© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.

10.5.16

Tharvas

THARVAS
R
ob y Mar conocían de sobra la prohibición expresa de la tía Emiliana. No había bastado, sin embargo, para que los dos primos, conociendo la ausencia de la tía que aquella tarde había acudido al pueblo a comprar provisiones, no lo dudaran un instante, sobre todo Rob, que sabiéndose mayor, corrió hasta la vieja cancela oxidada, enterrada entre grandes matas de enredaderas, y, apar­tándolas, nervioso, dejó al descubierto el objeto prohibido: ni acercarse siquiera so pena de ser blanco de las iras de la tía y víctimas de un severo castigo. Casi sin aliento, fruto del miedo y del remordimiento de estar haciendo algo mal, Rob aflojó un gran candado firmemente agarrado a la puerta. Empujaron, entre los dos, con gran fuerza, cuando la puerta herrumbrosa comenzó a abrirse en medio de un más que siniestro chirrido, que a buen seguro lo hubiera escu­chado su tía o cualquiera de sus padres —Antonino y Anada y Victoriano y Alada, respectivamente—, que también se encontraban ausentes de la casa. La puerta se abrió, dejando una marca en la tierra del jardín. Los goznes se que­jaron como si aquella puerta no se hubiera abierto en siglos. Y así había sido, en efecto.
Rob y Mar eran primos hermanos, y vivían en dos casas contiguas, con la tía Emiliana, como tutora, mientras los padres trabajaban, ellas en las labores del campo, y en la construcción ellos.
Rob era, en el momento de ocurrir estos hechos, un chaval de siete años, rubio, de escaso pelo, sus ojos eran de un color entre castaño y verdoso, del color del monte en otoño, y con unos mofletes que su tío Victoriano siempre se empeñaba en pellizcar, cariñosamente, hasta hacerle verdadero daño. Vestía pantalones bombachos, confeccionados por la tía Emiliana a la moda de los años de Maricastaña, pero a pesar de ello le gustaban.
Mar, por el contrario, era morena, casi de la misma edad, con unos rizos que le bajaban por las sienes, de ojos color de la miel; le gustaba lucir un vestido de tul, con mucho vuelo que también la tía Emiliana, cómo no, le había confeccionado a la moda de la Mariquita Pérez del año cincuenta del siglo XX. Los dos eran vivarachos y listos como los ratones, quizá porque habían na­cido y se habían educado en el campo.
La puerta estaba entreabierta. A punto estuvieron de volverse para atrás, pero ya no había remedio. Lo que apareció delante de sus ojos fue el espectáculo más bello que nunca habían visto: la luz era com­pletamente distinta a la que ya estaban acostumbrados; como si el sol que alumbraba tuviera otro reflejo distinto. Una luminosidad tenue, como si pasara por el filtro de una nube brumosa, proporcionando un halo rosáceo a todo lo que se representaba ante ellos. Un pueblo de casas de planta baja, de calles perfec­tamente alineadas que iban a dar a plazas con fuentes y parterres de flores. Rodeado por un lado de bellas montañas y frondosos bosques; y por el otro, en la llanura, una extensión de terreno de tonos rosáceos. Era la misma estampa que habían visto en alguna película de dibujos animados. Extasiados, asombrados por aquel bello espectáculo de película, detrás de ellos escucharon una voz ronca, un vozarrón que nunca habían escuchado antes.
—Ah… ¿así que os habéis atrevido a traspasar la puerta?
El susto que se llevaron fue de órdago. Detrás de ellos había un hombre­cillo, que asustó a los niños por su aspecto: bajito, rechoncho, con una cabeza de enorme tamaño que cubría con un gorro ajustado, y por donde le caían, a ambos lados hasta casi rozar el suelo, unos bordones. Las orejas, puntiagudas,  parecidas a las hojas de los cerezos. Su boca era ancha, grande como un buzón de correos; las manos inmensas; y unos pies enormes cubiertos con calzas de colorines. Diríase un enano, pero no era tal: todos sus miembros eran enormes, pero Rob y Mar se dieron cuenta de que no infundía ningún temor, ni mucho menos. Además, sonreía de un modo especial, y se dirigió a ellos con gesto amistoso:
—Por fin… alguien se decide a visitarnos. Sed bienvenidos al po­blado.
