THARVAS
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y Mar conocían de sobra la prohibición expresa de la tía Emiliana. No había
bastado, sin embargo, para que los dos primos, conociendo la ausencia de la tía
que aquella tarde había acudido al pueblo a comprar provisiones, no lo dudaran
un instante, sobre todo Rob, que sabiéndose mayor, corrió hasta la vieja
cancela oxidada, enterrada entre grandes matas de enredaderas, y, apartándolas,
nervioso, dejó al descubierto el objeto prohibido: ni acercarse siquiera so
pena de ser blanco de las iras de la tía y víctimas de un severo castigo. Casi
sin aliento, fruto del miedo y del remordimiento de estar haciendo algo mal,
Rob aflojó un gran candado firmemente agarrado a la puerta. Empujaron, entre
los dos, con gran fuerza, cuando la puerta herrumbrosa comenzó a abrirse en
medio de un más que siniestro chirrido, que a buen seguro lo hubiera escuchado
su tía o cualquiera de sus padres —Antonino y Anada y Victoriano y Alada, respectivamente—,
que también se encontraban ausentes de la casa. La puerta se abrió, dejando una
marca en la tierra del jardín. Los goznes se quejaron como si aquella puerta
no se hubiera abierto en siglos. Y así había sido, en efecto.
Rob y Mar eran primos hermanos, y vivían en dos
casas contiguas, con la tía Emiliana, como tutora, mientras los padres
trabajaban, ellas en las labores del campo, y en la construcción ellos.
Rob era, en el momento de ocurrir estos hechos, un
chaval de siete años, rubio, de escaso pelo, sus ojos eran de un color entre
castaño y verdoso, del color del monte en otoño, y con unos mofletes que su tío
Victoriano siempre se empeñaba en pellizcar, cariñosamente, hasta hacerle
verdadero daño. Vestía pantalones bombachos, confeccionados por la tía Emiliana
a la moda de los años de Maricastaña, pero a pesar de ello le gustaban.
Mar, por el contrario, era morena, casi de la
misma edad, con unos rizos que le bajaban por las sienes, de ojos color de la
miel; le gustaba lucir un vestido de tul, con mucho vuelo que también la tía
Emiliana, cómo no, le había confeccionado a la moda de la Mariquita Pérez del
año cincuenta del siglo XX. Los dos eran vivarachos y listos como los ratones,
quizá porque habían nacido y se habían educado en el campo.
La puerta estaba entreabierta. A punto estuvieron
de volverse para atrás, pero ya no había remedio. Lo que apareció delante de
sus ojos fue el espectáculo más bello que nunca habían visto: la luz era completamente
distinta a la que ya estaban acostumbrados; como si el sol que alumbraba
tuviera otro reflejo distinto. Una luminosidad tenue, como si pasara por el
filtro de una nube brumosa, proporcionando un halo rosáceo a todo lo que se
representaba ante ellos. Un pueblo de casas de planta baja, de calles perfectamente
alineadas que iban a dar a plazas con fuentes y parterres de flores. Rodeado
por un lado de bellas montañas y frondosos bosques; y por el otro, en la
llanura, una extensión de terreno de tonos rosáceos. Era la misma estampa que
habían visto en alguna película de dibujos animados. Extasiados, asombrados por
aquel bello espectáculo de película, detrás de ellos escucharon una voz ronca,
un vozarrón que nunca habían escuchado antes.
—Ah… ¿así que os habéis atrevido a traspasar la
puerta?
El susto que se
llevaron fue de órdago. Detrás de ellos había un hombrecillo, que asustó a los
niños por su aspecto: bajito, rechoncho, con una cabeza de enorme tamaño que
cubría con un gorro ajustado, y por donde le caían, a ambos lados hasta casi
rozar el suelo, unos bordones. Las orejas, puntiagudas, parecidas a las hojas de los cerezos. Su boca
era ancha, grande como un buzón de correos; las manos inmensas; y unos pies
enormes cubiertos con calzas de colorines. Diríase un enano, pero no era tal:
todos sus miembros eran enormes, pero Rob y Mar se dieron cuenta de que no
infundía ningún temor, ni mucho menos. Además, sonreía de un modo especial, y
se dirigió a ellos con gesto amistoso:
—Por fin… alguien se
decide a visitarnos. Sed bienvenidos al poblado.
