© El blog con cero lectores, pero aquí estoy en el espacio de mi libertad. No espero a nadie aunque cualquiera es bien recibido. Gracias a mi BLOC ABIERTO DE PAR EN PAR donde encontrarás desde 2009 temas variados.

31.10.09

UN TREN ESPAÑOL


                                                                    INTRODUCCIÓN

Mosé Acostas miraba, a lo lejos, los afilados minaretes de las mezquitas que recortaban, al atardecer, el cielo sobre el Mármara. Por un instante sus ojos, ligeramente estrábicos tras los gruesos cristales de las gafas, brillaron.
Durante una semana -en el corazón de Estambul- yo lo había acompañado, aprendiendo de su centenaria cultura, ya que el objetivo de mi visita, en marzo  de 1993, era investigar la procedencia -tal vez de  San Protasio, judería española de sus antepasados, lugar, asimismo, de mi nacimiento y residencia desde donde posiblemente, aunque sin confirmar, iniciaran el éxodo, a raíz del Decreto de Expulsión de la población judía de España, en 1492.
Al narrarme la historia de sus antepasados y hacer mención de  su breve paso por España durante la guerra civil, conseguí el relato de un episodio que no deseaba, en principio, rememorar: "los terribles días en los arrabales de Madrid". Mas con la lengua judeoespañola , ladino, milagrosamente conservada, me lo contó. He aquí, transcrito y adaptado por mí mismo, su relato:
                                                         1ª PARTE: ORIGEN. EL VIAJE.
 << Desde muy joven acudía con mi padre a la Sinagoga de Estambul y allí, leyendo los textos sagrados, aprendía el pasado de mi pueblo. Ocurrió mediado el año 1936 cuando conocí, a través de mi amigo Ismet Tâli, los sucesos que estaban aconteciendo en Europa. En la Sinagoga los debates devenían con frecuencia en acaloradas discusiones a propósito de las persecuciones que los judíos sufrían en el centro del continente. Allí, en la Asamblea, se daban toda clase de pareceres que relacionaban los nacionalismos exacerbados con las doctrinas que favorecían los levantamientos militares en los confines del Mediterráneo; quiénes opinaban que no tenían nada que ver, y los que entendían que los "pogromos" eran algo inevitable, incluso apuntando  como algo positivo la circunstancia de que la Historia fuera manifestándose cíclicamente, de aquella manera, para diferenciar a los judíos de cualquier otro pueblo de la tierra: de nuevo, los elegidos. Y aquellos que, simplemente, hablaban de dictadura o libertad, de izquierdas o derechas, de conmigo o contra mí. Yo me preguntaba, sin embargo, a pesar de que mi porvenir podía estar resuelto -merced a la pequeña fortuna que mi padre poseía- cómo podría demostrar mi solidaridad ante la falta de perspectivas y contra los totalitarismos que se auguraban  para Europa.
Sin dudarlo más, la mañana del 25 de septiembre  de 1936, con veinte años recién cumplidos -aun en contra de la opinión de mi padre- partí, junto a mi amigo Ismet Tâli, hacia la frontera con Bulgaria.
Al llegar a Sofia mantuvimos una reunión -junto a cinco jóvenes más- en un discreto local del centro de la ciudad, donde fuimos adscritos a una expedición que partió por tren el día siguiente. Siguiendo los consejos de los dirigentes me entregaron una nueva documentación, consistente en un pasaporte búlgaro, a nombre de Bruno Vasanov.
El tren español(*), como alguien comenzó a denominarlo, se puso en marcha. Al fin, con una nueva identidad, iba a conocer el lugar de mis ancestros: la vieja y desconocida Sefarad que, decían, comenzaba a desangrarse.
Durante la lenta travesía por Yugoslavia iba comprendiendo la variedad de gentes, el mosaico que formaba la vieja Europa; al llegar a Zagrev, decenas de nuevos voluntarios, enarbolando rojas banderas, abordaban el tren abarrotando los vagones que iban añadiéndose. Los paisajes cambiaban con el transcurrir de las horas y, desde los Balcanes, íbamos recorriendo las llanuras adivinándose en el horizonte los Alpes que bordeaban Austria. Innsbruck fue una repetición de lo ocurrido en Zagreb con inspecciones y  controles por parte de las autoridades locales.
Elevadas cumbres, a través de la noche, nos acompañaron hasta Zurich -el oasis suizo- donde, el 2 de octubre, fuimos aclamados por una multitud, tras los discursos, augurándonos la gloria de la victoria sobre el fascismo. Ismet, de quien no me separaba, hizo notar la ausencia de enseñas y la nula mención al partido al que casi todos decían pertenecer. Mas en aquellos momentos, nadie necesitaba de banderas o consignas, tan sólo caminar en busca del honor o del incierto destino.
Los hermosos paisajes, de verdes e inmensas praderas, fueron testigos de  nuestra entrada en Francia, la frentepopulista, coreada por cánticos y vítores en todos los idiomas europeos.
París se presentó ante nosotros como una hermosa ciudad, siendo agasajados en la misma Estación Este. Durante tres días estuvimos alojados en unas dependencias del Ministerio de la Guerra, donde nos fueron agrupando por nacionalidades, idiomas y afinidades políticas. Allí conocí a la persona que estaba encargada de reclutar a aquel contingente humano, al que llamaban Broncev(*), quien se movía entre los corrillos de voluntarios hablando animadamente, anunciándonos la pronta llegada a los campos donde se estaba librando, decía, el porvenir de Europa.
París nos despidió con alegría cuando nos dirigíamos caminando hacia la estación de Austerlitz; nosotros correspondíamos con emoción aquellas demostraciones de cariño.