Rob y Mar, una vez repuestos del susto, aceptaron la invitación y accedie­ron a visitar lo que el extraño ser llamaba “el poblado”.
Cuando se adentraron, junto con el personaje que los recibió, se les acercó otro completamente distinto: este era de aspecto angelical, y digo bien, sí, de aspecto angelical porque además de unas agradables y bellas faccio­nes, el juvenil cuerpo cubierto por una falda de tul que dejaba traslucir sus for­mas femeninas, tenía en las espaldas un par de diminutas alas que agitaba a una velocidad de vértigo: la cara, de una belleza increíble; sus facciones, perfectas; la boca y la nariz, proporcionadas, aun­que los ojos eran grandes, muy abiertos, glaucos, como llenos de agua, de un color imposible de describir, porque carecían de pu­pilas. Y lo más asombroso, sus pies rozaban apenas el suelo, sino que flotaban, sin llegar a volar.
—Niños, nos vamos a presentar —les dijo el primer personaje que los re­cibió—. Me llamo Filonorte; soy de la raza de los trasgos y me dedico, como ya comprobaréis, a trabajar en la mina. Ella —continuó diciendo, mientras señalaba a su acompañante— se llama Fontaliso, y habéis de saber que es un hada, y que estas conviven con nosotros, los trasgos. Ellas se dedican a trabajar en el bosque.
El hada, junto a los niños, sonreía y hacía agitar sus alas en señal de asentimiento y de contento.
Rob y Mar observaron que Fontaliso no podía hablar, que ninguna de las hadas que habitaban el poblado lo podía hacer, aunque pronto se darían cuenta de que no les haría falta porque con el batir de sus alas les era suficiente para hacerse entender.
Así pues, los cuatro se adentraron en aquel poblado que a la entrada lucía un  gran letrero con el enigmático nombre de THARVAS.
Se dirigieron, en primer lugar, a un parque infantil que contaba con toda clase de juegos. Tiovivos que subían y bajaban, dando vueltas, con la particularidad de que los caballitos eran de verdad, verdaderos caballitos que parecían muy, muy felices, no como en las ferias de Madhu, que a los ponis —pensaban los niños— se los ve siempre tris­tes; columpios que se balanceaban suavemente, sin sobresaltos; y un laberinto donde se introducían los pequeños quienes, entre risas, se per­dían en las intrincadas calles formadas por hermosos parterres, donde nadie se perdía de verdad, porque un sistema de altavoces indicaba la salida si alguien se despistaba. Rob y Mar nunca se hubieran marchado si Filonorte y Fontaliso no hubieran comenzado a meterles prisa ya que les quedaba mucho por recorrer.
El siguiente lugar que visitaron fue la escuela, y al entrar vieron que en aquellas aulas donde se entremezclaban los trasgos y las hadas se enseñaban las mismas materias que también se estudiaban en Madhu: Aritmética, Geografía, Lenguas e Idiomas, Historia, y lo más interesante: todos los oficios y profesiones que existían en el mundo. Era la escuela más impresio­nante que jamás habían visto, con profesores y profesoras, ancianos, que im­partían su sabiduría y su experiencia, mientras los profes más jóvenes enseña­ban nuevos métodos a los alumnos, que atendían con respeto lo que los sabios enseñaban. Aquello no era la “eso” ni la “lose”, ni siquiera la “egebé”: era la Enseñanza de Tharvas, y —remachó Filonorte— ya está dicho todo.
