su visto bueno a la ceca acuñada y al sagrado texto de que no existe más que un dios y quién es su profeta. Las monedas estaban dispuestas.
Portada de Los caminos y los reinos
Una partida de estos caudales, que en principio estaban destinados al zoco de Umba para ponerlos en circulación a disposición del soberano de la cora, fue fletada en una expedición de tres pequeñas embarcaciones con guardia real al mando del jeque pretendiente de la hija del metalúrgico. Zarpó el convoy vadeando los canales del Wadi-Wabru hasta llegar a Umba. Esos eran los planes, pero poco antes de atracar al muelle, una pequeña lancha se acercó a la flota con una contraorden, decisión del Rey ―que tenía su palacio en Umba—, por la que habría de ascender el cauce del río Saquía, y navegar hasta las murallas de Lebla. Y así lo hizo.
Ya desembarcados, unos carruajes fueron cargados para transportar el dinero hasta Ishbiliya. Púsose en marcha la caravana hasta los territorios no amigos del rey al-Mu’tadid. La caravana avanzó confiada en llegar al nuevo destino sin contratiempos dado que aquella comisión viajaba en son de paz, a pesar de que bien se sabe cómo los dineros fomentan muchas veces el afán de la codicia y lleva a los hombres a guerrear. Si era correcta la orden recibida de desviar dichos fondos hacia Ishbiliya, poderosa razón debió haber para aquel cambio.
Una partida del Rey dio el alto a la caravana de Xaltis al discurrir por al-Saraf [Aljarafe]. Las credenciales presentadas por el jeque Ibn Ahmed fueron insuficiente salvoconducto para evitar el registro de la caravana. De resultas fueron requisadas las cajas del erario del Reino de Xaltis y sus responsables, conducidos al alcázar.
Entre los dirhemes de Xaltis, descubrieron los agentes del Cadí y los cambistas de la ceca de Ishbiliya una partida de dirhemes con una proporción muy alta de cobre y un recubrimiento de plata con las señales de al-Mu‘tadid: nada sobre dichas monedas constaba en la relación contable. Los cargos imputados fueron los de tráfico ilícito de caudales, imitación de moneda (luego) falsificación de la ceca, usurpación de identidad y alteración del valor real frente al valor nominal monetarios.
Era, claramente, una vil, insidiosa, pero simple y sencilla trampa, dentro del plan urdido por Abdul que había acuñado secretamente un número de monedas falsas domeñando ―deseo en este caso expresarlo así, mejor que aleando― tan generosos metales, conspirando para conseguir que su enemigo las llevara en persona hasta la misma víctima del engaño, sin importarle quiénes le acompañarían y cuáles funestas consecuencias podría acarrear aquella acción.
La justicia de al-Mu‘tadid fue administrada según el capítulo que trata de los defraudadores, en el Noble Libro, y por ello los responsables fueron encausados y juzgados según el grado de participación en los hechos. El cargamento, tanto el legal como el delictivo, fue fundido en el alcázar de la capital del reino de al-Mu‘tadid.
Por aquellos tiempos el acoso constante de los ejércitos del rey cristiano de León, Fernando I, obligó a las numerosas ta’ifas del sur de al-Ándalus a que formaran alianzas y acordasen pactos de todo tipo. Al-Mu‘tadid, temiendo ser futuro deudor de parias y tributos abusivos, concluyó cómo la desunión favorecía la debilidad, y por tanto vía libre al rey cristiano para la reconquista del reino andalusí. Mi padre, por su parte, solicitó ayuda al soberano cordobés Ibn-Yahwar a fin de frenar el expansionismo de al-Mu‘tadid, pero por desgracia fue tratado como el reyezuelo que era, y desoído.
Así fue como, si de los haces anverso y reverso de una de aquellas monedas se tratase, al-Mu‘tadid hizo causa de sus ansias proteccionistas y concausa del asunto banal del incidente del erario, completando así sus pretextos para desencadenar la tormenta que se abatiría después sobre el reino de Xaltis.
Y ocurrió. A la puesta del sol de un día de Zu l Hijja [diciembre] del 443 (H.), desde Lebla anteriormente tomada, las tropas de al-Mu‘tadid se dispersaron: una parte se dirigió hacia la ciudad de Umba, arrasando a su paso las tierras de cereales y de frutales, y de otras preciadas plantas como el zabad [alción resinoso]; y la otra parte del ejército, embarcando y descendiendo por el cauce del Saquía, hasta que, ya en el mar que baña Xaltis, los golpes de remo de las barcazas rompieron la mansedumbre de sus aguas, y las aves que anidaban en sus riberas (alcatraces, alcedos, anas, pandiones, limosas y muchas otras) remontaron el vuelo hacia el ignoto horizonte del mar tenebroso y no regresaron más. De esta forma al-Mu‘tadid, con tan terrible tenaza, exhibiendo el poder de su alfanje y ondeando el estandarte con nuestro común Creciente, se apoderó del territorio de la ta’ifa, a pesar del entendimiento pacífico que previamente mi padre le había ofrecido. Las venganzas, la acción y la reacción, se habían consumado.