Rob y Mar, una vez repuestos del susto, aceptaron
la invitación y accedieron a visitar lo que el extraño ser llamaba “el
poblado”.
Cuando se adentraron, junto con el personaje que
los recibió, se les acercó otro completamente distinto: este era de aspecto
angelical, y digo bien, sí, de aspecto angelical porque además de unas
agradables y bellas facciones, el juvenil cuerpo cubierto por una falda de tul
que dejaba traslucir sus formas femeninas, tenía en las espaldas un par de
diminutas alas que agitaba a una velocidad de vértigo: la cara, de una belleza
increíble; sus facciones, perfectas; la boca y la nariz, proporcionadas, aunque
los ojos eran grandes, muy abiertos, glaucos, como llenos de agua, de un color
imposible de describir, porque carecían de pupilas. Y lo más asombroso, sus
pies rozaban apenas el suelo, sino que flotaban, sin llegar a volar.
—Niños, nos vamos a
presentar —les dijo el primer personaje que los recibió—. Me llamo Filonorte; soy de la raza de los
trasgos y me dedico, como ya
comprobaréis, a trabajar en la mina. Ella —continuó diciendo, mientras señalaba
a su acompañante— se llama Fontaliso,
y habéis de saber que es un hada, y que estas conviven con nosotros, los
trasgos. Ellas se dedican a trabajar en el bosque.
El hada, junto a los niños, sonreía y hacía agitar
sus alas en señal de asentimiento y de contento.
Rob y Mar observaron
que Fontaliso no podía hablar, que ninguna de las hadas que habitaban el
poblado lo podía hacer, aunque pronto se darían cuenta de que no les haría
falta porque con el batir de sus alas les era suficiente para hacerse entender.
Así pues, los cuatro
se adentraron en aquel poblado que a la entrada lucía un gran letrero con el enigmático nombre de THARVAS.
Se dirigieron, en primer
lugar, a un parque infantil que contaba con toda clase de juegos. Tiovivos que
subían y bajaban, dando vueltas, con la particularidad de que los caballitos
eran de verdad, verdaderos caballitos que parecían muy, muy felices, no como en
las ferias de Madhu, que a los ponis —pensaban los niños— se los ve siempre
tristes; columpios que se balanceaban suavemente, sin sobresaltos; y un laberinto
donde se introducían los pequeños quienes, entre risas, se perdían en las intrincadas
calles formadas por hermosos parterres, donde nadie se perdía de verdad, porque
un sistema de altavoces indicaba la salida si alguien se despistaba. Rob y Mar
nunca se hubieran marchado si Filonorte y Fontaliso no hubieran comenzado a meterles
prisa ya que les quedaba mucho por recorrer.
El siguiente lugar que
visitaron fue la escuela, y al entrar vieron que en aquellas aulas donde se
entremezclaban los trasgos y las hadas se enseñaban las mismas materias que
también se estudiaban en Madhu: Aritmética, Geografía, Lenguas e Idiomas,
Historia, y lo más interesante: todos los oficios y profesiones que existían en
el mundo. Era la escuela más impresionante que jamás habían visto, con
profesores y profesoras, ancianos, que impartían su sabiduría y su
experiencia, mientras los profes más jóvenes enseñaban nuevos métodos a los
alumnos, que atendían con respeto lo que los sabios enseñaban. Aquello no era
la “eso” ni la “lose”, ni siquiera la “egebé”: era la Enseñanza de Tharvas, y —remachó
Filonorte— ya está dicho todo.
Continuaron el camino
por aquel pueblo peculiar, y entraron a casi todos los lugares más interesantes
que comprendía Tharvas: a un jardín con las especies más exóticas y extrañas
que imaginarse pudiera; a una piscina con agua que no mojaba, que no estaba ni
muy fría ni muy caliente y en la que los bañistas flotaban si así lo querían,
o, porqué no, buceaban sin necesidad de escafandras ni trajes de buceo. La
piscina era inmensa, porque Tharvas, les dijo Filonorte, carecía de mar, por
eso habían procurado hacer algo para que los trasgos (las hadas no podían
bañarse por motivos obvios) sintieran las mismas sensaciones que en el mar de
Madhu que tan bien describían los maestros en la escuela.