Continuaron el camino por aquel pueblo peculiar, y entraron a casi todos los lugares más interesantes que comprendía Tharvas: a un jardín con las especies más exóticas y extrañas que imagi­narse pudiera; a una piscina con agua que no mojaba, que no estaba ni muy fría ni muy caliente y en la que los bañistas flotaban si así lo querían, o, porqué no, buceaban sin necesidad de escafandras ni trajes de buceo. La piscina era inmensa, porque Tharvas, les dijo Filonorte, carecía de mar, por eso habían procurado hacer algo para que los trasgos (las hadas no podían bañarse por motivos obvios) sintieran las mismas sensaciones que en el mar de Madhu que tan bien describían los maestros en la escuela.
Llegaron a una plaza donde se ubicaba un edificio enorme. En un gran cartel se veía escrito: Iglesia, Sinagoga, Mezquita, Pagoda. De allí, trasgos y hadas, salían de orar en cualquiera de los ritos como cristianismo, judaísmo, islamismo, bu­dismo, shintoismo, vudú, hinduismo, masai, taoismo, y así hasta varias decenas de nombres a cual más extraños pertenecientes a las religiones de cualquier parte del mundo.
En el museo vieron gran cantidad de obras de arte acumuladas a través de los millones de años que hacía que poblaban la tierra. Allí encon­traron las mayores obras ya desaparecidas del mundo y que tanto habían dado que hablar en Madhu. El tan buscado Arca de la Alianza; la manzana —sí, la manzana—­­ que Eva dio de comer a Adán; los verdaderos, estos sí, cáliz y cruz de la pasión de Jesús el judío; la tumba de Tutankamon y sus tesoros; las Tablas de la Ley judeocristiana; el árbol donde Buda alcanzó la iluminación; las carabelas que Colón fletó con destino a América así como las joyas expoliadas de la tumba del Señor inca de Sipán.
— ¡Y la Biblioteca de Alejandría, intacta! —puntualizó eufórica Fontaliso por me­dio de un zumbido de sus alas.
—Y también tenemos una fonoteca, una pinacoteca y una ludoteca, donde —les explicó Filonorte— están almacenados los libros y mapas de todos los confines de la tierra tal y como eran en la antigüedad; y cartas que los viejos astrónomos habían dibujado de los más recónditos lugares del uni­verso; y sonidos y músicas; y palabras; y pinturas; y juegos olvidados…y misterios resueltos, como las coordenadas exactas de dónde se encuentra el barco Struma, hundido en el mar Negro, con 767 judíos a bordo cuando iban en busca de su Hogar.
—Aquí nos hemos preocupado de recoger todo aquello que los hombres, los de vuestro pueblo, han perdido por empeñarse en andar enfrentados con guerras, o por falta de interés. Aquí está para vuestro provecho, para cuando estéis preparados para no volver a perderlo. Miradlo todo.
Y así hicieron, procurando ver todo para no perder detalle, mientras por el sistema de megafonía sonaba una triste y olvidada canción infantil:


Es la historia de don Paco jijijijajajaj
Es la historia de don Paco
Y os la vamos a contar
Jijijaja
Y os la vamos a contar:
Era un día de fiesta jijijijjajaja
Era un día de fiesta
Y tenían un convite
Y tenían un convite
Paco se sentó a la mesa
Jijijijajaja
Paco se sentó a la mesa
Y rompió todos los platos
Y rompió todos los platos
Y su padre que lo vio jijiji jajajaj
Y su padre que lo vio
Le metió en un cuarto oscuro
Le metió en un cuarto oscuro
Y los ratones decían
Jijijajajjaj
Y los ratones decían
No comeremos a Paco
No comeremos a Paco
¡Comeremos a su padre! jijiijijajajjaja
¡Comeremos a su padre!
Que ha sido quien le ha encerrado
Que ha sido quien le ha encerrado
Aquí termina la historia jijijaja
Aquí termina la historia
De Don Paco y su hijo Paco
De Don Paco y su hijo Paco
jijijaja
jijijaja


Así, casi sin darse cuenta, atravesaron un pasadizo que accedía direc­tamente a un salón donde Filonorte les dijo:
—Esta es la Casa del Tiempo Atrás. Aquí podréis revivir cualquier aconte­cimiento, o descifrar cualquiera de los grandes enigmas de la Humanidad que deseéis y de los que vosotros mismos podéis ser protagonistas. ¿Queréis probar?