El viaje hasta Cerbère, en la frontera del Sur, a través de onduladas colinas repletas de viñedos y bosques, constituyó para nosotros un auténtico paseo, parando en diversas ciudades hasta llegar a la línea divisoria del país tantas veces nombrado y tantas veces añorado. Cruzamos la frontera, el 9 de octubre, caminando en silencio bajo la curiosa mirada de los gendarmes y la actitud displicente de los guardias españoles >>.
                                                             2ª PARTE: VIAJE. EL DESTINO
Continúa su relato el sefardita Acostas:
<< El 10 de octubre  estábamos, por fin, en Barcelona, en el país que nos necesitaba y, ciertamente, se percibía el ambiente bélico en las calles. Era continuo el tránsito de vehículos conducidos y montados por ruidosos milicianos cantando, empuñando armas y enarbolando banderas multicolores llenas de siglas y símbolos.
En un largo convoy ferroviario recorrimos la franja costera del Mediterráneo en tanto yo recordaba a mis padres, quienes continuamente evocaban la expulsión y salida de Sefarad “por orden de nuestros señores, el Rey y la Reina”; ¿habría sido tal vez desde aquellas solitarias playas y puertos donde iniciaran la diáspora nuestros antepasados por negarse a renunciar a sus creencias?
Tarragona y Valencia eran nombres que, hasta entonces, yo jamás había escuchado. El trayecto, en convoyes por carretera, hasta una ciudad asentada en el llano, Albacete, donde unos quinientos jóvenes, en filas, a través de las calles de la ciudad, éramos observados por la multitud silenciosa que nos hizo retornar a la realidad. Al final del largo viaje, un país en guerra recibía a los voluntarios del mundo en ayuda de la República española.
Era, aquella, una tierra árida y fría. Los vítores, recibidos hasta entonces, se fueron extinguiendo para devenir, sin solución de continuidad, en durísimos entrenamientos. De Ismet Tâli, trasladado a otro campo de instrucción, nunca más supe y yo fui alistado de nuevo, ya que mis documentos en caracteres cirílicos de poco me servían y los cambiaron por otro -militar- expedido el 14 de octubre  de 1936, que conservé para siempre. Mi nombre continuó siendo Bruno Vasanov e incorporado como intérprete, por mis conocimientos de turco, búlgaro y, lo constaté inmediatamente, mi arcaico y caduco castellano. Oculté, sin embargo, mis conocimientos del hebreo así como, aunque elementales, del yiddish ya que no deseaba ser identificado como judío turco.
Los recuerdos se hacen más nítidos, pero se me agolpan en la memoria pues todo ocurrió, posteriormente, con rapidez. En Albacete fueron numerosos los personajes, luciendo guerreras con estrellas de cinco puntas, que sucedían a otros de paisano arengándonos, en tanto que nuevas expediciones iban llegando procedentes de diversos  países.
A partir del primer contingente que llegó a Albacete se crearon las Brigadas Mixtas Internacionales, organizándose la Novena Móvil con los primeros en acudir; fui incluido, junto a los voluntarios eslavos, en el IV batallón, denominado Dabrowsky en honor de un revolucionario polaco muerto en las barricadas del París de la Gran Guerra.
Los días transcurrieron velozmente hasta que, el 4 de noviembre, recibimos la orden de partida; llegaban noticias según las cuales los nacionalistas rebeldes habían recorrido el Oeste de España -desde el Sur- Madrid estaba en peligro pero allí estaríamos los "Internacionales" para su protección. Era el momento de demostrar para qué habíamos dejado atrás tantas  fronteras. Como intérprete cumplí la misión de comunicar, puntualmente, todo aquello que nos era transmitido.
Tembleque, el lugar donde nos estacionamos el día 5, situado en los umbrales de Madrid, estaba en la línea del frente partiendo en dos mitades el país desde hacía cuatro meses, aunque nos aseguraban que llevaba dividido muchos años: yo lo calculé con precisión, cuatrocientos cuarenta y cuatro.
El ejército levantado en armas estaba, ya, frente a la capital de la República y el Gobierno la había abandonado aquel mismo día, dejando su defensa en manos del pueblo, para trasladarse a Valencia. El comandante Kleber, alias el Canadiense, nos comunicó que, en adelante, seríamos llamados "XI Brigada Internacional" y el comisario Mario Nicoletti nos arengó diciendo que tendríamos el alto honor de ser los primeros en defender la metrópoli”: ¡No deben pasar! ;¡no van a pasar! ;¡no pasarán!”, gritaba.
El día 7 largas filas de camiones entraron en Madrid, en uno de ellos iba yo repasando, mentalmente, algunos pasajes del Libro de Josué. La ciudad nos recibió cuando un inmenso, triste y ‘frío’ sol declinaba en el horizonte de la planicie.
Al día siguiente desfilamos ante aquel pueblo confiado que no parecía vivir en guerra, perfectamente uniformados con un tabardo hasta media pierna, correaje con cartucheras, bolsa en bandolera y casco, empuñando un flamante fusil-mosquetón. Al anochecer, sin más, estábamos apostados en la Casa de Campo junto a la Cuarta Brigada Mixta ayudando al pueblo madrileño a cerrar el paso del ejército africanista que intentaba llegar, desde tres días antes, al mismo corazón de la ciudad.
Durante una dantesca semana fuimos conquistando y reconquistando posiciones; los enfrentamientos llegaron a ser casi cuerpo a cuerpo contra aquellos hombres, de uniformes unos y con capotes rifeños otros, quienes desde el lado opuesto intentaban el asalto una y otra vez...