Llegaron a una plaza
donde se ubicaba un edificio enorme. En un gran cartel se veía escrito:
Iglesia, Sinagoga, Mezquita, Pagoda. De allí, trasgos y hadas, salían de orar
en cualquiera de los ritos como cristianismo, judaísmo, islamismo, budismo,
shintoismo, vudú, hinduismo, masai, taoismo, y así hasta varias decenas de
nombres a cual más extraños pertenecientes a las religiones de cualquier parte
del mundo.
En el museo vieron
gran cantidad de obras de arte acumuladas a través de los millones de años que
hacía que poblaban la tierra. Allí encontraron las mayores obras ya
desaparecidas del mundo y que tanto habían dado que hablar en Madhu. El tan
buscado Arca de la Alianza; la manzana —sí, la manzana— que Eva dio de comer
a Adán; los verdaderos, estos sí, cáliz y cruz de la pasión de Jesús el judío;
la tumba de Tutankamon y sus tesoros; las Tablas de la Ley judeocristiana; el
árbol donde Buda alcanzó la iluminación; las carabelas que Colón fletó con
destino a América así como las joyas expoliadas de la tumba del Señor inca de Sipán.
— ¡Y la Biblioteca de
Alejandría, intacta! —puntualizó eufórica Fontaliso por medio de un zumbido de
sus alas.
—Y también tenemos una
fonoteca, una pinacoteca y una ludoteca, donde —les explicó Filonorte— están
almacenados los libros y mapas de todos los confines de la tierra tal y como
eran en la antigüedad; y cartas que los viejos astrónomos habían dibujado de
los más recónditos lugares del universo; y sonidos y músicas; y palabras; y
pinturas; y juegos olvidados…y misterios resueltos, como las coordenadas
exactas de dónde se encuentra el barco Struma, hundido en el mar Negro, con 767
judíos a bordo cuando iban en busca de su Hogar.
—Aquí nos hemos
preocupado de recoger todo aquello que los hombres, los de vuestro pueblo, han
perdido por empeñarse en andar enfrentados con guerras, o por falta de interés.
Aquí está para vuestro provecho, para cuando estéis preparados para no volver a
perderlo. Miradlo todo.
Y así hicieron, procurando
ver todo para no perder detalle, mientras por el sistema de megafonía sonaba
una triste y olvidada canción infantil:
Es la historia de don Paco jijijijajajaj
Es la historia de don Paco
Y os la vamos a contar
Jijijaja
Y os la vamos a contar:
Era un día de fiesta jijijijjajaja
Era un día de fiesta
Y tenían un convite
Y tenían un convite
Paco se sentó a la mesa
Jijijijajaja
Paco se sentó a la mesa
Y rompió todos los platos
Y rompió todos los platos
Y su padre que lo vio jijiji jajajaj
Y su padre que lo vio
Le metió en un cuarto oscuro
Le metió en un cuarto oscuro
Y los ratones decían
Jijijajajjaj
Y los ratones decían
No comeremos a Paco
No comeremos a Paco
¡Comeremos a su padre! jijiijijajajjaja
¡Comeremos a su padre!
Que ha sido quien le ha encerrado
Que ha sido quien le ha encerrado
Aquí termina la historia jijijaja
Aquí termina la historia
De Don Paco y su hijo Paco
De Don Paco y su hijo Paco
jijijaja
jijijaja
Así, casi sin darse
cuenta, atravesaron un pasadizo que accedía directamente a un salón donde
Filonorte les dijo:
—Esta es la Casa del
Tiempo Atrás. Aquí podréis revivir cualquier acontecimiento, o descifrar
cualquiera de los grandes enigmas de la Humanidad que deseéis y de los que
vosotros mismos podéis ser protagonistas. ¿Queréis probar?