Y vaya si querían probar a revivir los acontecimientos históricos. Aquella oportunidad no la iban a dejar pasar: eligieron, entre tantos y tantos hechos acaecidos en el mundo desde su creación, uno del que sus padres siempre les hablaban, aunque ellos no supieran entender muy bien de qué iba el tema. En un momento dado, el trasgo Filonorte tecleó unos dígitos y unas le­tras misteriosamente entremezclados que le indicó el hada Fontaliso: 3-H-1-E-3-R-1-V-4-A-9-S-2 tras lo cual aquella amplia estancia se convirtió, como por arte de magia, en una escena del tiempo pasado desarrollada en una calle estrecha, de ca­sas de adobe y maderos sujetando las fachadas. Y mujeres, hombres y niños, vistiendo jubones de color marrón, muchos de ellos luciendo pequeños gorritos —kippá— que le cubrían sus coronillas formaban un gran tumulto de gente co­rriendo de acá para allá, comentando y haciendo corrillos a lo largo del entramado de callejuelas, donde algunas fachadas lucían estrellas de David, y Mar y Rob se entristecieron, por el gran pesar que no­taban en todos al correr el rumor por las calles de Ambroza, que así era como se llamaba aquel pueblo.
Ataviados de hebreos, se pudieron aproximar a un corrillo y lograron captar la noticia pregonada que corría de boca en boca: Deberían partir, en el plazo de tres meses, todos los que habitaban el barrio; que salieran para siempre del pueblo que les había visto nacer, dejando sus pertenencias, o se convirtieran a la religión de Cristo, olvidando los ritos de la suya judaica. El alguacil, con voz engolada, terminó aquel bando que leía con una sonrisita sardónica clamando: “Dado en esta ciudad de Granada siendo el treinta y uno día de marzo del año del Nuestro Señor Jesucristo de mil y cuatrocientos noventa y dos. Firmado, Yo el Rey, Yo la Reina”.
La desesperación, la frustración y la tristeza que se apoderó de aquel pueblo, en una escena tantas veces evocada por sus padres, dejaron a Rob y a Mar con mal sabor de boca, con las lágrimas a punto de brotar de sus ojos. Ahora entendían la pena con que tantas veces se lo habían narrado sus padres. Y estaba ocurriendo, exactamente igual, con los mismos detalles, que parecía que Antonino y Victoriano hubiesen vivido allí.
Salieron, aún entristecidos, de aquella fantástica casa del tiempo pasado, donde estaba toda la Historia del mundo, para entrar a la Casa del Tiempo Adelante donde era posible vivir cualquier tiempo por venir. A pesar del interés mostrado por Rob, Filonorte y el hada se negaron a dejarles activar la maquina introduciendo cualquier fe­cha que se pudiesen imaginar para trasladarse a otras épocas y lugares del futuro. Según ellos era demasiado arriesgado debido a que, en cierta ocasión, hacía trescientos años, un trasgo viajó al futuro en la máquina, y aún lo esta­ban esperando: desapareció sin dejar rastro.
Ya en el exterior, entraron en el Hospital, donde los trasgos y las hadas nacían, curaban sus enfermedades y también morían. Pudieron ver cómo se desarrollaban los tres estados de la vida de aquellos extraños seres —incluso pudieron ver, mientras Filonorte guiñaba un ojo y sonreía al explicarlo, la Sala de Reproducción donde los trasgos y las hadas se reunían saliendo todos con caras y sonrisas de alelados como de habérselo pasado muy bien, muy con­tentos, tras unirse y formar otros nuevos trasgos y hadas—, y también que al morir eran incinerados para que sus espíritus, en forma de humo primero, y bruma después, permaneciera por siempre sobre Tharvas.
—Es —explicó Filonorte— el recuerdo que cada uno de nosotros deja al abandonar nuestro mundo para siempre. Mientras exista esa bruma sobre el pueblo, significa que el recuerdo de los que nos precedieron permanece y per­manecerá eternamente.