…Así fue, marchitándose, lentamente, el principio del fin.
Mi querido padre fue depuesto de su trono y confinado en Xaltis hasta que pudo establecerse en Qurtuba. Fue progresivo el desmantelamiento de los talleres de metalurgia, y con ello abortado el proyecto del acuñado y circulación de una moneda propia, oficial del Reino de Xaltis. También, gradual el empobrecimiento de las explotaciones pesqueras y agrícolas, por lo que inexorablemente sobrevino la asfixia económica y el abandono de la isla.
    Mi muy amado padre, conocido también como Abd al Azīz Izz al-Dawla, falleció en esta hermosa Qurtuba, entre suspiros por la patria perdida, por el infortunio de no haber sabido defender convenientemente los intereses de su tierra y de su pueblo. Falleció, ya digo, en el año 450 (H.); y el infausto al-Mu‘tadid ―padre de mi mentor y amigo, el poeta y buen rey al-Mu‘tamid―, en el 461 (H.)
Olas tempestuosas baten desde entonces las costas del Reino de Xaltis…
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El porqué he abandonado temporalmente mis ocupaciones literarias y decidido escribir estas notas, revisando y retocando el pasado sin pretender modificar el curso de la Historia, es algo que no sabría explicar. Tal vez la necesidad de narrar con el corazón, desde distinto ángulo que el de los cronistas cortesanos, y ofrecer una teoría de cómo el poder, la riqueza y a veces el amor, a menudo trenzan lazos que anudan destinos de reinos y hombres. Y si bien los hechos narrados, unos en mayor medida que otros, no parecen causa directa de los males abatidos sobre el reino, aunque a conciencia lo dejo entrever, cualquier acontecimiento tiene consecuencias encadenadas: la sed de venganza, el escarmiento, la decadencia de un reino… con el riesgo de errar en los ajustes de viejas cuentas, sin posibilidad de enmiendas o rectificaciones. Justamente es la teoría que vengo sosteniendo desde la caída de Xaltis: su rey, mi padre, fue víctima de inconvenientes adláteres.
No podría llevarme esta desazón, y si bien no poseo documentos o testimonios que lo avalen ―sí rumores que van y vienen (Abdul y Nawar, nombres imaginados por mí para esta crónica, se desvanecieron en las neblinas de la Historia)―, he mantenido una lucha muy intensa, entre mi corazón y mi conciencia, unido al dolor por la injusticia que se cernió sobre personas y lugares tan queridos por mí. Dado que entran en juego no solo la vida, sino algo más valioso como es la propia honra, por si algún día estas disquisiciones ―que no figuraciones―, de un anciano en el ocaso de su vida, sean como una luz en medio de las tinieblas, sin por ello negar o descalificar otros razonamientos distintos, concluyo que ningún mal podré yo añadir con esta confesión sino vindicar la memoria de mi augusto padre pues a nadie debe importar los avatares de mi vida sino los de él, y si bien fue responsable por omisión en el asunto banal de los dineros, desencadenante de la invasión del reino, no me cabe duda alguna de los esfuerzos que realizó inútilmente por redactar y firmar un justo acuerdo para acabar con el caos de los reinos desunidos de al-Ándalus, e impedir que un puño férreo se abatiera inclemente sobre Xaltis. Es mi opinión que cualquier pretexto hubiera sido igualmente válido en aquellos malos tiempos.
Pongo el punto final a estos escritos (que preservaré entre suaves telas de lino) recordando un dicho del Profeta, la paz y las bendiciones divinas sobre él: “Deja aquello que te hace dudar de su licitud y encamínate a lo que no te hace dudar. Pues la verdad realmente es tranquilidad, sosiego y paz interna; y la mentira, duda”.
            Sin dudar, entonces, me encaminaré a depositarlos en las manos seguras de mi buen amigo Levi Cohen, hombre del otro Libro, residente en al-Munastyr [Almonaster], para que él procure protegerlos, y así, aunque trascurran mil años, es mi deseo evitar que el manto del olvido caiga como vendaval de arena del desierto sobre la pequeña historia de aquellos caminos y reinos, antes al contrario, que resurjan estos escritos  a la luz y se pueda conocer con seguridad mi verdad.
Me encuentro al fin tranquilo y sosegado como la noche que ya cubre Madinat az-Zahra. Y en paz conmigo mismo. Que así sea
En Qurtuba, cuarto día de Rabi al Awwali, 480 años de la Hégira