Y vaya si querían
probar a revivir los acontecimientos históricos. Aquella oportunidad no la iban
a dejar pasar: eligieron, entre tantos y tantos hechos acaecidos en el mundo
desde su creación, uno del que sus padres siempre les hablaban, aunque ellos no
supieran entender muy bien de qué iba el tema. En un momento dado, el trasgo
Filonorte tecleó unos dígitos y unas letras misteriosamente entremezclados que
le indicó el hada Fontaliso: 3-H-1-E-3-R-1-V-4-A-9-S-2 tras lo cual aquella amplia
estancia se convirtió, como por arte de magia, en una escena del tiempo pasado
desarrollada en una calle estrecha, de casas de adobe y maderos sujetando las
fachadas. Y mujeres, hombres y niños, vistiendo jubones de color marrón, muchos
de ellos luciendo pequeños gorritos —kippá— que le cubrían sus coronillas
formaban un gran tumulto de gente corriendo de acá para allá, comentando y
haciendo corrillos a lo largo del entramado de callejuelas, donde algunas
fachadas lucían estrellas de David, y Mar y Rob se entristecieron, por el gran
pesar que notaban en todos al correr el rumor por las calles de Ambroza, que
así era como se llamaba aquel pueblo.
Ataviados de hebreos,
se pudieron aproximar a un corrillo y lograron captar la noticia pregonada que
corría de boca en boca: Deberían partir, en el plazo de tres meses, todos los
que habitaban el barrio; que salieran para siempre del pueblo que les había
visto nacer, dejando sus pertenencias, o se convirtieran a la religión de
Cristo, olvidando los ritos de la suya judaica. El alguacil, con voz engolada,
terminó aquel bando que leía con una sonrisita sardónica clamando: “Dado en
esta ciudad de Granada siendo el treinta y uno día de marzo del año del Nuestro
Señor Jesucristo de mil y cuatrocientos noventa y dos. Firmado, Yo el Rey, Yo
la Reina”.
La desesperación, la
frustración y la tristeza que se apoderó de aquel pueblo, en una escena tantas
veces evocada por sus padres, dejaron a Rob y a Mar con mal sabor de boca, con
las lágrimas a punto de brotar de sus ojos. Ahora entendían la pena con que
tantas veces se lo habían narrado sus padres. Y estaba ocurriendo, exactamente
igual, con los mismos detalles, que parecía que Antonino y Victoriano hubiesen
vivido allí.
Salieron, aún
entristecidos, de aquella fantástica casa del tiempo pasado, donde estaba toda
la Historia del mundo, para entrar a la Casa del Tiempo Adelante donde era
posible vivir cualquier tiempo por venir. A pesar del interés mostrado por Rob,
Filonorte y el hada se negaron a dejarles activar la maquina introduciendo cualquier
fecha que se pudiesen imaginar para trasladarse a otras épocas y lugares del
futuro. Según ellos era demasiado arriesgado debido a que, en cierta ocasión,
hacía trescientos años, un trasgo viajó al futuro en la máquina, y aún lo estaban
esperando: desapareció sin dejar rastro.
Ya en el exterior,
entraron en el Hospital, donde los trasgos y las hadas nacían, curaban sus
enfermedades y también morían. Pudieron ver cómo se desarrollaban los tres
estados de la vida de aquellos extraños seres —incluso pudieron ver, mientras
Filonorte guiñaba un ojo y sonreía al explicarlo, la Sala de Reproducción donde
los trasgos y las hadas se reunían saliendo todos con caras y sonrisas de
alelados como de habérselo pasado muy bien, muy contentos, tras unirse y formar
otros nuevos trasgos y hadas—, y también que al morir eran incinerados para que
sus espíritus, en forma de humo primero, y bruma después, permaneciera por
siempre sobre Tharvas.
—Es —explicó
Filonorte— el recuerdo que cada uno de nosotros deja al abandonar nuestro mundo
para siempre. Mientras exista esa bruma sobre el pueblo, significa que el
recuerdo de los que nos precedieron permanece y permanecerá eternamente.
Así siguieron, hasta
que, ya casi al final del pueblo, se pararon los cuatro. En aquel punto se encontraban
las diversas características que diferenciaban a los habitantes de Tharvas.
Mientras Fontaliso les señalaba hacia un lugar, Filonorte les señalaba hacia
otro en sentido opuesto. Los dos tharveseños se separaron y los niños decidieron
hacer lo mismo. Así, sin pensarlo, Mar se adentró con Fontaliso en el bosque y
Rob siguió a Filonorte a la mina.