Así siguieron, hasta que, ya casi al final del pueblo, se pararon los cuatro. En aquel punto se en­contraban las diversas características que diferenciaban a los habitantes de Tharvas. Mientras Fontaliso les señalaba hacia un lugar, Filonorte les señalaba hacia otro en sentido opuesto. Los dos tharveseños se separaron y los niños decidieron hacer lo mismo. Así, sin pensarlo, Mar se adentró con Fontaliso en el bosque y Rob siguió a Filonorte a la mina.
El bosque era una masa verde impresionante donde crecían toda clase de árboles y plantas: castaños, sobre todo, pero también álamos, chopos, encinas, enebros, pinos. Así como toda clase de frutales: albaricoqueros, almendros, avellanos, melocotoneros, membrilleros, cerezos, higueras, manzanos, nogales, pera­les y  gran número de árboles exóticos como caoba, teca, iroko, sapelli, ekki, bolondo, ayou, palisandro, obeche y okume, procedentes tanto de la sabana africana como de los cauchales del Amazonas, así como sequoias de los cañones americanos.
—Purifican el aire, protegen de los rayos del sol, proveen de alimen­tos, aíslan de ruidos —Fontaliso “hablaba” sin parar a base de batir sus alas—, proporcionan sombra, aire puro y vida. Protegen contra la erosión. Pro­ducen madera. Y hacen bello el paisaje. Aquí lo tienes —terminó de decir—.
         De lo más intrincado del bosque surgían miríadas de hadas, encargadas  de la tala de madera y de la recolección de los frutos que allí se daban, tales como aguacates, bananitos, carambolas, chirimo­yas, cocos, frutos de la pasión, limas, litchis, mangos, piñas, papayas. E incluso cazaban pequeños animales atrapados en trampas por las mismas hadas como ardillas, corzos, gamos, garcetas, zorros, tejones, comadrejas, nutria, jinetas, gatos monteses, jabalíes, ciervos, liebres... etc. Junto al bosque estaba la fac­toría, donde convertían las maderas en muebles y pasta de papel; y los frutos que escogían y envasaban saliendo, por medio de cintas transportadoras, hacia el exterior.
Rob, mientras tanto, había seguido a Filonorte al otro extremo de Tharvas. Lo que este le mostró al niño fue uno de los más bellos espectáculos que se hayan visto jamás. En la llanura, ante ellos, apareció un fabuloso agujero horadado en la tie­rra en forma de embudo, y una enorme escalera de caracol descendiendo hasta que la vista se perdía en un agujero así de pequeñito en el fondo como si llegara hasta el mismísimo centro de la tierra. En aquel agujero negro, refulgían unos destellos como si de estrellas en la noche se tratara.
—Eso que ves brillar allá —Filonorte le indicó señalando con su gran dedo índice hacia el fondo— son vetas donde se esconden las más bellas gemas que ser humano haya visto jamás. Ahí sólo bajan los trasgos autorizados para extraer lo que estrictamente necesitamos. Esmeraldas, topacios, jacintos de Compostela, ónice, jaspes sanguíneos, lapislázuli, ágata, siderita, obsidiana, zafi­ros aguamarinas, amatistas, ámbar, diamantes, ojos de gato, ópalos, piedra lunas, piedra soles, rubíes, turmalinas, malaquitas, turquesas, y muchos más... —Filonorte enumeraba aquellos extraños nombres mientras un brillo, parecido tal vez a aquellas piedras preciosas, le aparecía en los ojos—.
Rob miraba al fondo algo asustado: aquel siniestro agujero estaba preñado de las más bellas y valiosas joyas codiciadas por el ser humano. Allí estaban depositadas las piedras preciosas por la que muchos hombres habían muerto y habían matado.