Los edificios, las calles, el entero mundo, iban derrumbándose con el transcurrir de los días. Los blindados T-26 batían con estruendo los arrabales. En el cielo zumbaban con persistencia los Junker en busca de nuestros Moscas Ilyushin, que salían a su encuentro.
No puedo olvidar la fría noche del 14 de noviembre  cuando, cumpliendo ordenes, nos trasladamos hacia el Parque del Oeste, en la orilla izquierda del río Manzanares, a fin de impedir el avance de las tropas atacantes. Durruti, con sus hombres, hubo de retroceder, inexplicablemente y allí nos dirigimos con nuestro comandante, Ulanowsky, ya que las columnas enemigas habían formado una cuña que se adentraba peligrosamente en los barrios más próximos al centro urbano; La XII Brigada Internacional, de Luckács, llegaría más tarde a apoyarnos >>.
                                                                              EPÍLOGO
Concluye su relato el sefardí Acostas:
<< Al amanecer del 15 de noviembre  de 1936, en medio del fuego cruzado de artillería, mi batallón recibió la orden de reconquistar un edificio que, ironías del destino, llamaban la Sinagoga(*) el cual había sido tomado y guarnecido la noche anterior por una compañía enemiga. En medio de los descampados batidos por la metralla, a rastras por el endurecido suelo, nos acercamos recorriendo un camino aledaño a la cercana Ciudad Universitaria. Nunca lo he podido recordar bien, pero en el momento de iniciar una corta carrera en zigzag hacia los muros de aquel edificio tratando de descubrir algún distintivo que lo identificara noté cómo algo, abrasador y doloroso se introducía en mis entrañas, y con mi mano izquierda taponando la herida sentí la palpitación y suave tibieza de la sangre. Permanecí caído hasta que los camilleros pudieron recogerme. El inmueble continuaba inalcanzable y pude ver, por última vez antes de perder la consciencia, las siluetas que asomaban y se ocultaban tras las destrozadas ventanas, mientras su fusilería y su artillería ligera barrían los alrededores levantando pequeñas y siniestras nubes de polvo, dejando decenas de muertos y heridos.
En un vetusto hospital del centro de Madrid pasé setenta días curando mis heridas siéndome imposible, debido a los efectos de la morfina, pormenorizar dicho periodo. Pero lo más doloroso fue pensar que una semana había sido todo lo que pude ofrecer a la causa abandonando país, creencias, familia y amigos.
En el tren-hospital que me evacuaba a Valencia, el 27 de enero de 1937 -en plena Pascua- me prometí a mí mismo, Mosé Acostas -aún Bruno Vasanov- que alguna vez retornaría(*).
Y así, sumido en íntimas sensaciones, el paisaje se iba ensanchando mostrándome, con toda su crudeza, los yermos, inermes y helados campos de aquel terrible invierno de España, mi ansiada, mi frustrada Sefarad... >>.
f i n