El bosque era una masa
verde impresionante donde crecían toda clase de árboles y plantas: castaños,
sobre todo, pero también álamos, chopos, encinas, enebros, pinos. Así como toda clase de frutales: albaricoqueros,
almendros, avellanos, melocotoneros, membrilleros, cerezos, higueras, manzanos,
nogales, perales y gran número de árboles
exóticos como caoba, teca, iroko, sapelli, ekki,
bolondo, ayou, palisandro, obeche y okume, procedentes tanto de la
sabana africana como de los cauchales del Amazonas, así como sequoias de los
cañones americanos.
—Purifican el aire, protegen de los rayos del sol, proveen de
alimentos, aíslan de ruidos —Fontaliso “hablaba” sin parar a base de batir sus
alas—, proporcionan sombra, aire puro y vida. Protegen contra la erosión. Producen
madera. Y hacen bello el paisaje. Aquí lo tienes —terminó de decir—.
De lo más intrincado del bosque surgían miríadas de hadas, encargadas de la tala de madera y de la recolección de los frutos que allí se daban, tales como aguacates, bananitos, carambolas, chirimoyas, cocos, frutos de la pasión, limas, litchis, mangos, piñas, papayas. E incluso cazaban pequeños animales atrapados en trampas por las mismas hadas como ardillas, corzos, gamos, garcetas, zorros, tejones, comadrejas, nutria, jinetas, gatos monteses, jabalíes, ciervos, liebres... etc. Junto al bosque estaba la factoría, donde convertían las maderas en muebles y pasta de papel; y los frutos que escogían y envasaban saliendo, por medio de cintas transportadoras, hacia el exterior.
De lo más intrincado del bosque surgían miríadas de hadas, encargadas de la tala de madera y de la recolección de los frutos que allí se daban, tales como aguacates, bananitos, carambolas, chirimoyas, cocos, frutos de la pasión, limas, litchis, mangos, piñas, papayas. E incluso cazaban pequeños animales atrapados en trampas por las mismas hadas como ardillas, corzos, gamos, garcetas, zorros, tejones, comadrejas, nutria, jinetas, gatos monteses, jabalíes, ciervos, liebres... etc. Junto al bosque estaba la factoría, donde convertían las maderas en muebles y pasta de papel; y los frutos que escogían y envasaban saliendo, por medio de cintas transportadoras, hacia el exterior.
Rob, mientras tanto,
había seguido a Filonorte al otro extremo de Tharvas. Lo que este le mostró al
niño fue uno de los más bellos espectáculos que se hayan visto jamás. En la
llanura, ante ellos, apareció un fabuloso agujero horadado en la tierra en
forma de embudo, y una enorme escalera de caracol descendiendo hasta que la
vista se perdía en un agujero así de pequeñito en el fondo como si llegara hasta
el mismísimo centro de la tierra. En aquel agujero negro, refulgían unos
destellos como si de estrellas en la noche se tratara.
—Eso que ves brillar
allá —Filonorte le indicó señalando con su gran dedo índice hacia el fondo— son
vetas donde se esconden las más bellas gemas que ser humano haya visto
jamás. Ahí sólo bajan los trasgos autorizados para extraer lo que estrictamente
necesitamos. Esmeraldas, topacios, jacintos de Compostela, ónice, jaspes
sanguíneos, lapislázuli, ágata,
siderita, obsidiana, zafiros aguamarinas, amatistas, ámbar, diamantes, ojos de gato,
ópalos, piedra lunas, piedra soles, rubíes,
turmalinas, malaquitas,
turquesas, y muchos más...
—Filonorte enumeraba aquellos extraños nombres mientras un brillo, parecido tal
vez a aquellas piedras preciosas, le aparecía
en los ojos—.
Rob miraba al fondo algo asustado: aquel siniestro agujero estaba preñado de las más bellas y valiosas joyas codiciadas por el ser humano. Allí estaban depositadas las piedras preciosas por la que muchos hombres habían muerto y habían matado.