—Esta tierra guarda vetas de los más diversos colores que revelan la pre­sencia de otros minerales —Filonorte se entusiasmaba a medida que iba enumerando lo que aquellos abismos contenían—, si no tan valiosos como las gemas refulgentes, sí más necesarios para la vida, como el alabastro, el azul Prusia, la caparrosa, la piritharvas —lo que más poseemos—, la dolomita, el estaño, la diaspora, la galena, el heliotropo, el iridio, la jordanita, el metal li­quido mercurial, el plomo, las tierras azules de hierro y el zircón que los tras­gos, especialistas en minería, extraemos para convertirlos en los más variados metales con los que fabricar: instrumentos de medicina, vehículos, barcos, casas, y todo aquello que en el Reino de Madhu disfrutáis.
Cuando acabaron las visitas al bosque y a la mina volvieron a reunirse los cuatro.
—Que los humanos den las gracias a los trasgos y a las hadas —Filonorte se puso muy serio cuando, dirigiéndose a los niños, se refirió a la gente mayor de Madhu—, porque en Tharvas tenemos todo lo que lo humanos necesitan, ya que  ellos no han sabido cuidar lo que la Naturaleza les ha dado.
—Cuando salgáis de Tharvas, os pedimos llevar este mensaje que os estamos transmitiendo para los habitantes de Madhu, vuestro pueblo: Cuidad el medio am­biente, creo que lo llamáis. No derrochéis lo que la Madre Naturaleza os ha re­galado. Aprovechad el Sol, los vientos, las olas del mar, la nieve y toda la ener­gía que desprenden. Plantad árboles por todas partes; y de la tierra, que es inmensamente rica, procurad extraer sólo lo que necesitéis. Aquí os se­guiremos proveyendo de lo que a vosotros os falta, pero debéis cuidaros por vosotros mismos.
>>Aprovechad el mar... ¡qué decir del mar! Inmensamente generoso en productos... pero yo no os puedo decir nada sobre ese elemento, aunque os puedo recomendar a Joana la sirena y a Merrows el tritón, que reinan sobre los mares, para que os lo enseñen. Por desgracia, Tharvas no tiene mar.
Filonorte dio media vuelta y les indicó que le siguieran hasta la salida, no sin antes dejar atrás otra gran puerta, también cerrada, llena de herrumbre y telarañas.
—Esa es la puerta que da acceso a Hersis, pero —Filonorte se paró un segundo para volver a hablar a los niños— nadie sin autorización puede traspasarla.
Y efectivamente, semicubierto de hiedra, un cartel lo indi­caba: REPÚBLICA DE HERSIS. PROHIBIDA LA ENTRADA.
Al retornar a Madhu, pasaron junto a algunas de las casas de los trasgos y de las hadas.
Dentro de una de ellas, una niña, mitad trasgo, mitad hada, de una be­lleza impresionante, aunque mal vista a los ojos de los demás por ser un caso único de  mestizaje, los vio pasar. Era la primera vez que veía a unos niños diferentes, pero Dhal, que así era como se llamaba la niña, estaba pensando en algo que ya había intentado anteriormente, pero que lo volvería a hacer: aunque estuviese prohibido acercarse a la Puerta de Hersis, ella lo haría, porque no quería pasar el resto de su vida en Tharvas y aunque ya había intentado abrir la puerta, quizás la próxima vez consiguiese entrar al territorio misterioso de Her­sis.
Rob y Mar ya habían llegado de nuevo a la entrada de Madhu, su verda­dero pueblo, donde a buen seguro les estarían esperando sus padres, y su tía que los habrían estado buscando. Ante la puerta, no pudieron reprimir una lágrima de emoción al despedirse de Filonorte y de Fontaliso.
Al salir, vieron que sólo habían pasado unos minutos desde que traspasa­ron la puerta, pues la tía aún estaba en el pueblo, y los papás de Rob y de Mar continuaban en sus tareas. Sin embargo, se dieron cuenta de que en Tharvas habían pasado todo un día, recorriéndolo. Así, cayeron en la cuenta, fiján­dose un poco y comparando con Tharvas, de lo feo que resultaba Madhu, lleno de escombreras, de ríos contaminados, escaso de árboles, y basura por todos los rincones. Y la falta de educación de los habitantes de Madhu comparando con los de Tharvas.