 Visir  Abũ ‘Ubayd’ Abdallāh al-Bakrī (biendicho) al-Qurtubî
Foto propiedad de http://tertulialal-bakri.blogspot.com.es 
(N. del A.) Ubayd al-Bakrî, filólogo, geógrafo y botánico, además de poeta, falleció en 1094 A.D. (487 H.), probablemente en Córdoba, ya que fue enterrado en el cementerio de Umm Salama de dicha ciudad.

3.2.16

Sevilla tuvo que ser...

Pues sí: un destino de miles de turistas de todo el mundo (sobre todo hijos del país del Sol Naciente) y nosotros que lo tenemos a escasos 90 km. y apenas la conocemos, así pues me decidí a pasar un día en esta hermosa ciudad. Como no tengo palabras para describirla, aunque pasé tres años de mi vida estudiando en la denostada Universidad Laboral, he extraído de distintas web unos breves textos, algunos también míos, para acompañar las fotos que realicé el pasado día 27 de diciembre
(J.A.Bejarano)
 Diego Cuelbis, viajero, escribió:
"Sevilla es una de las más nobles y riquísimas ciudades de las Españas. Cabeza del Reyno y Provincia de Andalucía.
Es ciudad muy apacible, muy llana y muy alegre, llena de gente muy noble y casas antiguas. Está puesta a la ribera del río Guadalquibir que se llamaba antiguamente Betis: que allí es tan ancho y hondo que pueden bien llegar junto a la ciudad grandíssimos navíos de quatrocientas y quinientas y más toneladas.
Es uno de los más principales puertos de España, donde salen cada año grandíssimas armadas y navíos o Galeones para las Indias Occidentales cargadas de todas mercaderías de manera que en esta ciudad está el trato principal de las Indias del Poniente.
Tienen aquí su trato casi todas las naciones, alemanes, flamencos, franceses, italianos".
Archivo de Indias: cualquier día me siento ante unos legajos y escribo sobre el último viaje del galeón Virgen de la Salud, que se hundió en el Mar de los Sargazos cargado de oro y plata... mmm... (JoseA)
"Ciudad del famosísimo reino de Andalucía, conocida en latín con el nombre de Hispalis, situada en una extensa y hermosa planicie, mayor que ninguna otra de las ciudades de España que visité y cuyo campo produce en abundancia prodigiosa, toda clase de frutos, especialmente aceite y excelente vino.
Vi la ciudad desde la altísima torre de la Catedral, antes mezquita mayor, pareciéndome doble que Nuremberga; su forma es casi circular; al pie de sus murallas hacia el occidente corre el Betis, río caudaloso y navegable, que a la hora de pleamar crece tres o cuatro codos, llevando entonces el agua ligeramente salada, así como al bajar la marea tórnase dulcísima. 
(Jerónimo Munzer)