Rob miraba al fondo algo asustado: aquel siniestro agujero estaba preñado de las más bellas y valiosas joyas codiciadas por el ser humano. Allí estaban depositadas las piedras preciosas por la que muchos hombres habían muerto y habían matado.
—Esta tierra guarda
vetas de los más diversos colores que revelan la presencia de otros minerales
—Filonorte se entusiasmaba a medida que iba enumerando lo que aquellos abismos
contenían—, si no tan valiosos como las gemas refulgentes, sí más necesarios
para la vida, como el alabastro, el azul Prusia, la caparrosa, la piritharvas
—lo que más poseemos—, la dolomita, el estaño, la diaspora, la galena, el heliotropo,
el iridio, la jordanita, el metal liquido mercurial, el plomo, las tierras azules
de hierro y el zircón que los trasgos, especialistas en minería, extraemos
para convertirlos en los más variados metales con los que fabricar: instrumentos
de medicina, vehículos, barcos, casas, y todo aquello que en el Reino de Madhu
disfrutáis.
Cuando acabaron las visitas al bosque y a la mina
volvieron a reunirse los cuatro.
—Que los humanos den
las gracias a los trasgos y a las hadas —Filonorte se puso muy serio cuando,
dirigiéndose a los niños, se refirió a la gente mayor de Madhu—, porque en Tharvas
tenemos todo lo que lo humanos necesitan, ya que ellos no han sabido cuidar lo que la Naturaleza
les ha dado.
—Cuando salgáis de
Tharvas, os pedimos llevar este mensaje que os estamos transmitiendo para los
habitantes de Madhu, vuestro pueblo: Cuidad el medio ambiente, creo que lo
llamáis. No derrochéis lo que la Madre Naturaleza os ha regalado. Aprovechad
el Sol, los vientos, las olas del mar, la nieve y toda la energía que desprenden.
Plantad árboles por todas partes; y de la tierra, que es inmensamente rica,
procurad extraer sólo lo que necesitéis. Aquí os seguiremos proveyendo de lo
que a vosotros os falta, pero debéis cuidaros por vosotros mismos.
>>Aprovechad el
mar... ¡qué decir del mar! Inmensamente generoso en productos... pero yo no os puedo
decir nada sobre ese elemento, aunque os puedo recomendar a Joana la sirena y a
Merrows el tritón, que reinan sobre los mares, para que os lo enseñen. Por
desgracia, Tharvas no tiene mar.
Filonorte dio media vuelta y les indicó que le
siguieran hasta la salida, no sin antes dejar atrás otra gran puerta, también
cerrada, llena de herrumbre y telarañas.
—Esa es la puerta que
da acceso a Hersis, pero —Filonorte se paró un segundo para volver a hablar a
los niños— nadie sin autorización puede traspasarla.
Y efectivamente, semicubierto de hiedra, un cartel
lo indicaba: REPÚBLICA DE HERSIS. PROHIBIDA LA ENTRADA.
Al retornar a Madhu,
pasaron junto a algunas de las casas de los trasgos y de las hadas.
Dentro de una de
ellas, una niña, mitad trasgo, mitad hada, de una belleza impresionante, aunque
mal vista a los ojos de los demás por ser un caso único de mestizaje, los vio pasar. Era la primera vez
que veía a unos niños diferentes, pero Dhal, que así era como se llamaba la
niña, estaba pensando en algo que ya había intentado anteriormente, pero que lo
volvería a hacer: aunque estuviese prohibido acercarse a la Puerta de Hersis,
ella lo haría, porque no quería pasar el resto de su vida en Tharvas y aunque
ya había intentado abrir la puerta, quizás la próxima vez consiguiese entrar al
territorio misterioso de Hersis.
Rob y Mar ya habían
llegado de nuevo a la entrada de Madhu, su verdadero pueblo, donde a buen
seguro les estarían esperando sus padres, y su tía que los habrían estado
buscando. Ante la puerta, no pudieron reprimir una lágrima de emoción al
despedirse de Filonorte y de Fontaliso.