Cuando llegaron la tía y los padres, todo parecía en or­den, hasta que a Mar, que era como más lenguaraz, se le ocurrió decir:
—Mira, tía Emiliana, qué piedra tan bonita —y la tía bajándose las gafas hasta la punta de la nariz, cogió lo que Mar le mostraba.
La gema refulgía como diez soles juntos refractando una gama de colores de diversas tonalidades.
—Pero Mar ¿de dónde has sacado esto? —preguntó extasiada la tía Emi­liana.
—Tía —dijo la niña bajando la mirada—, me lo ha dado Filonorte, el trasgo de Tharvas.
—Pero si esto vale un perú— dijo la tía Emiliana, sonriendo de oreja a oreja—, esto nos va a servir para tapar algunos agujeros...
Y Rob y Mar pensaron que la tía se había vuelto majareta y que inme­diatamente iría a colocar aquel pedrusco en cualquiera de los agujeros que había en la casa de huerto. Pero qué va…lo de los agujeros, les corrigió la tía, era la hipoteca de la casa, una tele nueva, un Sonotone más potente para el Antonino….
Lo que nunca dijeron a la tía es que habían hecho caso omiso de la prohibición de traspasar la puerta del fondo del jardín, y que habían visitado Tharvas, un paraíso, un lugar ideal que inexplicablemente había sido un destino prohibido y desconocido, pero ella, así como los padres de los dos primos, se quedaron sorprendidos y extrañados de la nueva actitud de los niños: desde el momento que regresaron de Tharvas comenzaron a preocuparse por cosas a las que nunca antes habían hecho el mínimo caso, comenzando por corregir las costumbres que ante­riormente tenían: apagaban las luces de la casa que no utilizaban; cerraban el grifo del agua cuando no la necesitaban; cerraban la puerta cuando hacía frío y la abrían de par en par cuando apretaba el calor; reciclaban y dejaban en los contenedores los residuos que no servían; y así cosas cada vez más útiles por seguir las instrucciones que Filonorte y Fontaliso los habían trasmitido, hasta convertirse en unos expertos en Medio Am­biente. Aquellas costumbres se las pasaron a sus pa­dres, que comenzaron a aplicar los consejos de los niños en las construcciones que iniciaban, utilizando en adelante las técnicas aprendidas: uso de placas so­lares, orientación adecuada de las casas para aprovechar el tibio sol del invierno y el escaso frescor del verano, uso de materiales resistentes al frío y al calor (aumentando las ganan­cias y creando puestos de trabajo y riqueza… debido al éxito) e incluso la tía Emiliana que pasaba un montón de todas aquellas “bobadas” como anteriormente las califi­caba, ahora se le veía también a ella transformada en una recicladora-ecologista, y había ideado un sistema para reconvertir los restos de comida sobrante y proporcionár­selos a las gallinas y a los otros animales del corral.

En fin, hasta aquí la historia de los dos primos que visitaron Tharvas, el enigmático pueblo que había —y hay— tras la puerta. De vez en cuando sienten ganas de volver, entre otras cosas porque añoran a Filonorte y a Fontaliso, que poco a poco les ha ido pareciendo un sueño y como que no hubiesen existido. Pero, misteriosamente, a pesar de que lo han intentado, han visto cómo la puerta se encuentra absolutamente cerrada, como si jamás nadie la hubiese traspasado. No hay manera, la puerta sigue cerrada mientras Rob y Mar crecen. Y nunca han olvidado el fa­buloso viaje, ni han olvidado las enseñanzas recibidas que quieren trasmitir a más y más gente, para que el mundo que les ha tocado habitar no se deteriore más y todas las riquezas sean repartidas y utilizadas para bien de todos.

No hay comentarios:

Telepúfo

El subministro sonreía mirando desde su despacho. Por fin se iba a ganar el favor del Ministro 1 presentando el encargo del jefe corregido ...