"Corte sin Rey. Habitación de Grandes y Poderosos del Reyno

y de gran multitud de Gentes y de Naciones ... compuesta de la

opulencia y riqueza de dos Mundos, Viejo y Nuevo, que se juntan

en sus plazas a conferir y tratar la suma de sus negocios.

Admirable por la felicidad de sus ingenios, templanza de sus aires,

serenidad de su cielo, fertilidad de la tierra..."

A ver... Quiero ver el Cuaderno de bitácora y derrotero del galeón real Virgen de Valvanera, que "enjareto" un novelón que va a ser la envidia del Perez Reverte... :-)  (JoseA) 
El siglo XVI es el siglo monumental por excelencia en Sevilla; los más importantes edificios del centro histórico son de esta época: Catedral (terminada en 1506), Lonja/Archivo de Indias (1584-1598), Giralda (campanario y Giraldillo: 1560-1568), Ayuntamiento (1527-1564), Hospital de las Cinco Llagas (1544-1601), iglesia de la Anunciación (1565-1578), Audiencia (1595-1597), la Casa de la Moneda (1585-87)... Los nuevos patrones estéticos-arquitectónicos-urbanísticos permitieron en Sevilla derribar saledizos, arquillos y ajimeces (balcones) con el fin de eliminar la humedad e introducir el sol en las arterias urbanas
"Hay en Sevilla mucha agua potable y un acueducto de trescientos noventa arcos, algunos duplicados por un cuerpo superior, para vencer el desnivel del terreno; va por este artificio gran cantidad de agua y presta muy buen servicio para el riego de jardines, limpieza de calles y viviendas, etc."
Jerónimo Münzer (1495)

Carmen
La llamada a la oración del almohedano (No hay más Dios que Alá ) y el toque de campanas (Aleluya, Aleluya) se entremezclan en su caída desde lo alto de la Giralda hacia las calles y patios de Sevilla (JoseA)
Sevilla tuvo que ser
con su lunita plateada
testigo de nuestro amor
bajo la noche callada...
Y nos quisimos tú y yo
con un amor sin pecado
pero el destino ha querido
que vivamos separados.

¡Ay! barrio de Santa Cruz
¡Ay! plaza de Doña Elvira
os vuelvo yo a recordar
y me parece mentira,
ya todo aquello pasó
todo quedó en el olvido
nuestras promesas de amores
en el aire se han perdido.
(bolero)


"Educación para la ciudadanía" de tiempos pasados (JoseA)
En los baños árabes repusimos fuerza entre murmullos de agua y risas de placer, desde el esplendor pasado de al-Andalus, de la huríes, correteando por sus pasillos de aljibes y luces y contraluces... (JoseA) 
Washington Irving, romántico él, conoció Sevilla y se enamoró de Andalucía y de España (JoseA)
"Vienen de Sanlúcar 
rompiendo el agua 
a la Torre del Oro 
barcos de plata" 
(Lope de Vega)



Documentación:
Carmelo Larrea (Dos cruces) 