 ©Huelva-848  joseantoniobejarano 2000

GLOSARIO :
(*)SINAGOGA.-  No ha logrado el autor datos sobre la guarnición, defensa, situación exacta y funciones del inmueble. Ahora bien, sin pretensiones de historiador, ha encontrado -fortuitamente y con gran sorpresa—- una clara referencia del enclave en una copia de la hoja de servicios de "Martín Zamorano Sil, nacido el 14 de agosto  de 1914 en San Protasio (Salamanca), sargento perteneciente al 1er Tabor del Grupo de Fuerzas Regulares de Melilla nº2 Expedicionario, herido durante la defensa del edificio ‘La Sinagoga’, en Madrid, el 17 de noviembre  de 1936, e ingresado en el Hospital de Griñón (Madrid).
Así pues he aquí la unidad que, sin duda, ocupó el edificio en cuestión. Si bien no hace al hecho relatado -aunque resulta significativa y sorprendente la coincidencia de lugares, y casi de fechas, de las dos bajas, Mosé alias Bruno, y Martín- procede señalar que este último falleció meses después como consecuencia de las heridas sufridas en el frente de Guadalajara, pero esta sería "otra historia".
(*)TREN ESPAÑOL.- Denominación que se daba a los trenes fletados desde el Este de Europa por (*)BRONCEV, sobrenombre de Josip Broz -mariscal Tito, desde 1945, Presidente de Yugoslavia- para voluntarios del Partido Comunista con destino a España.
(*)RETORNO.- Según el relato de Mosé Acostas al autor, con posterioridad a su salida de España, recorrió Europa, siendo internado en un campo de concentración nazi, hasta su regreso a Estambul, donde se instaló definitivamente. No tuvo posibilidad de regresar a España.
NOTA DEL AUTOR: Mosé Acostas falleció el 16 de abril de 1995, según pude constatar por medio de la inestimable información de un funcionario de la Embajada de España en Ankara.


PEDRO, DE HUELVA


QUE LO SEPA LA RED:

21.10.09

DE COMPRAS POR LA INDIA

En mi último viaje a la India, hace cuatro años, recuerdo una anécdota que me ocurrió en Mathura, la ciudad sagrada donde nació el dios Krisna.
Ya casi acababan mis vacaciones, y antes de regresar, decidí comprar para mi mujer un chal de seda y algodón de Pashmina. De paso pude admirar tapices y alfombras de Cachemira. Pude echar un vistazo a la plata de Rajasthán, a las filigranas de Orissa, a los lapislázulis, zafirostrellas, piedraslunas, aguamarinas y falsos diamantes, frascos de agua de rosas del Annapurna y hojas del árbol de Buda. Así que estuve comprando algunas cosas, pagando con mi Visa.