Al salir, vieron que sólo habían pasado unos
minutos desde que traspasaron la puerta, pues la tía aún estaba en el pueblo,
y los papás de Rob y de Mar continuaban en sus tareas. Sin embargo, se dieron
cuenta de que en Tharvas habían pasado todo un día, recorriéndolo. Así, cayeron
en la cuenta, fijándose un poco y comparando con Tharvas, de lo feo que
resultaba Madhu, lleno de escombreras, de ríos contaminados, escaso de árboles,
y basura por todos los rincones. Y la falta de educación de los habitantes de
Madhu comparando con los de Tharvas.
Cuando llegaron la tía
y los padres, todo parecía en orden, hasta que a Mar, que era como más lenguaraz,
se le ocurrió decir:
—Mira, tía Emiliana,
qué piedra tan bonita —y la tía bajándose las gafas hasta la punta de la nariz,
cogió lo que Mar le mostraba.
La gema refulgía como diez soles juntos
refractando una gama de colores de diversas tonalidades.
—Pero Mar ¿de dónde
has sacado esto? —preguntó extasiada la tía Emiliana.
—Tía —dijo la niña
bajando la mirada—, me lo ha dado Filonorte, el trasgo de Tharvas.
—Pero si esto vale un
perú— dijo la tía Emiliana, sonriendo de oreja a oreja—, esto nos va a servir
para tapar algunos agujeros...
Y Rob y Mar pensaron
que la tía se había vuelto majareta y que inmediatamente iría a colocar aquel
pedrusco en cualquiera de los agujeros que había en la casa de huerto. Pero qué
va…lo de los agujeros, les corrigió la tía, era la hipoteca de la casa, una
tele nueva, un Sonotone más potente para el Antonino….
Lo que nunca dijeron a la tía es que habían hecho
caso omiso de la prohibición de traspasar la puerta del fondo del jardín, y que
habían visitado Tharvas, un paraíso, un lugar ideal que inexplicablemente había
sido un destino prohibido y desconocido, pero ella, así como los padres de los
dos primos, se quedaron sorprendidos y extrañados de la nueva actitud de los
niños: desde el momento que regresaron de Tharvas comenzaron a preocuparse por
cosas a las que nunca antes habían hecho el mínimo caso, comenzando por
corregir las costumbres que anteriormente tenían: apagaban las luces de la
casa que no utilizaban; cerraban el grifo del agua cuando no la necesitaban;
cerraban la puerta cuando hacía frío y la abrían de par en par cuando apretaba
el calor; reciclaban y dejaban en los contenedores los residuos que no servían;
y así cosas cada vez más útiles por seguir las instrucciones que Filonorte y Fontaliso
los habían trasmitido, hasta convertirse en unos expertos en Medio Ambiente.
Aquellas costumbres se las pasaron a sus padres, que comenzaron a aplicar los
consejos de los niños en las construcciones que iniciaban, utilizando en
adelante las técnicas aprendidas: uso de placas solares, orientación adecuada
de las casas para aprovechar el tibio sol del invierno y el escaso frescor del
verano, uso de materiales resistentes al frío y al calor (aumentando las ganancias
y creando puestos de trabajo y riqueza… debido al éxito) e incluso la tía
Emiliana que pasaba un montón de todas aquellas “bobadas” como anteriormente
las calificaba, ahora se le veía también a ella transformada en una recicladora-ecologista,
y había ideado un sistema para reconvertir los restos de comida sobrante y
proporcionárselos a las gallinas y a los otros animales del corral.
En fin, hasta aquí la
historia de los dos primos que visitaron Tharvas, el enigmático pueblo que
había —y hay— tras la puerta. De vez en cuando sienten ganas de volver, entre
otras cosas porque añoran a Filonorte y a Fontaliso, que poco a poco les ha ido
pareciendo un sueño y como que no hubiesen existido. Pero, misteriosamente, a
pesar de que lo han intentado, han visto cómo la puerta se encuentra absolutamente
cerrada, como si jamás nadie la hubiese traspasado. No hay manera, la puerta sigue
cerrada mientras Rob y Mar crecen. Y nunca han olvidado el fabuloso viaje, ni
han olvidado las enseñanzas recibidas que quieren trasmitir a más y más gente,
para que el mundo que les ha tocado habitar no se deteriore más y todas las
riquezas sean repartidas y utilizadas para bien de todos.