15.1.16

TRES DÍAS

              La historia que voy a narrar la descubrí, por casualidad, un día en que me hallaba hojeando distraídamente los legajos de una carpeta, en el estante superior de uno de los cientos de armarios que hay en el Archivo Histórico de la Corona de Aragón. Exactamente, el correspondiente al legajo que trata de las primeras peleas ciudadanas en los pueblos del Reino, durante el reinado de Juan I el Cazador.
               Y hojeando distraídamente, para la realización de una tesis doctoral, encontré lo que a continuación transcribo: un relato del escribano de la diócesis de Zaragoza; traduciendo y adaptando, eso sí, del castellano antiguo en que está escrito, y rellenando aquellos espacios, que, por no importunar a expertos medievalistas, no pude lograr descifrarlos. No tuve más remedio que completarlo con mi imaginación, procurando hilar coherentemente el relato de los hechos.
                        He de hacer notar que los nombres de las personas involucradas, curiosamente, estaban deliberadamente ilegibles, como si alguna mano los hubiese borrado para siempre de la historia, que, de ser cierta —y no tengo porqué dudar de ello— explica que alguien hiciese desaparecer este documento para siempre dado lo curioso del sucedido:
                       

En la villa y lugar de Biel yo, Zacarías Ambrozano, escribano de la diócesis, vengo en escribir la historia de los hechos sucedidos corriendo el año del Señor de 1391, reinando Don Juan I. Aconteció que por los primeros días de la primavera del citado año, corrieron por la villa de Biel noticias provenientes de la ciudades de Zaragoza, de Huesca, y aún de Jaca, por las que se revelaban crónicas sobre la reconquista de los reinos cristianos, en poder de los hijos del Islam, expulsados hacia el sur.
                        Pues bien, en la villa de Biel, la vida transcurría plácidamente, y convivían, si así puede decirse, los practicantes de las otras dos religiones con consentimiento de los cristianos que, al retorno de sus oraciones, pasaban por la casa de los rezos de los otros convecinos, que también llevaban varias generaciones y se sentían tan aragoneses como los hijos del Dios que murió en la Cruz del Calvario. También vivían en Biel, una pocas familias adoradoras de Alá que eran peor vistos por los de Biel, aunque éstas últimas convertidos a la fe de Cristo, y por tanto habían recibido permiso para permanecer en el pueblo.


 Un día, pues, al regreso de la Iglesia mayor de San Martín el Viejo, los cristianos pudieron leer un edicto firmado por el Condestable y Justicia Mayor de Zaragoza en el que se podía leer que se expropiaban —por el “delito” de practicar la brujería explorando las entrañas de cadáveres— los viñedos, la casa y la consulta, hasta ese momento propiedades de Don Amós Ben Zelía, que era, a la sazón, el médico judío que atendía a los enfermos de Biel, sin hacer distinciones. Asimismo, atendía a las mujeres de parto, y también cualquier tipo de enfermedad, practicando sangrías, preparando tisanas y recetando medicinas preparadas por él mismo con hierbas de la campiña. Se decía que había recibido su ciencia de unos manuscritos del mismísimo Maimónides.El caso es que todos fueron testigos de la gran desdicha que se abatió sobre don Amós el médico, y hasta el preste de la iglesia mayor de Biel, se dio cuenta de la injusticia que se había cometido, privando a aquel hombre de todo lo más preciado que poseía, más fruto de las envidias que de hechos probados. Y que los impuestos con los que se gravaban fuertemente a los judíos y a los musulmanes iban a engrosar las arcas del Cazador, haciendo que el pueblo ardiera en protestas ante tamaña iniquidad. Y es que la corriente antijudía, luego de las tomas de las ciudades reconquistadas, se hacía sentir en todos los lugares del reino de Aragón. En los demás reinos de España —en las dos Castillas y en Andalucía—, las soflamas se volvían más incendiarias, azuzando a los cristianos en contra de los que “practican ritos mosaicos y realizan sacrificios con niños cristianos”.
                        En Biel, como digo, el edicto de expropiación hizo que los cristianos y los pocos moriscos recién convertidos, escondieran la cabeza bajo el ala, y cada cual se metió en su casa a la espera de que la Ronda del alguacil del Rey, procediese a la incautación de los bienes del médico judío de Biel.