Pero justo al lado de este bien abastecido zoco, observé un destartalado tenderete atendido por un hombrecillo. Le compré algunas piezas de lo único que vendía: baratijas de lino del valle de Lahual. Cuando hube acabado, le pagué con un euro, porque en la agencia de viajes me habían dicho que los aceptaban. El vendedor, que se tocaba con un sucinto “dotis” y un turbante color azafrán, me dio la vuelta con un montón de curiosas monedas, que yo quise rehusar, dejándoselas como propina. El hombre, con voz serena, me dijo que no podía aceptar un dinero que no había trabajado, que el que me daba como vuelta, a pesar de su humildad, tenían el don, si me decidía a mezclarlas en mis bolsillos con mis orgullosas monedas, de transmitirlas el don de la dignidad y de la conciencia. Que los humildes “paise” —fracción centésima de una rupia— que me devolvía, los mezclara con mis euromonedas porque mientras estuviesen en contacto, estarían éstas bendecidas con el esplendor de las cosas sencillas, dado que los "paise" habían estado sumergidos durante una noche de plenilunio en la aguas del sagrado río Yamuna (afluente del Ganges) y estaban impregnadas, por siempre, de la misericordia y de la paz, del equilibrio y de la salud, de la armonía y de la energía positiva —Karma lo llaman ellos— que las riquezas deberían proporcionar.
Al despedirse, el hombre, pobre en dineros pero rico en sabiduría, me saludó llevándose sus manos juntas hacia la frente, al tiempo que me hacía una breve reverencia. Yo, torpemente, le correspondí, despidiéndome en su idioma.
Y así es como tuve que admitir aquellas monedas de “paise” de las que traje unas pocas, que he ido prestando a fondo perdido a mis amigos con objeto de compartir con todos ellos sus dones benéficos.
Llevo en mi monedero, como amuleto, el último paise que me queda —espero que por mucho tiempo—.
Ahora, ya, me despido de la misma forma que del comerciante de Mat-hura:
—¡Namasté!

1 rupia india (RS)= 2 céntimos de euro(c€)

20.10.09

Carta a Joana, dedicada...

©José A. Bejarano  12 octubre 2009

Hola Joana: como te comenté esta mañana, he salido después de comer y aprovechar la magnífica tarde que la estación nos regala: el otoño se resiste a entrar pero ya los árboles de las alamedas dejan caer sus hojas amarillentas y ocres cubriendo el suelo de un mullido manto por el que ruedo hollando el suelo, virgen de pisadas. Soy el único paseante por la solitaria avenida si no es porque cerca, en unos bancos, unos enamorados se miran sin decirse nada...  y más allá el que parece ser un indigente dormitando deja caer su cabeza sobre sus rodillas. A su lado un perro lo mira fiel, moviendo sus orejas. También dormita a la espera de que su dueño vuelva a dar señales de vida.

Entro al fin en la ruta verde que recorre un maravilloso paraje. La marea está comenzando a subir y los barcos atracados en la orilla se mecen al ritmo que la luna y los vientos marcan  a las aguas, de un verde esmeralda.
Cruzo las salinas y una palas enormes se afanan en recolectar la cosecha de sales que pronto se convertirán en otros productos químicos y con ello ayudar al progreso. Cerca de las enormes balsas, casi vacías, a la espera de nuevas mareas que cristalicen, unas garzas y flamencos de color rosado introducen sus largos picos en las aguas ricas en pececillos y crustáceos que a su vez buscan microorganismos de artemias. Pedaleo, miro, observo, recapacito, sonrío para mis adentros y recuerdo algo que tengo presente a cada momento: He aquí el ciclo de la vida. De la vida y de la muerte.