Todos se escondieron en sus barrios, aljamas y morerías, todos, a excepción de unos rapaces que desde bien niños, habían correteado por las callejuelas. Componían la peculiar cuadrilla unos jovenzuelos, en gran parte chicas, que sin distingos de ningún tipo, pasaban sus ratos de ocio juntos. Y eso que en aquella cuadrilla, de 12 y 13 años, estaba resumida, compilada, la población de Biel. Entre ellos estaban:
              
Marta Orleáns, Marta Escarpín, el de Borja, Javier, Aranxa Vascona, 
Eugenia Monteforte, Andrea Romero y Patricia Sánchez, cristianos.
        Miriam Levi  y Daniel Cabalero, judíos.
                        Cristina Todoslosantos y Daniel Fernández, judíos conversos.
           Alejandrina Azzuz, Sergio al-Landa y Alejandro Muley,  musulmanes conversos.

                        Ellos eran los que, haciendo caso omiso de sus padres, se dedicaban en sus ratos libres a correr tras algún perro vagabundo, tirar a dar alguno de los vencejos que hacían sus nidos en las almenas del castillo, o a contar historias, oídas en las largas veladas de los largos inviernos cada uno en su casa, y transmitidas de generación en generación.
                        Pues bien, el día de la publicación del edicto se reunieron, en la explanada de la salida del pueblo, junto a los almiares, y después de deliberarlo durante unos minutos tomaron una decisión: huirían del pueblo y se marcharían en tanto sus padres, los mayores del pueblo, recapacitasen y reparasen aquella injusticia. Recado que les hicieron llegar, dejando este mensaje antes de desaparecer.
               Durante diez días, Biel estuvo sin chiquillería, dado que aquella pandilla era toda la chavalería que había.
                        En las profundidades del bosque estuvo la cuadrilla viviendo en lo que se podría denominar una verdadera comunidad. Cazaron conejos y liebres con trampas que fabricaron ellos mismos. Recogieron plantas comestibles. Hicieron fuego, que mantuvieron encendido y sobre él cocinaron. Durante aquellos días vivieron sin diferencia alguna por razón de sexo —Alejandrina, por ser antigua musulmana, pudo participar por vez primera en aquella comunidad luciendo su precioso chador—, pero sobre todo no hicieron  distinción alguna debido a los ritos que practicasen o por la religión que profesasen. Fueron una verdadera unidad, aunque unos vistiesen jubones y colgasen medallas de la Virgen, otros se tocasen con kippà u otros se tocasen con pequeños turbantes. Igual daba: a aquella pandilla de mozalbetes les unía el ansia de libertad y las ganas de convivir en el verdadero respeto y tolerancia.
                        Así que, durante diez días los jóvenes fugitivos fundaron una sociedad de personas libres, en las que cada cual actuaba bajo unas reglas aceptadas por todos. Chicos y chicas, judíos, moros y cristianos de Biel así lo hicieron, hasta que recibieron noticias de que los mayores habían aprendido la lección y habían rectificado aquella medida injusta. No podían vivir sin sus jóvenes.
               Así pues decidieron, unánimemente, regresar al pueblo y ellos vieron encantados que todos los habitantes de la población habían acudido extramuros de Biel a esperarlos.
               Desfilaron entre las filas de hombres y mujeres, mientras guardaban silencio —algunos bajaban la cabeza—.
                        Al frente de todo el pueblo se encontraba el Alguacil, y tras él, muy serios, el cadí de la semiabandonada mezquita, el rabino de la  pequeña sinagoga y el preste de la iglesia.
                        El médico, Don Amós, les hizo saber que, gracias a su valentía, se había derogado el edicto de expropiación, y con un guiño, les dio las gracias.
                        En honor de ellos, los jefes religiosos acordaron que el viernes, 27 del mes al-Awwal del año 793 de la Hégira (cuando Mahoma huyó desde La Meca a Medina); el shabat, 27 del mes Siván del año 5151 desde la creación del mundo, y el domingo 30 de Mayo del año del Señor de 1391, esto es, los tres días correlativos en el calendario de cada uno de ellos,  todo el pueblo acudiera a los ritos de las religiones que se practicaban en Biel.
                        El viernes se abrió de nuevo la ya cerrada mezquita y el padre de Alejandrina, actuando como cadí, leyó unos versos sacados del Corán donde hablaban de la amistad entre musulmanes, judíos y cristianos postrándose muchos de ellos en dirección a la Meca.
                        El sábado, accedieron a la sinagoga  de la judería de los Verdes, donde el rabino sacó el rollo de la Torá, e igualmente leyó algunos pasajes donde decía cómo debía comportarse todo buen judío en cada minuto de su vida, según las leyes de Moisés.
               Y el domingo, en la parroquia bellamente exornada con grandes teas y flores, el párroco leyó el Evangelio de San Juan, durante la Misa solemne.
               Aparte de las funciones de las tres religiones, dedicaron los tres días a convivir, participando en un ambiente de buena vecindad en las costumbres de cada uno de aquellos ritos sagrados. Así, compartieron alimentos, ropas y costumbres tan desconocidos como despreciados entre ellos.
                        Pasados aquellos días, y vueltas las aguas a su cauce, es decir, cuando se anuló la expropiación de las posesiones del médico —“intento de expolio” lo denominó rabí Moshe Levi, el padre de Miriam—, cada cual retornó a sus tareas, y la pandilla de amigos volvió a sus ocupaciones habituales, a la escuela, a la sinagoga y a la vieja madraza árabe. Pero cuando acababan de estudiar se reunían para continuar los juegos, que era lo único que realmente compartían…”
           
                        Hasta aquí, parte del relato de los hechos descritos en el documento descubierto. Aunque aparentemente no tiene ninguna trascendencia, al paso de los años, y visto cómo se desarrollaron los acontecimientos posteriormente —la aljama de Biel fue completamente destruida meses más tarde, y los muchos judíos y pocos moriscos que allí habitaban fueron expulsados hacia otras juderías de mayor rango, como Zaragoza y Calatayud—, se ha de llegar a la conclusión de que los actos ecuménicos que se celebraron, fue únicamente para contentar a los mozalbetes de la población. Que, por desgracia, el odio, la intolerancia y el adoctrinamiento en contra de las minorías, ejercidos por quienes tenían el don de la palabra, anidaron en el corazón de gentes fácilmente manipulables, y acabaron por expulsar, obligar a convertirse, o incluso ajusticiar a los que consideraban distintos —y he aquí el hecho extraordinario, ya que no existe documentación de un acontecimiento de tal trascendencia, durante los siglos posteriores, de una celebración conjunta por el que, imagino, el documento ha permanecido en secreto hasta hoy—.
                        He investigado al “escribano de la diócesis” Zacarías Ambrozano, redactor de la historia, y he llegado a la conclusión de que era judío convertido al cristianismo, forzado, es decir, en idioma ladino, anusim. Se explica por cómo narra los hechos y cómo los justifica, poniéndose al lado de los oprimidos. Es una pena que los nombres reales de los protagonistas de este hecho histórico hayan sido borrados para siempre, pero, sin lugar a dudas, fueran quienes fuesen, tuvieron el valor de unirse para conseguir que, al menos por algunos días, todos pudieran considerarse iguales
             Por tanto, los nombres son imaginados por este historiador para que, al sacar a la luz    el documento, sirva como homenaje a los niños del Biel del siglo XIV.         

Telepúfo

El subministro sonreía mirando desde su despacho. Por fin se iba a ganar el favor del Ministro 1 presentando el encargo del jefe corregido ...