Me voy adentrando en la larga y solitaria carretera que busca los esteros y las playas de las marismas, y me detengo en lo más alto de un puente. Por debajo pasa perezosa una pequeña embarcación dejando tras de sí una estela de espuma y de redes. Las gaviotas y algún cormorán piratean las anchovas o lisas que acuden al paso del barco.
Pescadores somnolientos, dos moteros a tumba abierta, un coche con la sombrilla en la baca, chimeneas a lo lejos. Un avión a diez mil pies dejando una kilométrica estela de vapor. El sol me deslumbra y comienzo a tener sed. Tiro un par de fotos.
Regreso. A lo lejos la ciudad se va desperezando, y las terrazas se llenan de gente ociosa. Pedaleo calle Rábida arriba y retorno por la alameda. Los enamorados están separados, callados, y el indigente se ha echado cuan largo es en el banco. El perro sigue enroscado. Los paseantes llenan el bulevar. Todo sigue igual; mejor dicho, no, las hojas amarillentas y ocres están ya pisoteadas. Pero han de caer más. Seguramente.
Un beso



19.10.09

Joana x Miriam

    Aturdida. Así es cómo se encontraba la familia Cohen Levi mientras el rabí les explicaba el significado del decreto que acababa de llegar a los concellus de las Polas. Corría el año de 1510 y ya no tenían otra opción si querían seguir viviendo en la aljama de Siero. La Inquisición perseguía sin dar tregua a los pocos judíos que habían optado por permanecer haciendo caso omiso del Mandato que dieciocho años antes los había obligado a abjurar de su religión. Eso es lo que subrepticiamente, disimulando, habían hecho, pero les había quedado por hacer algo que nunca pensaron tener que llevar a cabo: Cambiar, también, de identidad.
Es decir, no sólo ocultar que su día sagrado era el Shabbat, que su libro era la Torá, que su luz era el candelabro menorah y que todos  los alimentos que ingerían eran conformes a las reglas de Moisés. También les exigían renunciar a los nombres y apellidos que de generación en generación habían ostentado, perpetuando de esta manera la memoria de los que les precedieron desde la Tierra Prometida hasta las bravías tierras de la por siempre bienamada Sefarad.
Así pues el ferrallista de Siero, Samuel Cohen y  Sara Levi su esposa, decidieron buscar urgentemente nuevos nombres para autoimponérselos como muestra de conversión a una nueva religión inequívocamente cristiana, y que no diera lugar a malentendidos.
Samuel lo tuvo claro: en adelante en su cédula aparecería como Pedro, en memoria del primer Papa; de apellido se decidió por Fernández, en recuerdo del Rey Nuestro Señor Fernando, primer firmante del Edicto.
Sara  lo pensó un poco más: no estaba dispuesta, como su marido, a hacer concesiones a la difunta Reina Isabel de Castilla, así pues, decidió mantener su nombre, aun a riesgo de ser sospechosa de falsa conversa. De apellido adoptó el de Díaz, en recuerdo del defensor del cristianismo el Cid Rodrigo, de Vivar.
Para Miriam, su única hija, la de ojos del color de la miel, y  por la que estaban más preocupados,  nacida en un indeterminado mes del noventa y dos años transcurrido el milcuatrocientos, comprendido entre la Toma de Granada y la Singladura a las Indias Occidentales, que sólo pensaba en estar en compañía de su amigo Luis María (antes Yehudá)  paseando por las callejuelas de la judería, buscaron y encontraron el nombre de la actual reina de Castilla —hija de Fernando e Isabel—, dolorosamente enferma de amor, recluida para siempre en Santa Clara de Tordesillas, y que imaginaban leal al pueblo judío.
Miriam asintió, aunque le costó trabajo acostumbrarse a su nuevo nombre, pues el suyo propio y verdadero lo llevaba orgullosa desde su Simjat Bar (presentación de las niñas recién nacidas en la Sinagoga) dieciocho años antes,  que sus padres valientemente le habían impuesto a sabiendas de los riesgos que corrían.
Al rabino de Pola  (que ejercía como tal en secreto) le pareció bien la decisión tomada por la familia y se despidió de ellos. En adelante les resultaría más y más complicado cumplir los ritos a toda la comunidad “conversa” por lo que les aconsejó que tuviesen mucho cuidado, confiando que con los nombres cristianos les sería más fácil pasar desapercibido. Eso sí, deberían bautizarse en San Félix. Cuanto antes, mejor.
Miriam —ya, Joana—, no entendía muy bien aquel  obligado cambio en sus costumbres más íntimas y arraigadas, aunque no tuvo otro  remedio que amoldarse a todo aquello, identidad, tradiciones, religión, ritos, etc. Se rebeló sin embargo en lo único que nada ni nadie podría arrebatarle. En venganza, se prometió a sí misma, continuaría acudiendo cada viernes al atardecer a las afueras de la Pola, y tal y como hacía desde que era una niña, esperaría ver aparecer la primera estrella que surgiese en el cielo anunciando el comienzo del Shabbat, y en voz baja cantaría la vieja canción judeosefardí que su abuela le enseñara para saludar la aparecida del primer lucero del ocaso: Estrella, mi buena estrella // quisiera ojalá pudiera // pedirte un deseo // y me lo concedieras.
Prometió que lo haría en cada comienzo del sábado hasta el final de sus días. Para no olvidar.                
 Fin
 Historia rescatada del Archivo Histórico de la Fundación Principado de Asturias, con el agradecimiento al Excmo. Sr.D. Raimundo García Hontiyuelas, Archivero y Cuidador Real.


18.10.09

Sevilla

Joana visita, al fin, Sevilla. Es pleno otoño y las hojas amarillas de los árboles que bordean los jardines Murillo dan al pavimento un color dorado mientras el sol se hunde lentamente por detrás de las colinas del Aljarafe buscando el mar.
Se sienta en un banco del paseo, y mientras espera al resto de la excursión que se ha entretenido en un McDonald, le viene a la memoria la historia que de generación en generación ha transmitido su familia. Por fin conoce la ciudad que vio a su antepasada —Miriam Cohen Levi, bautizada forzosamente como Joana — cuando tenía su misma edad —15 años— y en un largo viaje recorriendo en incómodos carruajes el Camino de la Plata llegó a Sevilla con sus padres, al barrio que justo ahora —2009— está visitando junto a sus compañeros de estudios y la profesora de Historia del instituto de Pola de Siero.

Joana logra entonces recordar lo que debió ocurrir en aquellas callejuelas aledañas a los muros del Alcázar, por la calle del Agua y las puertas de la Carne y de Xerez, cuando Miriam, que nunca dejó de usar su verdadero nombre, tuvo un romance con Fernando de Alonso, un apuesto joven de la burguesía sevillana, de pelo negro ensortijado, y unos profundos ojos color castaño. Al enterarse el padre de este, cristiano viejo, le prohibió taxativamente continuar dicha relación “por el bien de ella”, en tanto no tuviese constancia de que la familia al completo había cesado de practicar los ritos prohibidos. Todo se sabía de todos en aquellas ciudades de los reinos.
Una tarde de Jueves Santo, 6 de abril de 1511, se encontraron los dos, como cada día desde que se conocieran meses atrás, en una de las esquinas del Alcázar, justo donde los patios de las casas del Barrio de la Santa Cruz emanan y desparraman con exultante intensidad los aromas del azahar.
A Fernando se le hizo un nudo en la garganta cuando Miriam le comunicó que regresaba al Principado con urgencia dado que su padre había realizado ya los negocios que los había traído al sur.
No lograba entender por qué tenía que mentir al primer muchacho que había amado en su vida. Sabía que el viaje, aun cuando estaba próximo, lo era sin embargo por la exigencia de sus padres de eludir, evitar, entorpecer, en una palabra prohibir algo tan difícil como contener los torrentes que produce el deshielo de primavera en los riscos de la cordillera astur: el amor.

Durante varios minutos mantuvieron sus manos entrelazadas, en silencio, prometiéndose con la mirada amor eterno y jurando reencontrarse tarde o temprano para siempre, y volver a pasear, como en los últimos meses, hasta las orillas del río, y sentarse a mirar los bajeles atracando, cargados de riquezas, en los muelles denominados de las Indias.
Miriam, la de ojos del color de la miel, que conocía los riesgos del largo viaje que cinco meses antes había realizado desde la Pola hacia Andalucía, sabía que era harto improbable repetir el mismo viaje, por lo que arrancó de su amado Fernando la promesa de que iría a buscarla cuando las condiciones lo hiciesen factible.
Al final, Miriam, en un arranque de sinceridad, pues su corazón quedaría destrozado aún más si partía con la mentira, le contó la verdad: que el viaje era sólo una excusa, que en realidad seguían siendo judíos, si no legalmente pues el año anterior se habían convertido, sí de corazón continuando en secreto la práctica de los ritos de la ley de Moisés.
Él lo entendió, no le importaba la religión que ella practicase, aunque fue consciente del peligro que corría su amada Miriam —y ahora también él— si llegaba a trascender este secreto. Pues allí y en ese momento hubiera sido totalmente imposible una formalización de relaciones con una “falsa conversa”, sin riesgo de ser delatados, perseguidos, juzgados y tal vez condenados por la Inquisición.
Él se acercó lentamente y su mirada llegó hasta el fondo del alma de Miriam. Estando a escasos centímetros uno del otro, impulsivamente, ella tomó la iniciativa, y entornando los ojos buscó los labios de Fernando. Cuando se rozaron, los dos se abandonaron al beso más tierno, dulce, un punto apasionado, que dos enamorados —olvidando las incertidumbres— se hubiesen dado jamás. En aquellos breves segundos encerraron y unieron todos los sentimientos encontrados que ya conocían: el amor, pero también los odios heredados; la valentía, pero también el miedo al qué dirán; “el uno para el otro”, pero también la intransigencia y la intolerancia de la sociedad; y por fin, las murallas físicas de los guetos, de las distancias casi insalvables entre sus lejanas comunidades, pero también las barreras mentales, que hacían de aquel amor puro, fresco y juvenil algo imposible y utópico en la España / Sefarad del siglo XVI, pues intuían que existía un pacto entre las dos familias para poner fin a aquel “desagradable episodio entre niños, sin futuro alguno”.
Cuando sus labios y sus cuerpos ligeramente se estremecían de amor, cuando querían fundirse para siempre, imposibilitando su separación, una voz los alarmó. Se separaron como cogidos en falta. Pedro, el padre de Miriam, se acercaba reclamándola para que apremiase la despedida. Estaban a punto de iniciar el regreso al verdor astur. “Sin dilación” le dijo.
Cuando Miriam se volvió hacia su amado Fernando, este ya no estaba allí. Logró ver su silueta corriendo, cuando desaparecía por la puerta extramuros de Santa Cruz en dirección a la orilla oeste del Guadalquivir donde vivía con sus padres. Desapareció...

...para siempre —suspira Joana mientras continúa a la espera de sus compañeros de instituto— ya que nunca volvió a verlo según la versión de la historia que le había contado con pelos y señales su padre, escuchada por éste del suyo y así hasta el tiempo en que ocurrieron los acontecimientos. Los dos habían corrido distintos caminos: en el norte ella y él en el sur. Así, para bien o para mal, se había escrito la historia.
Cuando está sumida en estos pensamientos aparece el resto de compañeros e inician el retorno al hotel. Al cruzarse con otros viandantes, Joana se fija en todos aquellos que lucen el pelo negro, algo ensortijado, y que sus ojos sean castaños. Que en sus labios aún permanezca el aroma inolvidable de un beso regalado hace 498 años por su antepasada, también como ella misma morena, menuda, espigada, con los ojos del color de la miel. Espera que tal vez alguno se llame Fernando, de Alonso. No se atreve a preguntar sus nombres, aunque desea encontrarse también ella un Fernando de Alonso, para que la Historia en su sempiterno giro vuelva a revivir aquella lejana escena de incipiente amor, pero ahora, sí, para culminarla con un final feliz.
Ha caído la noche sobre el Barrio de Santa Cruz y sobre Sevilla. El viento ribereño barre las hojas amarillas esparcidas por el solitario paseo. En la habitación del hotel, Joana mira a través de las luces de neón pegadas a la ventana. Desde las callejuelas de la vieja judería parece llegarle un murmullo de conversación, aunque también pudiera ser la estación de penitencia de alguna cofradía nazarena. Le parece escuchar, sin embargo, entrecortado a causa de la brisa, los nombres de Miriam y Fernando.
FIN
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Vienen los júngaros

—¡Que vienen los júngaros! ¡Los júngaros! ¡Que vienen! El Miguel recorría las calles advirtiendo de la noticia que de vez en cuando se exten...